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La ciencia: no es la enfermedad mental, son las armas

El director de la revista Science, una de las dos publicaciones científicas más importantes del mundo y que representa a la American Association for the Advancement of Science (AAAS), la mayor sociedad científica general del planeta, ha publicado un editorial contundente como respuesta a la masacre perpetrada en la escuela primaria de Uvalde, en Texas.

«Sabemos cuál es el problema», titula su artículo Holden Thorp; a la tragedia que todos conocemos se han sumado en los últimos diez días otros dos episodios que aquí han pasado casi inadvertidos, uno en una iglesia taiwanesa de California y otro en un comercio de un barrio negro de Nueva York. Y el problema al que se refiere Thorp no es otro que la libre tenencia de armas en EEUU.

Esto podrá parecer obvio a algunos, ya que los enfoques en nuestro país han estado, en general, equilibradamente centrados en este aspecto. En general, pero no en su totalidad. También aquí hay quienes han comprado el discurso de los sectores más recalcitrantemente conservadores y favorables a las armas en EEUU, que pretende desviar la atención hacia otro problema, el de la salud mental. Y basándose en este discurso, algunos grupos han defendido facilitar el acceso a las armas en España.

Rifles de asalto en una armería en EEUU. Imagen de Michael McConville / Wikipedia.

«Aunque los opositores a un control sensato de las armas —como prevalece en la mayor parte del mundo civilizado— continúan poniendo el foco en las motivaciones de los tiradores o en estados mentales inestable, estas son distracciones cínicas de la única verdad obvia: el hilo conductor en todos los repugnantes tiroteos de masas del país es el acceso absurdamente fácil a las armas», escribe Thorp. El director de Science no duda de que la salud mental sea un elemento involucrado en algunos de estos ataques, pero subraya que centrarse en un factor secundario cuando existe un problema principal es desviar la atención:

«Las tasas de enfermedad mental en EEUU son similares a las de otros países donde los tiroteos de masas raramente ocurren. Es en el acceso a las armas donde está el problema. Alan Leshner, un experto en investigación y políticas sobre salud mental (también antiguo CEO de la AAAS, editora de Science) escribió sobre la falacia de culpar a la enfermedad mental de la violencia armada, a raíz de otro trágico tiroteo en 2019. Entre los argumentos de Leshner se encuentra el dato de que menos de un tercio de las personas que cometen tiroteos de masas tienen una enfermedad mental diagnosticable».

Thorp cita también un análisis de 2017 según el cual las restricciones han demostrado su utilidad: el aumento de las condenas, la prohibición de poseer armas a las personas con antecedentes de violencia doméstica y evitar que se porten armas escondidas han conseguido reducir la violencia armada. «La ciencia es clara: las restricciones funcionan, y es probable que el aumento de las limitaciones salvara miles de vidas», afirma.

Con respecto a la segunda enmienda a la Constitución de EEUU, que consagró el derecho a poseer armas, Thorp alega que «muchas cosas han cambiado desde 1789», y que desde entonces las leyes se han adaptado para suprimir preceptos inaceptables, como la esclavitud, la prohibición del sufragio femenino u otras agresiones a los derechos civiles.

Por último, Thorp no evita mencionar a los principales responsables de la continuidad de esta política anacrónica, y lo hace con duras palabras: estas «matanzas sin sentido», dice, son «cortesía de la Asociación Nacional del Rifle y sus bien financiados lacayos políticos». «La Asociación Nacional del Rifle y sus secuaces deben ser derrotados. Depende de nosotros, porque las víctimas de la violencia armada, trágicamente, no están aquí para protestar por ellas mismas».

Cuando Thorp dice «nosotros», no se refiere a la sociedad en general. La sociedad en general no lee Science. Quienes leen Science son los científicos y otros círculos relacionados con la ciencia, y es a ellos a quienes va dirigido este mensaje. «Los científicos no deben sentarse en la banda y mirar cómo otros pelean por esto», escribe, invitando a los profesionales de la ciencia no solo a movilizarse activamente, sino también a combatir con el arma que mejor dominan, la propia ciencia: investigar para seguir mostrando al mundo y a los legisladores lo que ya muchos estudios previos han revelado, que no es una cuestión de enfermedad mental, sino de armas: «La ciencia puede mostrar que las restricciones a las armas hacen más seguras a las sociedades. La ciencia puede mostrar que la enfermedad mental no es un factor determinante en los tiroteos de masas».

Quizá el editorial de Thorp pueda resultar a algunos muy similar a lo que ha escrito cualquier opinador o comentarista. Pero hay una diferencia esencial, y es que Thorp no es cualquier opinador o comentarista. Y no es cuestión de que sea más inteligente, lúcido o sabio que otros. Precisamente he dedicado aquí algunos artículos (por ejemplo) a contar que la ciencia, a diferencia de casi todo lo demás y a diferencia de lo que creen quienes ignoran qué es la ciencia, no se basa en la voz del experto; no se basa en lo que dice un líder, un gurú o un papa. Lo que diga un individuo concreto no tiene demasiada importancia; lo que importa es la conclusión a la que llega la comunidad científica a través de la acumulación de evidencias nacidas de estudios independientes.

Por lo tanto, lo relevante del caso no es que esto lo diga alguien llamado Holden Thorp, sino que lo dice el director de Science; un cargo que conlleva el privilegio y el deber de saber cuál es el mensaje que transmite el conocimiento actual de la comunidad científica sobre el asunto que se trata en un editorial de la revista. Es la ciencia la que concluye que no es la enfermedad mental, sino las armas. Thorp es solo el portavoz de este conocimiento.

Tal vez haya a quien le llame la atención que los científicos se manifiesten públicamente sobre asuntos con implicaciones políticas. Es fácil comprobar que muchas personas aún tienen en la cabeza esa imagen equivocada del tópico del sabio distraído, una persona enfrascada en sus experimentos y ajena al mundo de los mortales. Esto, si existió alguna vez, hace ya mucho tiempo que dejó de existir. Como también he contado aquí con mayor detalle, la ciencia está inevitablemente ligada a la política, y en tiempos de cambio climático, pandemias y populismos negacionistas de la ciencia, incluso muchas de las principales revistas científicas y médicas han urgido a sus lectores a involucrarse para impedir que las políticas ignoren o contravengan el conocimiento científico (≡ lo que realmente sabemos de cómo funciona la realidad). Con las masacres a tiros, como con tantas otras cosas, hay quienes pretenden imponer ideologías perfectamente opinables. Y contra ideología, ciencia.

¿Las líneas de la mano de Pedro Sánchez? ¿En serio?

A veces se diría que los medios se esfuerzan en parodiarse a sí mismos. O a ver si no cómo se explica que uno de los diarios nacionales de mayor tirada publique un reportaje sobre las líneas de la mano del actual presidente del gobierno y candidato del PSOE en las próximas elecciones: aunque el chivatazo vía Twitter me lo dio una buena amiga periodista cien por cien fiable, dado que la –por llamarla algo– información procedía de otra fuente, tuve que comprobarla por mí mismo para asegurarme de que no se trataba de un fake o un meme.

Pedro Sánchez en el Parlamento Europeo, en enero de 2019. Imagen CC-BY-4.0: © European Union 2019 – Source: EP.

Pedro Sánchez en el Parlamento Europeo, en enero de 2019. Imagen CC-BY-4.0: © European Union 2019 – Source: EP.

¿Se ha borrado definitivamente la línea que separa la información del espectáculo? ¿Hasta dónde vale el atropello de eso que solían llamar periodismo con tal de conseguir unos clics? Que, sin duda, el reportaje ha logrado, incluyendo mi propio clic; aunque, si me disculpan, no voy a facilitarles el suyo aquí con un enlace.

Dicha pieza podría entenderse dentro de la oleada de pseudociencias que nos invade, de no ser porque, como ya advertí aquí, debemos ser cuidadosos de otorgar el calificativo de pseudociencias solo a las que realmente lo merecen; concedérselo a la adivinación por las líneas de la mano es hacerle un enorme favor a algo que se sitúa en el escalón más bajo de la superchería y la charlatanería.

Esto último no lo digo yo solo; como retal de muestra, les entresaco aquí algunos párrafos de un artículo editorial aparecido en la revista Science a propósito de la publicación de un libro sobre la adivinación por las rayas de la mano.

Aunque en apariencia está escrito curiosamente con algo parecido a una intención honesta, este libro es un absurdo montón de disparates; deducciones completamente irrelevantes a partir de conjeturas monstruosas, artificios de imposible recuerdo entremezclados con una masa de mera jerga, calculada para sonar como ciencia a los profanos. El conjunto resulta tan farragoso como para enviar a su autor al manicomio […]

El arte de la adivinación por la palma de la mano es una de las más viejas y extendidas supersticiones, y la de más larga supervivencia.

La astrología, por la extensión de sus proclamas y la dignidad de su pretendido objeto de estudio, la acción de las estrellas, siempre ha ostentado el primer puesto en la jerarquía de los camelos. A continuación le siguen la interpretación de los sueños, la adivinación por signos, la quiromancia, y por último una variedad de medios de adivinación menos definidos, el vuelo de los pájaros, el aspecto de sus entrañas, etc.

Todos ellos descansan en la idea de la similitud en la naturaleza que precede a la comprensión de la causa y el efecto. El ser humano está siempre dispuesto a encontrar en las inexploradas nubes de la naturaleza un gran parecido con una ballena, o una joroba como un camello, al alcance de cualquiera que se atribuya un discernimiento superior y prometa descorrer el velo del futuro.

Libros como este marcan los restos del viejo impulso de búsqueda de la verdad, el cual en su primera forma activa nos dio la superstición, pero que finalmente, unido a un espíritu crítico, nos dio el verdadero conocimiento.

La adivinación tiene en la mente común un lugar más alto de lo que muchas personas bien formadas estarían dispuestas a admitir: incluso en nuestras comunidades mejor educadas es todavía hoy, como antaño, una profesión bien pagada.

Este autor está informado de que una buena cantidad de especuladores basan su futuro en las predicciones que obtienen de estos magos. Hemos conseguido barnizar a nuestro pueblo estadounidense con una apariencia de modernidad; pero nuestro sistema educativo, con su imperfecta educación científica, no planta batalla de forma eficiente contra estas perniciosas reliquias del pasado. Deja al niño sin ese sentido de la ley natural que por sí solo puede desterrar tales supersticiones.

No podemos pasar por alto estas indicaciones de un nivel mental bajo con la mueca con que uno estaría tentado de tratarlas. Que una parte considerable de nuestra gente aún crea en brujería es ciertamente un asunto serio.

El artículo de Science dibuja un panorama alarmante que conocemos bien hoy, la nueva ofensiva de lo que se ha dado en llamar el movimiento anti-Ilustración (un término paraguas que comprende pseudociencias, anticiencia, conspiranoias, paranormalidades y supersticiones varias). Y sin embargo, lo curioso es que este artículo no ha salido precisamente en un número reciente de la revista: se publicó el 19 de diciembre de 1884.

Quiromancia. Imagen de Malcolm Lidbury (aka Pinkpasty) / Wikipedia.

Quiromancia. Imagen de Malcolm Lidbury (aka Pinkpasty) / Wikipedia.

Quizá quienes de ustedes estén más familiarizados con las revistas científicas ya habían sospechado que no era un texto actual. Hoy la revista Science difícilmente se ocuparía de comentar el lanzamiento de un libro sobre adivinación; no porque ya no merezca una respuesta, sino porque actualmente es tal el volumen de publicaciones contrarias al pensamiento racional que no quedaría espacio en la revista para hablar de otra cosa.

Pero sin duda es pasmoso cómo lo escrito hace 135 años sigue teniendo tanta vigencia hoy, algo que habría desolado al autor anónimo del comentario. Más de un siglo después, no hemos mejorado mucho. Más bien al contrario: el autor se refería a una publicidad que un célebre adivino insertaba en cada edición del periódico local de mayor tirada. Pero como nos demuestra la pieza que ha motivado estas líneas, hoy la adivinación ha saltado del espacio de los anuncios al de la información. Y con proclamas tan delirantes como esta que copio:

MONTE DE LUNA Y LÍNEA DE MERCURIO. El claro adelgazamiento en la zona inferior externa del monte lunar confirma un importante desgaste vital y nervioso. La abundancia de líneas horizontales y profundas en esta zona, y sobre todo la longitud y profundidad de la línea mercuriana, alerta sobre sensibilidad a fármacos y sustancias que en exceso, como el café, pueden dañarle el estómago.

Que los adivinos (adivina, en este caso) se atrevan con “sensibilidad a fármacos y a sustancias” demuestra que la charlatanería se reinventa para mantener, como decía el viejo artículo de Science, “una masa de mera jerga, calculada para sonar como ciencia a los profanos”. Hay cosas que cambian para no cambiar.

Pero, espera… –dirán algunos–. Si la ciencia no ha demostrado la falsedad de la quiromancia, ¿con qué atrevimiento osamos fulminarla? La respuesta, mañana: como contaré, hay al menos dos buenas razones por las que la ciencia jamás ha demostrado, ni demostrará, ni probablemente deba intentar demostrar, que estudiar las líneas de la mano de alguien no sirva para otra cosa que para conocer la palma de su mano como… como la palma de su mano.

«Hubo un tiempo en que no mirábamos a España por su ciencia; eso ya pasó»

Aquí, la cita completa:

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que no mirábamos a España en busca de información avanzada en las líneas puramente científicas; pero ese día ha pasado, y ha surgido en sus instituciones de enseñanza una generación de hombres jóvenes entrenados en los más modernos métodos de observación e investigación, quienes están destinados a dar a este noble pueblo una estatura tan elevada en el reino de la ciencia como la alcanzada por los estudiantes de otras tierras.

Una visión esperanzadora, ¿no es así? Sobre todo cuando su autor es un personaje tan destacado como el insigne paleontólogo y zoólogo William Jacob Holland, antiguo rector de la Universidad de Pittsburgh y después director de los Carnegie Museums de la misma ciudad estadounidense.

Podríamos agradecerle a Holland el elogio, si no fuera porque… falleció hace 83 años. El científico escribió esas palabras el 28 de diciembre de 1914, y fueron publicadas en la revista Science el 5 de febrero de 1915, como parte de una reseña del libro Fauna Ibérica: Mamíferos de Ángel Cabrera Latorre, naturalista del Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera Latorre (1879-1960). Imagen de Universidad Nacional de La Plata / CC.

Ángel Cabrera (1879-1960) fue una gran figura del naturalismo en lengua española, citado a menudo como el más importante de los zoólogos especializados en mamíferos. Su trayectoria fue tan heterodoxa como la profesión de su padre, obispo protestante. El menor de los siete hijos del pastor se licenció y doctoró en Filosofía y Letras, algo que no le impidió dedicarse por entero al estudio de la naturaleza; una pasión que dejó reflejada en 27 libros y cientos de publicaciones científicas y artículos divulgativos.

Suena a cliché manoseado siempre que se ensalza a una gloria nacional, pero Cabrera fue realmente un adelantado a su tiempo. No se puede calificar de otra manera a alguien que dedicó parte de su obra a la divulgación científica –sin televisión ni blogs era algo más complicado que hoy–, y que en época tan temprana ya alertaba del peligro de la introducción de especies invasoras en los espacios naturales. Viajó y se construyó una carrera internacional con fuertes vínculos en el mundo anglosajón, algo imprescindible hoy, no tan común en la España de entonces. Y por si faltaba algo, ilustraba sus propios libros con preciosos y precisos dibujos a plumilla y acuarelas.

Conseguir una reseña en Science no es cualquier cosa, ni en 1915 ni hoy. La guía de mamíferos ibéricos de Cabrera lo logró, y a cargo de una figura también destacada como Holland. Ignoro si ambos llegaron a conocerse. Holland calificaba el libro de Cabrera como «un modelo a su modo, y una señal del gran avance en las líneas de la investigación científica que se está produciendo en España bajo la sabia e inteligente guía de su iluminado soberano [Alfonso XIII]». El naturalista estadounidense concluía así su artículo: «Entre los jóvenes que están trabajando con éxito en esta dirección, ninguno se eleva más alto que el infatigable y talentoso autor del trabajo que tenemos ante nosotros».

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra 'Fauna Ibérica: Mamíferos' (1914).

Lince ibérico dibujado por Ángel Cabrera en su obra ‘Fauna Ibérica: Mamíferos’ (1914).

Las palabras de Holland no eran adulaciones vanas; realmente reflejaban lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX. Quiero decir, lo que Cabrera significaba en la biología española de comienzos del siglo XX… hasta que abandonó la biología española. O tal vez la biología española lo abandonó a él. El caso es que en 1925 Cabrera agarró a su familia y se marchó a Argentina. Al parecer los motivos de su emigración no fueron políticos, que tanto aquejaron a la ciencia española del siglo XX –apunte de contexto histórico: dictadura de Primo de Rivera–, sino puramente profesionales. El Departamento de Paleontología del Museo de La Plata necesitaba un nuevo director, y fue nada menos que Ramón y Cajal quien propuso a Cabrera. Se cuenta que le ofrecieron una remuneración muy ventajosa, y allá que se fue.

El mismo año de su partida solicitó la nacionalidad argentina, y allí se quedó hasta su muerte a los 81 años. Para los españoles, Cabrera fue un biólogo español. Para los argentinos, fue un biólogo argentino. Por mi parte, siempre digo que no podemos elegir dónde nacemos, pero sí dónde queremos morir. Y él eligió morir en Argentina. Pero antes de eso siguió dejando allí el rastro de su talento, descubriendo el primer dinosaurio jurásico de Suramérica —Amygdalodon patagonicus— y abriendo brecha en lo que luego serían los ricos yacimientos mesozoicos de la Patagonia.

He querido traer hoy aquí a Cabrera y su reseña en Science porque el caso me parece tristemente irónico. Holland alabó hace cien años la promesa que para el avance de la ciencia española representaba el más brillante de sus biólogos. Pero aquella promesa se truncó cuando España la dejó escapar. Un siglo después, probablemente ustedes han entrado a leer este artículo creyendo que las palabras del título habían sido escritas o pronunciadas hoy mismo. España se mantiene firme en lo suyo: era una promesa científica hace cien años, y lo sigue siendo.

¡Los dinosaurios están vivos! ¿Se extinguirán por segunda vez?

Neornithes – Aves – Avialae – Eumaniraptora – Paraves – Pennaraptora – Maniraptora – Maniraptoriformes – Tyrannoraptora – Coelurosauria – Avetheropoda – Orionides – Tetanurae – Averostra – Neotheropoda – Theropoda – Saurischia – Dinosauria.

No es la lista de los reyes godos, sino la ubicación taxonómica de los neornites, un grupo de animales también conocido como aves modernas. Cada nombre de la lista es un grupo (o clado) de nivel superior al anterior y que engloba al que le precede; es decir, que los neornites son parte del grupo Aves, este está comprendido dentro de los Avialae, estos pertenecen a los Eumaniraptora, y así sucesivamente. Y si llegamos al final de la lista, encontramos la categoría de nivel superior a la que pertenecen las aves: Dinosauria. Dejemos una cosa bien clara: no es que las aves sean descendientes de los dinosaurios. Las aves SON dinosaurios. De pleno derecho.

Siempre que escuche a alguien mencionar que los dinosaurios se extinguieron, podrá hacerle la siguiente corrección: la inmensa mayoría de los dinosaurios se extinguieron, pero no todos. Sobrevivió un grupo de terópodos, los dinosaurios mayoritariamente carnívoros que incluían a los tiranosaurios y los velocirraptores. Aquel grupo había evolucionado de una forma extraordinariamente vivaz durante 50 millones de años, encogiendo en tamaño y experimentando con distintas modalidades de vuelo. Cuando acaeció la famosa extinción masiva hace 65 millones de años, aquellos animales, las Paraves, estaban mejor preparados para afrontar los tiempos difíciles. Y desaparecidos sus parientes más masivos, durante los siguientes 10 a 15 millones de años experimentaron un big bang evolutivo, una rápida y enorme diversificación que les permitió dominar la Tierra hasta hoy.

Este dibujo preciso de la evolución de las aves ha llegado a definirse de forma más clara en el año 2014 que termina, gracias a dos grandes investigaciones que han analizado las relaciones entre las especies de este grupo. La primera, publicada el 1 de agosto en la revista Science, consistió en un examen comparativo de fósiles de 120 especies y 1.549 rasgos anatómicos de sus esqueletos. Con este rico botín de datos que llenaba una matriz de más de 185.000 celdas, los investigadores concluyeron que la miniaturización fue una tendencia constante y prolongada durante 50 millones de años, que llevó a esta rama de los terópodos desde un peso medio de 163 kilos hasta los 800 gramos del Archaeopteryx, un pájaro volador.

Ilustración del Avian Phylogenomics Project.

Ilustración del Avian Phylogenomics Project.

Las aves vuelven a ser protagonistas esta semana en la revista Science, pero a una escala mucho mayor. Nada menos que 45 genomas completos de todos los principales linajes de aves han ocupado durante cuatro años a más de 200 investigadores de 20 países que forman el consorcio Avian Phylogenomics Project. Los resultados se desgranan en un espectacular despliegue de 28 estudios, ocho de ellos publicados hoy en un número especial de Science y el resto en diferentes revistas. Gracias a esta titánica labor de secuenciación e interpretación, los científicos han delineado el árbol de la vida de las aves con un detalle sin precedentes, revelando parentescos inesperados como el de los flamencos y los zampullines, estudiando el grado de proximidad de los pájaros con los cocodrilos como sus parientes más cercanos, y desentrañando cuándo aparecieron adaptaciones evolutivas como el canto o la pérdida de los dientes.

Pero el futuro de este inmenso Parque Jurásico de pequeños dinosaurios no parece brillante. En uno de los artículos que acompañan a los estudios del número especial, el científico de la Smithsonian Institution de EE. UU. W. John Kress alerta de que las aves del mundo están desapareciendo a una velocidad alarmante. «En 25 países europeos, hoy hay 420 millones de aves menos que en 1980, un descenso del 20%, especialmente en las 36 especies más comunes», relata el experto. Con ocasión del XXII Congreso Español de Ornitología, celebrado a comienzos de este mes en Madrid, los organizadores de SEO/BirdLife informaban de que en España han desaparecido un 40% de las golondrinas y un 10% de los gorriones desde 1998.

Y mientras tanto, España aprueba el uso del diclofenaco, un fármaco veterinario que en la década de 1990 diezmó las poblaciones de buitres en India, Paquistán y Nepal. Esta droga, empleada como analgésico para el ganado, causa un fallo renal letal en las aves que la ingieren al alimentarse de las reses muertas. Los países asiáticos afectados prohibieron su uso cuando sus buitres estaban al borde de la extinción. España, que alberga más del 95% de todos los buitres de Europa, autorizó el diclofenaco en marzo de 2013.

También en el número de esta semana de Science (publicado online el 4 de diciembre), un artículo firmado por un equipo internacional de expertos, entre ellos varios españoles, insta a la prohibición del diclofenaco en la Unión Europea. Los autores proponen además un enfoque integrado para la gestión de los fármacos veterinarios que involucre a todos los sectores implicados para impedir la contaminación medioambiental por estos productos. Solo así conseguiremos evitar que la extinción de los dinosaurios sea completa.

¿Cuál es el mineral más abundante de la Tierra?

Parece una pregunta del Trivial, pero la respuesta no es trivial. Es el mineral más abundante de la Tierra, ocupando alrededor de un 38% del volumen de esta roca mojada. Y, sin embargo, nadie lo ha tenido jamás en sus manos. Hasta tal punto es esquivo que hasta ahora ni siquiera tenía nombre oficial. Por fin lo tiene, gracias a un estudio publicado esta semana en la revista Science: presentamos la bridgmanita, mineral nombrado en honor del estadounidense Percy Williams Bridgman (1882-1961), Nobel en 1946 por sus experimentos de física a alta presión.

Una rebanada fina del meteorito Tenham L6 donde se muestra la localización de la bridgmanita. Tschauner et al., Science.

Una rebanada fina del meteorito Tenham L6 donde se muestra la localización de la bridgmanita. Tschauner et al., Science.

El motivo de que la bridgmanita hasta ahora no tuviera denominación formal es que el organismo encargado de aprobar los nombres de los minerales, la Asociación Mineralógica Internacional, requiere que para aceptar a un nuevo miembro en la familia se caracterice en detalle un espécimen hallado en la naturaleza. Y el motivo de que esto no haya podido hacerse antes con la bridgmanita es que este mineral no se encuentra precisamente al alcance de la mano: solo se encuentra en el manto inferior de la Tierra, entre 650 y 2.600 kilómetros por debajo de nuestros pies. Como es fácil imaginar, no es sencillo que materiales situados a esta profundidad lleguen hasta nosotros, con la excepción de los diamantes. Pero ya se sabe: un diamante es para siempre. La bridgmanita, no. Y al pasar de las monstruosas presiones del manto interno a la atmosférica de la superficie, su estructura se pierde.

Hace más de un siglo, Bridgman inventó una prensa capaz de lograr presiones de hasta 100.000 atmósferas, un avance revolucionario para su época. Durante el resto de su vida, el físico trató de emplear su ingenio para fabricar diamantes, con nulo éxito. Pero los geólogos pronto aplicaron su invención para simular las condiciones del interior de la Tierra, lo que catapultó el progreso de las geociencias. Desde los años 60 del siglo pasado, los estudios teóricos y experimentales comenzaron a proponer que el manto profundo terrestre está formado esencialmente por un silicato de magnesio-hierro –(Mg,Fe)SiO3– de alta densidad con una estructura cristalina determinada que se conoce como perovskita. Este mineral podría representar hasta un 93% del volumen del manto inferior.

El mineral, conocido informalmente como perovskita silicato, se ha simulado en el laboratorio, pero no existe en la superficie terrestre con su estructura intacta. La única fuente accesible de este material son los meteoritos procedentes del cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter, donde los choques a alta velocidad someten a estos cuerpos a presiones y temperaturas similares a las del interior de la Tierra, y donde la estructura puede estabilizarse y quedar congelada con el rápido paso a condiciones más suaves. Pero los intentos anteriores que habían logrado identificar minúsculas vetas de bridgmanita en meteoritos por microscopía electrónica fracasaron cuando los procedimientos de análisis destruyeron la estructura sin lograr caracterizarla con la suficiente precisión.

Por fin, un equipo de investigadores de EE. UU. ha conseguido analizar la estructura de la bridgmanita presente en un fragmento de un meteorito llamado Tenham L6 que cayó en Australia en 1879 y del que, por cierto, cualquiera que lo desee puede hacerse con un pedazo por el módico precio de 600 dólares, unos 480 euros. Gracias a una técnica de rayos X que no daña la estructura del mineral, los científicos han logrado describirlo detalladamente.

Según el estudio encabezado por Oliver Tschauner, de la Universidad de Nevada, «el descubrimiento concluye medio siglo de esfuerzos por encontrar, identificar y caracterizar un espécimen natural de este importante mineral». En un comentario adjunto al estudio, el geólogo Thomas Sharp, de la Universidad Estatal de Arizona, escribe: «Nuevas investigaciones de los efectos del choque en meteoritos y rocas terrestres proporcionarán muchos más ejemplos naturales de minerales del interior profundo de la Tierra o de otros cuerpos planetarios».

Los humanos arcaicos también inventaban a la vez

No cabe duda de que los humanos somos seres curiosos e innovadores. Ya sea para resolver nuestros problemas o simplemente para pulverizar nuestros límites, desde antiguo existen casos documentados de descubrimientos o invenciones que varias personas han desarrollado de forma simultánea. Isaac Newton y Gottfried Leibniz formularon el cálculo al mismo tiempo, y Charles Darwin y Alfred Russell Wallace hicieron otro tanto con la teoría de la evolución de las especies. Miguel Servet descubrió la circulación de la sangre sin saber que un médico árabe ya la había descrito antes; y después del aragonés, sin conocer su trabajo, el inglés William Harvey hizo lo mismo. Por no hablar de los inventos con varios padres independientes, entre los cuales se encuentran el teléfono, el aeroplano, la bombilla o la fotografía. En la investigación actual, el descubrimiento simultáneo es algo tan frecuente que a menudo las revistas científicas se ven obligadas a coordinar la publicación de hallazgos similares.

Todos estos casos no responden a la casualidad: la ciencia y la innovación avanzan paso a paso, sobre hombros de gigantes, como dice el proverbio. Y cada uno de esos pequeños incrementos solo puede aparecer cuando el conocimiento y la tecnología están maduros para ello. De ahí que la bombilla se inventara hasta 23 veces en tiempos del que ha perdurado como su padre oficial, Thomas Edison. Y sin embargo, en pasmosa contraposición a todo esto, los modelos que describen la prehistoria de la humanidad y de sus ancestros siempre presumen que las innovaciones, como las técnicas de trabajo de la piedra para fabricar herramientas, han aparecido una sola vez en un único lugar concreto y se han extendido gracias a las migraciones de esas comunidades pioneras.

¿Por qué? «Yo creo que la arqueología se ha contagiado de la visión de la evolución biológica. Y cuando vas acumulando datos en el registro arqueológico, son puntos en el mundo y fechas, y para nuestro cerebro lo más fácil es buscar el punto más antiguo como si hubiera sido único, y suponer que hubo una difusión desde ahí». Quien responde es Carolina Mallol, arqueóloga de la Universidad de La Laguna (Tenerife). En menos de una semana, es la tercera vez que reseño aquí el trabajo de Mallol. La primera fue a propósito de la desaparición temprana de los neandertales, y la segunda sobre la coexistencia de esta especie y los sapiens en el valle del Danubio. Pero no es manía acosadora por mi parte (Carolina puede dar fe de que nunca nos hemos visto), sino que es el mérito de su trabajo el que lo reclama.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El motivo es que Mallol es especialista en un campo cada vez más demandado en arqueología, el estudio fino del suelo antiguo en el que cayeron los restos arqueológicos o paleontológicos, y que quedó después encerrado en la roca. Este aspecto de los enclaves arqueológicos, que antes se despreciaba, hoy se considera esencial para situar los hallazgos en su contexto, del mismo modo que el envoltorio de un regalo puede revelarnos tanto de una persona como el propio presente que contiene. Y en este nuevo caso, la investigadora ha participado en un estudio que hoy publica la revista Science y que demuestra precisamente lo que abre este texto: los humanos llevamos cientos de miles de años innovando y lo hemos hecho al mismo tiempo en distintos lugares, una vez que nuestro conocimiento ha avanzado lo suficiente para llegar a lo que Mallol define como «el punto de caramelo».

Un equipo internacional de investigadores, liderado por la Universidad de Connecticut (EE. UU.), ha excavado un enclave llamado Nor Geghi 1, en Armenia, al sur del Cáucaso. La situación de esta región la postula como una auténtica autopista para las antiguas migraciones de los homininos desde África hacia Eurasia, pero solo recientemente ha empezado a abrirse a la exploración arqueológica. Los científicos han encontrado allí un verdadero tesoro: un yacimiento de industria paleolítica en el que se demuestra la transición desde una tecnología a otra que hasta ahora se creía inventada solo en África y transportada después con las migraciones a Eurasia.

Hasta hace unos 300.000 años, los ancestros humanos habían aprendido a trabajar la piedra mediante la llamada tecnología achelense, que obtenía herramientas (llamadas bifaces) de los bloques de piedra como un escultor saca su obra de la roca madre, descartando las lascas y aprovechando el núcleo. La transición desde aquel Paleolítico Inferior al Medio vio el nacimiento de una nueva tecnología revolucionaria, un destello de lo que hoy conocemos como pensamiento lateral: en lugar de desechar las lascas, producirlas según un patrón determinado y utilizarlas como herramientas. Esto es lo que se conoce como tecnología Levallois, y hasta ahora se pensaba que algún genio prehistórico individual la inventó en África para después extenderla por el mundo llevándola consigo.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

Lo que han descubierto los arqueólogos es que Nor Geghi tuvo su propio genio de cabecera. «Los artefactos forman tres grupos», explica Mallol;»uno de bifaces, otro Levallois, y un tercero que representa un estadio intermedio». «Tenemos una continuidad, una evolución tecnológica in situ. Un grupo humano que innovó a partir del achelense para llegar al Levallois». Las dataciones han situado el momento entre hace 325.000 y 335.000 años, lo que convierte el yacimiento en el Levallois más antiguo de Eurasia. El trabajo de Mallol ha permitido reconstruir el contexto a través del estudio microscópico de los estratos. «Sabemos que formó un suelo estable con cobertura vegetal y poco aporte de sedimentos, que los homininos fueron ocupando a lo largo de varios milenios», relata la arqueóloga. «Esa interpretación casa bien con la cronología de las dataciones, en un período interglacial con condiciones climáticas parecidas a las actuales». La datación se ha podido precisar también gracias a dos coladas de lava de hace 200.000 y 400.000 años que hicieron un sándwich con el nivel estudiado como relleno.

El nuevo estudio obligará a replantear un dogma tácito de la arqueología y la paleoantropología. «Las lascas son más fáciles de transportar y aprovechan mejor la materia prima, por lo que el Levallois era una adaptación favorecida», reflexiona Mallol. «Estos grupos eran versátiles, flexibles, y supieron innovar. La tecnología achelense les llevaba a producir muchísimas lascas, y tal vez de repente pensaron que podían emplearlas». En cuanto a la identidad de aquellos pobladores, la falta de restos humanos impide deducirla. «No podemos saber si era un Homo sapiens arcaico o un heidelbergensis«, apunta Mallol.

Sin embargo, la conclusión presenta un resquicio aún difícil de tapar con las técnicas actuales. Cuando se observa un cambio, es tremendamente complejo establecer si existió un contacto directo, dado que depende de la finura con que la sucesión de capas de roca pueda marcar el paso del tiempo, y de la resolución que puedan aplicar los investigadores al interpretarlo. «No podemos descartar que por allí pasaran muchísimos grupos y que esas ocupaciones se solaparan sin llegar a conocerse», admite Mallol. «Nuestro argumento para descartar esa posibilidad es que en el paleolítico armenio que hoy conocemos no hay grupos de solo Levallois, o solo bifaces, o solo pasos intermedios, que serían evidencias de un territorio ocupado aisladamente por los tres».

«Estamos llegando a una resolución de centímetros que nos permite afinar mucho, pero el gran reto es demostrar el contacto», comenta la investigadora. «Ahora puedes marcar una línea muy clara y decir: aquí hubo 300 años; esta gente no se conoció». El problema aparece con un concepto que la arqueología comparte con el estudio de documentos antiguos: el palimpsesto. Un manuscrito que fue borrado para escribir de nuevo en el mismo soporte es un palimpsesto. En arqueología, se llama así a una mezcla de estratos que dificulta averiguar qué vino antes o después. «En este caso tienes que buscar otro tipo de marcadores, como por ejemplo pátinas diferentes en los artefactos». Para disponer de mejores herramientas a la hora de enfrentarse a los nuevos tesoros que aún deben revelar lugares como Armenia, Mallol trabaja en el desarrollo de nuevos marcadores temporales que le permitan diseccionar los palimpsestos. «Es la clave para no quedarnos anclados en una visión de la arqueología del siglo XIX», concluye.

¿Qué pasaría si corriéramos la evolución otra vez desde el principio?

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…y así hoy tenemos los tiburones tigre, los baobabs, los corales, los estafilococos, los líquenes, los ornitorrincos, los retrovirus, y todo lo demás que pulula por esta roca mojada.

La evolución de las especies es un proceso que responde a una serie de principios biológicos, que a su vez se apoyan en una batería de mecanismos químicos, que a su vez dependen de un conjunto de leyes físicas. Cada vez que ascendemos un nivel de complejidad en la escala de la naturaleza, la comprensión de sus fenómenos se dificulta más. Algunos de los principios que gobiernan la evolución biológica los hemos conocido gracias a Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, a otros evolucionistas coetáneos o anteriores, y a los científicos que en el siglo XX fueron iluminando los recovecos oscuros donde la antorcha de Darwin no llegó, pero a los que muchas veces el naturalista inglés apostó intuiciones certeras que en algunos casos han quedado casi olvidadas, como decíamos ayer.

Uno de estos últimos fue Stephen Jay Gould. Este biólogo neoyorquino suscitó un debate apasionante: si pudiéramos rebobinar la cinta de la historia de la vida y volver a reproducirla, ¿estaríamos de nuevo aquí los humanos, los robles, los perros y los esquistosomas, o la vida en la Tierra sería algo completamente diferente? O dicho de otro modo, ¿cuánto hay de azar y cuánto de determinismo en la evolución biológica? Gould lo tenía claro: «cualquier nueva reproducción de la cinta conduciría la evolución a lo largo de un camino radicalmente diferente del que realmente ha tomado», escribió en su libro La vida maravillosa (1989). Esta visión de la evolución como algo totalmente azaroso ha encontrado también cierto soporte empírico. Por citar solo un ejemplo que ya he comentado en este blog, el experimento de someter bacterias intestinales Escherichia coli a radiaciones intensas para obtener cepas resistentes fue repetido cuatro veces por sus autores, y en todos los casos la evolución tomó caminos divergentes, refrendando la visión de Gould.

Pero ¿es siempre así? En contra de lo anterior, se podría argumentar que un azar puro tampoco cuadra demasiado con la existencia de leyes físicas, por tanto químicas, y por tanto biológicas. Cuando al principio de este artículo planteaba la evolución como un programa informático, la analogía tiene algo de válido: ¿qué si no las leyes inherentes a la naturaleza determinan que podamos predecir si al soltar una manzana esta caerá al suelo o se elevará al cielo? Como comencé diciendo, los niveles que hay que saltar desde la física hasta la biología complican la comprensión de las leyes que rigen esta última. Pero si las hay, al menos en principio, no todo debería ser tan aleatorio.

Apoyando esta visión, ciertos estudios que han descubierto múltiples casos de evolución convergente o paralela sugieren una cierta predicibilidad ante un conjunto determinado de condiciones ambientales. A modo de muestra, dos ejemplos: otro experimento con bacterias demostró que tres poblaciones separadas, cultivadas en presencia de dos fuentes de carbono diferentes, seguían evoluciones paralelas a lo largo de 1.200 generaciones para originar dos variedades distintas especializadas en aprovechar cada uno de los recursos. Las modificaciones genéticas surgidas en los tres experimentos independientes fueron similares, incluso idénticas. Por otra parte, un estudio que analizó 100 de los 119 tipos de lagartos anolis que viven en varias islas caribeñas descubrió que, a partir de un ancestro común, las distintas especies habían evolucionado siguiendo patrones muy similares. Ejemplos de evolución convergente los hay a miríadas, y científicos eminentes como Simon Conway Morris y Richard Dawkins han coincidido en una visión al menos parcialmente determinista del proceso evolutivo. Pero en general, estos estudios analizan la película de la vida desde los títulos finales, o bien ruedan secuelas sometiendo a sus protagonistas a condiciones experimentales forzadas muy alejadas de la naturaleza. ¿No podríamos realmente rebobinar la cinta y ver qué ocurre?

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae'. Dibujos de Rosa Ribas.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’. Dibujos de Rosa Ribas.

Esto es precisamente lo que ha logrado un maravilloso estudio publicado recientemente en la revista Science y cuyo primer autor es Víctor Soria-Carrasco, un doctor en genética por la Universidad de Barcelona que actualmente trabaja en la Universidad de Sheffield (Reino Unido). Soria-Carrasco y sus colaboradores han empleado un modelo animal con el que pueden rebobinar las adaptaciones evolutivas de dos variedades de la misma especie y luego sentarse a esperar cómo evolucionan. El protagonista del experimento es Timema cristinae, un insecto palo de California que ha desarrollado dos variedades, o ecotipos, adaptadas al camuflaje en dos arbustos distintos: «uno de los ecotipos es completamente verde y se alimenta de Ceanothus, una planta de hojas anchas; el otro presenta una franja blanca más o menos marcada y se alimenta de Adenostoma, una planta de hojas más estrechas que presentan una franja blanca», detalla Soria-Carrasco a Ciencias Mixtas. Estos ecotipos parecen haber evolucionado en paralelo en distintas regiones geográficas. Son «experimentos evolutivos naturales e independientes», en palabras del investigador.

Soria-Carrasco explica que estos insectos californianos «prácticamente nacen, crecen, se reproducen y mueren» sin salir de la misma planta. Pero a pesar de que cada variedad se camufla a la perfección solo en su tipo de arbusto, ambas pueden encontrarse mezcladas en una planta concreta, aunque no con la misma frecuencia: como es lógico, los insectos que están en la planta equivocada son golosinas visibles para las aves. Es la selección natural, y un ejemplo que sirve para ilustrar cómo muchas veces se deforma uno de los conceptos clave del darwinismo, convirtiendo la evolución en una película de Bruce Willis al afirmar que «solo los más fuertes sobreviven». No se trata de ser el más fuerte, sino el más apto, el mejor adaptado al medio.

Los bichos palo nos muestran la evolución en acción: los dos ecotipos están en proceso de independizarse en especies diferentes, pero aún pueden reproducirse entre ellos. Y como el roce en el mismo arbusto hace el cariño, existe un flujo genético entre las dos variedades que actúa como resistencia a la separación en dos especies. Para empezar, los investigadores secuenciaron los genomas de varias poblaciones de distintas zonas geográficas y de ambos tipos de arbustos, y luego cambiaron los insectos de arbusto para ver qué ocurría en la próxima generación, cuando los huevos eclosionaran a la primavera siguiente. Así lograron identificar qué regiones del ADN del insecto palo están guiando el proceso de separación en dos especies.

Los dos ecotipos del insecto palo 'Timema cristinae' en sus arbustos respectivos.  Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los dos ecotipos del insecto palo ‘Timema cristinae’ en sus arbustos respectivos. Aaron Comeault / Moritz Muschick.

Los científicos hallaron que las divergencias están muy dispersas por el genoma. Comparando un «experimento evolutivo natural» con otro, es decir, los dos ecotipos que hay en un emplazamiento con los de otro más alejado, descubrieron que en el 80% de los casos estos cambios son diferentes entre las zonas geográficas, pero coinciden en el 20% restante. «Esto podría interpretarse como que, si pudiéramos ejecutar el programa de la evolución usando el mismo escenario, los resultados serían únicos en su mayoría cada vez, pero aún así seríamos capaces de distinguir una serie de cambios que siempre tienen lugar», deduce Soria-Carrasco. En otras palabras: al menos en estos insectos palo, la evolución tiene un 80% de azar y un 20% de determinismo. «Esto parece indicar que habría una serie de constricciones que obligarían a la evolución a tomar siempre el mismo camino en algunos casos», concluye el científico. Curiosamente, este 20% de evolución paralela afecta sobre todo a regiones del ADN que producen proteínas, por lo que el proceso de especiación parece apoyarse más en cambios en las proteínas, no en su nivel de expresión.

Un dato sorprendente es que los investigadores encontraran estas diferencias en solo una generación correspondiente a un año. La respuesta es que las variaciones no surgen como nuevas mutaciones, sino que ya existen previamente en el conjunto de genes de la población. «La explicación es que la inmensa mayoría de los cambios que vemos (si no todos) son debidos el efecto de los procesos evolutivos sobre la variabilidad genética que ya existe en las poblaciones», aclara Soria-Carrasco.

Otra conclusión del estudio es que la evolución no es un proceso tan lineal como solemos imaginar. En ese «tira y afloja entre la intensidad de la selección natural y del flujo génico», como Soria-Carrasco lo define, es difícil prever si, o cuándo, el proceso de especiación culminará en dos insectos palo incapaces de reproducirse entre ellos. «Cuánto tiempo es necesario, es una pregunta abierta», apunta el investigador. Esta cuestión tiene implicaciones en los cálculos que hacen los biólogos evolutivos para correlacionar distancias genéticas y temporales; es decir, a partir de las diferencias entre los genes de, por ejemplo, el ser humano y el chimpancé, se puede inferir hace cuántos millones de años sus ramas evolutivas se separaron. «Cuando Emile Zuckerland y Linus Pauling propusieron por primera vez la idea que mencionas, de que los cambios genéticos podrían considerarse como tics de un reloj, la verdad es que pecaron un poco de ingenuidad», opina Soria-Carrasco. Sin embargo, el investigador aclara que estos efectos de tira y afloja solo afectan a escalas temporales pequeñas, menores de entre cinco y diez millones de años. En estos casos, dice, la correlación entre distancias genéticas y temporales se rompe, lo mismo que el concepto clásico del árbol evolutivo: «acabas teniendo una red en vez de un árbol».

Por último, y dado que se trata de imaginar cómo se ejecutaría el programa de la evolución si corriera por segunda vez, es inevitable especular sobre qué ocurriría si esa misma cinta se reprodujera en otro lugar del universo. Las leyes físicas, y por tanto las químicas, y por tanto las biológicas, son universales. Sea un planeta parecido al nuestro, con condiciones ambientales similares. Sean la luz solar y el agua. Sean carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Y ahora, hagamos:

C:\Exotierra>run evolucion.exe

Enter

¿Qué obtendríamos? ¿Exorrobles, exoperros, exoesquistosomas? ¿Exohumanos? ¿Nos pareceríamos? ¿Nos reconoceríamos? «Esto es muy especulativo», admite Soria-Carrasco. «Pero si hiciéramos una muy arriesgada extrapolación de nuestros resultados –que en el fondo son solo para un organismo concreto y a escala microevolutiva; no sabemos si pasa lo mismo o algo diferente en muchos otros casos y/o a diferentes escalas temporales–, podríamos decir que muchas cosas serían diferentes, pero probablemente seríamos capaces de distinguir un tema central que siempre sería el mismo». «Depende de si uno considera que el azar es algo que existe realmente o simplemente la manera en que llamamos a nuestra incapacidad de predecir con precisión el resultado de procesos complejos».

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

¿Dónde está el bicho? (Solución: en la rama central, a media altura, vertical y cabeza abajo). Moritz Muschick.

 

«Los recortes en España afectarán a varias generaciones de científicos»

Como muchos jóvenes investigadores, Víctor Soria-Carrasco emigró al extranjero voluntariamente después de terminar su tesis doctoral en busca de una consolidación internacional de su carrera. Vino a dar en el Departamento de Ciencias de Animales y Plantas de la Universidad de Sheffield (Reino Unido), en el grupo de Patrik Nosil, a quien define como «un tipo muy majo». «El nivel de investigación es muy bueno y la cantidad de movimiento es muchísimo mayor que en España».

En la escala de recuperabilidad de científicos expatriados, si existiera, Soria-Carrasco no sería de los más fáciles. En Sheffield ha encontrado una vida confortable con su pareja, también española e investigadora, y la idea de un posible regreso no le viene inspirada por motivos científicos. «Podemos consolarnos el uno al otro cuando no vemos el sol durante varias semanas. Francamente, el clima y la comida son una pena». Pero como a otros científicos comprometidos, también les pincha la espina de la responsabilidad social: «devolver la inversión a la sociedad, contribuyendo a enriquecer el panorama científico español con todo lo que he aprendido y sigo aprendiendo fuera».

En su análisis de los recortes actuales al sistema español de ciencia, aplica, como no podía ser de otro modo, un enfoque evolutivo a largo plazo: «incluso aunque subieran el presupuesto de investigación en los próximos años, los recortes han provocado un cuello de botella que afectará a varias generaciones de científicos. Los políticos españoles no son conscientes de que la investigación funciona muy lentamente y requiere estabilidad». «La investigación no puede tratarse como si fuera un negocio en el que alegremente se contrata y despide gente según las necesidades del mercado». Tal vez, para el día en que las condiciones sean propicias para el regreso a España de este investigador, los dos ecotipos del insecto palo ya se habrán separado en especies distintas.

Un océano en un satélite de Saturno, posible hábitat para la vida

Ilustración del interior de Encélado basada en los últimos datos de la sonda 'Cassini'. El satélite de Saturno tiene un núcleo rocoso de baja densidad y una gruesa coraza externa de hielo. Entre ambos se encuentra atrapado un océano líquido confinado en su región meridional, de la que emergen chorros de vapor de agua. NASA/JPL-Caltech.

Ilustración del interior de Encélado basada en los últimos datos de la sonda ‘Cassini’. El satélite de Saturno tiene un núcleo rocoso de baja densidad y una gruesa coraza externa de hielo. Entre ambos se encuentra atrapado un océano líquido confinado en su región meridional, de la que emergen chorros de vapor de agua. NASA/JPL-Caltech.

 

Desde hace nueve años los científicos sospechan que Encélado, un satélite de Saturno, esconde un océano de agua líquida bajo un caparazón helado que escupe potentes penachos o «plumas» de vapor. Un estudio publicado hoy en la revista Science apoya lo que ya casi se daba por hecho. Un equipo de investigadores ha recopilado datos de la sonda Cassini, que lleva un decenio volando entre las lunas del planeta anillado, para estudiar el campo gravitatorio de Encélado. Como muestra la ilustración, los resultados parecen confirmar que la región sur del satélite oculta un océano líquido de unos diez kilómetros de profundidad encerrado bajo una coraza de hielo con un grosor de 30 a 40 kilómetros.

Además de explicar los chorros de vapor, el hallazgo presta credibilidad a la teoría de que Encélado es uno de los principales candidatos del Sistema Solar a albergar vida microscópica extraterrestre. Según la científica de la misión Cassini Linda Spilker, «el material de los chorros del polo sur de Encélado contiene agua salada y moléculas orgánicas, los ingredientes químicos básicos para la vida».