Entradas etiquetadas como ‘roca mojada’

Somos piedra y agua en una roca mojada

Recientemente me escribían de @Paleoymas, una empresa dedicada a la paleontología y la geología, a propósito de la perífrasis con la que suelo referirme a la Tierra: la roca mojada. Bueno, supongo que cada uno tiene las suyas, y todas son aceptables siempre que huyamos del lugarcomunismo, que no es una ideología política, sino la trampa de caer en lugares comunes, circunlocuciones prefabricadas que denotan un estilo de redacción perezoso, ramplón y un poco esnob; por ejemplo, la ciudad condal (Barcelona), la marca de la manzana (Apple), sus satánicas majestades (los Stones; ¿por qué no «la banda de los dedos pegajosos»?), o uno de nuevo cuño que ha proliferado como el ébola: la formación magenta (UPyD). El periodismo deportivo, que no sigo pero que me cuelan sin remedio en la radio y la tele, es especialmente propenso a este espanto: el terreno de juego (el campo), el combinado albiceleste (que no sé ni cuál es), el conjunto hispalense (el Sevilla, y acabo de escucharlo en la radio en este preciso instante), la pena máxima (penalti), la serpiente multicolor (los ciclistas), y así. Según una cita atribuida a Voltaire, el primero que comparó a una mujer con una flor fue un poeta. El segundo, un imbécil.

La Tierra como ningún ser humano a vuelto a verla desde 1972, el año en que se tomó esta foto desde la misión lunar Apolo 17. La foto se conoce como "la canica azul". Imagen de NASA.

La Tierra como ningún ser humano ha vuelto a verla desde 1972, el año en que se tomó esta foto desde la misión lunar Apolo 17. La foto se conoce como «la canica azul». Imagen de NASA.

En cuanto a la roca mojada, es evidente que este apelativo se explica por sí solo sin necesidad de mayor discusión; a nadie se le oculta que este planeta es un enorme y diverso cuerpo rocoso con una abundante cantidad de agua. Pero es que esos dos componentes, piedra y agua líquida, son precisamente los que nos permiten estar hoy aquí hablando sobre esto, motivo por el cual la perífrasis me parece una buena síntesis de todo lo que somos y lo que nos rodea.

Hablemos de la roca. No todos los planetas son rocosos; en nuestro Sistema Solar se limitan, además del nuestro, a Mercurio, Venus y Marte. El resto son planetas gaseosos, un concepto nada intuitivo. El gas es algo que habitualmente no podemos ver; ¿cómo puede formar una gran bola visible? Y la típica pregunta casi del Trivial: en un planeta gaseoso, ¿hay superficie? ¿Se puede vivir sobre él? ¿Aterrizar sobre él? ¿O lo atravesaríamos hasta llegar al otro lado?

Respecto a lo primero, se trata de una cuestión de gravedad. Lo que mantiene a un planeta unido sin que su material se disperse por el espacio es la fuerza gravitatoria de su masa; los gases también tienen masa. Y lo que impide que se colapse (esta es una traducción literal del inglés que no es académicamente correcta, pero sí intuitiva) sobre sí mismo es el gradiente de presión, que compensa la fuerza gravitatoria. El resultado de la compensación es lo que se conoce como equilibrio hidrostático, y es el responsable de que los planetas sean aproximadamente esféricos, ya que esta es la forma más estable.

Sobre lo segundo, no es posible aterrizar sobre un planeta gaseoso, a menos que tenga un núcleo sólido. Pero incluso en este caso, en la profundidad del núcleo la presión y la temperatura son tan extremas que ningún objeto o ser vivo podría llegar indemne hasta allí. En 1995, la misión Galileo de la NASA lanzó contra Júpiter una sonda que aguantó una temperatura de 15.500 ºC y perdió la mitad de su masa antes de acabar aplastada por la presión como el envoltorio de un polvorón. Años después, en 2003, la propia nave fue estrellada deliberadamente contra el planeta una vez concluido su cometido, para evitar que una colisión incontrolada pudiera contaminar alguna de las lunas.

Así pues, en un planeta como Júpiter no podría surgir vida arrastrándose sobre el sustrato, como ocurrió en la Tierra. Pero al igual que aquí conocemos organismos pelágicos, que pasan sus vidas en la columna de agua del océano sin apenas tocar tierra, o aves como los vencejos, que jamás se posan en el suelo, ¿no sería posible que la atmósfera de un planeta gaseoso albergara formas de vida flotantes, que nacieran, vivieran y murieran suspendidas en el gas?

Esto fue precisamente lo que en 1976 propusieron el astrofísico y divulgador Carl Sagan y su colega Edwin Salpeter: un hipotético ecosistema en Júpiter en el que vivirían seres del tamaño de ciudades con forma de medusa llamados flotantes, junto con sus depredadores, los cazadores. Este precioso experimento mental de Sagan y Salpeter, recreado en este vídeo de la serie Cosmos, fue refutado años después cuando se descubrió que los nutrientes necesarios serían arrastrados hacia niveles inferiores de la atmósfera donde la presión sería demasiado alta para permitir la vida. Hoy muchos científicos aventuran que solo en un planeta rocoso hay posibilidades de que lleguen a desarrollarse organismos complejos. Así pues, debemos parte de nuestra existencia al hecho de pisar roca.

Insisto en esto último: pisar roca. Los humanos estamos adaptados a habitar solo la cara aérea de toda la masa del planeta. Somos seres superficiales, en sentido literal. Durante siglos se barajó la hipótesis de la Tierra Hueca, según la cual en el interior de nuestro mundo existían capas concéntricas de roca separadas unas de otras y que permitían alojar vida para nosotros desconocida. Incluso Edgar Allan Poe se apuntó a la teoría, y Jules Verne fantaseó sobre ella en su Viaje al centro de la Tierra. Hoy sabemos que las presiones y las temperaturas en el interior del planeta hacen insostenible la vida.

¿O no?

En los últimos años ha venido creciendo la investigación sobre la biodiversidad oculta que bulle debajo de nosotros y que es inmensa, tanto que sus cifras marean. Esta semana la revista Nature ha publicado una revisión sobre la vida del suelo y su importancia en la regulación de los ecosistemas terrestres. Según recogen Richard D. Bardgett y Wim H. van der Putten, de las Universidades de Manchester (Reino Unido) y Wageningen (Países Bajos) respectivamente, en cada centímetro cúbico de suelo hay entre 4.000 y 20.000 millones de bacterias. Otros expertos han esgrimido comparaciones que nos ayudan a apreciar las magnitudes. Hay 100 millones más bacterias en los océanos que estrellas en el universo. El número de especies bacterianas en una cucharada de suelo excedería el número total de especies de plantas en un país como Estados Unidos. En un comunicado, Bardgett afirma: «El suelo bajo nuestros pies sin duda representa el lugar más diverso de la Tierra. Las comunidades del suelo son extremadamente complejas, con literalmente millones de especies y miles de millones de organismos individuales en una sola pradera o bosque, desde bacterias microscópicas y hongos hasta organismos mayores como lombrices, hormigas y topos. A pesar de esta profusión de vida, la investigación ha desatendido el mundo subterráneo durante mucho tiempo». Y añade: «La investigación reciente sobre la biodiversidad del suelo ha revelado que las comunidades del subsuelo no solo juegan un papel principal en dar forma a la biodiversidad de las plantas y al funcionamiento de los ecosistemas, sino que también pueden determinar cómo responden a los cambios ambientales».

El gusano nematodo 'Halicephalobus mephisto', hallado a 3.600 metros de profundidad en una mina, es el organismo multicelular conocido que vive a mayor profundidad bajo el suelo. Imagen de Universidad de Gante / Gaetan Borgonie.

El gusano nematodo ‘Halicephalobus mephisto’, hallado a 3.600 metros de profundidad en una mina, es el organismo multicelular conocido que vive a mayor distancia de la superficie. Imagen de Universidad de Gante / Gaetan Borgonie.

Pero aún mucho más allá de la profundidad a la que podemos llegar con una pala, sigue habiendo un mundo vivo: un gusanito de medio milímetro llamado Halicephalobus mephisto, como el demonio, se ha encontrado a 3.600 metros de profundidad, y en el subsuelo oceánico viven bacterias bajo 1.700 metros de agua y 1.391 metros de corteza terrestre. Aún más: se han hallado posibles rastros de vida en rocas que un día estuvieron a 20 kilómetros bajo la superficie terrestre. Aún no sabemos cuál es el límite de la profundidad a la que puede o ha podido llegar la vida en este planeta. El conocimiento de esta biodiversidad en la sombra resulta desesperadamente inabarcable e inaccesible; aún es prácticamente un capítulo en blanco en el libro de la ciencia.

Algo que tenemos en común todos los seres vivos terrestres es que estamos hechos del mismo material. Somos roca, roca blanda y orgánica. Somos andamios de carbono con minerales pegados. Suele resumirse en que somos CHONPS (ya he dicho aquí que me gusta más SPONCH, aunque el mío no respeta el orden de proporciones); es decir, carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Estamos formados por átomos que antes de nuestra existencia eran un río, o un dinosaurio, o un guerrero mongol, o Frank Sinatra, o una montaña. Somos puro producto de reciclaje terrestre. Por mucho que las compañías de bebidas isotónicas nos amenacen con quedarnos sin minerales si no consumimos sus productos, o las de agua mineral con saturarnos de ellos si no tomamos lo que nos venden, lo cierto es que nuestro cuerpo sabe muy bien qué hacer con los compuestos que precisamos y los que nos sobran. Nos repartimos los minerales con las rocas de nuestra casa, tomamos de ellas los que necesitamos y devolvemos los que no nos hacen falta. Este gran secreto de la naturaleza se llama homeostasis, y funciona aunque no lo conozcamos. Y hasta ahora nos ha ido bien así.

Vayamos ahora al agua: ese intercambio puede producirse gracias a que también somos agua en un mundo de agua, y en el agua es como se deslizan los materiales que nos dan forma. Cierto que el agua permea todo el planeta, pero fijémonos solo en lo más visible. Desde nuestra perspectiva como seres superficiales y cortos de vista, el planeta Tierra es en realidad un planeta Agua, unas cuantas islas dispersas y perdidas sobre un mural de enormes océanos. Se diría que, ante la inmensidad y la casi insondable profundidad de los mares, hablar de una roca mojada parece confundir los términos, y que más bien deberíamos decir que vivimos en un charco espolvoreado de arena.

Pero no es así; también somos superficiales en un sentido no tan literal. Hagamos una sencilla cuenta. El diámetro de la Tierra es de unos 12.700 kilómetros, con el redondeo. El grosor de la corteza terrestre es de entre 5 y 50 kilómetros. Veamos qué sucede si reducimos la Tierra al tamaño de una manzana de, digamos, diez centímetros de diámetro. Resulta así que la corteza terrestre, en lugares como las regiones montañosas donde es más gruesa, a la escala de la manzana apenas tendría un espesor de 0,4 milímetros. Se suele comparar la corteza terrestre a la cáscara de una naranja, pero es una tremenda exageración; la realidad está más próxima a la piel de la manzana. Y en cuanto a los mares, incluso la fosa oceánica más profunda, la de las Marianas con sus 11 kilómetros, en la manzana solo equivale a 0,08 milímetros de espesor de agua; menos de la décima parte de un milímetro. Una fínisima pátina. No vivimos en el planeta Agua, sino en una manzana ligeramente humedecida. Así es este pálido punto azul, esta madre Tierra, esta canica azul, este cochino mundo. Esta roca mojada.