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¿Hora de enterrar para siempre a Hans Asperger, médico nazi?

El pediatra austríaco Hans Asperger (1906-1980), cuyo nombre se utiliza desde 1981 para designar un síndrome relacionado con los Trastornos del Espectro del Autismo (TEA), comenzó en 1938 a firmar sus diagnósticos con un «Heil Hitler«. De por sí, alguien podría argumentar que este hecho no es suficiente motivo para descalificar a Asperger: ¿quizá estaría obligado? ¿Pudo ser un trampantojo para mostrar una fachada aceptable ante el régimen nazi que le permitiera proteger a sus pequeños pacientes, como hacía Oskar Schindler cuando agasajaba a los jerarcas del III Reich?

Hans Asperger, circa 1940. Imagen de Wikipedia.

Hans Asperger, circa 1940. Imagen de Wikipedia.

Precisamente el caso de Schindler, si es que la película es fiel a la historia real, sirvió para popularizar a través del cine la figura del personaje con claroscuros frente a la dictadura de Hitler, lejos del clásico esquema de los buenos sin sombras y los malos sin luces. En aquel guion fluía maravillosamente la transición del personaje: desde el especulador sin remordimientos deseoso de lucrarse a costa de la guerra y el sufrimiento, al empresario interesado en defender a los suyos en pro de su propio beneficio, y finalmente al benefactor dispuesto a arruinarse por salvar una vida más.

Después de la Segunda Guerra Mundial y aparte de los juicios como los de Nuremberg, infinidad de personajes de la época fueron sometidos a escrutinio para determinar cuál había sido su relación real con el III Reich. Muchos salieron de aquel proceso legalmente exonerados pero con su reputación comprometida, como el director de orquesta Herbert von Karajan, muy representativo del caso del oportunista que prefirió mirar para otro lado: von Karajan no era nazi ni colaboró de ningún modo con el régimen, pero sí fue miembro del partido y se aprovechó de esta condición para edificar su carrera llevando su música por los países invadidos.

Esta ambigüedad tuvo su propio capítulo en el mundo de la ciencia. Es bien sabido cómo se hizo la vista gorda con el ingeniero Wernher von Braun y otros 1.600 científicos y especialistas nazis, reclutados después de la guerra por el gobierno de EEUU con sus expedientes limpios de polvo y paja. Pero quizá no tan conocido es el hecho de que algunas de las crueles investigaciones llevadas a cabo por los científicos con los prisioneros de los campos de concentración continuaron sirviendo después como referencias en ciertas líneas científicas.

Experimento de hipotermia con un prisionero en el campo de concentración de Dachau. Imagen de Wikipedia.

Experimento de hipotermia con un prisionero en el campo de concentración de Dachau. Imagen de Wikipedia.

Un ejemplo es el efecto de la hipotermia en el cuerpo humano. Con el fin de investigar cómo proteger a los pilotos de la Luftwaffe si caían derribados en el mar, los científicos nazis sumergían a los prisioneros en bañeras de hielo con uniforme de vuelo, cronometrando el tiempo que tardaban en morir. Durante décadas, estudios posteriores sobre esta materia han citado aquellas investigaciones, obviando el pequeño detalle de que los resultados se obtuvieron torturando hasta la muerte a los sujetos humanos.

De cuando en cuando, en los foros científicos resurge el debate sobre la necesidad de terminar de limpiar la ciencia de aquella herencia macabra. Y esta discusión concierne también a ciertos trastornos que aún hoy continúan llevando el nombre de médicos presunta o probadamente relacionados con el régimen nazi. Probablemente el más conocido de estos nombres es el de Asperger.

Pero ¿quién era Hans Asperger? ¿Era un Schindler, o al menos un mero von Karajan? ¿O era en realidad un médico nazi? Durante décadas su figura ha estado envuelta en una neblina de incertidumbre: “la literatura existente sobre el tema ha tendido a minimizar o pasar por alto cualquier implicación [con el régimen nazi], o incluso a postular que Asperger adoptó una posición de resistencia activa”, escribía el mes pasado en la revista Molecular Autism el historiador de la Universidad Médica de Viena (Austria) Herwig Czech.

Sin embargo, según muestra el trabajo de Czech, parece que la versión más ajustada a la realidad es la más terrible. A lo largo de un decenio, Czech ha desenterrado y analizado una vasta documentación sobre el pediatra austríaco que hasta ahora dormía en los archivos, además de reunir y repasar las diversas y a veces discrepantes fuentes ya conocidas. Y de su amplio estudio de 43 páginas se desprende un veredicto contundente. Según resume un editorial que acompaña al estudio de Czech, Asperger “no solo colaboró con los nazis, sino que contribuyó activamente al programa nazi de eugenesia enviando a niños profundamente discapacitados a la clínica Am Spiegelgrund de Viena”.

Am Spiegelgrund es uno de los nombres más infames en la historia de las atrocidades nazis. “Era una clínica que él [Asperger] sabía que participaba en el programa de eutanasia infantil del III Reich, donde se mataba a los niños como parte del objetivo nazi de crear por ingeniería eugenésica una sociedad genéticamente pura a través de la higiene racial y de la eliminación de las vidas consideradas una carga y no merecedoras de vivir”, prosigue el editorial. Como parte del programa de eutanasia Aktion T4, en aquella siniestra institución 789 niños murieron por gas, inyección letal o desnutrición, muertes que en los certificados oficiales se atribuían a la neumonía. La clínica conservó en tarros los cerebros de cientos de niños para su estudio.

Memorial en Viena por los niños asesinados por el régimen nazi en Am Spiegelgrund. Imagen de Haeferl / Wikipedia.

Memorial en Viena por los niños asesinados por el régimen nazi en Am Spiegelgrund. Imagen de Haeferl / Wikipedia.

La investigación de Czech no descubre, ni el historiador pretende alegar, que Asperger participara directamente en las muertes de aquellos niños. Pero con diagnósticos “marcadamente duros”, como calificar a un niño de “carga insoportable”, el pediatra recomendaba el internamiento de los pequeños en Am Spiegelgrund, donde sabía que muchos de ellos eran asesinados. La jerarquía nazi consideraba a Asperger «políticamente irreprochable» y un firme defensor de los principios de higiene racial, y su lealtad al régimen fue recompensada con progresos en su carrera.

Como conclusión principal, Czech señala: “A la luz de la evidencia histórica, la narrativa de Asperger como destacado oponente del Nacional Socialismo y valiente defensor de sus pacientes contra la eutanasia nazi y otras medidas de higiene racial no se sostiene”.

Por si no fueran pruebas suficientes, la publicación del estudio de Czech ha coincidido con la del libro de Edith Sheffer Asperger’s Children: The Origins of Autism in Nazi Vienna, que expone una tesis similar: “Asperger no solo estuvo implicado en las políticas raciales del III Reich de Hitler, sino que además fue cómplice en el asesinato de niños”.

Recientemente se ha informado de que en la nueva versión –que entra en vigor este mes– de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), una de las dos referencias globales utilizadas por la psiquiatría, desaparece definitivamente el diagnóstico de Síndrome de Asperger, pasando a fusionarse dentro de los TEA. Algunas personas diagnosticadas con Asperger van a echar de menos este epónimo, algo comprensible después de una vida acostumbrados a él. Pero la decisión adoptada por la OMS, que responde a motivos clínicos, va a evitar algo que para otros muchos sí puede ser una carga insoportable: llevar en su condición el nombre de quien mandaba a los niños al exterminio.

¿Debe una prueba de trastorno mental influir en las sentencias judiciales?

Esta mañana he podido escuchar cómo el primer tertuliano de radio de la temporada se transmutaba en psiquiatra experto para afirmar sin rubor ni duda que la ya asesina confesa de Gabriel Cruz es «una evidente psicópata». Lamentablemente, el tertuliano no ha detallado el contenido de sus análisis periciales ni las fuentes de su documentación, aunque algo me dice que probablemente estas últimas se resumirán en Viernes 13 parte I, II, III, IV, V y VI.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Sí, todos hemos visto películas de psicópatas, tanto como hemos visto películas de abogados. Pero lo único evidente es que solo los psiquiatras están cualificados para emitir un diagnóstico de trastorno mental, y que solo los juristas están cualificados para establecer cómo este diagnóstico, si llega a existir, influye en el dictamen de una sentencia de acuerdo a la ley.

El problema es que quizá la influencia de estos diagnósticos en las sentencias no siempre sea bien recibida o entendida por el público. Obviamente, el código penal no es una ley de la naturaleza, sino una construcción humana. El diagnóstico de un psiquiatra puede ser científico (sí, el filósofo de la ciencia Karl Popper alegaba que el psicoanálisis era una pseudociencia, aunque no creo que hoy pensara lo mismo de otros enfoques como la neuropsiquiatría), pero el papel del médico forense acaba cuando presenta su dictamen, y su impacto sobre la jurisdicción es una decisión humana; que no debería ser arbitraria, pero que en ciertos casos o para muchas personas puede parecerlo.

La Ley de Ohm es la misma aquí que en Novosibirsk, pero la ley de Ohm-icidios cambia en cuanto nos desplazamos unos cuantos cientos de kilómetros. Cuando se trata de crímenes tan atroces como el de Gabriel, hemos visto de todo: asesinos convictos con una frialdad glacial sin confesión ni arrepentimiento, pero también madres destrozadas al ser conscientes de la barbaridad que cometieron cuando mataron a sus hijos en la creencia de que iban a ahorrarles sufrimiento y llevarlos a «un lugar mejor». Imagino que a su debido tiempo los psiquiatras forenses deberán determinar si la asesina de Gabriel está afectada por algún trastorno o no, ya sea transitorio o permanente, y un posible diagnóstico podría influir en su sentencia. Pero esta influencia es algo que puede variar de un país a otro.

Si no he entendido mal, y que me corrija algún abogado en la sala si escribo alguna burrada, una parte de esta heterogeneidad de criterios se debe a las diferencias en los sistemas legales. España y la mayor parte del mundo se basan en el llamado Derecho Continental, en el que prima el código legal. Por el contrario, Reino Unido, EEUU, Australia y otros países de influencia británica se rigen por el Derecho Anglosajón (Common Law), en el que la jurisprudencia manda sobre la ley. Al parecer este es el motivo de esas escenas tan repetidas en el cine de abogados, donde la presentación del precedente del estado de Ohio contra Fulano consigue finalmente que el protagonista gane el caso cuando ya lo tenía perdido.

En concreto, en EEUU esta primacía de la jurisprudencia parece marcar diferencias en cómo jueces y jurados integran un diagnóstico de trastorno mental en sus sentencias. Un estudio publicado en 2012 en la revista Science llegaba a la conclusión de que una defensa basada en un diagnóstico de psicopatía es una «espada de doble filo»: algunos jueces lo interpretan como un atenuante porque el psicópata no es plenamente responsable de sus actos, mientras que otros lo aprovechan como agravante con el fin de que una condena mayor proteja a la sociedad del psicópata.

En concreto, los autores descubrieron que los 181 jueces de EEUU participantes en el estudio tendían a aumentar sus condenas a causa de un diagnóstico de psicopatía, pero se inclinaban a aliviar este aumento de la pena cuando se les explicaban las bases biológicas y neurológicas del trastorno mental. En España y según leo en webs jurídicas como aquí, aquí o aquí, además de lo que dice al respecto el Código Penal, los trastornos mentales actúan como atenuantes o eximentes.

En los últimos años parece existir además una tendencia hacia una mayor biologización de los diagnósticos de trastorno mental en el ámbito jurídico. En EEUU llevan ya unos años utilizándose los escáneres de neuroimagen para mostrar cómo un reo muestra ciertas alteraciones en su actividad cerebral que se asocian con determinados trastornos mentales.

En algunos juicios se han presentado también análisis genéticos de Monoamino Oxidasa A (MAO-A), un gen productor de una enzima cuya carencia se ha asociado con la agresividad en ciertos estudios. Estos argumentos también han llegado a Europa, donde ya han servido para aminorar algunas condenas cuando los estudios genéticos y de neuroimagen mostraban que el condenado estaba, según ha presentado la defensa y ha admitido el juez, genéticamente predispuesto a la violencia.

Pero aunque sea una práctica común y aceptada que un trastorno mental influya en una sentencia criminal, parece evidente que este enfoque no cuenta con la comprensión general. Y no solo por parte del público. En el estudio de Science, la coautora y profesora de Derecho de la Universidad de Utah Teneille Brown concluía: «A la pregunta de ¿influye esta prueba biológica [de un trastorno mental] en el dictamen de los jueces?, la respuesta es absolutamente sí; entonces eso nos lleva a la interesante pregunta: ¿debería?»

Para algunos la respuesta es no. En un análisis publicado en 2009 en la revista Nature, el genetista Steve Jones, del University College London, decía: «el 90% de los asesinatos son cometidos por personas con un cromosoma Y; hombres. ¿Deberíamos por esto dar a los hombres condenas más leves? Yo tengo baja actividad MAO-A, pero no voy por ahí atacando a la gente».

Pero para otros, en cambio, los estudios biológicos son una interferencia irrelevante que no debería influir en la consideración de un trastorno como atenuante; en un análisis relativo al estudio de Science, el experto en leyes y neurociencia Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, decía: «si la ley establece que una falta de control de los impulsos debe influir en la sentencia, ¿por qué debería importar si esa falta de control de los impulsos es producto de una causa biomecánica, psicológica, sociológica, astrológica o cualquier otra de la que el acusado no es responsable?»

Con independencia de si el trastorno debiera influir o no, como agravante o atenuante, podría parecer que pruebas como las genéticas al menos deberían ayudar a certificar el estado mental del sujeto en el momento del crimen. El pasado noviembre, el psicólogo criminal Nicholas Scurich y el psiquiatra Paul Appelbaum publicaban un artículo en la revista Nature Human Behaviour en el que notaban cómo «la introducción de pruebas genéticas de una predisposición a una conducta violenta o impulsiva está en alza en los juicios criminales».

Sin embargo, la aportación de la genética es cuestionable: los autores advertían de que esta tendencia puede ser contraproducente, ya que no existen pruebas suficientes de una vinculación directa entre ciertos perfiles genéticos y los comportamientos antisociales. «Aunque aún hay controversia, algunos juristas teóricos han sugerido que la genética del comportamiento y otras pruebas neurocientíficas tienen el potencial de socavar la noción legal del libre albedrío», escribían Scurich y Appelbaum.

En resumen, la polémica se sintetiza en una pregunta ya clásica: «¿la biología le obligó a hacerlo?» Parece que seguirá siendo un asunto controvertido, sobre todo porque toca materias muy sensibles, como la esperanza de unos padres destrozados de que se haga justicia con el asesinato de su hijo. ¿Hasta qué punto puede considerarse que una persona afectada por ciertos trastornos es responsable o no de sus actos? ¿Hasta qué punto deben estas condiciones influir en una sentencia judicial? Si hoy no creemos en el determinismo genético de la conducta, ¿tiene sentido seguir aplicando este concepto a la atenuación de penas? ¿Es una idea obsoleta? Ni la ciencia ni el derecho parecen tener todas las respuestas a unas preguntas que posiblemente vuelvan a resonar cuando se celebre el juicio de la asesina de Gabriel.

¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No siempre

¿Los niños tienen pene y las niñas tienen vulva? No: los machos tienen pene y las hembras tienen vulva. Que no es lo mismo. Los seres humanos con pene son machos (o hermafroditas), pero no en todos los casos niños u hombres. Y los seres humanos con vulva son hembras (o hermafroditas), pero no en todos los casos niñas o mujeres.

En España, e imagino que del mismo modo en otros países hispanohablantes, existe una frecuente confusión entre sexo y género. Muchas personas confiesan no aclararse entre ambos términos, o creen que «género» es una especie de invento ideológico. Nada más lejos de la realidad; pero hasta cierto punto es comprensible el embrollo, porque la confusión viene propiciada por un lamentable error lingüístico.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

Autobús de la campaña contra los transexuales. Imagen de 20Minutos.es.

En 1955, el sexólogo y psicólogo kiwiestadounidense (acabo de inventarme este término, pero «kiwi» se lo aplican los neozelandeses a sí mismos) introdujo la acepción de la palabra «género» (gender) para hacer referencia a la identidad sexual y a los roles sociales, diferenciando este concepto del referido al fenotipo de los caracteres sexuales primarios (genitales) y secundarios (pechos, vello corporal, etcétera). En inglés, male (macho) y female (hembra) se refieren al sexo, no al género, y se aplican con total naturalidad a las personas.

Por algún motivo que desconozco, en el idioma español hemos prescindido de los términos macho y hembra para referirnos a los seres humanos. Lo cual no solamente es equivocado, sino habitualmente estúpido: parece que hay quienes piensan que el uso de este término nos animaliza. Pero les voy a dar una noticia fresca: los Homo sapiens también somos animales.

Es más: la eliminación de estos dos términos es precisamente la causante de la confusión entre sexo y género. Cuando en un DNI u otro documento se especifica que el sexo de una persona es «varón/hombre» o «mujer», se está cayendo en un error que en muchos casos se convierte en una mentira con sello oficial. Lo único que estos documentos deberían hacer constar es si se trata de una persona de sexo masculino (macho) o femenino (hembra). No puede certificarse que alguien es varón o mujer sin tener en cuenta la identidad de género que la propia persona manifiesta. Y como sabe todo el que no pretenda esforzarse en no saberlo, en ciertos casos el sexo no se corresponde con el género.

¿Por qué?, tal vez pregunte alguien. Simplemente, porque forma parte de la variabilidad biológica natural del ser humano. En el caso más general, los humanos somos cromosómicamente XX (hembras) o XY (machos), lo que determina nuestro sexo por la anatomía de los genitales, y los caracteres secundarios a través de cascadas bioquímicas en las que también intervienen otros órganos del sistema endocrino.

Pero el género está en un órgano diferente, el cerebro. Que también es solo química, mientras nadie demuestre otra cosa. Hoy la mayoría de los científicos expertos coinciden en que la orientación sexual y la identidad de género también están biológicamente determinadas, como he contado antes aquí y en otros medios (recomiendo sobre todo leer este reportaje que aborda la cuestión en profundidad), aunque aún no se conozcan con precisión los mecanismos responsables, o si existen influencias epigenéticas y hormonales in utero además de las puramente genéticas.

Lo anterior es importante porque desmiente otro mito clásico: la orientación sexual y la identidad de género no dependen de la educación o el ambiente. Una mujer no es lesbiana porque su padre quisiera un niño y la llevara al fútbol, ni un hombre es homosexual porque su madre lo mimara mucho de pequeño o lo vistiera de rosa. También es erróneo hablar de «opción sexual»; «orientación» o «preferencia» pueden ser correctos, pero en la inmensa mayoría de los casos nadie opta; simplemente es quien es.

A propósito de lo anterior, recuerdo el caso de Michael Ferguson, neurocientífico y bioingeniero de la Universidad de Cornell (EEUU) con quien hablé para un reportaje. Ferguson optó por ser heterosexual, porque esta era la única opción tolerada por su religión, la mormona. No solamente se esforzó en convencerse a sí mismo, en salir con chicas y en aparecer ante todos como heterosexual, sino que incluso se enroló en presuntas terapias (obviamente fraudulentas) de reorientación sexual.

Naturalmente, nada de ello sirvió para otra cosa que provocarle angustia y desasosiego. Ferguson nunca ha dejado de ser homosexual; en cambio, es mucho más feliz desde que dejó de ser mormón. Aprendió a aceptarse a sí mismo, contrajo el primer matrimonio gay del estado de Utah y decidió prestar su experiencia, su apoyo y su voz a otras personas de la comunidad LGBT que puedan verse en trances parecidos al que él sufrió.

El determinismo biológico de la orientación sexual y la identidad de género no es algo que siempre guste a todos (aunque no por ello deja de ser cierto). Algunas personas LGBT temen que esta raíz biológica sea explotada por los sectores sociales más rancios para sostener proclamas de que la homosexualidad o la discordancia entre sexo y género podrían curarse. Y de hecho, como sabemos, esos sectores y esas proclamas existen.

Claro que la simple mención del verbo curar revela un punto de vista que no solo es intolerante, sino que además es erróneo. En las últimas décadas, la psiquiatría ha ido desclasificando de la categoría de trastornos las condiciones que simplemente son minoritarias, pero que en sí mismas no provocan daño a la propia persona ni a otras, como la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad o, más recientemente, las parafilias como el fetichismo o el sado. La edición actual del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, el texto de referencia empleado en todo el mundo, solo considera que existe un trastorno parafílico psiquiátrico cuando hay «consecuencias negativas para el individuo o para otros», como es el caso de la pedofilia.

Por lo tanto, hoy ni la psiquiatría ni la biología consideran que las orientaciones sexuales minoritarias o las discordancias de género y sexo sean otra cosa que parte de la variabilidad biológica natural, del mismo modo que una minoría de la población tenemos, por ejemplo, tubérculos de Darwin en las orejas.

Pero claro, a los que tenemos tubérculos de Darwin nadie nos persigue o nos margina por ello, ni trata de curarnos. Hablar de una cura de algo que es pura diversidad humana sin ningún daño para nadie es justo lo que pretendía el doctor Josef Mengele al inyectar tintes azules en los ojos oscuros de los niños judíos. Lo único que necesitan las personas LGBT es, como otras minorías en riesgo, el apoyo de la sociedad contra la ignorancia de los peores ignorantes, aquellos que no saben que lo son. Y que creen que los engañados son los otros.

(Nota: al colocar la imagen en este artículo he descubierto que, irónicamente, las dos últimas frases de la campaña del autobús son inobjetablemente ciertas. «Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo». En efecto, es así; claro está, con independencia de tu fenotipo sexual.)

Star Wars, psicopatología en una galaxia muy, muy lejana

Imagino que hay que tener el sesgo mental de quien dedica la mayor parte de su tiempo a las cosas de la ciencia para apreciar esta paradoja: ¿cómo una saga de películas empeñada en desgranar una tan meticulosa coherencia argumental puede caer al mismo tiempo en una tan monstruosa incoherencia con la realidad?

Kylo Ren en Star Wars Episodio VII. Imagen de 20th Century Fox.

Kylo Ren en Star Wars Episodio VII. Imagen de 20th Century Fox.

Ya, ya. Que sí, que todos conocemos el propósito declarado de George Lucas desde el comienzo de la serie en ignorar deliberadamente y por completo las leyes científicas. Pero veámoslo de este modo: no son «las leyes científicas». Es simplemente la realidad; pero como la del espacio es una realidad que no experimentamos a diario, lo etiquetamos como «las leyes científicas» y lo dejamos aparte, como una preocupación de empollones puntillosos.

Dicho de otro modo: imaginemos que, en una película, una persona cae al vacío desde el piso 65 y queda ilesa, sacudiéndose el polvo de la camisa al levantarse del suelo. No lo admitiríamos ni en una de James Bond. Nadie piensa en leyes científicas, sino en un simple absurdo argumental. Pero lo que está en juego es la gravedad, la misma que en Star Wars sí nos parece lícito saltarse a la torera constantemente sin que nadie se mese los cabellos.

Y sabiendo todo esto, no dejamos de mirar y remirar la ciencia o la anticiencia de la saga, con mucho más de lo segundo que de lo primero. En una entrevista publicada hace unos años por la Agencia Sinc y firmada por Marta Palomo, el escritor, editor y profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya Miquel Barceló ponía como ejemplo la secuencia del Halcón Milenario en el campo de asteroides en El imperio contraataca, que contiene 14 errores científicos en menos de dos minutos.

Como otros periodistas de ciencia, yo también he escrito al menos un par de reportajes sobre la ciencia y anticiencia de Star Wars, aquí y aquí, además de comentar aquí el año pasado, con el estreno de El despertar de la Fuerza, cómo un intento de enredar el guión en una jerigonza científica a propósito de los cascos de los Stormtroopers había salido como tiro por la culata.

Y es que a pesar de todo, Star Wars nos encanta. En contra de lo que podría parecer, no solo la ciencia ficción sesuda y rigurosa inspira a los científicos, sino que también se dejan seducir por el universo de Lucas: en este artículo, la ingeniera de la NASA Holly Griffith contaba cómo fue la figura de la princesa Leia la que inspiró su elección profesional. Los profesores de ciencias, desde la enseñanza secundaria a la universidad, encuentran en sus episodios una manera amena y divulgativa de ilustrar principios científicos.

Pero cuando se habla de la ciencia de Star Wars, siempre se piensa en física e ingeniería. Y sin embargo, no solo físicos e ingenieros han recurrido a la saga en sus publicaciones profesionales. Con el triste adiós a Carrie Fisher y el estreno de la (magnífica, para mi gusto) Rogue One, he reunido esta pequeña lista de cinco estudios o artículos que tiran del material de Star Wars en un contexto más insospechado, el de la psicología y la psiquiatría.

1. Star Wars como mito: ¿una cuarta esperanza? (Psychoanalytic Review, 1987)

En 1987, con la primera trilogía de Star Wars ya completada y sin la segunda aún en el horizonte, los psicólogos Lucia Villela-Minnerly y Richard Markin publicaban un artículo en el que interpretaban la historia de Star Wars como una versión del mito de Edipo.

2. ¿Sufre Anakin Skywalker un trastorno límite de la personalidad? (Psychiatry Research, 2011)

Psiquiatras del Hospital de la Universidad de Toulouse (Francia) defienden que Anakin Skywalker/Darth Vader cumple seis de los nueve criterios de diagnóstico de trastorno límite de la personalidad. «Presenta impulsividad y dificultades para controlar su ira, alternando entre idealización y devaluación (de sus mentores Jedis). Con un miedo permanente a perder a su mujer, hace esfuerzos frenéticos para evitar su abandono y va tan lejos como para traicionar a sus antiguos compañeros Jedis». Los autores sugieren que este ejemplo puede servir para explicar los síntomas de este trastorno, y que este rasgo de Anakin «puede en parte explicar el éxito comercial de estas películas entre los adolescentes».

3. La ilusión de la introducción de Star Wars (i-Perception, 2015)

El psicólogo Arthur Shapiro, de la Universidad Americana de Washington (EEUU), ha creado una versión alternativa de la famosa Ilusión de la Torre Inclinada. Esta última, descubierta por investigadores de la Universidad McGill de Canadá y distinguida en 2007 con el premio a la mejor ilusión del año, consiste en que el ojo ve distinta inclinación en dos imágenes idénticas de la Torre de Pisa situadas lado a lado. Shapiro demuestra una ilusión óptica similar con los famosos textos volantes que aparecen al comienzo de todas las películas de Star Wars.

Ilusión de la Torre Inclinada. Imagen de Kingdom, Yoonessi & Gheorghiu.

Ilusión de la Torre Inclinada. Imagen de Kingdom, Yoonessi & Gheorghiu.

La ilusión de la introducción de Star Wars. Imagen de Shapiro / i-Perception.

La ilusión de la introducción de Star Wars. Imagen de Shapiro / i-Perception.

4. Psicopatología en una galaxia muy, muy lejana (Academic Psychiatry, 2015, artículos uno y dos)

En diciembre de 2015, los psiquiatras Susan Hatters-Friedman (Universidad de Auckland, Nueva Zelanda) y Ryan Hall (Universidad de Florida Central, EEUU) analizaban en dos artículos consecutivos lo que definían como «un vasto conjunto» de psicopatologías en los personajes de Star Wars, tanto en los buenos como en los malos. En el Lado Oscuro destacaban la presencia de «rasgos de personalidad límite y narcisista, psicopatía, trastorno por estrés postraumático, riesgo de violencia hacia la pareja, fases de desarrollo y, por supuesto, conflictos edípicos». Pero los héroes también tienen lo suyo: «histrionismo, trastorno obsesivo-compulsivo y rasgos de personalidad dependiente, trastornos psiquiátricos perinatales, esquizofrenia prodrómica, seudodemencia, lesiones del lóbulo frontal, juego patológico e incluso fingimiento de enfermedad».

5. ¿Puede Kylo Ren redimirse? Nuevas posibles lecciones de Star Wars Episodio VII (Academic Psychiatry, 2016)

Anthony Guerrero (Universidad de Hawái, EEUU) y Maria Jasmin Jamora (Fundación de la Piel y el Cáncer, Manila, Filipinas) se preguntan si en episodios sucesivos habrá posibilidad de redención para el villano Kylo Ren después de matar a su padre Han Solo, tal como Darth Vader logró redimirse en El retorno del Jedi. Los dos expertos reflexionan sobre el caso como ejemplo para psiquiatras y educadores a la hora de afrontar el tratamiento de personas que hayan caído en el Lado Oscuro, sobre todo aquellas que cometen actos de violencia contra su propia familia. Sin embargo, hay un problema: en el artículo, publicado el pasado agosto, los autores sugerían que un factor crucial para la redención de Kylo Ren podía ser su madre. Pero por desgracia, Leia ya no podrá estar presente en el Episodio IX.

¿Saben aquel de la señora que es ciega, pero que ve si cambia de personalidad?

La pasada semana, Mariano Rajoy y Pablo Iglesias se reunieron en secreto para concretar el pacto de gobierno que Podemos y el PP firmarán después de las elecciones con vistas a sumar entre ambos una mayoría absoluta parlamentaria.

Tranquilos, no me he vuelto loco. Estoy seguro de que ninguno de ustedes ha creído una palabra de lo anterior. Ningún lector concedería la menor veracidad a una historia semejante y ningún medio se haría eco de ella. Incluso si yo osara insistir en que es cierta y presentara documentos para avalarlo, estos serían cuestionados y analizados antes de llegar a otorgarles la más mínima credibilidad; y si algún medio se atreviera a mencionar el asunto, lo haría con todas las reservas y salvaguardas. Todo ello, porque sencillamente va en contra de la lógica política, de las reglas del juego e incluso de nuestra experiencia del mundo real.

Entonces, ¿por qué no hacemos lo mismo en cuestiones de ciencia? Hoy recojo aquí un tema que me sopló por teléfono una informante muy próxima, y que de buena mañana me hizo reventar las legañas en las comisuras de los ojos: cuentan por ahí la historia de una señora que es ciega, pero que tiene (podríamos decir, la enorme ventaja de disponer de) personalidades múltiples, y con algunos de esos avatares goza de una visión que ni el mismísimo Afflelou.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Imagen de Garretttaggs55 / WIkipedia.

Una vez que he dominado las legañas, me entrego a internet y compruebo que, en efecto, bastantes medios están dando cuenta de la historia. Resumiendo: una mujer de 37 años identificada por las siglas B. T. sufrió un accidente hace años tras el cual fue perdiendo la vista hasta quedar completamente ciega. Resulta que la señora alberga dentro de su ser hasta diez personalidades distintas. Mientras estaba sometida a tratamiento, sus doctores descubrieron que, cuando toma el mando alguna de esas personalidades, recupera la visión. Los médicos midieron la actividad eléctrica en el córtex visual y comprobaron que existe o no, según que en ese momento la piel de la señora la ocupe una personalidad u otra, por lo que los doctores concluyen que existe un gating, una especie de control que deja pasar la señal desde el nervio óptico hasta el centro visual del cerebro alternativamente en función de cuál de los personajes esté pilotando. Todo ello se ha publicado en una revista llamada PsyCh Journal.

El problema que pretendo resaltar aquí es que, en cualquier medio que se pretenda serio, una información como esta no puede ofrecerse de manera totalmente acrítica, como ha estado ocurriendo. Si no estoy equivocado, la información apareció primero en la versión española de la BBC. El medio británico goza de un bien ganado prestigio en periodismo de ciencia. Pero curiosamente, la noticia solo aparece en la versión española.

Lo cierto es que la mayoría de los principales medios no han publicado la noticia, muy probablemente guiados por el criterio de que, cuando una historia es muy dudosa y no se tienen argumentos al respecto, lo mejor es mirar para otro lado. Tampoco es la postura más loable; al fin y al cabo se trata de un estudio publicado en una revista científica que describe un caso inédito en la historia de la ciencia, y si lo que dice fuera cierto, sus implicaciones serían revolucionarias.

Si fuera cierto. Pero claro, hay varios indicios sospechosos. Primero, el estudio se publica en una revista china de psicología. La única revista china de psicología de difusión internacional. ¿Por qué un hallazgo como este, jamás descrito antes en la literatura científica y radicalmente novedoso, no se publica en una de las primeras revistas médicas del mundo? ¿Será tal vez que ninguna de ellas se dignaría (¿se ha dignado?) siquiera a solicitar más experimentos a sus autores?

Segundo, y más extraño todavía, en el estudio aparece una nota aclarando que el trabajo es la traducción de otro anterior, lo cual es algo decididamente inusual y estrambótico. Quizá es solo una curiosa coincidencia, pero últimamente se diría que algunas revistas chinas de nueva creación o de reciente internacionalización están publicando estudios sospechosamente llamativos, como he comentado aquí anteriormente. Una revista científica no deja de ser un negocio, y muy rentable. Un estudio discutible y discutido genera visibilidad, difusión y dinero; ningún medio estaría refiriéndose a una revista china llamada PsyCh Journal si no fuera por este trabajo.

Tercero, el estudio asegura que la ceguera de la mujer es psicogénica, no fisiológica; es decir, que no existe ningún daño en sus ojos ni en su cerebro, que los médicos que diagnosticaron anteriormente su caso habían dado por hecho que debía de tener una lesión en el córtex visual al no haber encontrado otra posible causa, y que se habían equivocado. ¿En serio los médicos mandaron a su casa a una mujer que ha perdido la vista sin comprobar si, efectivamente, tenía una herida en el cerebro, simplemente suponiéndolo?

Cuarto, un viejo adagio en ciencia afirma que resultados extraordinarios requieren pruebas extraordinarias. En un caso como este los autores, Hans Strasburger y Bruno Waldvogel, deberían haber sometido a la mujer a infinidad de pruebas adicionales más allá de un simple test de salón de la actividad eléctrica en el córtex visual. Aún más, deberían haber reclutado la colaboración de otros expertos para que examinaran el caso desde distintos ángulos y replicaran independientemente sus propias mediciones. La pobre señora B. T. ya tiene bastante sufrimiento con su situación. Pero o se investiga hasta el final, o nada de esto resulta significativo de cara a su mejora.

Desde un punto de vista más general, si esto es tan difícil de creer como lo de Iglesias y Rajoy es por varias razones relativas a lo que la ciencia conoce hasta ahora, o no conoce. En primer lugar, dar por hecho que la señora tiene personalidades múltiples ya es pasarse de frenada. El anteriormente conocido como desorden de personalidad múltiple, hoy llamado Trastorno de Identidad Disociativo, ha dado grandes momentos al cine, desde Norman Bates y su madre hasta John Cusack encerrado en un motel con todos sus avatares. Pero muchos psiquiatras dudan de que realmente exista. Es, como mínimo, un trastorno controvertido. El hecho de que figure en la biblia de la psiquiatría, el Manual Estadístico y Diagnóstico de Desórdenes Mentales (DSM), no es suficiente aval para muchos profesionales; el director del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos, Thomas R. Insel, reprochó al manual su «falta de validación científica».

Las razones que esgrimen muchos especialistas para mantenerse escépticos es que el susodicho TID se ha probado falso en muchos pacientes. El trastorno se puso de moda en Estados Unidos en los años 80 a través de una oleada de casos que inspiraron la última película de Alejandro Amenábar, Regresión, y que se conocieron como Abuso Ritual Satánico (ARS) (recientemente escribí un reportaje sobre el tema). En los casos más mediáticos y llamativos se demostró que nunca existieron tales abusos y que el trastorno fue iatrogénico, es decir, provocado por la propia terapia. Dicho de otro modo, eran recuerdos implantados por los terapeutas. Y los más críticos suelen arrojar la sospecha de que quienes fundaron este trastorno y se especializaron en su tratamiento amasaron enormes cantidades de dinero gracias a él.

No solo el trastorno que Strasburger y Waldvogel dan por hecho es dudoso para muchos especialistas. La relación entre cognición y percepción, como la que parece justificar la dualidad de B. T. entre ciega y vidente, también ha alimentado mucho debate científico. Algunos estudios afirman, por ejemplo, que el hecho de llevar una mochila pesada a la espalda influye en nuestra percepción de las distancias a recorrer o de la inclinación de las pendientes (una revisión reciente aquí), o que la tristeza altera cómo vemos los colores. Pero estos resultados han sido duramente descalificados por otros expertos. Y aunque se han descrito anteriormente otros casos de ceguera sin ningún defecto fisiológico aparente, el concepto de enfermedad psicogénica tampoco goza de aceptación unánime.

En un caso como el de esta señora, la postura natural para un científico debería ser la de partir de la hipótesis nula, y abandonarla solo cuando una avalancha de pruebas se empeñara en gritarle al oído que no es válida. Por ilustrarlo con un ejemplo extremo, existe un trastorno llamado Síndrome de Cotard, cuyos afectados creen estar muertos. Si una persona entra en la consulta de un psiquiatra y la toma de contacto lleva al médico a sospechar que el paciente cree haber fallecido, nunca se le ocurriría practicarle un electroencefalograma para refutarlo. Pero si lo hiciera, ni siquiera un EEG plano llevaría al psiquiatra a considerar que está tratando a un zombi, antes de haber descartado absolutamente todas las hipótesis alternativas.

¿Y cuáles son? En primer lugar, la más obvia: que la señora esté fingiendo. Repasando la bibliografía científica, parece que algunas investigaciones demuestran la posibilidad de engañar a la máquina en los ensayos de potencial evocado como el que los investigadores han empleado con la paciente (por ejemplo aquí, aquí y aquí). Incluso en los casos en que se asegura que este análisis es en general fiable, los expertos sugieren que los resultados deben evaluarse en el contexto de un examen clínico más amplio. O en otras palabras, que no bastan para decidir fehacientemente si alguien ve o no ve.

Los expertos apuntan como uno de los defectos de estos ensayos que a veces la señal del potencial –es decir, la reacción de la corteza visual del cerebro– puede aparecer desfasada respecto al estímulo –el momento en que el ojo ve–; bien por una interferencia inducida por el método de medición, o bien por una deformación voluntaria de la señal provocada por el propio sujeto del experimento. Si este último fuera el caso de B. T., el resultado podría estar enmascarando una señal positiva en las situaciones en las que supuestamente es incapaz de ver.

Una de las posibles maneras de engañar a la máquina aparece de hecho mencionada en el estudio. Los autores apuntan la hipótesis de que algunas personas sean capaces de desenfocar voluntariamente la visión hasta el punto de anular la respuesta cerebral. Strasburger y Waldvogel no han refutado esta posibilidad. Como mínimo, habría sido lógico que extendieran su estudio para comprobar con otros sujetos si este efecto puede lograrse de forma voluntaria en las mismas condiciones experimentales.

En resumen, el caso es insólito e interesante, pero de acuerdo a la literatura publicada aún parecen quedar por delante muchas preguntas antes de afirmar a la ligera que una paciente con personalidades múltiples es ciega o vidente, según. Y en cualquier caso los medios no deberían tener miedo a informar de historias como esta, siempre que se haga desde un planteamiento crítico y escéptico.