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Salvando las distancias en física cuántica (I)

El entrelazamiento cuántico es uno de los argumentos más palpitantes que se están ventilando hoy en el mundo de la ciencia, quizá lo más parecido a una revolución científica que tenemos ahora en ciernes y a la vista. No por la novedad del problema, pero sí por un cada vez más firme vislumbre de una solución que refuta al gran Einstein, como repasé hace unos días en un reportaje.

¿Acción a distancia? Imagen de Wikipedia.

¿Acción a distancia? Imagen de Wikipedia.

El hecho de que dos partículas cuánticas distanciadas puedan comportarse como un ballet sincronizado a ciegas, aparentemente comunicándose entre ellas por un mecanismo instantáneo, es decir, más rápido que la luz, es un fenómeno que ya hizo a Einstein rascarse su alborotada mata de pelo.

Precisamente porque nada puede, o podía, viajar más aprisa que la luz, el alemán no se lo creía: aquello no era ciencia, sino algo spooky, que viene a significar truculento o siniestro. Al fin y al cabo, precisamente él había construido la relatividad general, demostrando que la gravedad no actuaba a distancia, sino a través de un campo.

Nada puede actuar a distancia, pensaba Einstein, por lo que debía de existir un secreto solo conocido y compartido por las propias partículas, un conjunto de «variables ocultas» desconocidas e inaccesibles para la mecánica cuántica y que funcionaban cuando las partículas estaban juntas antes de separarse, y no a distancia. En otras palabras: las partículas conspiraban entre ellas de manera que ya sabían lo que harían después, sin que hubiera ninguna comunicación. Claro que no es fácil imaginar cómo podrían ponerse de acuerdo previamente para que una dijera «ay» exactamente cuando los investigadores pincharan a la otra; de ahí que fueran variables ocultas.

El de la posible acción a distancia fue uno de los problemas más erizados de la física durante gran parte del siglo XX; al menos, para quienes veían ahí un problema. Claro que a partir de 1964 ya nadie pudo mirar para otro lado: aquel año John Bell demostró que toda posible teoría de variables locales se quedaba corta a la hora de sostener lo que la mecánica cuántica podía hacer. Estas desigualdades comenzaron a convertirse en objeto de experimentación a partir de los años 70, y no han dejado de serlo hasta hoy.

Mientras los experimentos, uno detrás de otro, han ido cimentando la idea de que la acción a distancia parece ser real, no todos los físicos se han dejado convencer con la misma facilidad. El problema reside en que no es fácil demostrar que absolutamente todos los parámetros del experimento se están poniendo a prueba y no se han dado por hecho previamente.

Por poner un ejemplo sencillo, los ensayos clínicos escrupulosamente diseñados requieren un doble ciego: ni los médicos ni los pacientes saben quién está tomando la medicación y a quién se le ha administrado solo un placebo. Pero ¿quién ha hecho la selección? ¿Cómo la ha hecho? ¿Se puede asegurar al cien por cien que la distribución ha sido de verdad aleatoria y que nadie está enterado de qué paciente está tomando qué? ¿O puede haber existido algún sesgo o pequeña trampa, aunque sea involuntaria? Todo el que quisiera ponerse excesivamente tiquismiquis (qué gran palabra) a la hora de criticar un ensayo clínico podría cuestionar si el doble ciego realmente lo fue, o si algo de lo que los investigadores dicen o creen demostrar estaba en realidad ya determinado por las condiciones de partida del estudio.

En el caso de los experimentos sobre las desigualdades de Bell, estos resquicios han sido difíciles de rellenar. Pero para muchos físicos, el reciente estudio dirigido por Ronald Hanson, de la Universidad Tecnológica de Delft (Holanda), ha terminado por taparlos definitivamente. Hanson separó las partículas por más de un kilómetro y añadió una especie de venda más a los ojos de los aparatos para garantizar que las mediciones no se entendían entre ellas a espaldas de los investigadores, casi blindando la fidelidad de las observaciones.

El resultado, publicado en Nature, ha terminado de convencer a muchos de que nuestro universo, y con él, todo lo que conocemos, emplea de forma intensiva y rutinaria un «truculento» mecanismo de influjo a distancia que nosotros no podemos emplear para comunicarnos, pero sí las partículas subatómicas. ¿Es o no es una revolución? Lo realmente revolucionario no consiste en hacerle un Nelson a Einstein, que sería algo bastante feo e irreverente, sino en cambiar la idea que tenemos sobre cómo funciona la naturaleza.

Sin embargo, el experimento de Hanson aún no ha convencido a todos. Como Hanson se ha ocupado de recalcarme, y con toda la razón, ninguna de las críticas presenta objeción a su diseño experimental ni a sus resultados; todos los físicos a los que consulté los consideran impecables. Pero de cara a su interpretación, hay quienes piensan que aún queda una grieta por tapar antes de asegurar que no queda ninguna posible gotera. La explicación, mañana.