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¿Por qué olvidamos los sueños? ¿Y por qué en los sueños olvidamos la vida?

Esta noche no he soñado nada, decimos a veces, y esto es aceptable si comprendemos lo que significa: que no recordemos haber soñado no significa que no lo hayamos hecho. Soñamos, sobre todo en la fase REM (de Rapid Eye Movement, que algunos traducen como MOR, Movimiento Ocular Rápido, pensando quizá que eso de la univocidad del lenguaje científico está bien, siempre que no se imponga por encima del nacionalismo lingüístico). Lo que ocurre es que en muchos casos no recordamos lo que soñamos, y despertamos con la impresión de haber pasado la noche en un estado cuasicomatoso de actividad cerebral nula.

Pero esto último no ocurre. Mientras dormimos, nuestro cerebro hace de todo menos descansar; más bien se va de juerga por sus propios mundos sin que nosotros lo controlemos. Y aunque difícilmente hacen falta motivos para justificar que el cerebro humano es uno de los campos de investigación más increíblemente asombrosos de la ciencia actual –suele decirse que este XXI es el siglo del cerebro–, en especial el universo del sueño y de los sueños es uno de sus misterios más extraños.

Sobre los sueños, es mucho lo que falta por comprender. Ni siquiera aún se entiende del todo por qué soñamos, ni por qué tenemos la necesidad de hacerlo. Pero hay una pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez: ¿por qué solemos olvidar la mayoría de los sueños?

La ciencia dice que también sueñan quienes nunca lo recuerdan, y que lo recordarán si se despiertan en el momento adecuado. Tienden a recordarse con más facilidad los sueños que tenemos justo antes de despertarnos, y dado que soñamos más en la fase REM, si despertamos en ese momento tendremos más probabilidad de recordar los sueños inmediatamente anteriores. Esto significa además que quienes tienen la suerte de dormir a pierna suelta hasta que se despiertan por sí solos, si es que hay algún afortunado, tenderán menos a recordar sus sueños, ya que despertarán con más probabilidad al terminar un ciclo completo de sueño y no durante la fase REM.

Imagen de pxhere.

Imagen de pxhere.

En los últimos años, los neurocientíficos han encontrado una posible explicación de por qué tendemos a olvidar los sueños (al menos el 95% de ellos, según un dato): en resumen, se trata de que durante la fase REM el almacenamiento de memoria a largo plazo está desactivado, como si nos funcionara la memoria RAM pero no la escritura en el disco duro. Cuando despertamos, el cerebro tarda un par de minutos en poner en marcha este mecanismo. Si durante ese par de minutos tratamos de retener ese recuerdo fugaz volviendo a reproducir el sueño en nuestra mente, podremos fijarlo y recordarlo después. De lo contrario, aunque en el mismo momento de despertarnos recordemos el sueño, lo olvidaremos.

Más concretamente, los científicos han descubierto que así como en la corteza cerebral despierta hay altos niveles de dos neurotransmisores, acetilcolina y norepinefrina (o noradrenalina), ambos se desploman cuando nos dormimos. Sin embargo, al entrar en la fase REM, la acetilcolina vuelve a sus niveles de vigilia, lo que provoca un estado de activación similar a cuando estamos despiertos, mientras que por el contrario la norepinefrina permanece baja, y esto nos impide fijar recuerdos en la memoria.

Pero naturalmente, como siempre en ciencia, esto no zanja la cuestión. El balance entre estos dos neurotransmisores durante el sueño REM puede ser una parte de la explicación, pero no tiene por qué ser la explicación completa. De hecho, ahora un nuevo estudio publicado en Science aporta otro mecanismo que puede contribuir a la facilidad con la que olvidamos los sueños.

Los investigadores, de Japón y EEUU, han detectado que un conjunto de neuronas de una región del cerebro llamada hipotálamo y que producen una sustancia denominada Hormona Concentradora de Melanina (MCH) controlan la escritura de recuerdos en el hipocampo, un área del cerebro implicada en la memoria. En concreto, los científicos han visto que la activación de estas neuronas inhibe la formación de recuerdos. Estudios anteriores ya habían observado que estas neuronas están especialmente activas durante el sueño REM. La conclusión del nuevo estudio es que la activación de estas neuronas olvidadoras durante la fase REM impide que recordemos los sueños.

Según el coautor del estudio Thomas Kilduff, “dado que los sueños ocurren sobre todo durante el sueño REM, la fase en que las neuronas MCH se encienden, la activación de estas células puede impedir que el contenido de un sueño se almacene en el hipocampo; como consecuencia, el sueño se olvida rápidamente”.

Pero incluso si llegara a comprenderse por completo cómo olvidamos esa especie de segunda vida que vivimos en los sueños, aún queda también comprender cómo hacemos el recorrido inverso: olvidar nuestra primera vida durante la segunda. En un artículo publicado hace años en la revista Scientific American, el neurocientífico Christof Koch –conocido por sus trabajos sobre las bases neuronales de la consciencia– escribía lo siguiente:

La consciencia del sueño no es la misma que la consciencia de la vigilia. En su mayor parte somos incapaces de hacer introspección, de preguntarnos por nuestra insólita capacidad de volar o de encontrarnos con alguien muerto hace mucho tiempo.

Dicho de otro modo: en el sueño hemos olvidado que ni nosotros ni ningún otro ser humano puede volar. En el sueño hemos olvidado que esa persona lleva muerta mucho tiempo. Y podemos extenderlo a otros aspectos de nuestra vida en los que seguro que todos reconoceremos algunos de nuestros sueños: olvidamos que nuestra pareja es nuestra pareja, o que nuestro trabajo es nuestro trabajo, o incluso que nuestros hijos, padres o hermanos son nuestros hijos, padres o hermanos.

Naturalmente, alguno de esos psicólogos de cromo de Phoskitos diría que en realidad nuestra mente está liberando el deseo reprimido inconsciente de librarnos de nuestra pareja, nuestro trabajo o nuestros hijos, padres o hermanos. Pero ante todo lo que suene a freudiano, hay que colgarse del cuello la ristra de ajos: como ya he contado aquí, Freud no era un científico, sino solo un tipo inteligente e innovador que hacía conjeturas sin demostrarlas, porque no podían demostrarse (y algunos dirán incluso que lo de «inteligente e innovador» es muy generoso, ya que muchos científicos le consideran simplemente un charlatán).

Pero en fin, el hecho de que olvidemos todas esas cosas sobre nosotros mismos mientras soñamos es algo sorprendente, teniendo en cuenta que los sueños también se alimentan de nuestra memoria; al parecer, solo de trozos incompletos de memoria, con el resultado de que el yo del sueño en muchos casos es distinto del yo normal. Y esto equivale a decir que, en cierto modo, a veces durante los sueños olvidamos quiénes somos en realidad.

Raro, ¿verdad? Y por desgracia, imagino que difícil de esclarecer, porque a ver a quién se le ocurre un diseño experimental para estudiar esto.

El olor del pasado nos ayuda a recordarlo

Cuando Proust escribió el famoso pasaje de la magdalena, el té y el torrente de recuerdos que inundaba la mente del narrador, estaba haciendo algo más que crear un recurso literario: el autor plasmaba una filosofía del tiempo y la memoria que tradicionalmente se ha vinculado con el pensamiento de su coetáneo y conocido Henri Bergson. El filósofo explicaba que la memoria de las experiencias pasadas, con toda su carga emocional, se recuperaba a través de los estímulos primarios de los sentidos. Como el sabor de la magdalena y el té.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

Imagen de Dennis Wong / Flickr / Creative Commons.

El tiempo ha dado la razón a Bergson en algunos aspectos, aunque tal vez Proust debería haberse referido más bien al olor de la magdalena, y no a su sabor. El olfato y el gusto son dos sentidos que entran en juego al mismo tiempo cuando comemos o bebemos, pero es sobre todo el primero el más rico en matices. Solo percibimos cinco tipos de sabores (puede que seis), mientras que el repertorio olfativo es inmenso incluso para una especie de nariz torpe como los humanos. El número de olores diferentes que podemos detectar prácticamente no tiene límite, y ni siquiera tenemos nombres específicos para ellos: los llamamos por aquello que los produce.

Lo poco que todavía conocemos el olfato se revela en algo sorprendente que hemos sabido en los últimos años: los receptores de olor no solo están presentes en la nariz, sino también en otros órganos y tejidos como el tubo digestivo, músculo, corazón, páncreas, hígado, pulmón y piel. Incluso, al menos en los ratones, hay receptores de olor en los testículos. ¿Para qué? Aún no está muy claro. Pero lo que sí conocemos es la capacidad evocadora de los olores, como ya intuyó Bergson. Como al narrador de Proust, son capaces de traernos a la memoria recuerdos muy remotos junto con los sentimientos que los acompañan, y sin la interferencia de un relato verbal.

Esto último se apoya también en otro rasgo único del olfato: mientras que la información de los demás sentidos pasa por una especie de estación intermedia, el tálamo, antes de dirigirse hacia las sedes del cerebro donde se procesa, los olores entran directamente y sin escalas desde el epitelio de la nariz hacia su destino, el bulbo olfatorio. A nivel práctico, esto se traduce para nosotros en que el olfato tiene ese carácter intuitivo y primario, algo que se refleja también en el lenguaje: me da en la nariz…

La relación entre olfato y memoria ha sido explotada por los científicos para estudiar cómo se forman nuestros recuerdos, cómo se reactivan y cómo se almacenan a largo plazo. Hoy sabemos que las memorias se forman en el hipotálamo, y que durante el sueño se trasladan a la corteza cerebral donde se consolidan como recuerdos a largo plazo. Y los olores ayudan a esta consolidación, como demuestra un nuevo estudio de la Universidad de Montreal (Canadá).

Otras investigaciones han explorado el papel de los estímulos durante el sueño en la formación de la memoria. Aunque aquel mito del aprendizaje de conocimientos escuchando durante el sueño que planteaba Huxley en Un mundo feliz hoy no parece factible, sí es cierto que la reactivación de los recuerdos durante el sueño a través de ciertos estímulos puede ayudar a reforzar el aprendizaje en algunos casos.

Y en esto el olfato tiene una ventaja: «El tálamo sirve en parte como una puerta de acceso de información que se cierra parcialmente durante el sueño, para que podamos dormir sin interferencias de los estímulos que nos rodean», me cuenta el primer autor del estudio, Samuel Laventure. Pero como ya hemos dicho, el olfato no pasa por el tálamo. «Esto sugiere que la estimulación olfativa durante el sueño puede ser particularmente eficaz en comparación con la auditiva».

Los investigadores sometieron a un grupo de voluntarios al aprendizaje de ciertas tareas motoras al mismo tiempo que se les presentaba un estímulo olfativo, olor a rosas. A continuación comprobaron cómo los sujetos recordaban lo aprendido al día siguiente, después de una noche de sueño. Los resultados muestran que el aprendizaje se reforzaba cuando a los voluntarios se les presentaba durante el sueño el mismo olor a rosas que estaba presente durante el experimento. Se supone que la presentación del estímulo reactiva el recuerdo, ayudando en el proceso de consolidación de la memoria transitoria en el hipotálamo como memoria a largo plazo en el córtex.

Además, los investigadores comprobaron que esta estimulación olfativa durante el sueño funcionaba cuando se aplicaba en la fase 2 del sueño no-REM/MOR (NREM2), que se ha asociado previamente a esta consolidación de la memoria. Laventure precisa que «los procesos de consolidación de la memoria motora se producen en gran medida, pero no exclusivamente, durante el sueño NREM2». El estudio, publicado en la revista PLOS Biology, muestra además que la estimulación olfativa deja en el encefalograma una firma típica de la consolidación de la memoria, un patrón de ondas cerebrales llamado husos del sueño (sleep spindles). «Solo la estimulación durante NREM2 produjo cambios significativos en los husos del sueño», aclara el coautor del estudio.

El trabajo de Laventure y sus colaboradores se refiere solo a la memoria motora, no a la declarativa, la que asociamos con los recuerdos. Pero otros estudios sugieren que también es posible reactivar este tipo de memorias mediante estímulos recibidos durante el sueño, mientras el olfato permanece activo, siempre dispuesto a llevarnos de viaje al pasado en busca del tiempo perdido.

Qué hacer si despiertas con un monstruo sentado sobre el pecho

En 1982 alcanzó cierta notoriedad una película titulada El ente, a propósito del caso de una mujer que sufría los asaltos sexuales de un fantasma. Los años 60 y 70 del siglo pasado vieron florecer una edad de oro en el mundo de los fenómenos paranormales, e incluso la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) llegó a disponer de un Laboratorio de Parapsicología que funcionó desde 1968 hasta 1978. Por su parte, el cine aprovechaba el tirón de lo sobrenatural para navegar en la exitosa estela de El exorcista con taquillazos como Poltergeist, El resplandor o La profecía. Y sin duda, no había imán más potente para el público que el elemento morboso de poder abrir la pantalla con aquella frase: «Esta película está basada en hechos reales». Fue el caso de El exorcista, Terror en Amityville y, también, El ente.

Barbara Hershey en un fotograma de la película 'El ente' (1982), de Sidney J. Furie. Imagen de 20th Century Fox.

Barbara Hershey en un fotograma de la película ‘El ente’ (1982), de Sidney J. Furie. Imagen de 20th Century Fox.

El director Sidney J. Furie filmó el guión en el que Frank De Felitta adaptó su propia novela, la historia real de Doris Bither (o Carla Moran), una californiana que decía recibir constantes visitas de una presencia espectral obsesionada por abusar sexualmente de ella. Dado que la mujer recurrió a la ayuda de dos parapsicólogos de la UCLA que describieron los ataques sin poder explicar el cómo ni el porqué, el caso ha pasado a la posteridad como uno de los argumentos de bandera del esoterismo, y en internet abundan las páginas en las que se habla de la experiencia de Moran como de un fenómeno sobrenatural «verídico».

Lo que no suelen mencionar los raconttos de la historia es que quien dirigió aquella investigación, el parapsicólogo y doctor en psicofisiología Barry Taff, entonces en la UCLA, lleva años pregonando que «lo paranormal no existe». A lo largo de una vida dedicada al estudio de lo sobrenatural, con más de 4.500 casos en su haber, Taff llegó a la conclusión de que tales fenómenos son solo construcciones de la mente. Es más; el parapsicólogo opina que «lo paranormal atrae a más gente emocionalmente perturbada que ninguna otra área de interés humano». «Lo que nos queda es una siempre creciente proporción que o bien están mentalmente enfermos o están en proceso de desarrollar serios desórdenes de personalidad y que no saben qué hacer al respecto sino culpar a una presencia maligna paranormal», escribía Taff en un artículo que causó gran conmoción en los círculos del esoterismo. El texto estaba encabezado por una advertencia en la que aclaraba: «Recuerda, he estado ahí fuera durante más de cuatro décadas, documentando y haciendo investigación, y TÚ no».

Respecto a la historia retratada en El ente, Taff escribió: «Al contrario de lo que muchos piensan, el caso de Doris Bither, que después se convirtió en la novela y la película El ente, no era, en mi opinión profesional, el resultado de una violación espectral, también llamada espectrofilia, sino más bien un caso perturbador de brote poltergeist«. ¿Y a qué llama Taff un poltergeist? Lo define en el mismo artículo: «La posibilidad de que el subconsciente de una persona viva pueda generar involuntariamente tanta energía como para manifestar anomalías luminosas, apariciones y eventos psicocinéticos macroscópicos».

Otra cosa es que las teorías de Taff, basadas en algo así como campos electromagnéticos manipulados por el subconsciente humano, sean plausibles o no, testables o no, validables o no. Pero la parte que la visión del parapsicólogo sí comparte con el conocimiento científico establecido es que muchos de los fenómenos tradicionalmente considerados paranormales han sido explicados como artificios de la mente humana. Y varios de ellos se refieren a un mismo síndrome, una extraña y aterradora condición llamada parálisis del sueño. Lejos de ser una enfermedad mental, es una experiencia tan común que, según la Clasificación Internacional de Desórdenes del Sueño (ICSD), hasta un 40 o un 50% de la población lo sufre al menos una vez en su vida, y su primera descripción histórica se remonta a los textos del médico persa Akhawayni en el siglo X.

Reconstrucción de una abducción alienígena. Imagen de Travis Walton / Wikipedia.

Reconstrucción de una abducción alienígena. Imagen de Travis Walton / Wikipedia.

A principios del siglo actual, la psicóloga cognitiva Susan Clancy, en la Universidad de Harvard (EE. UU.), comenzó a estudiar casos de personas que decían haber sufrido experiencias paranormales, especialmente abducciones alienígenas. «Junto con Daniel Schacter en Harvard, estábamos interesados en los falsos recuerdos: por qué la gente normal llega a creer cosas que nunca han ocurrido», expone Clancy a Ciencias Mixtas. «Basándonos en los datos (no existen pruebas de la existencia de abducciones alienígenas), elegimos a los abducidos como un grupo interesante para el estudio». La investigación de Clancy y Schacter les condujo hacia un destino común: «Muchos informaban de experiencias similares a la parálisis del sueño».

La parálisis del sueño es una parasomnia, o trastorno del sueño, consistente en una especie de despertar en falso. Durante la Fase de Movimiento Ocular Rápido (MOR, más conocida por sus siglas en inglés, REM), la última del ciclo del sueño, el cerebro está tan ocupado elaborando sueños vívidos que se ve obligado a desconectar el movimiento voluntario del cuerpo para que no actuemos. Durante la Fase REM, nuestros músculos están paralizados. En ocasiones sucede que una persona despierta sin lograr romper este estado de parálisis. Y a ello se une el que en la transición del sueño a la vigilia, como ocurre también en el proceso contrario, nos asaltan alucinaciones que creemos reales y que con gran frecuencia son pavorosas; según recoge un reciente estudio dirigido por el psicólogo clínico de la Universidad Estatal de Washington (EEUU) Brian Sharpless y publicado en la revista Behavioral Sleep Medicine, «mientras que solo el 30% de los sueños son aterradores, el miedo es característico en la parálisis del sueño aproximadamente el 90% de las veces».

Además de los estudios científicos que detallaron sus trabajos, Clancy reunió sus investigaciones en un libro titulado Abducted: How people come to believe they were kidnapped by aliens (Abducidos: cómo las personas llegan a creer que fueron secuestradas por alienígenas) (Harvard University Press, 2007). «La parálisis del sueño es simplemente una experiencia que la gente tiene y que les pone los pelos de punta, y entonces buscan explicaciones», prosigue Clancy. «Algunos aceptan el diagnóstico médico; otros piensan que está relacionado con fantasmas, demonios o alienígenas. De los que determinan que podrían ser alienígenas, algunos buscan ayuda psicológica de expertos en el área de las abducciones. Durante la regresión/hipnosis a menudo recuperan los recuerdos de la abducción». «Así, la parálisis del sueño a menudo es un primer paso para que la gente llegue a creer que fueron abducidos por alienígenas», concluye.

Varios investigadores han detallado cómo las interpretaciones de los fenómenos experimentados durante la parálisis del sueño varían según las culturas; un egipcio no atribuye tales fenómenos a los alienígenas, sino al Genio, un mito popular en los países árabes. Por el contrario, los daneses son menos propensos a buscar explicaciones sobrenaturales, mientras que los italianos de la región de los Abruzos culpan al Pandafeche, «a menudo representado como una bruja maligna, a veces como un espíritu fantasmal o un terrible gato humanoide», según un estudio publicado este mes en el que también se detallan los métodos para ahuyentarlo, como «situar una escoba junto a la puerta o una pila de arena al lado de la cama».

'La pesadilla' (1781), de John Henry Fuseli, representación de un íncubo. Imagen de Wikipedia.

‘La pesadilla’ (1781), de John Henry Fuseli, representación de un íncubo. Imagen de Wikipedia.

Curiosamente, una de las manifestaciones más frecuentes en las alucinaciones asociadas a la parálisis del sueño es la presencia de un ser monstruoso o demoníaco que oprime el pecho e impide respirar, un fenómeno denominado Íncubo en referencia a los demonios que en la mitología se tendían sobre sus víctimas femeninas para violarlas mientras dormían. Otra forma habitual se conoce como Experiencias Corporales Inusuales, e incluye sensaciones de abandonar el cuerpo y flotar, que popularmente reciben nombres como viaje astral o se relacionan con experiencias cercanas a la muerte.

En su reciente estudio, Sharpless entresacó a 156 estudiantes que habían sufrido episodios de parálisis del sueño a partir de una muestra de más de 2.200. A través de entrevistas, ha construido una estadística que recoge los métodos empleados por los sujetos para intentar evitar la experiencia o, en caso de sufrirla, tratar de romperla. «Las mejores maneras de prevenirlo son dormir lo suficiente, acostarse y levantarse a la misma hora cada día, no dormir sobre el estómago o la espalda, evitar el alcohol y la cafeína al menos cuatro horas antes de irse a dormir, y tratar de minimizar el nivel de estrés», resume el psicólogo, que en junio publicará un libro titulado Sleep Paralysis: Historical, Psychological, and Medical Perspectives (Parálisis del sueño: Perspectivas históricas, psicológicas y médicas) (Oxford University Press, 2015). En caso de sufrir de algún trastorno previo, como estrés postraumático o ataques de pánico, Sharpless apunta que los tratamientos habituales también ayudarán a prevenir la parálisis.

Y ¿si ya la estamos sufriendo? Los datos de Sharpless indican que es inútil tratar de hablar con la alucinación: solo un estudiante lo intentó y no le sirvió de nada. El psicólogo recomienda mantener la calma y probar repetidamente a mover una parte pequeña del cuerpo, como un dedo de la mano o del pie. En una mayoría de casos este método suele funcionar, pero si no es así, no hay que inquietarse; pasará a los pocos minutos. Sobre todo, recuerda Sharpless, es importante «reconocer que las alucinaciones que estás teniendo no son reales».

¿Por qué dormimos? La ciencia ya tiene respuestas

Para los que nos arrugamos al sonreír, pero ya no nos desarrugamos después, y el cuerpo cada vez nos soporta menos (en sentido 1, no en el 2), preguntar por qué dormimos puede sonar a soberana imbecilidad: al fin de una jornada de trabajo seguida por la diaria batalla contra la horda infantil, la pregunta correcta no sería por qué dormimos, sino cómo es posible que volvamos a despertar. Pero lo cierto es que, desde el punto de vista antropológico evolutivo, que es como debe analizarse toda nuestra fisiología, cabría preguntarse: si se trata de descansar, ¿por qué no basta con recostarnos y dejar la mente en blanco? Frente a un reposo en alerta, dormir es una opción suicida. Ese estado de profunda inconsciencia al reguerillo de baba en el que caemos los humanos, al contrario que otras especies, es una franca invitación a cualquier depredador para que nos devore o a cualquier enemigo para que nos reviente los sesos, y sería interesante conocer cuántos humanos, desde que somos tales, han perdido la vida en brazos de los Oniros (que no de Morfeo, como suele decirse, ya que este solo se molestaba en actuar para la realeza).

Una respuesta casi evidente sería que el sueño es una medida de ahorro de energía metabólica. Un interesante estudio publicado en 2010 en la revista The Journal of Physiology por investigadores de las universidades de Denver y de Colorado en Boulder (EE. UU.) determinó que gastamos un 7% más de energía si permanecemos despiertos durante 24 horas que si nos ceñimos a un plan de 16 horas de vigilia seguidas por ocho horas de sueño (esas que solo tienen el privilegio de dormir los que se presentan voluntarios a experimentos como este). Si centramos el cálculo en el consumo energético durante ese período nocturno de ocho horas, gastamos un 32% más si lo pasamos tirados en el sofá viendo lo felices que son los poseedores del Whisper XL que si dormimos.

Las cifras parecen escasamente rompedoras, ¿no? Sobre todo teniendo en cuenta que, por ejemplo, una iguana del desierto es capaz de ahorrar hasta un 69% de energía durante el sueño. Un dato curioso que se desprende del estudio de Colorado es que echa por tierra esa noción del sueño atrasado, ya que el consumo de energía durante un sueño de recuperación se reduce respecto al sueño estándar; es decir, que el metabolismo tiene cierta flexibilidad para adaptarse a lo que le dejemos dormir. Así que, quien tras una noche en blanco pretenda justificar, basándose en la aritmética, la necesidad de dormir 16 horas seguidas, que sepa que la ciencia no le sufraga en esto.

Los resultados del estudio de Colorado sugieren que el ahorro de energía puede ser una razón para dormir, pero no la razón, si la hay. Podemos pensar, incluso, que el 7% más de energía que gastamos con esa abstinencia de sueño podríamos compensarlo con creces dedicando esas ocho horas a atiborrarnos. Al fin y al cabo los humanos somos omnívoros y, al contrario que los carnívoros estrictos, procurarnos el alimento no nos exige necesariamente un enorme desgaste metabólico (razón por la cual casi siempre vemos a los leones descansando o durmiendo; los del zoo no saben que nunca tendrán que cazar). Sin embargo, sabemos que no es así, y que un exceso de privación de sueño puede provocarnos un desorden cognitivo; es decir, volvernos locos. Así pues, no parece que dormir sea exclusivamente una cuestión de balance energético.

Mientras el ratón duerme, el tinte fluorescente lava su cerebro, lo que no ocurre cuando el animal está despierto. Nedergaard Lab, University of Rochester Medical Center.

Mientras el ratón duerme, el tinte fluorescente lava su cerebro, lo que no ocurre cuando el animal está despierto. Nedergaard Lab, University of Rochester Medical Center.

Durante años, los científicos han sospechado que la expresión popular «sueño reparador» no debía de estar muy lejos de la realidad. Es decir, que el sueño vendría a ser ese período durante el cual al cerebro se le cuelga el cartel de «fuera de servicio» (o casi) para que los técnicos puedan ejecutar sus labores de mantenimiento, recuperación y actualización del servicio. El año pasado, investigadores del Centro Médico de la Universidad de Rochester (EE. UU.) descubrieron que, cuando un ratón duerme, los espacios entre las neuronas de su cerebro se ahuecan en un 60%, aumentando la circulación entre el fluido intersticial y el líquido cefalorraquídeo (que baña el cerebro y la médula espinal) y facilitando así la eliminación de toxinas como la proteína beta-amiloide, cuya acumulación en placas es un signo de la enfermedad de Alzhéimer. En otras palabras, y pese a lo poco hermoso de la analogía: cuando el cerebro duerme, tira de la cadena (y ya anticipo el comentario ocurrente de que algunos, por mucho que duerman, nunca consiguen evacuar de su cerebro toda la blablabla…). El hallazgo, publicado en Science, mereció un puesto entre los diez descubrimientos más importantes del año para los editores de esta revista.

Gracias a este estudio, la implicación del sueño en la función cognitiva recibe un espaldarazo bioquímico, sosteniendo las conclusiones de investigaciones previas que han revelado cómo nuestra memoria se consolida mientras dormimos. Con ocasión de la publicación del estudio de Science, Jim Koenig, director de programas de la rama de los Institutos Nacionales de la Salud de EE. UU., que financiaron el trabajo, declaró: «Estos resultados pueden tener grandes implicaciones en múltiples desórdenes neurológicos». El pasado marzo, otro estudio publicado en la revista The Journal of Neurosciences relacionaba el sueño deficiente con la pérdida de neuronas. Con todo esto, surge una pregunta obvia: ¿significa esto que una vida nocturna de crápula, o un trabajo de vigilante de noche, o el bebé que duerme como un bebé (lo que, en contra de la noción popular, significa despertarse llorando cada par de horas), nos convierten en candidatos a padecer Alzhéimer?

También el pasado marzo, la revista Neurobiology of Aging publicó un estudio en el que investigadores de la Universidad Temple de Filadelfia (EE. UU.) sometieron a condiciones de privación de sueño a un modelo de ratón genéticamente modificado para padecer Alzhéimer. Los científicos descubrieron que, en los animales con el sueño alterado, los defectos en la memoria y el aprendizaje, así como el aumento de los depósitos de la proteína tau –todos ellos síntomas de la enfermedad–, aparecían a una edad más temprana de lo normal. Según el director del estudio, Domenico Praticò, «de este estudio se puede concluir que la perturbación crónica del sueño es un factor de riesgo ambiental en la enfermedad de Alzhéimer». Aun así, es importante recordar que estos ratones ya estaban genéticamente obligados a desarrollar la dolencia. Establecer vínculos directos en casos semejantes es muy complejo, y darlos por sentado es siempre una temeridad. Pero algo sí parece claro; como bien escribía Jack Torrance una y otra vez, a lo largo de páginas y páginas (en una extraña traducción elegida por el propio Stanley Kubrick): no por mucho madrugar amanece más temprano.