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Los suicidios en el puesto de trabajo, ligados al «acceso a medios letales»

En estos funestos días, periodistas de todos los medios rebuscan entre sus contactos por la «p» de psicólogo o de psiquiatra, en el intento de localizar a un profesional experto que les explique cómo es posible que un ser humano decida estrellarse contra una montaña a 500 kilómetros por hora arrastrando detras de sí a otras 149 personas, algunas de las cuales apenas habían tenido la oportunidad de empezar a vivir. Si se confirma que fue eso lo que realmente sucedió –de lo cual ya parece que quedan pocas dudas–, y por mucho que nos lo expliquen, si es que alguien puede llegar a explicárnoslo, nunca lo entenderemos.

De hecho, a quien suscribe el suicidio le parece la suprema manifestación de no haber merecido la vida, salvando las excepciones a esta regla general en las que alguien sufre un dolor insoportable o una existencia apreciablemente peor que el carecer de ella. Y salvando también los casos esporádicos en los que existe un trastorno clínico objetivo que obliga a ello. Ojo: no me refiero a la incapacidad de encontrarle sentido a seguir caminando por el mundo, se le ponga a esto el nombre que se le ponga; allá cada cual. Pero que no jodan a otros.

Sin embargo, existen determinados casos en los que una condición médica puede verdaderamente inducir una propensión al suicidio. El gran Ernest Hemingway dijo que «la verdadera razón para no cometer suicidio es que sabes cuán formidable se vuelve la vida de nuevo una vez que el infierno ha acabado». En la madrugada del 2 de julio de 1961, el escritor se volaba la cabeza con una escopeta. Pero no fue hasta años después cuando se descubrió que Hemingway padecía hemocromatosis, una dolencia genética heredable que inunda la sangre con niveles tóxicos de hierro.

La actriz Margaux Hemingway en la película 'Lipstick' (1976). Imagen de Paramount Pictures.

La actriz Margaux Hemingway en la película ‘Lipstick’ (1976). Imagen de Paramount Pictures.

No parece claro si fue el dolor o el estado mental inducido por la enfermedad lo que llevó a Hemingway a quitarse la vida; pero es un hecho que su abuelo, su padre, su hermano, su hermana y su nieta, la preciosa actriz y modelo Margaux, también cometieron suicidio. La hermana menor de Margaux, Mariel, decía en un reciente documental sobre el historial de enfermedad mental de su familia: «El suicidio no tiene razón de ser. Algunas personas piensan en ello durante años y lo planean. Para otras, son 20 minutos oscuros de su vida en los que deciden quitarse la vida sin venir a cuento. Es muy aleatorio, es muy aterrador». Las palabras de Mariel casi parecen pronunciadas esta misma semana.

También entre los presuntos condicionantes clínicos, en 2012 un inquietante estudio en la revista The Journal of Clinical Psychiatry vinculaba los daños cerebrales causados por el parásito Toxoplasma gondii con intentos de suicidio. Este protozoo es el causante de la toxoplasmosis, y el motivo por el que los médicos suelen aconsejar a las embarazadas que eviten el contacto con los gatos. Sin embargo, la infección es tan común que su prevalencia se calcula entre un 10 y un 20% de la población. La codirectora del estudio, Lena Brundin, de la Universidad Estatal de Michigan (EE. UU.), dijo entonces a propósito de su trabajo: «Investigaciones anteriores han encontrado signos de inflamación en el cerebro de víctimas de suicidio y de personas que luchan contra la depresión, y también hay informes previos que ligan a Toxoplasma gondii con intentos de suicidio». «En nuestro estudio encontramos que si eres positivo para el parásito, es siete veces más probable que intentes suicidarte».

Pero si el suicidio más cruel y atroz es aquel que se convierte en el dato anecdótico de un asesinato en masa, en cambio el más vacío es quizá el que se lleva a cabo por simple imitación, una práctica terrible que afecta en mayor medida a los adolescentes. En 1974 el sociólogo David Phillips, entonces en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, acuñó el término Efecto Werther por la novela de Goethe publicada 200 años antes, cuyo protagonista ponía fin a su vida con una pistola tras ser rechazado por su amada. En su estudio en la revista American Sociological Review, Phillips escribía: «La novela de Goethe fue ampliamente leída en Europa, y se dijo que personas de muchos países imitaron la manera de morir de Werther».

El sociólogo incluía una cita del propio Goethe mencionando el fenómeno y añadía que el contagio de suicidios nunca fue demostrado de forma concluyente, pero que la novela fue prohibida en Italia, Leipzig (Alemania) y Copenhague (Dinamarca). Lo que sí demostraba Phillips es que «los suicidios aumentan inmediatamente después de que una historia de suicidio se haya publicitado en los periódicos en Gran Bretaña y en Estados Unidos», algo que el autor analizó para el período 1947-1968. La descripción del Efecto Werther impuso en la prensa de muchos países la costumbre de no informar sobre suicidios. Los comportamientos de imitación han sido corroborados por estudios posteriores, e incluso la Organización Mundial de la Salud dispone de unas directrices destinadas a los medios de comunicación para orientar sobre cómo informar de suicidios (versión española aquí).

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

Andreas Lubitz, copiloto del Airbus A320 de Germanwings estrellado esta semana en los Alpes. Imagen de ATLAS.

El suicidio en el puesto de trabajo es otra forma particular de este acto final de insania. Será tarea de los psicólogos encajar la conducta del copiloto Andreas Lubitz en un patrón que resulte académicamente canónico, o que abra un nuevo epígrafe en los textos de psicología. Pero si todo procedió como se dice, lo cierto es que la monstruosidad de Lubitz fue un suicidio en el puesto de trabajo, algo que a quienes hemos trabajado en ciencia no nos resulta desconocido. Algunos científicos se han incluido a sí mismos dentro de esta nómina, incluyendo un eminente investigador español. El último caso, hasta donde me consta, sucedió el 5 de agosto del año pasado, cuando el científico japonés Yoshiki Sasai, de 52 años, se ahorcó en su centro de investigación tras haberse demostrado la falsedad de dos estudios sobre células madre en los que había participado, aunque él no tenía culpa alguna del fraude.

Ahora, un nuevo estudio aborda específicamente el suicidio en el puesto de trabajo, y la alarmante conclusión es que se trata de un fenómeno escaso, pero en crecimiento. Según las estadísticas recogidas por los investigadores del Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo de EE. UU. (NIOSH), en aquel país 1.700 personas se quitaron la vida en su puesto de trabajo entre 2003 y 2010, una cifra aún pequeña en comparación con los 270.500 que cometieron suicidio fuera de sus ocupaciones laborales. En el período estudiado la tendencia fue decreciente de 2003 a 2007, pero a partir de ese año se disparó. El total de suicidios, dentro y fuera del trabajo, está a la par con las muertes por accidente de tráfico como primera causa de muerte violenta en EE. UU.

Según detallan los investigadores en la revista American Journal of Preventive Medicine, el perfil del suicida en el puesto de trabajo es un hombre (15 veces más que mujeres) que supera lo que tradicionalmente solíamos entender como edad de jubilación; la incidencia de los 65 a los 74 años es cuatro veces mayor que de los 16 a los 24, y en general crece con la edad. En cuanto a las profesiones más afectadas, los investigadores agrupan los datos por epígrafes; pero desglosando por ocupaciones concretas (entre paréntesis, la tasa de suicidios por cada millón de trabajadores), en cabeza figuran los granjeros y rancheros (10,0), seguidos de los empleados de mantenimiento y reparación (7,1) y sus supervisores (7,1), mecánicos de automóviles (6,2), guardas de seguridad y de parques (5,9), agentes de la ley, bomberos y detectives (5,1), empleados en agricultura, pesca o alimentación (5,1), supervisores de servicios de comidas (4,5), supervisores de la construcción (3,2) y camioneros (3,1).

En total, el 48% de estos suicidios se llevaron a cabo con armas de fuego, mucho más extendidas en EE. UU. que en otros países. Este porcentaje sube al 84% para los agentes de la ley y cuerpos de seguridad. En los granjeros, el grupo de mayor riesgo, los métodos más empleados son también las armas, junto con el ahorcamiento. Según expone en un comunicado la directora del estudio, la epidemióloga Hope Tiesman, «la ocupación puede definir en gran medida la identidad de una persona, y el puesto de trabajo puede afectar a los factores psicológicos de riesgo de suicidio, como la depresión y el estrés».

En su artículo, los investigadores añaden una conclusión que resulta trágicamente lapidaria en estos días: «Este estudio también parece apoyar la hipótesis de que el acceso a medios letales está ligado con métodos específicos de suicidio en ciertas ocupaciones». Y una recomendación: «El lugar de trabajo debería considerarse un emplazamiento potencial para implementar tales programas [de prevención] y formar a los supervisores en la detección de conductas suicidas». Ante lo que cabe preguntarse: ¿es posible detectar conductas suicidas? ¿Preguntar a un piloto en un test psicológico si tiene intenciones de suicidio no recuerda algo a los famosos formularios de entrada a EE. UU. en los que uno debe responder si alberga planes de matar al presidente?