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Uno de cada 500 hombres tiene un cromosoma sexual de más (X o Y)… y no lo sabe

No sé qué opinaría Clint Eastwood de que su imagen se haya convertido en un frecuente avatar de los sectores ultraconservadores en internet. Teniendo en cuenta que él es pacifista, defensor del control de las armas, del derecho al aborto y a la eutanasia, de la igualdad de las mujeres y del matrimonio igualitario, y que además no es creyente, posiblemente le parecería cuando menos chocante. Pero como es libertario y además parece un buen tipo, quizá diría simplemente aquello de Clark Gable al final de Lo que el viento se llevó: «Frankly, my dear, I don’t give a damn».

El motivo para traer aquí al bueno de Clint es por ser un ejemplo de cómo en ocasiones en la mente de las personas se sustituye algo por una caricatura de ese algo, un cliché prefabricado que en absoluto se corresponde con la realidad; por ejemplo, un personaje del actor. El resultado final es que se está utilizando la imagen de una persona para sostener ideas que esa persona jamás defendería. Luego, además, otros copian e imitan este meme (en su sentido original) perpetuando el error, como ocurre con esa ingente cantidad de citas falsas que circulan en internet y que sus presuntos autores jamás dijeron ni escribieron: lo del «ladran, luego cabalgamos» del Quijote, lo de Einstein sobre que la estupidez humana es infinita, lo de Bertolt Brecht de que primero vinieron a por los comunistas…

Y llego ya a lo que voy: quizá cuando alguien esgrime el nombre de la ciencia para negar la realidad de las personas trans, intersexuales y no binarias, para afirmar que según la biología solo hay dos clases de personas, hombres XY y mujeres XX, y que según la ciencia tener pene o vulva son condiciones necesarias y suficientes para ser niño o niña, respectivamente, quienes sí conocemos la ciencia y sabemos la enorme falacia que están propagando deberíamos simplemente don’t give a damn.

Pero si no podemos hacer esto es porque en este caso hay personas que resultan dañadas, excluidas, ridiculizadas y estigmatizadas por algo que, sencillamente, es mentira; por algo dicho por quienes esgrimen la ciencia por una vez en su vida ignorando por completo qué es o qué dice la ciencia, con una caricatura de la ciencia que no se corresponde en absoluto con la realidad, sino solo, si acaso, con un conocimiento científico de nivel EGB de hace cincuenta años.

La bandera arco iris. Imagen de Piqsels.

Ignoro por completo qué dice la nueva llamada ley trans en España; no la he leído ni pienso hacerlo, porque las leyes no son lo mío. No tengo el criterio jurídico o legal para opinar (y no soy el único, aunque quizá otros no lo admitan públicamente). Pero leí hace unos días un (otro más) comentario en Twitter de un periodista conservador opinando alegremente al respecto que el no binarismo, la transexualidad y el género son un invento ideológico de moda contrario a la ciencia. Y de esto sí sé: miren, ni puñeterísima idea.

No voy a extenderme hoy en explicar qué es realmente lo que dice la ciencia actual sobre esto. He hablado de ello aquí varias veces, la última hace unos meses. Quizá aún deba aquí una explicación más larga y detallada, pero si alguien está realmente interesado en conocer la ciencia real actual al respecto, Scientific American tiene un ebook de 2018 titulado The New Science of Sex and Gender, una completa colección de ensayos de algunos de los principales especialistas en los enfoques médico, biológico y psicológico sobre los muy complejos mosaicos genotípicos, epigenéticos y fenotípicos del sexo, la orientación sexual y la identidad de género.

Pero en estos días estamos celebrando la diversidad, la aspiración (todavía no la realidad, como demuestran comentarios como el citado) de que las personas pertenecientes a esas minorías puedan disfrutar de ser lo que son y expresarlo libremente sin negárselo a sí mismas, sin pensar que son un error o que están enfermas o que deberían forzarse a no ser ellas mismas, sin que nadie las rechace o se mofe de ellas; y sobre todo, sin pensar que tienen a la ciencia en contra, porque es justo lo contrario. En resumen, la aspiración de que puedan vivir su vida exactamente igual que quienes pertenecemos a la mayoría.

Y para traer aquí algo nuevo, me ha venido al pelo un nuevo estudio dirigido por las universidades de Cambridge y Exeter y publicado en Genetics in Medicine. Los autores han buceado en el UK Biobank, una base de datos genómica y de salud de la población británica que está resultando un filón científico para infinidad de estudios, y han reunido los datos de genomas de más de 207.000 hombres británicos de ascendencia europea, con el fin de estudiar la presencia de cromosomas sexuales extra, X o Y.

Estas condiciones son conocidas desde que se conocen los cromosomas humanos (o incluso antes). Tanto las personas con 47, XXY como las 47, XYY, es decir, que tienen un cromosoma Y y un cromosoma sexual de más, tienen genitales masculinos y son asignadas a este sexo al nacer. Las primeras, 47, XXY, suelen detectarse con cierta frecuencia, sobre todo en la pubertad, porque padecen una serie de síntomas que se conocen como síndrome de Klinefelter y que incluyen rasgos como poco vello, crecimiento de los pechos, testículos poco desarrollados, problemas de fertilidad y otros de coordinación motora y a veces de aprendizaje. Pero la visibilidad de los síntomas varía, y en muchos casos son tan sutiles que no llega a detectarse. En el caso de las personas 47, XYY, los síntomas pueden ser mucho menos aparentes y no se ve afectada su fertilidad, aunque pueden presentar ciertos problemas motores y de aprendizaje.

Lo que han descubierto los investigadores es que la presencia de un cromosoma sexual extra en los hombres es mucho más frecuente de lo que se creía: un 0,17%, o 1 de cada 580, si bien sospechan que probablemente el porcentaje real sea algo mayor, de un 0,2% o 1 de cada 500, ya que los voluntarios del UK Biobank tienen unos parámetros de salud superiores a los de la población general y menor incidencia de condiciones genéticas.

Lo más curioso es que la mayoría no tenían la menor idea de su cromosoma sexual extra: un 23% de los XXY lo sabían, pero solo un 0,7% de los XYY estaban enterados de ello.

Relacionando estos datos con los de salud, los investigadores han detectado que las personas de estos grupos podrían tener un riesgo algo más elevado de sufrir ciertas dolencias, como diabetes de tipo 2, aterosclerosis, trombosis, embolia pulmonar o enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Por lo tanto, la detección de la presencia de estos cromosomas extra puede servir para poner sobre aviso con respecto al riesgo de desarrollar enfermedades vasculares, metabólicas o respiratorias.

En fin, esto es solo una pequeña muestra más de lo diversos que somos los humanos, frente a quienes piensan que solo existen hombres XY y mujeres XX, y que todo lo demás es ideología. Y es inevitable pensar que, dada la frecuencia descubierta por los autores, es probable que alguno de quienes piensan así tenga un cromosoma sexual de más sin saberlo. Lo cual sería una fina ironía del azar genético.

Esto es lo que realmente dice la ciencia sobre el sexo, el género y las personas trans

A lo largo de la historia, a menudo se ha manipulado la ciencia o se ha inventado una falsa ciencia (a.k.a. pseudociencia) para defender una ideología. Los llamados darwinistas sociales tergiversaron el principio de la selección natural de la evolución biológica para justificar el capitalismo a ultranza, la eugenesia, el racismo, el imperialismo o el fascismo, todo ello bajo el tramposo lema –no darwiniano– de la «supervivencia del más fuerte». El nazismo inventó sus propias pseudociencias, no solo la racial, sino también la basada en el ocultismo y en ideas que hoy conocemos como New Age. El comunismo estalinista soviético promovió el lysenkoísmo. E incluso el franquismo tuvo su propia pseudociencia eugenésica liderada por los psiquiatras Antonio Vallejo-Nájera y Juan José López Ibor.

Por qué las ideologías autoritarias recurren a este intento de ampararse en algo que realmente desprecian, como es la ciencia, es algo que corresponde explicar a historiadores y sociólogos. Pero en la vida cotidiana tenemos un paralelismo también muy frecuente, cuando alguien alega que aquello que defiende se basa en algo que está «científicamente demostrado». Es solo un modo de tratar de zanjar una discusión sin más argumentos, pero utilizando erróneamente un argumento de autoridad que no es tal. Porque como he explicado aquí tantas veces, 1) la inmensa mayoría de las veces que se dice que algo está científicamente demostrado no es así, 2) la persona que lo dice no sabe lo que significa que algo esté científicamente demostrado, y 3) en general la ciencia no sirve para demostrar.

Siempre que ocurre esto, que se intenta defender una ideología con tergiversaciones de la ciencia o pseudociencias, es necesario salir al paso para denunciar la trampa y evitar así la confusión de quienes puedan resultar confundidos o convencidos con este falso argumento. Y ahora es necesario para denunciar la trampa de quienes dicen esgrimir la ciencia en contra de lo que ellos mismos llaman «ideología de género», lo que afecta a cuestiones de enorme relevancia en la vida de muchas personas, como el reconocimiento de las personas transexuales.

Curiosamente, esta corriente que últimamente parece crecer en visibilidad ha aunado en un frente común a sectores ultraconservadores y a cierta parte del progresismo feminista. Quienes están en dicho frente dicen ampararse en la ciencia para defender que solo hay dos tipos de seres humanos según su sexo, masculinos (XY) y femeninos (XX). Niegan la autoafirmación de las personas trans porque, dicen, la idea del género es solo un invento sin realidad biológica (spoiler: en realidad son ellos quienes defienden una ideología contra el «género», un término obviamente inventado pero que designa una realidad, igual que «plastilina» o «cerveza»).

Pues bien, lo cierto es que la ciencia dice justamente todo lo contrario de lo que ellos afirman. Y no es que el aclararlo probablemente vaya a servir para que estas personas cambien su discurso. Pero al menos debería servir para algo: si todas las ideologías son aceptables o no, es algo que no corresponde discutir en este blog, y mi opinión al respecto tampoco importa aquí; pero que no se defiendan estas ideas en nombre de la ciencia. Porque la ciencia no dice lo que ellos dicen que dice.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Imagen de Marco Verch / Flickr / CC.

Empecemos por el primer concepto: sexo. El sexo es la cuestión anatómica, los caracteres sexuales primarios, los genitales. Este es el criterio que se utiliza para asignar legalmente a una persona al sexo masculino o femenino después del nacimiento. La determinación del sexo en los animales puede venir dirigida por diferentes sistemas en especies distintas. En los humanos, está principalmente marcada por la dotación de los cromosomas sexuales, XY en los machos, XX en las hembras (Nota: las palabras «macho» y «hembra» repugnan a muchos, pero lo cierto es que deberíamos utilizarlas más como se hace en inglés, ya que lo único que se puede inferir a partir de los genitales es si una persona es anatómicamente un macho o una hembra. No si es hombre o mujer).

Principalmente, pero no exclusivamente. Además de los cromosomas sexuales, hay numerosos genes en los cromosomas autosómicos –no sexuales– y vías hormonales que a lo largo del desarrollo determinan la aparición de los caracteres sexuales primarios y secundarios (siendo estos últimos rasgos como los pechos o el vello corporal). Las variaciones en todo este conjunto de mecanismos, desde una dotación cromosómica sexual anómala hasta las mutaciones en infinidad de genes –por ejemplo, la 5-alfa reductasa 2– crean todo un espectro de situaciones entre los casos nítidos del humano anatómicamente masculino y el humano anatómicamente femenino.

Para apreciar a simple vista el complejo panorama real de la determinación del sexo en humanos, recomiendo este estupendo gráfico publicado por Amanda Montañez en 2017 en la revista Scientific American, que por cuestiones de copyright no puedo reproducir aquí.

Frente a esto, hay quienes suelen replicar que la norma, y por tanto lo normal, es macho cariotípico XY y hembra cariotípica XX, y que el resto son anomalías, errores. Y es cierto, las alteraciones cromosómicas pueden considerarse como tales. Pero, en primer lugar, son anomalías o errores muy frecuentes: el 1% de la población, según estimaciones, lo que suma unos 80 millones de personas en todo el mundo. En segundo lugar, el hecho de que sean anomalías no significa que sean enfermedades. Estas personas no están enfermas. Y en cuanto a su salud mental, el consenso científico actual refleja la postura de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de obras de referencia como el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) al restringir la categoría de trastornos mentales a aquellas condiciones que causan sufrimiento o incomodidad al propio afectado o a otros.

Y no ocurre en estos casos, o al menos no ocurriría de no ser porque muchas personas en estas situaciones sufren incomprensión, rechazo o estigmatización social, quizá por parte de quienes los consideran anormales o incluso niegan su existencia. Y si se trata de anomalías biológicas, precisamente estas personas deberían tener una especial acogida, comprensión y protección, en lugar de lo contrario.

Segundo concepto: sexualidad. Se refiere a la atracción sexual que sentimos por un tipo u otro de personas; heterosexualidad, homosexualidad o bisexualidad. Y por último, tercer concepto: género. Se refiere a cómo nos percibimos mentalmente como hombre, mujer o situaciones diferentes o intermedias.

Es esencial considerar juntos estos dos conceptos, porque son concomitantes. Ambos residen en el cerebro y son aún infinitamente más complejos que el sexo. La ciencia ha encontrado correlaciones con factores genéticos y vías hormonales, pero aún no se conocen los mecanismos precisos que determinan la sexualidad ni la identidad de género, y por lo tanto no existe un correlato claro objetivable, del mismo modo que la neurociencia actual está abandonando el concepto del cerebro masculino y el cerebro femenino. Como todo lo que ocupa nuestra mente, es bioquímica. Son procesos que vienen originados por los genes, mediados por las proteínas que producen y regulados por infinidad de factores moleculares para obtener un resultado final sujeto a un amplio rango de variabilidad.

Por lo tanto, y dado que tampoco ninguna de estas condiciones representa un trastorno mental –según lo dicho, la OMS cambió hace unos años su criterio de «trastorno de identidad de género» por «incongruencia de género»– si no son otros quienes lo juzgan como tal, la única actitud posible de una sociedad humanista, racional y con criterio científico es reconocer que son estas personas quienes realmente saben qué son (homosexuales, bisexuales, transgénero, no binarias) y aceptarlas con su diversidad. Porque en este caso ni siquiera puede hablarse de anomalías o errores, no solo porque son extremadamente comunes –uno de cada diez es la cifra que suele manejarse–, sino además porque el consenso científico actual los considera variaciones biológicas naturales dentro de un amplio espectro continuo. Y sobre si el lenguaje debe o no adaptarse a esta realidad, podría discutirse, pero esto ya escapa a la ciencia.

Así, no se puede negar las variaciones en la identidad de género sin negar también las variaciones en la sexualidad, porque hoy la ciencia las considera fenómenos paralelos, con raíces biológicas comunes. Quien niegue unas sin negar las otras no se atiene a la ciencia, sino que está fabricando su propia pseudociencia.

En 2018 la revista británica Nature reaccionaba a un documento filtrado al diario The New York Times respecto a una propuesta de la administración Trump de definir el género de una persona exclusiva e inmutablemente en función de su sexo (los genitales), recurriendo al testado genético en los casos de anomalías en el desarrollo de los caracteres sexuales. El documento decía tener una «base biológica clara basada en la ciencia«. Y algunas voces no precisamente alineadas con el sector político de Trump, pero sí con el movimiento que he citado más arriba, lo aplaudieron.

En un artículo editorial (la postura de la revista), Nature decía:

La propuesta es una idea terrible que debería erradicarse. No tiene ningún fundamento científico y desharía décadas de progreso en la comprensión del sexo –una clasificación basada en características corporales internas y externas– y el género, una construcción social relacionada con las diferencias biológicas pero también arraigada en la cultura, las normas sociales y la conducta individual. Aún peor, minaría los esfuerzos de reducir la discriminación contra las personas transgénero y aquellas que no caen en las categorías binarias de macho o hembra.

«La biología no es tan sencilla como la propuesta sugiere«, añadía Nature. «La comunidad médica e investigadora ahora ve el sexo como algo más complejo que macho y hembra, y el género como un espectro que incluye a las personas transgénero y a aquellas que no se identifican como macho o hembra. La propuesta de la administración de EEUU ignoraría este consenso de los expertos«.

(Insisto, «macho» y «hembra» son traducciones del inglés «male» y «female»; en castellano han quedado desterradas del lenguaje común en lo referente a los humanos por alguna causa que desconozco, pero rehabilitarlas ayudaría a saber si estamos hablando de sexo o de género).

Y concluía el editorial de Nature: «La idea de que la ciencia puede sacar conclusiones definitivas sobre el sexo o el género de una persona es fundamentalmente fallida«. «Los intentos políticos de encasillar a las personas no tienen nada que ver con la ciencia y todo que ver con privar de derechos y reconocimiento a las personas cuya identidad no se corresponde con ideas anticuadas sobre el sexo y el género«.

Con respecto a este mismo documento de la administración Trump, la revista estadounidense Science publicaba en 2018 que más de 1.600 científicos (cifra de aquel momento, que luego ascendió a 2.617 científicos firmantes) habían «criticado el grave daño» que el plan causaría. Los promotores de esta protesta acusaban a la propuesta del gobierno de ser «fundamentalmente inconsistente» con el conocimiento científico.

Este es el consenso científico. Esto es lo que dice la ciencia. Esto es lo que dice la biología. Quienes defiendan algo diferente o contrario, que sigan haciéndolo si quieren. Pero que lo hagan en nombre de su ideología, no en el de la ciencia. No en el de algo que en realidad están despreciando por la vía de la ignorancia o de la tergiversación.

El sexo no solo está en los cromosomas sexuales

Hay una razón biológica para que tengamos sexo, aunque todavía no estamos seguros de si la comprendemos en su totalidad. Imaginemos que pudiéramos tener descendencia a voluntad sin intervención de otra persona. Sin duda la vida sería mucho más aburrida, pero también nos evitaría innumerables quebraderos de cabeza y un inmenso gasto de energía.

Evidentemente, es difícil concebir cómo sería la vida sin el sexo; no sin practicarlo (que también), sino sin que existiera. Pero nosotros, los humanos, no hemos elegido que las cosas sean como son. Nos han venido dadas de esta manera, y lo único que podemos hacer es intentar comprender por qué. Bueno, por supuesto y mientras lo intentamos, también podemos disfrutar de los mecanismos que lo hacen posible.

Los organismos que se reproducen asexualmente tienen una gran ventaja sobre nosotros, y es que pueden aumentar sus poblaciones con mucha más facilidad y rapidez, evitando además el engorro y el coste energético de tener que encontrar una pareja adecuada. Queda claro que hablamos desde un punto de vista biológico, desde el cual nuestras células germinales –óvulos y espermatozoides– son tan importantes como nosotros, o incluso más; si tenemos en cuenta las generaciones celulares, entre nuestra generación y la de nuestros hijos hay otra más, la de nuestras células germinales. De hecho, nosotros no somos más que instrumentos al servicio de nuestros genitales para producir descendencia. No es una idea provocadora, simplemente es biología.

Parece claro que entonces, para que la reproducción sexual haya perdurado, debe aportar alguna ventaja a ciertos organismos –en realidad somos una minoría los que utilizamos esta estrategia reproductiva–. La más obvia es que nos confiere una mayor diversidad genética gracias a la mezcla de genes entre el padre y la madre; cada uno de nosotros solo legamos a nuestros hijos la mitad de nuestro genoma, y así fabricamos genomas híbridos que son completamente inéditos, nunca antes aparecidos en la historia de la humanidad.

Cromosomas humanos. Imagen de Public Domain Files.

Cromosomas humanos. Imagen de Public Domain Files.

Esta diversidad genética es el medio para conseguir fines prácticos: nos ayuda a diluir el efecto y la acumulación de mutaciones perjudiciales, que los seres asexuales se ven condenados a arrastrar generación tras generación. Y al haber genomas muy diversos en una población lo suficientemente grande, aumentan las posibilidades de supervivencia de la especie frente a las agresiones del entorno, cuando las condiciones ambientales cambian: si llega una glaciación, siempre hay quienes la soportarán.

Para que todo esto se produzca es necesario que existan dos sexos, con un dimorfismo sexual característico –lo que nos diferencia físicamente– que nos permite reconocernos mutuamente. Y según la norma más general, lo que genera esas disparidades entre los cuerpos de hombres y mujeres también determina otros parámetros, como nuestra identidad sexual (sentirnos hombres o mujeres) y nuestra orientación sexual (que nos atraigan los hombres o las mujeres).

En tiempos pasados, cuando aún no se comprendían los mecanismos responsables de todo esto –y, todo hay que decirlo, cuando los prejuicios sociales y religiosos eran mucho más prevalentes que hoy–, se interpretaba que la naturaleza humana era forzosamente binaria, valga la insistencia, por naturaleza: hombre y mujer, macho y hembra, sexo donador y sexo aceptor, cada uno atraído por el opuesto. Todo lo que se saliera de esta norma mayoritaria se consideraba anormal, y por lo tanto patológico. Para algunos, incluso satánico.

Naturalmente, hoy los criterios sociales han cambiado, y los religiosos ya no determinan el funcionamiento de la sociedad. Pero aunque sin duda esto debe agradecerse principalmente a todas las personas que han entregado sus mayores esfuerzos a esta causa, es esencial no olvidar algo: cuando el Papa Francisco, en sus recientes y decepcionantes declaraciones, atribuía la homosexualidad a una moda (o al menos su mayor visibilidad actual), está ignorando un siglo de conocimiento científico.

Está ignorando que, con independencia de las tendencias y los cambios en la realidad social y del empeño de quienes los han impulsado, el hecho biológico es que la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, la intersexualidad y las discrepancias entre fenotipo e identidad u orientación sexual son situaciones completamente NATURALES, que forman parte de la distribución normal (en sentido matemático; es decir, campana de Gauss) de la variabilidad sexual humana.

Y el hecho de que ya no se consideren patologías ni siquiera se debe a la necesidad de crear una sociedad más inclusiva, como sí ocurre para el caso de ciertos trastornos mentales que hoy se pretende desestigmatizar; la variabilidad sexual no es patológica, sencillamente porque en esta categoría entran las condiciones que perturban gravemente a las propias personas o a las cercanas a ellas. Y el único motivo por el que la variabilidad sexual ha creado perturbaciones a tantas personas durante tantos siglos es por esos antiguos prejuicios sociales y religiosos, no por nada inherente a esas propias condiciones, que en sí misma son tan patológicas como el hecho de que dos padres rubios tengan un hijo moreno.

Como ilustración de todo esto, llega un nuevo estudio que descubre uno más de los factores genéticos involucrados en la determinación del fenotipo sexual humano. Desde hace años se conoce el gen SRY, presente en el cromosoma sexual masculino Y, cuya entrada en funcionamiento durante el desarrollo embrionario es fundamental para la aparición de los genitales masculinos. Como ya expliqué aquí y en contra de ese mito tan extendido, esto no implica que todos comencemos nuestro desarrollo como embriones femeninos; la ausencia del cromosoma Y con su gen SRY solo resulta en una diferenciación completa de la anatomía femenina cuando existen dos cromosomas X, no solo uno de ellos. Antes de la puesta en marcha del Y, el embrión no es femenino, sino un proyecto de hermafrodita.

Pero ¿cómo actúa SRY? Los genes en realidad no producen caracteres, sino solo proteínas. Muchas de estas proteínas a su vez estimulan la actividad de otros genes, cuyos productos activan otros genes, y así. Estas cadenas llevan en algún momento a la fabricación de proteínas que participan en rutas metabólicas de la célula, las cuales modifican la producción de otras moléculas involucradas en otras rutas o en la activación de otros genes… El proceso en conjunto podría asemejarse a esos inmensos montajes de fichas de dominó que hace unos años tanto parecían gustar a los japoneses, donde las líneas se ramificaban y se volvían a unir para al final disparar pirotecnia o hacer caer un coche. Los montajes de dominó de la célula pueden resultar finalmente en varios efectos diferentes y en apariencia no relacionados entre sí, como el color de la piel y el funcionamiento del páncreas.

El nuevo estudio, publicado en Nature Communications por investigadores del Instituto de Investigación Infantil Murdoch (Australia), ha identificado el mecanismo de uno de esos mediadores de la acción del gen SRY. Se trata del gen SOX9, activado por SRY y que produce un factor de transcripción, es decir, un estimulador de la expresión de otros genes. Así, SOX9 es un eslabón en una de esas cadenas, en concreto la que lleva al desarrollo de los genitales masculinos. Si se rompe ese eslabón, la cadena no funciona y los testículos no se desarrollan. Si por el contrario ese eslabón se multiplica, se favorece el desarrollo de los testículos cuando no debería ocurrir.

En concreto, toda la magia ocurre no en el propio gen SOX9, sino en una región del genoma adyacente a él. Cuando a comienzos de siglo se terminó de secuenciar el genoma humano, a los investigadores les sorprendió descubrir que solo una pequeña parte de él contiene genes; el resto se denominó ADN basura, pero fue un nombre desafortunado, ya que en realidad esta materia oscura del genoma (una denominación más adecuada) contiene secuencias esenciales para que los genes se activen. Esas partes que no producen proteínas albergan promotores y enhancers (potenciadores), segmentos de ADN a los que se unen esos factores de transcripción y otras proteínas reguladoras para ordenar a los genes que fabriquen proteínas. Son los semáforos de los genes: cuando están en rojo, el gen está inactivo; necesitan que una proteína reguladora se una a ellos y los ponga en verde para que el gen funcione.

Los investigadores australianos han descubierto que el gen SOX9 está bajo el control de tres semáforos, o enhancers, que dependen de SRY para ponerse en verde y dar paso a la producción de una proteína que actúa como eslabón crítico en la cadena que lleva al desarrollo de los testículos. Cuando estos enhancers aparecen en mayor número de lo habitual, el resultado es que se forman testículos, incluso cuando la persona tiene cromosomas XX, es decir, es genéticamente femenina. Y al contrario, cuando los enhancers de SOX9 son deficitarios, aparecen ovarios, incluso si la persona es XY, genéticamente masculina.

En resumen, las variaciones en el control de SOX9 por medio de sus enhancers explican muchos casos de intersexualidad: personas cromosómicamente femeninas que poseen testículos, o cromosómicamente masculinas que poseen ovarios. El gen SOX9 no se ubica en los cromosomas sexuales sino en el cromosoma 17. Por supuesto no es el primer caso conocido de control del sexo a través de genes situados en cromosomas que no son los sexuales, pero sirve para reforzar la idea de que el sexo no solo está en los cromosomas sexuales.

Y naturalmente, las variaciones en el control de los enhancers de SOX9 no son enfermedades. No son trastornos (aunque, por desgracia, la terminología todavía debe adaptarse a esta realidad). Y dado que los procesos genéticos y bioquímicos que controlan la definición de la identidad y la orientación sexual en el cerebro (es decir, si nos sentimos más hombres, más mujeres o ninguno de ambos en particular, o si nos atraen más los hombres, las mujeres o ambos) dependen de sus propias cadenas dentro esos inmensos montajes de dominó, puede ocurrir que las personas XX que son fenotípicamente hombres, o las XY que son fenotípicamente mujeres, se sientan hombres o mujeres, y les atraigan los hombres o las mujeres.

Son simplemente casos minoritarios, que caen en las partes más delgadas de la campana de Gauss de la variabilidad sexual humana. Pero no sufren ningún mal, salvo aquellos que la sociedad quiera cargar sobre ellos por el hecho de no haber caído en la parte más alta de la campana de Gauss.

¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No siempre

¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No: los machos tienen pene y las hembras tienen vulva. Que no es lo mismo. Los seres humanos con pene son machos (o hermafroditas), pero no en todos los casos niños u hombres. Y los seres humanos con vulva son hembras (o hermafroditas), pero no en todos los casos niñas o mujeres.

En España, e imagino que del mismo modo en otros países hispanohablantes, existe una frecuente confusión entre sexo y género. Muchas personas confiesan no aclararse entre ambos términos, o creen que «género» es una especie de invento ideológico. Nada más lejos de la realidad; pero hasta cierto punto es comprensible el embrollo, porque la confusión viene propiciada por un lamentable error lingüístico.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

En 1955, el sexólogo y psicólogo kiwiestadounidense (acabo de inventarme este término, pero «kiwi» se lo aplican los neozelandeses a sí mismos) introdujo la acepción de la palabra «género» (gender) para hacer referencia a la identidad sexual y a los roles sociales, diferenciando este concepto del referido al fenotipo de los caracteres sexuales primarios (genitales) y secundarios (pechos, vello corporal, etcétera). En inglés, male (macho) y female (hembra) se refieren al sexo, no al género, y se aplican con total naturalidad a las personas.

Por algún motivo que desconozco, en el idioma español hemos prescindido de los términos macho y hembra para referirnos a los seres humanos. Lo cual no solamente es equivocado, sino habitualmente estúpido: parece que hay quienes piensan que el uso de este término nos animaliza. Pero les voy a dar una noticia fresca: los Homo sapiens también somos animales.

Es más: la eliminación de estos dos términos es precisamente la causante de la confusión entre sexo y género. Cuando en un DNI u otro documento se especifica que el sexo de una persona es «varón/hombre» o «mujer», se está cayendo en un error que en muchos casos se convierte en una mentira con sello oficial. Lo único que estos documentos deberían hacer constar es si se trata de una persona de sexo masculino (macho) o femenino (hembra). No puede certificarse que alguien es varón o mujer sin tener en cuenta la identidad de género que la propia persona manifiesta. Y como sabe todo el que no pretenda esforzarse en no saberlo, en ciertos casos el sexo no se corresponde con el género.

¿Por qué?, tal vez pregunte alguien. Simplemente, porque forma parte de la variabilidad biológica natural del ser humano. En el caso más general, los humanos somos cromosómicamente XX (hembras) o XY (machos), lo que determina nuestro sexo por la anatomía de los genitales, y los caracteres secundarios a través de cascadas bioquímicas en las que también intervienen otros órganos del sistema endocrino.

Pero el género está en un órgano diferente, el cerebro. Que también es solo química, mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy la mayoría de los científicos expertos coinciden en que la orientación sexual y la identidad de género también están biológicamente determinadas, como he contado antes aquí y en otros medios (recomiendo sobre todo leer este reportaje que aborda la cuestión en profundidad), aunque aún no se conozcan con precisión los mecanismos responsables, o si existen influencias epigenéticas y hormonales in utero además de las puramente genéticas.

Lo anterior es importante porque desmiente otro mito clásico: la orientación sexual y la identidad de género no dependen de la educación o el ambiente. Una mujer no es lesbiana porque su padre quisiera un niño y la llevara al fútbol, ni un hombre es homosexual porque su madre lo mimara mucho de pequeño o lo vistiera de rosa. También es erróneo hablar de «opción sexual»; «orientación» o «preferencia» pueden ser correctos, pero en la inmensa mayoría de los casos nadie opta; simplemente es quien es.

A propósito de lo anterior, recuerdo el caso de Michael Ferguson, neurocientífico y bioingeniero de la Universidad de Cornell (EEUU) con quien hablé para un reportaje. Ferguson optó por ser heterosexual, porque esta era la única opción tolerada por su religión, la mormona. No solamente se esforzó en convencerse a sí mismo, en salir con chicas y en aparecer ante todos como heterosexual, sino que incluso se enroló en presuntas terapias (obviamente fraudulentas) de reorientación sexual.

Naturalmente, nada de ello sirvió para otra cosa que provocarle angustia y desasosiego. Ferguson nunca ha dejado de ser homosexual; en cambio, es mucho más feliz desde que dejó de ser mormón. Aprendió a aceptarse a sí mismo, contrajo el primer matrimonio gay del estado de Utah y decidió prestar su experiencia, su apoyo y su voz a otras personas de la comunidad LGBT que puedan verse en trances parecidos al que él sufrió.

El determinismo biológico de la orientación sexual y la identidad de género no es algo que siempre guste a todos (aunque no por ello deja de ser cierto). Algunas personas LGBT temen que esta raíz biológica sea explotada por los sectores sociales más rancios para sostener proclamas de que la homosexualidad o la discordancia entre sexo y género podrían curarse. Y de hecho, como sabemos, esos sectores y esas proclamas existen.

Claro que la simple mención del verbo curar revela un punto de vista que no solo es intolerante, sino que además es erróneo. En las últimas décadas, la psiquiatría ha ido desclasificando de la categoría de trastornos las condiciones que simplemente son minoritarias, pero que en sí mismas no provocan daño a la propia persona ni a otras, como la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad o, más recientemente, las parafilias como el fetichismo o el sado. La edición actual del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, el texto de referencia empleado en todo el mundo, solo considera que existe un trastorno parafílico psiquiátrico cuando hay «consecuencias negativas para el individuo o para otros», como es el caso de la pedofilia.

Por lo tanto, hoy ni la psiquiatría ni la biología consideran que las orientaciones sexuales minoritarias o las discordancias de género y sexo sean otra cosa que parte de la variabilidad biológica natural, del mismo modo que una minoría de la población tenemos, por ejemplo, tubérculos de Darwin en las orejas.

Pero claro, a los que tenemos tubérculos de Darwin nadie nos persigue o nos margina por ello, ni trata de curarnos. Hablar de una cura de algo que es pura diversidad humana sin ningún daño para nadie es justo lo que pretendía el doctor Josef Mengele al inyectar tintes azules en los ojos oscuros de los niños judíos. Lo único que necesitan las personas LGBT es, como otras minorías en riesgo, el apoyo de la sociedad contra la ignorancia de los peores ignorantes, aquellos que no saben que lo son. Y que creen que los engañados son los otros.

(Nota: al colocar la imagen en este artículo he descubierto que, irónicamente, las dos últimas frases de la campaña del autobús son inobjetablemente ciertas. «Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo». En efecto, es así; claro está, con independencia de tu fenotipo sexual.)

¿Contrajo Bruce Dickinson (Iron Maiden) un cáncer por el sexo oral?

El pasado agosto Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, se vio obligado a forzar el aterrizaje de su precioso triplano Fokker Dr.I (el mismo modelo en el que volaba el Barón Rojo) en una base de la Fuerza Aérea británica cuando se quedó sin combustible. El 4 de este mes, la banda ha lanzado The Book of Souls, su decimosexto álbum de estudio, después de una pausa de cinco años. Próximamente la web oficial del grupo anunciará las fechas de una grandiosa gira que en 2016 recorrerá el mundo a bordo del nuevo Ed Force One, un Boeing Jumbo 747 que Dickinson aún está aprendiendo a pilotar. Y hablando de todo un poco para los medios con ocasión del nuevo disco, Dickinson ha dicho que en 1988 se contuvo para no aporrear a Axl Rose (Guns N’ Roses) por burlarse del público canadiense francoparlante, y que aún se arrepiente de no haberlo hecho (y yo de que no lo hiciera).

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Pero el motivo por el que vengo a contar todo esto no es solo un maidenismo confeso que difícilmente tendría cabida de por sí en este blog. Además de todo lo anterior, Dickinson ha revelado que este año ha recibido tratamiento por un cáncer de lengua. Y que la causa de su enfermedad ha sido aquello que Anaïs Nin llamaba «canibalismo sensual», y que Verlaine describía más o menos así: «Deja que mi cabeza vague y se pierda en la aventura en busca de la sombra y el olor, en una misión encantadora hacia los sabores de tu gloria secreta».

O sea: sexo oral.

Pero ¿tiene sentido la sospecha de Dickinson?

La mala noticia es que sí. El potencial culpable es el Virus del Papiloma Humano (VPH). Con sus más de 150 variantes, el VPH se transmite por vía sexual, en ambos sexos y a través de cualquiera de los órganos que participen en la fiesta, en cualquiera de las combinaciones que a uno se le puedan ocurrir (incluyendo la más inocente: boca a boca).

En la mayor parte de los casos, probablemente el VPH no induce ningún síntoma; de hecho, el Centro para el Control de Enfermedades de EE. UU. estima que «la mayoría de hombres y mujeres sexualmente activos contraerán al menos un tipo de VPH en algún momento de sus vidas». De quienes sí desarrollan síntomas, los más leves se limitarán a verrugas genitales. Pero en algunos casos, y sin que se sepa exactamente por qué, el VPH puede provocar cáncer. El más divulgado, y el que ha impulsado las campañas de vacunación, es el de cuello de útero. Pero el VPH también puede causar cánceres en vulva, vagina, pene, ano, garganta, lengua y amígdalas.

Hace un par de años, el actor Michael Douglas declaró que su cáncer de garganta se debía también al sexo oral. Según el CDC, el VPH causa unos 1.700 cánceres de garganta en mujeres y unos 6.700 en hombres cada año, solo en EE. UU. En 2011 un estudio calculó que entre 1988 y 2004 el número de cánceres de garganta positivos para el VPH había aumentado un 225% en aquel país. La Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia estima que el VPH está adelantando al tabaco como causa mayoritaria de cánceres orales en la población menor de 50 años.

El problema es «bastante serio», en palabras de Dickinson. Lo cual resulta curiosamente parco para el cantante de un grupo que suele recrearse en una épica grandilocuente, y que además está sufriendo las peores consecuencias de este maldito virus.

¿Qué hacer? El primer frente de combate es la vacunación, pero solo sirve para adolescentes de ambos sexos antes de que inicien su actividad sexual. Para el resto de nosotros ya es demasiado tarde. En este caso se aplica la clásica precaución de utilizar preservativos, pero ¿qué hay del sexo oral? La Facultad de Medicina de Harvard recomienda usar algo llamado dique dental, consistente en una pieza cuadrada de látex que se emplea en cirugía dental, y que en el caso del sexo oral evita el contacto directo de la boca con los genitales.

Eso sí: adiós a los sabores de la gloria secreta de los que hablaba Verlaine.

Tonterías que se dicen: todos los embriones humanos empiezan siendo femeninos

En 1866, un científico alemán llamado Ernst Haeckel formuló una teoría llamada Ley de la Recapitulación, que aún hoy se estudia en los cursos de biología de instituto y universidad. Haeckel había emprendido estudios comparativos de embriones cuando descubrió con entusiasmo que Charles Darwin se apoyaba en la embriología para explicar la evolución de las especies. El alemán había observado que los embriones humanos tempranos mostraban estructuras similares a las que aparecen en otras especies en la edad adulta, como hendiduras que recuerdan a las branquias y que se asemejan a los faringotremas, órganos de filtración de unos animales marinos llamados tunicados.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Un feto humano. Imagen de Ivon19 / Wikipedia.

Así, Haeckel llegó a la conclusión de que, durante las primeras etapas de su desarrollo embrionario, los organismos «recapitulaban» sus pasos evolutivos; es decir, que por ejemplo los embriones humanos y de los reptiles iban recordando en su desarrollo la evolución desde las especies más primitivas a los peces, de ellos a los anfibios y luego a los reptiles. Estos se detenían ahí, mientras que los humanos continuaban progresando a mamíferos, monos y finalmente a lo que somos. Haeckel condensó su teoría en una frase brillante, casi un genial eslogan publicitario con enorme gancho: «la ontogenia recapitula la filogenia», siendo la ontogenia el desarrollo de un individuo y la filogenia su origen evolutivo.

Por desgracia para Haeckel, y aunque su teoría tiene algo de cierto, en general ha sido ampliamente desacreditada. Sin contar la utilización política de sus ideas por el nazismo, la parte cierta es que los embriones se parecen en sus primeras fases; en algunos casos la similitud es solo aparente (estructuras parecidas de orígenes distintos que dan lugar a órganos diferentes), pero incluso cuando hay semejanzas embriológicas reales, un embrión nunca es una versión de un organismo adulto de otra especie. Los embriones humanos son siempre humanos; nunca son reptiles ni monos, aunque en una etapa concreta tengan cola.

Cuento todo esto porque, después de la lección que nos dio el caso de Haeckel, me deja perplejo una afirmación que he visto repetida una y otra vez en infinidad de medios, y que parece haber calado en la calle: que todos los embriones humanos comienzan siendo femeninos por defecto, y que solo se convierten en machos cuando entra en acción el cromosoma Y; y que, de no ocurrir esto último, los embriones continuarían su desarrollo como hembras normales.

No tengo la menor idea de cuál es la fuente original de esta tontería. Tampoco puedo esclarecer las razones por las que ha triunfado en la calle, aunque tengo mi sospecha: afirmar que todos los embriones humanos son mujeres por defecto, y que algunos derivan hacia hombres solo debido a una interferencia genética posterior, suena a eso que algunos llaman buenrollismo. Nunca dejen que la realidad les estropee una buena leyenda, sobre todo si es ideológicamente empowering.

Pero a ver, y con todos mis respetos: no. Ni los embriones humanos son nunca reptiles, ni todos los embriones humanos son al principio hembras. En primer lugar, hay que recordar que la determinación del sexo en los humanos –hablo desde el punto de vista estrictamente biológico: sexo, no género– es cien por cien genética. En ciertas especies, como en algunos peces, caimanes o tortugas, las condiciones ambientales como la temperatura de incubación influyen a la hora de determinar el sexo de los individuos. Otros animales, como algunos peces –incluyendo a Nemo– y moluscos, practican el hermafroditismo secuencial, pudiendo cambiar de sexo a lo largo de sus vidas. En esto se basó Michael Crichton para explicar el origen de los dinosaurios machos en su Parque Jurásico. Y aún hay otros sistemas más extraños para determinar el sexo de los individuos. Pero no en el Homo sapiens: un embrión humano es macho (XY) o hembra (XX) desde el mismo momento de la concepción. Punto.

Algunas fuentes que mencionan el falso mito hablan de que primero entra en acción el cromosoma femenino X, y solo luego, si acaso, se activa el masculino Y. Es necesario explicar que en la especie humana no existe un «cromosoma femenino». Las hembras no son tales porque tengan más X, sino porque carecen del cromosoma masculino Y. De hecho, ambos sexos tienen la misma cantidad de X activo: en las células de las mujeres se produce un mecanismo llamado compensación de dosis, mediante el cual se inactiva uno de los dos cromosomas X para que no haya un exceso de producción por parte de sus genes. Es decir, que hombres y mujeres tienen la misma cantidad de genes expresados del cromosoma X (en realidad hay genes del X inactivo que continúan funcionando, muchos de ellos también presentes en el Y). El X que se inactiva en las células femeninas, y que puede ser aleatoriamente de origen paterno o materno, es visible al microscopio como una región densa en el núcleo llamada corpúsculo de Barr, un clásico de las prácticas de biología en institutos y universidades.

De lo anterior queda claro que el cromosoma X no es una especie de baluarte de los genes femeninos. La biología humana es más compleja. Ambos sexos necesitan el X, pero muchos de los caracteres que marcan el dimorfismo sexual en los humanos, aquellos que biológicamente nos diferencian, no residen en los cromosomas sexuales sino en alguno de los otros 22 pares, los llamados autosomas, que se heredan igual del padre y de la madre tanto en embriones masculinos como femeninos. Y por favor, basta de proferir barbaridades como «el gen de la testosterona». Los genes solo producen proteínas, y ni la testosterona ni otras hormonas sexuales lo son: la testosterona no tiene gen; la fabrica la maquinaria celular a partir del colesterol.

Pero volvamos al embrión, y rescatemos lo poco que hay de cierto en el mito: hasta aproximadamente las siete semanas de gestación, cuando se activa un gen del cromosoma Y llamado SRY, no comienza el desarrollo de los genitales masculinos. Ni de los femeninos: durante este período, los embriones tampoco son fenotípicamente hembras; si acaso, podríamos decir que son potencialmente hermafroditas. Antes de la activación del SRY, todo embrión posee dos estructuras diferentes llamadas conductos mesonéfricos y paramesonéfricos. Los primeros darán lugar a los genitales internos masculinos, y los segundos a los femeninos. En función de que aparezca SRY o no, unos progresarán, mientras que los otros se reabsorberán hasta desaparecer. Pero ambos están presentes en todos los embriones; no hay un “proyecto femenino” que se trunque a causa del cromosoma Y.

Ahora, la gran pregunta es: ¿qué sucede en el embrión si no entra en acción el cromosoma Y? Hay un único caso en el que el resultado será una niña sana, y es cuando el embrión tiene la dotación cromosómica normal de una hembra (XX); es decir, carece de Y. En otras situaciones, lo habitual es que el embrión muera. La propia naturaleza nos ha dado el resultado del experimento: los embriones 45,X, aquellos que accidentalmente poseen un solo cromosoma X y carecen del Y, mueren en un porcentaje estimado del 99%; de hecho, se cree que hasta un 15% de todos los abortos espontáneos tienen una dotación cromosómica 45,X. Uno de cada cien sobrevive y llega a término, pero no indemne: estos casos se conocen como síndrome de Turner. Fenotípicamente son mujeres, pero generalmente carecen de un aparato reproductor funcional y no adquieren los caracteres sexuales típicos de la pubertad, como el desarrollo de los pechos; además de sufrir otras anomalías que en su mayor parte no amenazan su vida, pero sí la complican.

Merece la pena añadir un último comentario: la presencia de pezones en los hombres se esgrime a veces como argumento para sostener que los embriones son femeninos por defecto. Es un error tan fundamental como postular lo contrario aduciendo que el clítoris, también sin función biológica esencial conocida, es un pene truncado. El desarrollo de los pezones viene determinado sobre todo por una proteína llamada PTHrP que ejerce una función dual, deteniendo su progresión en los embriones masculinos y promoviéndola en los femeninos. Simplemente es un rasgo común que en los humanos, al contrario que en otras especies (ratones), se conserva en ambos sexos; probablemente porque no ha existido una presión evolutiva contraria en los machos, ya que no son perjudiciales.

Además, los pezones son un carácter sexual secundario que no está gobernado por los cromosomas sexuales: en humanos, el gen de la PTHrP está ubicado en el cromosoma 12. Resumiendo, y explicándolo con una frase simple a lo Haeckel: la mujer hace las tetas, no al contrario.

El Punto G, pseudociencia aplicada al sexo

A falta de un término mejor, llamamos pseudociencia a todo cuerpo de conocimiento que se presenta como demostrado sin ciencia real que avale tal demostración de forma consensuada. Y digo a falta de un término mejor, no porque este no esté aceptado por la RAE, sino porque no parece de justicia meter en el mismo saco el psicoanálisis –pseudociencia según Karl Popper– y cancamusas como la creencia en que nuestro carácter viene predestinado por el calendario –astrología–, o en que el agua conserva el hueco cuando se le quita lo que contenía –homeopatía–.

Las pseudociencias suelen tener en común que muchos se forran vendiéndolas a otros, y no solo a pequeña escala: como ejemplo desconocido por ciertos sectores que denostan a las farmacéuticas, el gigante de la homeopatía Boiron, con unas ventas de más de 609 millones de euros en 2014, puede permitirse el lujo de pagar 12 millones de dólares para acallar una demanda colectiva en EE. UU. sobre la ineficacia de sus productos, en lugar de ir a juicio y tratar de demostrar que los demandantes se equivocan. Normalmente, además, las pseudociencias ofrecen una elevadísima ratio de rentabilidad de negocio frente a la inversión en adquirir los conocimientos necesarios para practicarlas o impartirlas: podemos convertirnos en terapeutas de Reiki con un cursillo de seis meses, y en solo 120 horas seremos consultores de Feng Shui. Y a hacer caja vendiendo pamplinas.

índiceCuando pensamos en pseudociencias, no es el sexo lo que suele venirnos a la mente. Y sin embargo, si nos atenemos a los criterios anteriores, también este campo puede estar invadido. Un claro ejemplo es el famoso Punto G; para muchos es una gallina de los huevos de oro, empezando por su descubridora, la enfermera Beverly Whipple: en lugar de demostrar su teoría en la literatura científica (nota: los estudios publicados por Whipple no demuestran la existencia de tal punto, sino que más bien la dan por hecha), la autora prefirió publicar un libro que ha vendido más de un millón de ejemplares y se ha traducido a 19 idiomas. Por no hablar de las revistas que venden ejemplares a mansalva instruyendo a las lectoras y a sus parejas sobre cómo bucear hasta esta presunta zona erógena.

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¿Y por qué las mujeres fingen orgasmos?

Sally (la dulce Meg Ryan) escenificaba un orgasmo ante toda la concurrencia del famoso Katz’s Delicatessen de Nueva York para demostrarle a Harry (el pelmazo de Billy Crystal) que los hombres no somos capaces de distinguir lo real de lo simulado. Y probablemente sea cierto en muchos casos, siempre que la interpretación sea tan… ¿verídica o sobreactuada? ¿Con qué nos quedamos? (Y por cierto, la secuencia concluye con una de las frases más célebres de la historia del cine, cuando la actriz Estelle Reiner, madre del director Rob Reiner, le pide al camarero: «I’ll have what she’s having«, o «tomaré lo mismo que ella»).

Lo cierto es que la tesis de Sally quedaría simplemente demostrada por el hecho de que el orgasmo femenino fingido ha existido, existe y seguirá existiendo, prueba suficiente de que suele pasar ante la parte contraria como real. Y tal vez una ligera dosis de histrionismo teatral ayude a la hora de dejar a la pareja completamente convencida de que el espectáculo es auténtico, el objetivo perseguido para… ¿Para…? ¿Para qué? En el fondo, ¿cuál es la motivación de las mujeres que fingen orgasmos?

Imagen de MahPadilha / Flickr / CC.

Imagen de MahPadilha / Flickr / CC.

Ignoro si alguien se ha preocupado de rastrear los orígenes históricos del orgasmo simulado, pero hay quienes culpan de buena parte de ello a Sigmund Freud. El padre del psicoanálisis, según otras versiones el seudocientífico más influyente de la historia, defendía la teoría de que el orgasmo basado en el clítoris era infantil e inmaduro. A las mujeres de verdad, creía Freud, los orgasmos les entraban por la vagina, valga la imagen. La extensión de las ideas de Freud y, lo que es peor, el hecho de que gran parte de la comunidad científica las tomara en serio, pudieron causar un inmenso sentimiento de frustración en la mayoría de mujeres que no lograban alcanzar el orgasmo a través de la vía prescrita por el médico austríaco.

Tampoco es desdeñable la contribución del cine comercial. Durante décadas, y quizá debido a la colisión del puritanismo oficial de la sociedad estadounidense con la necesidad de abrir los guiones de Hollywood a un sexo ligeramente más explícito, las películas han adoptado lo que parece una convención de lenguaje: mejor él encima de ella, con las manitas donde se pueda verlas, cara a cara, y unos cuantos movimientos de cadera que en un santiamén llevan a la chica al clímax. Todo lo que se salga de esta norma se considera una película más o menos guarra, con doble R de Restricted, y por lo tanto queda limitada en su audiencia potencial. Incluso la actriz británica Ruth Wilson se quejaba recientemente de los frecuentes requerimientos de los directores para que ponga «cara de orgasmo», una expresión facial tan estandarizada como poco ajustada a la realidad.

No es difícil imaginar que este aberrante retrato del sexo, tan alejado de lo que realmente ocurre en los dormitorios, haya llevado a muchas mujeres a creerse frígidas por no ser capaces de llegar al orgasmo con diez o doce embestidas de pelvis de su pareja. Y que, como consecuencia, hayan abrazado el dramático arte de la simulación.

Pero todas estas especulaciones carecen de mucho sentido cuando sí hay alguien que se ha preocupado de estudiar por qué las mujeres fingen los orgasmos. Y en este caso, al contrario de lo que destacaba en mi anterior artículo, se trata de una mujer: Lisa Welling, investigadora y profesora del Departamento de Psicología de la Universidad de Oakland (EE. UU.). El laboratorio que Welling dirige centra sus investigaciones en el enfoque evolutivo del sexo, estudiando aspectos como la influencia de las hormonas en el comportamiento sexual, el origen de las preferencias físicas y el funcionamiento de conductas tales como la atracción, la elección de pareja, la infidelidad o los celos.

Welling y sus colaboradores se han adentrado en el orgasmo fingido a partir de los datos reunidos por otros autores que reflejan la extensa implantación de esta práctica. Según escriben los investigadores en su estudio, publicado este mes en la web de la revista Evolutionary Psychology, «el orgasmo femenino ocurre con menos frecuencia durante la penetración, más durante el sexo oral, y más aún durante la masturbación», mientras que curiosamente su demostración externa sigue justo el patrón opuesto, lo que para los científicos «sugiere que las mujeres podrían embellecer o simular las exhibiciones del orgasmo». En concreto, las encuestas revelan que al menos el 50% de las mujeres ha fingido el orgasmo como mínimo una vez, y que el 13% de todos los orgasmos femeninos son falsos.

Para estudiar por qué se produce esta conducta, los investigadores han contado con más de 300 mujeres voluntarias y con un grupo de expertos en la elaboración de un inventario de razones para fingir el orgasmo. El resultado, una vez depurado, es una lista de 63 razones que incluyen desde las más esperables, como «no quiero decepcionar a mi pareja», «no quiero que mi pareja sepa que no me satisface», «es lo que se supone que tiene que ocurrir» o «tengo otras cosas que hacer y quiero que mi pareja llegue al orgasmo lo antes posible», hasta las más extravagantes, como «disfruto haciéndole creer a mi pareja que estoy teniendo un orgasmo», «quiero que mi pareja pueda presumir delante de sus amigos», «estoy demasiado borracha para tener un orgasmo real», «quiero conseguir algo a cambio», «los orgasmos reales no son suficientemente impresionantes para mi pareja» o incluso «mi pareja me dijo que fingiera».

Con todos estos resultados, los autores han ordenado las razones en clases diferentes. «Descubrimos que las razones que daban las participantes caen en tres categorías principales: mejorar la experiencia de la pareja, engaño y manipulación, y ocultar desinterés sexual», resume Welling a Ciencias Mixtas. Y de estas categorías, ¿cuál es la ganadora? «Las razones mayoritarias correspondían a la categoría de mejorar la experiencia de la pareja, seguida de la de engaño y manipulación», prosigue Welling. Las frecuencias respectivas (para los estadísticos ahí fuera, la lambda de Poisson) fueron de 26,2, 16,4 y 12,1. Conclusión: la mayoría de las veces que las mujeres fingen el orgasmo lo hacen por motivos altruistas, o simplemente por vergüenza.

Pero el hecho de que muchas mujeres sientan el impulso de simular el orgasmo para satisfacer las expectativas de su pareja no solo tiene una implicación sociológica, sino también evolutiva: «Investigaciones recientes sugieren que la simulación del orgasmo puede ser una estrategia de retención de la pareja», apunta Welling. Y si es así, es posible que este fenómeno se remonte a mucho antes de Freud o de cualquier estereotipo cultural, hasta tiempos inmemoriales de nuestra especie. «La investigación sugiere que algunos factores motivacionales, como la retención de la pareja y el engaño, ciertamente tienen una base evolutiva», confirma.

Para la psicóloga, el origen del orgasmo simulado se encuentra probablemente en una combinación de factores evolutivos y culturales, siendo estos últimos los que pueden determinar su incidencia; a nadie se le escapa que la sexualidad femenina no tiene la misma consideración en todas las culturas. Y en algunas, sencillamente no existe. «Es probable que las actitudes culturales hacia la importancia de la experiencia sexual femenina y la educación sexual influyan en la probabilidad de que una mujer experimente el orgasmo o lo finja», concluye Welling.

¿Por qué las mujeres tienen orgasmos?

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Parecerá una pregunta ridícula a quien no sepa nada de biología; pero lo que se diría evidente desde el punto de vista social es todo un enigma para la ciencia. Si el propósito original para el que se inventó el sexo es la reproducción, ¿por qué la evolución, que no entiende de igualdades, ha dotado a las mujeres de un mecanismo innecesario para ese fin? Algunos expertos interpretan que el orgasmo femenino es un residuo evolutivo del masculino, como los pezones masculinos son un reflejo inútil de los femeninos. Pero otros investigadores, en cambio, sugieren que el orgasmo en las mujeres tiene sus propias funciones diferenciadas.

En realidad, ambas teorías no tendrían por qué ser mutuamente incompatibles, ya que un resto de la evolución podría conservarse si ofrece otras ventajas adicionales a su fin primario. Por ejemplo, pensemos en las muelas del juicio: ¿qué sentido tiene que hayamos conservado unas piezas dentales que nuestros antepasados acomodaban en mandíbulas más grandes, pero que en las nuestras tienen que abrirse paso a puñetazos? Una posibilidad es que, en los tiempos en que no existía la higiene dental y una persona podía perder gran parte de su dentadura a edades tempranas, las muelas del juicio podrían aportar de repente nuevas herramientas de repuesto para masticar. Otro ejemplo podrían ser los halterios o balancines de las moscas y mosquitos, residuos evolutivos de las alas posteriores de otros insectos que en los dípteros no sirven para volar, pero que en cambio ayudan a estabilizar y controlar la trayectoria.

En el caso de las funciones propias del orgasmo femenino, las teorías son variadas; algunas se apoyan en razones psicológicas, como la posibilidad de que aumente la disposición de la mujer a mantener nuevas relaciones, o que contribuya a fortalecer el vínculo con su pareja. Una hipótesis interesante propone que el orgasmo femenino podría ayudar a retener el esperma mediante un efecto de succión gracias a las contracciones musculares. Quienes proponen esta explicación apuntan que así aumentarían las posibilidades de concepción con los individuos masculinos más fuertes y sanos del grupo –aquellos que más excitarían la libido de las mujeres–, pero también podría ayudar a reducir la probabilidad de embarazo en caso de sexo no consentido, en los tiempos en que las violaciones formaban parte rutinaria del rito de triunfo de una tribu sobre otra.

En todo caso, se trata solo de hipótesis más o menos razonables, pero es un hecho que el orgasmo masculino y el femenino tienen características diferentes. El orgasmo es un campo activo de investigación que a veces ha requerido métodos de estudio poco convencionales, como cuando la periodista de ciencia Kayt Sukel, trabajando para la revista New Scientist, se prestó a masturbarse en el poco acogedor escenario de un escáner de resonancia magnética funcional para que los científicos pudieran estudiar la tormenta eléctrica que se desataba durante el orgasmo en 30 regiones de su cerebro.

En cuanto a las diferencias entre marcianos y venusianas, todos conocemos algunas: ellas tienen más facilidad para los orgasmos múltiples, mientras que la mayoría de nosotros (salvo excepciones) pasamos por el llamado período refractario, de duración variable según cada cual, antes de poder repetir. Otra diferencia es la duración del orgasmo; en los hombres es de entre 3 y 10 segundos, mientras que las mujeres tienen más suerte, con una media de casi 20 segundos. Y algo seguramente desconocido para casi todos es que las respuestas cerebrales son similares en cuanto a la inactivación de las áreas relacionadas con el autocontrol y el raciocinio, pero con ciertas particularidades: en los hombres se apacigua la agresividad, mientras que las mujeres sufren una especie de apagón emocional acompañado de un encendido de ciertas regiones del cerebro relacionadas con el dolor y con la reacción de lucha o huida. Tal vez debido a todo esto, se suele asumir que el orgasmo es más intenso en las mujeres.

Pero pese a todo lo anterior, el orgasmo femenino aún tiene mucho de ese «continente oscuro» al que se refería Freud. ¿Existe o no el punto G? ¿Existe o no el orgasmo vaginal? ¿Existe o no la eyaculación femenina? En cuanto a lo primero, y aunque revistas como el Cosmopolitan hayan encontrado un filón en su búsqueda, los expertos se inclinan hacia la conclusión de que el famoso punto acuñado por el doctor Gräfenberg es solo un mito. Pero con matices: el endocrinólogo y sexólogo Emmanuele Jannini, de la Universidad Tor Vergata de Roma, ha definido algo llamado complejo clitouretrovaginal, un tótum revolútum que, «cuando se estimula adecuadamente durante la penetración, podría inducir respuestas orgásmicas», escribían Jannini y sus colaboradores el pasado agosto en la revista Nature Reviews Urology. El médico italiano ya fue pasto de los medios en 2008, cuando publicó un estudio en el que concluía que las mujeres capaces de tener orgasmos vaginales presentaban un engrosamiento de la pared anterior entre la vagina y la uretra.

La penúltima palabra sobre el oscuro continente la pronunciaron el pasado octubre los sexólogos Vincenzo y Giulia Puppo, curiosamente padre e hija, trabajando respectivamente en el Centro Italiano de Sexología de Bolonia y en el Departamento de Biología de la Universidad de Florencia. En una revisión publicada en la revista Clinical Anatomy, los Puppo pulverizaron el complejo clitouretrovaginal propuesto por Jannini, definiendo en su lugar un conjunto de órganos eréctiles en la mujer al que designan colectivamente con un nombre que tal vez habría encantado a Freud, pero seguramente no a las activistas de Femen: el pene femenino. «En todas las mujeres, el orgasmo es siempre posible si los órganos eréctiles femeninos, es decir, el pene femenino, son estimulados de forma eficaz durante la masturbación, el cunnilingus, la masturbación por la pareja, o durante la relación vaginal o anal si el clítoris es simplemente estimulado con un dedo», escribían los Puppo.

Padre e hija dedican su artículo a aclarar términos sobre la sexualidad femenina y desterrar lo que, según ellos, son inexactitudes o errores. No existe un orgasmo vaginal, dicen, sino simplemente un orgasmo femenino causado siempre por el conjunto de esos órganos que definen como el pene de la mujer. Tampoco tiene base científica hablar de eyaculación femenina, aseguran. Y sin embargo, otro estudio ha venido recientemente a quitarles la razón en esta afirmación. En enero de este año, un equipo de investigadores franceses dirigido por el ginecólogo Samuel Salama ha estudiado a siete mujeres que decían eyacular grandes cantidades de líquido durante el orgasmo. Mediante ecografías y análisis químicos de las muestras, los científicos han determinado que existen dos clases de eyaculados en la mujer.

Según publicaban en la revista The Journal of Sexual Medicine, lo que propiamente puede llamarse eyaculación femenina es un líquido lechoso que se expulsa en pequeña cantidad y que procede de las glándulas de Skene, un órgano que algunos expertos equiparan a la próstata de los hombres. Por el contrario, en los casos en que el líquido sale en cantidades como para llenar un vaso, lo que popularmente se conoce como squirting, se trata simplemente de orina: «El squirting es esencialmente la emisión involuntaria de orina durante la actividad sexual, aunque a menudo existe una contribución marginal de secreciones prostáticas en el fluido emitido», escribían los investigadores. Lo curioso del caso es que las mujeres habían vaciado su vejiga antes de la estimulación, pero en el momento anterior al orgasmo se había rellenado por completo. De hecho, el objetivo de Salama es estudiar si los riñones funcionan más deprisa durante la excitación sexual, lo que explicaría la visita al baño después del sexo.

Con todo esto, quizá alguien haya notado ya que son mayoritariamente hombres los investigadores que se dedican en cuerpo y alma a estudiar la sexualidad femenina. Y como decía aquel viejo chiste, un ginecólogo varón es como un mecánico de automóviles que nunca ha tenido un coche. Tal vez sea cierto. Pero también que al menos algunos hombres hacen el esfuerzo de tratar de entender cómo funcionan las mujeres. Y puede que todos y todas nos beneficiemos de ello.

Para ilustrar, he aquí un vídeo perteneciente al proyecto de videoarte Literatura Histérica del fotógrafo y director Clayton Cubitt, que desde el pasado 24 de enero se exhibe en la exposición Bibliothecaphilia del Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts (MASS MoCA).