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Por qué los efectos secundarios leves de las vacunas son buenos (y cuán rarísimos son los graves)

Cuando yo era niño, pensaba que la fiebre era una enfermedad, como supongo que nos ocurría a todos: tenías fiebre, no ibas al colegio. Conclusión, la enfermedad era la fiebre. Solo años después, al estudiar inmunología en la facultad, comprendí que en realidad es al contrario: la fiebre no son los malos, sino los buenos. Es un signo de que el cuerpo está luchando contra la enfermedad.

La fiebre, de hecho, no es un descontrol de la regulación térmica del organismo. No es un fallo en el termostato, sino al contrario, una subida programada del termostato (que se encuentra en el hipotálamo del cerebro) para que la temperatura normal del cuerpo aumente. Esta subida de la temperatura facilita la acción de distintos mecanismos inmunitarios destinados a combatir una infección. La inflamación actúa de manera parecida: se produce por la liberación de distintos mediadores moleculares que atraen a las células inmunitarias al lugar donde tienen que actuar. Del mismo modo que el dolor sirve para saber que algo no marcha bien y requiere nuestra atención, la fiebre y la inflamación también son mecanismos beneficiosos.

Es por esto que los síntomas leves de fiebre, inflamación y malestar posteriores a una vacunación, como la de la COVID-19, no deben interpretarse como un error, un defecto, una imperfección, algo que no debería ocurrir pero que ocurre porquelasvacunassehanhechoatodaprisaynosehanhechobien. En realidad, la vacuna está haciendo exactamente lo que tiene que hacer.

Una explicación. Imagino que más o menos todo el mundo está al tanto de que la función del sistema inmune –centrémonos en el adaptativo– es combatir al enemigo que se nos mete dentro (no protegernos de él; no es un EPI), y que esto se basa en la capacidad de diferenciar entre lo propio y lo no propio. Pero probablemente no sean tantos quienes hayan dedicado un momento a pasmarse con ello. Piénsenlo un momento: nuestro cuerpo está formado por ácidos nucleicos, proteínas, carbohidratos y lípidos. Un microbio patógeno está formado por ácidos nucleicos, proteínas, carbohidratos y lípidos. ¿Cómo sabe el sistema inmune contra qué debe actuar y contra qué no? De hecho, y dado que el sistema inmune está programado para matar, ¿por qué no nos mata a nosotros mismos?

Imagen de pexels.com.

Imagen de pexels.com.

No, no es una pregunta estúpida. La respuesta no es trivial. Se dice entre los inmunólogos que la mitad del sistema inmune sirve para apagar la otra mitad. Para que podamos sobrevivir, nuestro sistema inmune debe tolerarnos a nosotros mismos. Aprende a hacerlo durante su desarrollo, pero a veces falla, lo que puede resultar en enfermedades autoinmunes como el lupus, la artritis reumatoide, la esclerosis múltiple, la celiaquía y muchas otras. En estos casos, el sistema inmune ataca a alguno de nuestros propios antígenos. No ha aprendido a tolerarnos del todo, o aprendió pero después lo ha olvidado.

Pero esta discriminación entre lo propio y lo no propio es solo una parte de la historia, no la historia completa. Piénsenlo otro momento: si el sistema inmune se limita a respetar lo propio y a actuar contra lo extraño, y teniendo en cuenta que nuestro cuerpo contiene al menos el mismo número de células de bacterias –el microbioma– que propias nuestras (así es: somos medio humanos, medio bacterias), ¿por qué el sistema inmune no elimina este Mr. Hyde bacteriano que todos llevamos dentro? Y ¿por qué no somos todos alérgicos a todo, dado que cualquier alimento, polen, ácaro del polvo o eau de pelo de gato es para nuestro sistema inmune algo extraño, no propio?

En 1989 un ilustre inmunólogo llamado Charles Janeway pronunció una conferencia en el Cold Spring Harbor Laboratory de Nueva York, en la cual lanzó una bomba nuclear sobre la inmunología. Esto dijo Janeway: «Sostengo que el sistema inmune ha evolucionado específicamente para reconocer y responder a microorganismos infecciosos, y que esto implica no solo el reconocimiento de antígenos, sino también de ciertas características o patrones comunes en los agentes infecciosos pero ausentes del hospedador«.

Es decir, Janeway decía que había mucho más, más allá de lo propio/no propio. Que los microbios peligrosos tienen algo que nuestro sistema inmune reconoce como peligroso, y que en cambio no se encuentra en los microbios inofensivos o en el polen. Pero Janeway no tenía ninguna prueba de tal cosa; era una pura especulación teórica para intentar explicar las observaciones de la naturaleza. Y dado que por entonces no se conocía nada parecido a lo que Janeway sugería, decir lo que dijo podía ser, o bien una genialidad, o bien un disparate. O el logro científico de una vida, o la defenestración.

Y fue lo primero. Dos años después se descubrió que una molécula clave del sistema inmune ya conocida, llamada receptor de interleukina-1 (por cierto y no por casualidad, la IL-1 es una molécula proinflamatoria y pirógena, o sea, que produce fiebre), era muy parecida a una proteína de la mosca llamada Toll, a la que hasta entonces se le suponía solo una función en el desarrollo embrionario. Después se descubrió que el Toll de la mosca tenía también una función inmunitaria. En 1997, el propio Janeway y su becario Ruslan Medzhitov descubrieron en los humanos una molécula similar a Toll que reconocía ciertos patrones presentes en microbios patógenos, y que participan en la activación de la respuesta inmune. Desde entonces y hasta hoy se han descubierto en los humanos al menos 11 de estos Toll-Like Receptors (TLR), moléculas que actúan como sensores para reconocer patrones que identifican a los microbios peligrosos. No todo lo extraño es peligroso, y los TLR distinguen lo que sí lo es de lo que no.

Volvamos a la vacuna. Una vacuna no es algo peligroso para nosotros, ya que es solo un trozo inofensivo de un microbio, o un microbio muerto o inactivado. Y sin embargo, se trata de que el sistema inmune no lo sepa; tenemos que hacerle creer que sí lo es, con el fin de que dispare una respuesta como la que montaría contra el propio microbio, y nos deje así preparados para combatirlo en caso de que nos invada. Esta es una de las claves en el diseño de las vacunas: conseguir engañar al sistema inmune para que crea que va en serio.

Y aquí es donde llegan los efectos secundarios: si después de una vacuna tenemos fiebre, dolor, inflamación o malestar, podemos estar seguros de que la vacuna está funcionando dentro de nosotros como debe. Le hemos hecho creer al sistema inmune que estamos sufriendo una infección, y él está reaccionando con toda su artillería. Repetimos: todos esos síntomas no los provoca el invasor, sino nuestro propio cuerpo luchando contra él.

Esto tampoco significa que la vacuna no esté funcionando en las personas que no notan ningún síntoma después de la vacunación. Como los propios virus, también las vacunas producen distintos grados de afección en diferentes personas. Alguien que no desarrolle ningún efecto secundario puede perfectamente estar respondiendo como debe a la vacuna. Pero para quienes después de la vacunación se sientan enfermos, debería ser reconfortante saber que su sistema inmune está trabajando para protegerles.

Por supuesto, todo lo anterior no tiene nada que ver con el VIPIT, o Trombocitopenia Inmune Protrombótica Inducida por Vacuna. Los famosos trombos. En este caso, si realmente se trata de un efecto adverso de la vacuna y no de una simple correlación, se trataría de un síndrome rarísimo, tanto por su prevalencia como por el –todavía– desconocimiento de los mecanismos implicados. Hasta ahora los científicos saben que se parece mucho a casos igualmente extraños observados antes en reacción a la administración de heparina (paradójicamente, un anticoagulante), ciertas infecciones o incluso cirugías.

Por supuesto que la ciencia está ya trabajando en el VIPIT; algo así no puede ignorarse. Por el momento, parece que el tratamiento con anticoagulantes no heparínicos o con inmunoglobulinas (digamos, anticuerpos de marca blanca) puede ser beneficioso.

Pero no quisiera terminar sin insistir en que el VIPIT es algo rarísimo. Y para ello, algo de contexto: la comparación de su prevalencia, que se cuenta en unidades de casos (entre 1 y 6) por cada millón de vacunados, con el aproximadamente 1% de muertes por cóvid, ya es bien conocida. Pero quisiera dejar aquí otros ejemplos para ponerlo más en un contexto. Y para ello, copio y actualizo una tabla que ya publiqué aquí hace cinco años a propósito de las posibilidades de ganar el bote del Euromillones, y que se basa en datos de EEUU recopilados por el experto en desastres naturales Stephen Nelson, de la Universidad Tulane, a los que he añadido otros relevantes (solo a modo de curiosidad; por supuesto que las fuentes son dispares, y el riesgo de morir por un tornado no es el mismo en Kansas que en Tenerife).

Las posibilidades de…

Morir en accidente de tráfico 1 entre 90
Morir por COVID-19 una vez infectado 1 entre 100 (aprox.)
Morir por asesinato 1 entre 185
Morir en un incendio 1 entre 250
Padecer una enfermedad rara en general 1 entre 1.500-2.000
Morir por accidente con arma de fuego 1 entre 2.500
Nacer con distrofia muscular 1 entre 3.500
Morir por ahogamiento 1 entre 9.000
Nacer con enfermedad de los huesos de cristal (osteogénesis imperfecta) 1 entre 10.000-20.000
Morir por inundación 1 entre 27.000
Morir en accidente de avión 1 entre 30.000
Padecer esclerosis lateral amiotrófica (ELA) 1 entre 50.000
Morir por un tornado 1 entre 60.000
Morir por el impacto global de un asteroide o cometa 1 entre 75.000
Morir por un terremoto 1 entre 130.000
Morir por un rayo 1 entre 135.000
Morir por la vacuna de AstraZeneca 1 a 6 entre 1.000.000
Morir por el impacto local de un asteroide o cometa
1 entre 1.600.000
Morir de envenenamiento por botulismo 1 entre 3.000.000
Morir por ataque de tiburón 1 entre 8.000.000
Ganar el bote del Euromillones 1 entre 139.838.160

 

Los anticuerpos contra el coronavirus podrían durar semanas, pero esto no implica que la inmunidad dure semanas

En la corriente de disparates anticientíficos que se están difundiendo durante la pandemia, en estos últimos meses algún medio ha informado sobre ofertas de empleo que piden a los candidatos el requisito de ser «inmunes al coronavirus». Dado que no tengo la menor idea sobre leyes, ignoro si este intento de discriminación puede hacerse con todas las de la ley. Que hablen los juristas.

Pero digo «intento» por una razón: ¿quién va a certificarle al candidato que es «inmune al coronavirus»? Desde luego no serán Stanley Perlman, Daniel Altmann ni Benjamin Neuman, por citar solo tres de los expertos que están investigando la inmunidad al coronavirus y más saben sobre ello. Porque Stanley Perlman, Daniel Altmann y Benjamin Neuman no saben quién es inmune al coronavirus y quién no.

Certificar ahora que alguien es inmune al coronavirus es como adivinar qué número va a salir en el dado antes de tirarlo. Si pudiéramos conocer y dominar a la perfección absolutamente todas las variables que afectan al movimiento del dado desde que sale de la mano hasta que aterriza y se detiene, sería posible hacer una predicción exacta y certera para cada nueva tirada, y las mesas de juego tendrían que cerrar.

Pero como en el dado, no conocemos ni dominamos a la perfección todas las variables que afectan a la respuesta inmunitaria al coronavirus. Durante toda la vida, quienes viajamos a países tropicales hemos estado revacunándonos contra la fiebre amarilla cada diez años, con una vacuna que existe desde 1937, porque se creía que esto era necesario para mantener la protección. Tuvieron que transcurrir 76 años para que la revisión de todos los estudios acumulados llegara a la firme conclusión de que una sola dosis protege de por vida. En 2013, la Organización Mundial de la Salud cambió una recomendación que llevaba décadas grabada en mármol.

Y solo seis meses después de que el SARS-CoV-2 de la COVID-19 comenzara a circular por el mundo, ¿alguien pretende que se conozca con detalle cómo es la imunidad al virus, quién está protegido, en qué grado y por cuánto tiempo? Desgraciadamente, no hay manera humana de conocer esto hasta que el tiempo transcurra y se hagan estudios, estudios y estudios. No existe un correlato de la protección contra el virus, es decir, un indicador o panel de indicadores que pueda mirarse para decir: «sí, esta persona es inmune».

Test de anticuerpos del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de Texas Military Department.

Test de anticuerpos del coronavirus SARS-CoV-2. Imagen de Texas Military Department.

La primera idea que es esencial desmontar es que un test serológico (de anticuerpos) sirve para decir quién es inmune al virus. Un test de anticuerpos sirve para descubrir quién ha estado infectado. Pero ni necesariamente una persona con anticuerpos es inmune, ni necesariamente una persona sin anticuerpos no lo es.

En la última semana ha circulado un preprint (un estudio aún sin publicar, por lo que sus resultados aún no han sido revisados por otros expertos) que ha suscitado un titular alarmante en los medios: la inmunidad al coronavirus dura solo unas semanas. El estudio en cuestión, dirigido por el King’s College de Londres, ha seguido los niveles de anticuerpos capaces de neutralizar el virus en la sangre de 65 personas infectadas durante 94 días.

Los resultados muestran que las personas con enfermedad más grave producen mayores cantidades de estos anticuerpos neutralizantes, algo que ya se había observado antes. Pero ya con varios meses de pandemia por detrás, los investigadores han podido contar con un periodo de seguimiento más amplio sobre cómo evolucionan los niveles de estos anticuerpos a lo largo del tiempo. Y aquí es donde ha surgido la sorpresa: en la mayoría de las personas analizadas, estos niveles descienden rápidamente un mes después de la aparición de los síntomas, hasta casi desaparecer por completo. Los autores advierten de las posibles implicaciones de cara a las vacunas en desarrollo, ya que en principio no hay motivos para pensar que una vacuna pueda provocar una respuesta de anticuerpos más fuerte y eficaz que la infección natural.

Por cierto, y aunque los resultados de este estudio son sorprendentes, tampoco describen un fenómeno nunca observado antes. De hecho, el gran estudio de seroprevalencia ENE-COVID del Instituto de Salud Carlos III en España, ampliamente elogiado por su ejemplaridad en los medios científicos internacionales, ya descubrió que entre la primera y la tercera rondas hubo un 14% de personas que pasaron de ser seropositivas a seronegativas; es decir, que perdieron los anticuerpos que habían desarrollado, y esto ocurría sobre todo en los asintomáticos.

Pero que nadie se alarme: del mismo modo que a priori no puede asegurarse al cien por cien que las personas con anticuerpos neutralizantes estén completamente inmunizadas hasta que esto se compruebe en la práctica y se establezca un correlato de protección, tampoco puede asegurarse que las personas que pierden esos niveles de anticuerpos dejen de estar inmunizadas a las pocas semanas. Y esto, al menos por cuatro razones.

Esquema de la estructura molecular de un anticuerpo. Imagen de NIAID.

Esquema de la estructura molecular de un anticuerpo. Imagen de NIAID.

Primera: aún no se sabe cuál es el nivel de anticuerpos neutralizantes necesario para proteger de la infección o incluso de la enfermedad a una persona que contrae el virus. Es normal que la concentración de anticuerpos en sangre disminuya con el tiempo una vez que los efectos inmediatos sobre el sistema inmunitario van quedando atrás. Pero incluso un bajo nivel de anticuerpos prolongado en el tiempo podría ser suficiente, o bien para impedir la reinfección, o bien al menos para ofrecer una inmunidad parcial que convierta una segunda infección en una enfermedad generalmente mucho más leve, como ocurre con los coronavirus del resfriado.

Segunda: no todos los anticuerpos que el organismo produce contra un patógeno invasor son neutralizantes. Se llama así a aquellos que se unen a las llaves moleculares que el virus emplea para invadir las células a las que infecta. Los anticuerpos neutralizantes son como un chorro de silicona en la llave; la inutiliza por completo. Pero el sistema inmune produce también otros anticuerpos que se unen a otras zonas distintas del virus. Y que, aunque no puedan bloquear su entrada en la célula, cumplen otras funciones importantes; por ejemplo, marcan el virus para su eliminación por ciertas células especializadas que patrullan el organismo, lo que también podría impedir la infección o al menos atenuar su virulencia. Aunque muchos de los estudios sobre la inmunidad al SARS-CoV-2 se han centrado solo en los anticuerpos neutralizantes, aún es una incógnita hasta qué punto otros no neutralizantes podrían conferir protección.

Tercera: los anticuerpos son proteínas. Ninguna proteína es eterna; el organismo las destruye constantemente para reciclar sus componentes –aminoácidos– y fabricar proteínas nuevas. Pero lo verdaderamente importante para la inmunidad es que se conserven a largo plazo las células que fabrican esos anticuerpos, llamadas linfocitos B. Una vez superada una infección, queda en el organismo una memoria inmunológica, basada en la permanencia de una población de esas células B capaz de activarse y multiplicarse si el mismo virus vuelve a entrar en el organismo por segunda vez. En este fenómeno se basa la acción de las vacunas. Pero así como medir anticuerpos en sangre es muy sencillo, en cambio es más complicado saber si la población de células B de memoria que persiste a largo plazo es suficiente para ofrecer protección; por eso en casos como el de la fiebre amarilla se han necesitado años y años de estudios para llegar a la conclusión de que la vacuna funciona de por vida.

Cuarta: hablar de anticuerpos y de células B es hablar solo de la mitad de la respuesta inmune adaptativa o adquirida (la que reacciona específicamente contra cada nuevo invasor). La otra mitad está formada por un segundo tipo de linfocitos, los T. Las células T no producen anticuerpos, pero llevan pegadas a su superficie ciertas moléculas que, como los anticuerpos, reconocen y se unen a partes concretas del virus. Algunas de ellas destruyen las células infectadas, mientras que otras activan ciertos componentes del sistema inmune. La respuesta de células T contra cada patógeno concreto suele ser más desconocida que la de anticuerpos, porque, como ocurre con las células B, es más difícil medirla. Pero algunos expertos, como Daniel Altmann, piensan que la clave de la inmunidad a largo plazo contra el nuevo coronavirus podría estar más en las células T que en las B y sus anticuerpos; de hecho, con otros coronavirus anteriores se ha comprobado que los anticuerpos casi desaparecen con el tiempo, y que en cambio las células T específicas siguen presentes y en buena forma. Existen indicios de que lo mismo podría ocurrir con el SARS-CoV-2.

Una célula T humana coloreada, vista al microscopio electrónico de barrido. Imagen de NIAID.

Una célula T humana coloreada, vista al microscopio electrónico de barrido. Imagen de NIAID.

En resumen, ni anticuerpos = inmunidad, ni inmunidad = anticuerpos. Por lo tanto, la afirmación de que el descenso observado en los niveles de anticuerpos descarta la idea de conseguir una inmunidad grupal no es cierta; por sí sola, esta observación ni la avala, ni la descarta. Mientras la ciencia sigue avanzando en el conocimiento de esta lacra que nos ha tocado, es importante no caer en el efecto del teléfono roto, cuando un mensaje va deformándose al pasar de oído en oído: que los anticuerpos neutralizantes descienden drásticamente a las pocas semanas, es cierto; que la inmunidad desaparece a las pocas semanas no lo es, o al menos no existe ninguna prueba de ello.

Cuando no es el coronavirus el que mata, sino el propio sistema inmune

La inmunología, mi cuna científica, es a los virus y otros patógenos lo que los polis a los cacos, el lado luminoso al lado oscuro de la Fuerza o los expertos en ciberseguridad a los hackers. Pero igual que existen polis corruptos, un Anakin que se convierte en Darth Vader o, imagino, algún blindador de sistemas que roba el banco que ha blindado, el sistema inmune también puede pervertirse.

Un ejemplo muy cotidiano es la alergia, cuando el cuerpo monta una respuesta inmunitaria absurda, innecesaria y hasta muy dañina contra algo tan peligroso como, por ejemplo, un cacahuete. Otro ejemplo son las enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple, la artritis reumatoide o el lupus. En este caso, el sistema inmune pierde una de sus capacidades básicas, la de discriminar entre lo propio y lo no propio, y ataca a ciertos componentes del organismo como si fueran invasores extraños.

Pero estos no son los únicos casos.

Remontémonos a 1918. Como es bien sabido, aquel año y el siguiente se extendió por el mundo la pandemia de lo que entonces se llamó, y ha perdurado tristemente, como gripe española (nunca lo fue; recibió ese nombre porque las noticias sobre contagios y muertes se publicaban libremente en España, país neutral en la Primera Guerra Mundial, mientras que el resto de Europa y EEUU estaban sometidos a la censura de prensa de la guerra). Aquella fue una pesadilla que hoy no podemos ni imaginar, ya que la enfermedad se cebaba con los niños y los jóvenes sanos, mientras que los ancianos la pasaban como una gripe leve. La pandemia dejó entre 40 y 100 millones de muertos, más que la guerra.

Aquella tragedia de la enfermedad que se llevaba a los más jóvenes no solo causó un inmenso dolor, sino también un total desconcierto entre los científicos: ¿cómo era posible que los más fuertes y sanos sucumbieran con más facilidad?

Sin relación alguna con lo anterior, en los años 90 los científicos empezaron a conocer con más detalle un problema que llevaba años discutiéndose, el mecanismo por el cual los trasplantes de médula ósea fallaban no porque el enfermo rechazara el trasplante, sino al contrario, porque el trasplante rechazaba al enfermo; el tejido trasplantado producía células inmunitarias que atacaban al huésped, dañando sus órganos.

Este efecto se producía por una sobreactivación de ese sistema inmune importado a través de la producción descontrolada de ciertas moléculas promotoras de activación e inflamación llamadas citoquinas. A este fenómeno se le llamó tormenta de citoquinas, dicen que en referencia a la operación Tormenta del Desierto de EEUU contra Irak. Más propiamente, su nombre es Síndrome de Liberación de Citoquinas (CRS, en inglés).

En esencia, el CRS es como esas subidas de la tensión eléctrica que funden los aparatos. La electricidad es necesaria para que funcionen, pero si de repente llega demasiada, los cacharros conectados a la red eléctrica pueden acabar fritos. Del mismo modo, un sistema inmune excesivamente activado puede dañar nuestros órganos y matarnos.

A comienzos de los años 2000, empezó a identificarse el fenómeno de la tormenta de citoquinas con las complicaciones graves e incluso mortales de ciertas infecciones, como la aparición de encefalopatías en enfermos de gripe, que causaba la muerte de un centenar de niños cada invierno en Japón (fue allí donde primero se describió). Pronto se descubrió que el CRS estaba detrás de otras enfermedades infecciosas como la viruela o la gripe H5N1. Pero también permitió explicar lo observado con otros patógenos como la malaria o… la gripe de 1918.

De este modo, por fin se logró explicar la alta letalidad de aquella gran pandemia en personas jóvenes y sanas: eran sus fuertes sistemas inmunitarios, y no directamente el virus, lo que las mataba, mientras que el CRS no aparecía en las personas ancianas con sus defensas debilitadas.

Sin embargo, aún es mucho lo que no se conoce sobre la tormenta de citoquinas. ¿Por qué en igualdad de condiciones de edad, salud y otros factores, algunas personas envían a su cuerpo esas letales subidas de tensión inmunitaria, mientras que otras no lo hacen?

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Imagen al microscopio eléctronico de barrido y coloreada de un macrófago. Imagen de NIAID / Flickr / CC.

Así llegamos a 2020, el año de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Y de nuevo nos encontramos con que el CRS vuelve a cobrar protagonismo. Desde los primeros tiempos de la epidemia se ha observado un dato extraño. Aquellas personas con un sistema inmune más debil, como las que tienen inmunodeficiencias congénitas, VIH o ciertos cánceres de la sangre, o las sometidas a quimioterapia por cáncer o que toman medicación inmunosupresora por un trasplante, son siempre más susceptibles a infecciones, y por lo tanto deberían ser presa fácil del coronavirus.

Y sin embargo, estudios tanto en China como en Italia mostraban que las personas inmunodeprimidas no sufrían efectos más graves por el coronavirus, sino más bien lo contrario. «No se informó de ninguna muerte en pacientes de trasplantes, quimioterapia o tratamientos inmunosupresores en ningún grupo de edad», escribía el autor de un estudio en Lombardía.

Y por el contrario, en un gran número de pacientes graves, muchos de los cuales mueren, se han descubierto niveles de citoquinas y otros indicadores que revelan cuál es la causa directa de su grave enfermedad: no es el virus, sino la respuesta desaforada de su sistema inmune; la tormenta de citoquinas. Es decir, que un sistema inmune debilitado parece proteger de la COVID-19, mientras que una respuesta más fuerte conlleva un riesgo mayor.

Aún es pronto para afirmar que el CRS sea la causa principal o única de muerte por coronavirus, y todavía no parece haber datos confirmados fiables sobre el porcentaje de los fallecimientos por esta causa. Los enfermos suelen sufrir también infecciones bacterianas secundarias que afectan gravemente a sus pulmones. Muchas de estas bacterias son hoy más fuertes que nunca, ya que han desarrollado resistencia a muchos de los antibióticos conocidos. Estas bacterias multirresistentes suelen atrincherarse en entornos como los hospitales, y de hecho algunos expertos ya han advertido de que el abundante uso actual de antibióticos en los enfermos de COVID-19 afectados por infecciones secundarias no hará sino agravar el problema de que nos estamos quedando sin armas contra las bacterias.

Pero cuando los pulmones de muchos de los afectados por COVID-19 se van llenando con una especie de masa que poco a poco los va bloqueando, impidiendo la respiración y por tanto la oxigenación de la sangre, y que finalmente les causa la muerte, ese fenómeno está causado por los macrófagos, un tipo de células del sistema inmune que han proliferado y han acudido en avalancha a los pulmones por las órdenes que reciben de la tormenta de citoquinas.

Ahora bien: si muchos enfermos de COVID-19 no mueren directamente a causa del coronavirus, sino de su propia respuesta inmune descontrolada, ¿por qué son sobre todo los ancianos los que mueren, y no los jóvenes como en la gripe del 18? Aún no hay respuesta para esto. Se han apuntado posibles hipótesis, como que la inmunidad provocada por este virus afecte más a las personas mayores con un sistema inmune más entrenado en la respuesta a infecciones, mientras que el de los niños es aún demasiado inmaduro para responder fuertemente. Un estudio en China encontró que el 30% de las personas testadas que habrían sufrido enfermedad leve de coronavirus, sobre todo los menores de 40 años, no parecían tener anticuerpos contra el virus en la sangre. Aunque esto no descarta la respuesta de estas personas por otros mecanismos inmunitarios alternativos, el extraño dato sugiere que la inmunidad disparada por este virus es compleja.

Todo lo anterior lleva a dos conclusiones. Primera: a pesar de que las esperanzas a corto plazo del público en general parecen depositadas en los antivirales, la utilidad de estas armas siempre será limitada; salvo enormes sorpresas, los científicos piensan que esta no va a ser la solución que salve de la muerte a los ya muy enfermos. Imaginemos que un intruso invade nuestra casa. Cuando nos enteramos, nuestro interés es expulsar al intruso. Pero si este prende fuego a la casa, nuestro objetivo cambia: ya no es expulsar al intruso, sino apagar el fuego, porque de lo contrario nos quedaremos sin casa, con o sin intruso. Los antivirales, si se encuentran, servirán a las personas con síntomas leves, pero no van a salvar a los enfermos que ya están en estado crítico.

La segunda conclusión es que la salvación de estos enfermos podría estar en deprimir el sistema inmune, atajando la perniciosa tormenta de citoquinas y manteniendo los pulmones operativos y el organismo estable hasta que su cuerpo se libre del virus. Y en efecto, este es uno de los enfoques que actualmente se están probando en la lucha contra la pandemia, y que entronca con lo que esta semana explicaba en la revista Science la inmunóloga Janelle Ayres, del Instituto Salk de EEUU, en el que es quizá el artículo más importante que hasta ahora se ha escrito sobre el coronavirus: la investigación terapéutica contra estos patógenos debería cambiar de enfoque, abandonar la lucha contra el virus y centrarse en la salvación del organismo para tolerar la enfermedad hasta que esta remita.

Pero como veremos mañana, esto no es tan sencillo, puesto que la frontera entre dejar al cuerpo con defensas reducidas para contener la tormenta y dejar al cuerpo sin defensas con las que luchar contra las infecciones es una línea muy tenue que no conviene traspasar.

Si la epidemia baja en verano, es posible que no sea por el virus, sino por nosotros

Decíamos ayer que, durante décadas, los virólogos han buscado la respuesta a la estacionalidad de ciertas enfermedades en cómo se comportan esos virus en invierno y en verano, en distintas condiciones de temperatura y humedad. Y que si bien esto sin duda influye en buena medida, no parece que la respuesta esté exclusivamente ahí. Y que quizá deberíamos fijarnos en el otro término de la ecuación de toda infección: nosotros. ¿Somos distintos en verano y en invierno?

Sí, esto ya lo podemos imaginar, podría pensarse. Incluso en los anuncios de televisión hemos escuchado que nuestro sistema inmune se debilita con el frío. Y también que ciertos productos nos ayudan a reforzarlo. Claro que, cuando quien nos lo cuenta es quien quiere vendernos esos productos, como mínimo deberíamos desconfiar. Y cuando estas proclamas se llevan al estudio científico, la conclusión suele ser que no existen pruebas suficientes para sostenerlas.

Claro que parecería lógico pensar que el frío nos debilitara y nos hiciera más propensos a sufrir infecciones. En un estudio curioso, dos investigadores dividieron a 180 voluntarios en dos grupos, y a uno de ellos les hizo meter los pies en agua fría durante 20 minutos; los resfriados posteriores fueron casi el triple de frecuentes que en el grupo de control. El «vas a coger frío» que decíamos ayer.

Pero esto no es necesariamente así: en realidad, aunque a simple vista pudiera parecer comprensible que el frío nos debilite el sistema inmunitario, desde un punto de vista biológico no tiene mucho sentido. El frío intenso es una agresión al organismo, lo que se denomina un factor de estrés. Y precisamente lo que suelen hacer los factores de estrés es justo lo contrario, preparar a nuestro cuerpo para responder más eficazmente con diferentes respuestas; entre ellas, estimular el sistema inmune.

Esto se revelaba en un estudio en el que un grupo de investigadores fue sometiendo a un grupo de sufridos voluntarios a inmersiones repetidas y periódicas en agua fría, para ir midiendo la evolución de algunos de sus parámetros inmunitarios. El efecto de una sola inmersión fue mínimo. Pero según se iban repitiendo, los científicos descubrieron que los sujetos fueron aumentando sus niveles de monocitos, linfocitos T y B, interleukina-6 (IL-6) y otros indicadores de respuesta inmune, sin un aumento de anticuerpos, los proyectiles teledirigidos del organismo contra los invasores. Es decir, que el frío estaba armando al cuerpo para responder mejor en caso de infección.

Extrayendo una muestra para una prueba de coronavirus. Imagen de Diario de Madrid / Wikipedia.

Extrayendo una muestra para una prueba de coronavirus. Imagen de Diario de Madrid / Wikipedia.

Claro que esto debería llevarnos a pensar que en invierno estaríamos precisamente más preparados para combatir una gripe o incluso un coronavirus. Lo cual no cuadra con el hecho de que la gripe nos ataque precisamente en invierno. Pero una vez más, sería solo quedarnos con una pequeñísima parte del dibujo total, como fijarnos solo en una de las figuras del Jardín de las Delicias de el Bosco e ignorar el resto. Porque en el caso del comportamiento de la respuesta inmune a lo largo del año y de las estaciones, sin duda estamos ante una enorme y complicada pintura que aún no podemos ver ni entender en su totalidad.

Para ilustrarlo, baste este dato: la ecóloga de las enfermedades infecciosas Micaela Martínez, de la Universidad de Columbia, ha estudiado las variaciones estacionales de numerosos contagios y ha llegado a la conclusión de que todas las enfermedades infecciosas, hasta un total de 68, tienden a subir y bajar en ciertas épocas concretas del año. Pero no hay un patrón común: la gripe ataca en invierno, pero las paperas, la rubeola o el sarampión lo hacen en primavera, la hepatitis A en verano, la polio entre verano y otoño… Así pues, en lo que respecta al sistema inmune, parece que la cosa es mucho más compleja que una simple «subida o bajada» de las defensas en ciertas épocas del año.

Y dado que los factores inherentes a los distintos patógenos (salvo algunos muy claros, como por ejemplo, en el caso de las enfermedades transmitidas por mosquitos u otros artrópodos) no parecen suficientes para explicar esta estacionalidad de los contagios, Martínez se ha embarcado en un ambicioso proyecto que puede llevarla al Nobel o a ninguna parte: estudiar las variaciones estacionales del sistema inmune y sus factores desencadenantes; en otras palabras, descifrar el calendario de nuestras defensas y por qué existe este calendario.

He aquí el motivo de lo arriesgado del proyecto: todo científico necesita dar a sus becarios un tema de trabajo que pueda garantizar la conclusión de una tesis doctoral en cuatro años. Martínez selecciona grupos de voluntarios, les extrae sangre y otras muestras corporales en distintas estaciones durante varios años, y confía en encontrar huellas celulares y moleculares de un comportamiento estacional de nuestro reloj interno que justifique variaciones inmunitarias a lo largo del año, descontando el posible efecto de otras infinitas variables experimentalmente incontrolables. Para ello, mide todo lo que puede medirse: metabolitos, citoquinas (moléculas reguladoras de la respuesta inmune), niveles de distintos tipos de células inmunitarias, comunidades microbianas… Pero la probabilidad de no encontrar nada relevante o coherente es muy alta, y este es uno de los motivos por los que hasta ahora este ha sido un terreno científicamente inexplorado.

Como en todos los campos que investigan los ritmos biológicos, las hormonas son un objetivo especial a tener en cuenta. La melatonina, una hormona que secretamos por la noche, es uno de los reguladores más potentes de nuestro reloj interno. Y en invierno, cuando las noches son más largas, fabricamos más cantidad. Como contaba un reciente reportaje en Science, se ha visto en animales que la manipulación de los niveles de melatonina puede cambiar hasta en un 40% la respuesta inmune. Se ha relacionado esta variación con el hecho de que la respuesta del organismo no sea la misma si nos ponen una vacuna por la mañana o por la tarde, y se ha comprobado también que la mayor o menor activación de ciertos genes relacionados con el sistema inmune a lo largo del año tiene patrones invertidos en el hemisferio norte y en el sur.

En resumen, el limitado conocimiento de estas variaciones inmunológicas estacionales aún no pude decirnos nada respecto a cómo se comportará nuestro organismo en diferentes épocas del año frente al coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19, y por lo tanto si nuestro propio sistema inmune podrá ayudarnos a que el azote de la pandemia descienda en verano. Pero claramente y según la ciencia vaya haciendo la luz en esta caverna casi inexplorada, será un factor que podremos aprovechar.

Por ejemplo, pensemos en el crucero Diamond Princess que estuvo en cuarentena en Japón por el brote del nuevo coronavirus. Este caso ha servido como un infortunado experimento natural que ya ha ofrecido a los científicos innumerables datos para ayudar a entender el comportamiento de la epidemia (y que reveló una de sus claves más importantes, la alta proporción de contagiados asintomáticos). Sin embargo, hay algo de aquel caso que aún no se ha estudiado con detalle: en un crucero se reúnen personas procedentes de todo el mundo. Algunas de ellas vienen con su sistema inmune en «modo invierno» y otras con el «modo verano». ¿Afectó el virus de diferente manera a unos y a otros?

Todo lo anterior podría parecer demasiado incierto y abstracto como para resultar de utilidad en estos momentos. Pero en realidad, este conocimiento podría resultar crucial para salvar vidas ahora. Porque según van conociéndose con mayor detalle el virus de la COVID-19, sus efectos y su comportamiento, hay algo esencial que se va revelando, y es que, como ocurre también con otras infecciones víricas, en realidad puede que en muchos casos no sea el virus el que mata, sino la respuesta inmune desbocada que provoca en el organismo. Y por lo tanto, saber controlar estas moléculas reguladoras de la inmunidad, como la IL-6 o la melatonina, podría ser la clave para curar la enfermedad. Como contaremos el próximo día.

Un viaje alucinante al interior de la célula

Los aficionados a la ciencia-ficción clásica recordarán una película de 1966 que en España se tituló Viaje alucinante, en la que un submarino y su tripulación eran miniaturizados e inyectados en el torrente sanguíneo de un científico para arreglarle un desaguisado cerebral. La trama de aventuras servía de pretexto para un espectacular despliegue de efectos especiales, que en la época eran de los de chapa y carpintería, y que consistían mayormente en un interiorismo con regusto de paisaje alienígena. Para la estética, la tecnología y el conocimiento actuales, la escenografía de la película puede resultar trasnochadamente sesentera, pero en mis recuerdos infantiles sus reposiciones en televisión se guardan en el mismo cajón que El planeta de los simios, con su Charlton Heston fumándose un puro en la nave espacial y aquel inolvidable «¡MANIÁTICOS…!», y que aquella versión española de Viaje al centro de la Tierra con una preciosa Ivonne Sentis y un gorila gigante de los de cremallera en la espalda.

Aquella película nos hacía imaginar nuestros recovecos corporales más íntimos como un mundo raro y fronterizo, un territorio de exploración y aventura en un registro más realista que aquellos divertidos dibujos animados de Érase una vez… el cuerpo humano. Con el correr de los años, la tecnología de animación y un conocimiento más veraz de cómo funciona lo infinitamente pequeño nos van acercando a otras visiones de lo que, salvo gracias a la magia del cine, nunca podremos contemplar en vivo y en directo con nuestros propios ojos. Y el resultado sigue siendo hipnotizante. El vídeo que inserto más abajo ya tiene algunos años (2006), pero representa una etapa posterior en el acercamiento a una representación más fiel del mundo celular que, sin embargo, sigue teniendo un cierto componente de idealización fantástica.

El vídeo es el resultado de una colaboración entre BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. La película, titulada La vida interior de la célula, arranca con un plano de la corriente sanguínea fluyendo por un capilar. Un leucocito, las células blancas de la sangre encargadas de la respuesta inmunitaria, rueda por la pared del vaso enganchando las proteínas de su superficie a las del endotelio o tapiz vascular como en un diminuto velcro. El vídeo nos muestra cómo las proteínas de la membrana celular del leucocito navegan a bordo de sus balsas de lípidos, hasta que una señal de alarma en forma de signos de inflamación dispara en la célula un minúsculo zafarrancho de combate. Nos sumergimos entonces en el interior del leucocito y viajamos entre la red del citoesqueleto, contemplando cómo se crean y se destruyen los microfilamentos de actina y los microtúbulos de tubulina, los cables tensores que arman el andamiaje de la célula.

De repente, un extraño ser aparece ante nuestros ojos caminando sobre un microtúbulo mientras arrastra una especie de enorme globo. Es la kinesina, la proteína que actúa como bestia de carga celular, transportando vesículas repletas de moléculas que se verterán al exterior para ejecutar la ofensiva. Súbitamente, los poros del núcleo comienzan a disparar serpentinas de ARN mensajero, los emisarios de los genes activados por la respuesta inflamatoria. Las cadenas de ARN se unen a los ribosomas, las factorías encargadas de traducir el código genético para la elaboracion de unas proteínas señalizadoras denominadas quimioquinas. Estas se sintetizan en un complejo de bolsas llamado retículo endoplásmico y se almacenan en vesículas para que la kinesina las acaree hasta la superficie de la célula y las libere al exterior. Como consecuencia de la respuesta, se produce la extravasación: el leucocito se fija a la pared del vaso y comienza a aplanarse hasta que logra escurrirse entre las células del capilar para emigrar hacia el tejido donde se requieren sus servicios defensivos.