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Priones, el ‘Cuarto Milenio’ de la biología

Cuando yo era estudiante de biología, los priones eran algo así como la última locura, un campo científico tan fascinante como incómodo. Fascinante, porque desafiaba los paradigmas establecidos en biología. Incómodo, porque nadie sabía realmente explicar cómo funcionaban los priones.

En biología existe algo llamado Dogma Central, consistente en que la información se transmite del ADN al ARN y de este a las proteínas. El dogma debió modificarse ligeramente cuando se descubrió que ciertos virus, como el VIH que causa el sida, transmiten su información de ARN a ADN. Pero esto era solo un retoque menor que no derribaba el dogma. Ahora bien, en el caso de los priones la cosa cambia; ¿una proteína capaz de transmitir cierta información a otras proteínas sin intervención de ningún material genético?

Según el diccionario, infectar consiste en invadir un ser vivo y multiplicarse en él. La diferencia entre una infección y un envenenamiento es que, en el primer caso, el agente invasor puede reproducirse, crear otros muchos como él, de modo que a partir de un pequeño inóculo inicial puede obtenerse una población extensa. Entre estos agentes se encuentran las bacterias y los virus. En cambio, cuando lo que invade nuestro organismo es una toxina, esta puede atacar nuestros sistemas funcionales, pero el potencial de acción de este agente se limita a la cantidad inoculada. Si nos muerde una serpiente, su veneno puede matarnos, pero no puede reproducirse para generar más veneno. Una toxina es generalmente una proteína, un robot molecular encargado de desempeñar una función concreta. Y un robot no puede copiarse a sí mismo por sí mismo.

¿O sí?

Una oveja afectada de 'scrapie'. Imagen de Wikipedia.

Una oveja afectada de ‘scrapie’. Imagen de Wikipedia.

A mediados del siglo pasado, algunos científicos investigaban una extraña enfermedad neurodegenerativa mortal para las ovejas y cabras que en inglés se denomina scrapie, en referencia al comportamiento de los animales afectados, que se rascan compulsivamente contra paredes o árboles hasta provocarse heridas (de scrape off, raspar). En español se conoce como tembladera, en referencia a otro de los signos clínicos.

El scrapie aparece en los textos científicos al menos desde 1732, pero históricamente existía una controversia sobre si se trataba o no de una enfermedad infecciosa: se sabía que podía transmitirse, pero no parecía responder al modelo típico de una enfermedad vírica. Aún en 1958, los científicos estaban tan desconcertados sobre el origen de esta dolencia que en una reunión de la Asociación Veterinaria Británica se la calificó como «extraordinaria». Por entonces se creía que la enfermedad podía ser hereditaria, ligada a un trastorno metabólico relacionado con la función endocrina, e influida por factores ambientales, según publicaba la revista New Scientist.

En 1962 el veterinario Herbert Butler (James) Parry, del Instituto Nuffield de la Universidad de Oxford, publicó que el scrapie era un mal hereditario y transmisible causado por un provirus, un fragmento de ADN móvil integrado en el genoma pero capaz de pasar de una célula a otra. La idea de Parry consistía en que el scrapie podía transmitirse, pero solo podía desarrollarse si se heredaba por vía genética.

Aunque Parry no llegó a atinar con el agente de la enfermedad, fue el primero en sugerir con acierto que se trataba de un mal infeccioso provocado por algo endógeno diferente a un virus. En esta definición se acercó bastante a la realidad. Tres años después Iain H. Pattison, del Instituto ARC de Investigación en Enfermedades Animales en Berkshire (Reino Unido), escribió que si el causante de la enfermedad era un virus, debía ser «de un tipo todavía no reconocido».

En 1967, Pattison y Katherine M. Jones lograron purificar el agente del scrapie, sugiriendo que se trataba de una proteína. Poco después, el químico teórico John Stanley Griffith, por entonces en el Bedford College de Londres, recogió las observaciones de Pattison y Jones y las del grupo de la radiobióloga Tikvah Alper, del Hospital Hammersmith de Londres, para proponer una hipótesis enormemente audaz: que la causa del scrapie era una proteína infecciosa sin ADN ni ARN. Griffith discutía tres mecanismos mediante los cuales una proteína podía, en cierto modo, autorreplicarse, transmitiendo una conformación concreta a otras; es decir, infectar.

La teoría de Griffith era casi una herejía para la naciente biología molecular, pero se daba la circunstancia de que su autor era precisamente uno de quienes estaban alumbrando esta nueva ciencia: en la década de 1950 colaboró con Watson y Crick, a petición de este último, para calcular las fuerzas de interacción entre las bases del ADN, un aspecto esencial para comprender la estructura de la molécula de la vida. Mientras que Crick pensaba en interacciones entre bases iguales, los cálculos de Griffith revelaban que las uniones más probables eran adenina-timina y guanina-citosina. La visión de Griffith sobre la complementariedad de bases sería fundamental para entender la estructura y la replicación del ADN.

Tejido de cerebro de una vaca afectada por el mal de las vacas locas. Se observan los huecos que le dan el aspecto de esponja. El color rojizo corresponde a la presencia del prión. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

Tejido de cerebro de una vaca afectada por el mal de las vacas locas. Se observan los huecos que le dan el aspecto de esponja. El color rojizo corresponde a la presencia del prión. Imagen de CSIRO / Wikipedia.

En 1982, Stanley Prusiner consiguió aislar e identificar la proteína causante del scrapie, a la que llamó «partícula proteinácea infecciosa», o prión. El descubrimiento de Prusiner, que le valió el premio Nobel en 1997, corroboraba la hipótesis de Griffith: los priones, proteínas que adoptan una configuración patológica transmisible a otras proteínas similares, se identificaron como la causa de varias encefalopatías espongiformes transmisibles en mamíferos. Además del scrapie, estas dolencias incluyen una enfermedad que surgió en Reino Unido en 1986, y que diez años después se convirtió en protagonista de la actualidad al propagar una intensa psicosis alimentaria: la encefalopatía espongiforme bovina, o mal de las vacas locas. En este caso, el consumo de tejidos contaminados provoca en los humanos una variante de una dolencia ya conocida, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob.

Aún hoy, casi medio siglo después de que Griffith formulara su hipótesis de la proteína infecciosa, transcurridos 33 años desde que Prusiner reconoció el agente causante y lo bautizó, es mucho lo que no se sabe sobre los priones. Lo conocido es que provocan enfermedades neurodegenerativas, y que lo hacen siguiendo un modelo de infección de película de género: del mismo modo que los zombis transforman a los humanos en zombis, o los vampiros en vampiros, una proteína maligna convierte a sus semejantes en lo mismo que ella. Sabemos que las proteínas zombificadas se comportan de manera anómala y dañina, formando grumos nocivos y destruyendo el tejido nervioso.

Y entre lo que no conocemos, sobre todo, está la manera de detener esta reacción en cadena. Actualmente las encefalopatías causadas por priones son todavía irreversibles, incurables y mortales.

Y lo que es peor, quizá los priones puedan además conducir la transmisión de enfermedades que hasta ahora creíamos no transmisibles. Mañana lo contaré.