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Esto es lo que hizo Margarita Salas, y este es el reconocimiento que nunca se le dio

Esta semana conocíamos la triste noticia del fallecimiento de Margarita Salas, bioquímica y bióloga molecular, probablemente la científica más importante en toda la historia de España, al menos hasta los comienzos de este siglo; existen ahora otros numerosos ejemplos brillantes de investigadoras con carreras ya distinguidas por grandes logros y aún con mucho recorrido por delante.

Comprensiblemente, en estos días los medios se han centrado de forma preferente, a veces casi exclusiva, en la cuestión de género: cómo Salas sufrió discriminación en épocas anteriores por su condición de mujer y cómo su trayectoria ha servido de escaparate para visibilizar el trabajo de las mujeres científicas y de modelo para presentar a las niñas en esa difícil etapa de la elección de carrera.

Nunca está de más recordar esto. Es necesario promocionar el trabajo de las mujeres investigadoras y seguir insistiendo en fomentar la vocación por la ciencia entre las niñas. Y sin duda también en la ciencia quedan sexismo y barreras por demoler.

Margarita Salas en 2011, recibiendo el doctorado honoris causa por la UNED. Imagen de honoris023 / Wikipedia.

Margarita Salas en 2011, recibiendo el doctorado honoris causa por la UNED. Imagen de honoris023 / Wikipedia.

Pero dejarlo aquí sería hacer un demérito al perfil de Salas o reducir su figura a la de una pancarta, a la de alguien que solo destacó por lo que dijo (lo cual sería admisible en quienes solo se dedican a decir). No es así: Margarita Salas no era una activista, sino una científica. Destacó por lo que hizo, no por lo que dijo. Y tanto su trabajo como su legado se abrieron paso simplemente por su importancia y su calidad, no por el hecho de que en algún momento haya resultado oportuno ondear una bandera concreta.

Dicho de otro modo, la importancia de su trabajo y de su legado es independiente del hecho de que fuera mujer u hombre. E incluso considerando que el éxito de su carrera haya tenido un mérito mayor por el hecho de haber sido mujer en una época de ciencia dominada por hombres, en la ciencia no cuenta el mérito; solo los resultados, que se acaban abriendo paso.

Anteriormente he contado aquí la historia de Jocelyn Bell Burnell, la astrofísica primero ignorada por el Nobel y después ampliamente reconocida. Algunos trataron de convertirla en una bandera; ella no se dejó, porque eran sus resultados lo único que podía colocarla en el lugar que merecía. Esto es ciencia, no política. Y para quienes piensan que la política debería introducirse en la ciencia, este es un claro argumento en contra.

En cuanto al legado de Margarita Salas, ha sido omnipresente para todos los que nos hemos dedicado a la biología molecular. Un servidor lleva ya décadas sin coger una pipeta, pero en aquellos tiempos era habitual encontrarse continuamente con Margarita Salas a través de sus exbecarios (trabajé con alguno de ellos) y los exbecarios de sus exbecarios. Formó a varias generaciones de científicos y científicas, que salían preparados para dirigir muchos de los mejores grupos del país. Ser exbecario de Margarita era casi el mejor argumento que podía presentarse en un currículum. Ella era como un hub de la biología molecular española. Y a pesar de ello nunca cayó en el divismo; era afable, cordial, sencilla.

En cuanto a su trabajo, los medios ya han resaltado la enorme rentabilidad de sus patentes. Pero esto tampoco le hace justicia. Para comprender lo que hizo y su importancia, hay que contar que en 1993 un norteamericano loco (muy loco) llamado Kary Mullis ganó el premio Nobel por inventar una técnica llamada Reacción en Cadena de la Polimerasa, o PCR.

En cierto modo, la PCR es algo parecido a un microscopio: amplifica algo que no podemos apreciar directamente por su pequeño tamaño. El microscopio nos ofrece una imagen magnificada de algo minúsculo, mientras que la PCR produce muchas copias de ese algo para que podamos detectarlo, estudiarlo y trabajar con ello. Lo que amplifica la PCR es el ADN presente en una muestra. Para hacer copias de un ADN es necesario disponer de una enzima fotocopiadora llamada ADN polimerasa. Existen muchas de estas, cada especie tiene la suya propia, y la clave del método de Mullis fue encontrar una que hacía exactamente lo que se necesitaba. Gracias a la PCR hoy existe la genómica; por ejemplo, pudo secuenciarse el genoma humano.

En 1989, pocos años después de que Mullis inventara la PCR (1983), Margarita Salas y sus colaboradores descubrieron una nueva ADN polimerasa en el fago Φ29. Un fago es el diminutivo de un virus bacteriófago, llamado así porque infecta a las bacterias, no a otras especies como nosotros. Los fagos son seres (si vivos o no, es una eterna polémica en biología) muy simples y es sencillo trabajar con ellos en el laboratorio. Y en cuanto a esto, Φ, es la letra griega Phi («fi«).

La ADN polimerasa del Φ29 resultó tener unas propiedades muy interesantes. Con el tiempo llegó a utilizarse para desarrollar una técnica alternativa a la PCR llamada Multiple Displacement Amplification (MDA), o Amplificación por Desplazamiento Múltiple. La MDA hace básicamente lo mismo que la PCR, pero tiene ciertas ventajas frente a algún inconveniente.

Entre las primeras, produce cadenas de ADN más largas con menos errores, por lo que es especialmente apropiada para muestras muy escasas –como el ADN de una sola célula– donde interesa amplificar fragmentos largos sin errores –por ejemplo, genes humanos donde puede haber una mutación de una sola letra del ADN–. Entre los segundos, cuando en una muestra hay dos versiones del mismo ADN ligeramente diferentes –por ejemplo, las dos copias de un gen que hemos recibido de papá y mamá–, la polimerasa del Φ29 tiene una molesta tendencia a amplificar una de ellas y olvidarse de la otra.

En los últimos años, la MDA se ha convertido en una verdadera alternativa a la PCR, utilizándose extensamente para amplificar y leer genomas completos, incluso de una sola célula. Entre sus usos destacan la detección de mutaciones causantes de enfermedades genéticas o las pruebas forenses de ADN; lo que hace el CSI. Pero no olvidemos que frente a estos usos más populares, las técnicas de amplificación de ADN son lo que hoy sostiene toda la investigación en genética y biología molecular en todo el mundo; siempre que oigan o lean sobre un nuevo avance biomédico, casi seguro que se ha podido llegar a él gracias al uso intensivo de las técnicas de amplificación de ADN.

Así pues, ¿habría merecido un Nobel el trabajo de Margarita Salas? Bueno, en su momento la PCR ofreció la posibilidad de hacer fácilmente cosas que hasta entonces no podían hacerse o era demasiado laborioso, y a eso fue Mullis quien llegó primero. Una segunda técnica alternativa no suele llevarse un Nobel. También debe tenerse en cuenta que el desarrollo de la MDA fue un trabajo de varios grupos a lo largo del tiempo, aunque también hubo otros implicados en la invención de la PCR que, como siempre ocurre con los Nobel, se quedaron sin premio. Pero mientras que la PCR es una técnica ya veterana, la MDA está en crecimiento, y se han destacado sus aplicaciones en campos relativamente nuevos como la biología sintética. Como mínimo, lo que sí puede decirse es que su trabajo está a la altura de un Nobel.

De lo que no puede caber la menor duda es de que, por muchos galardones y reconocimientos que haya recibido en vida, Margarita Salas era sobrada acreedora de un premio que nunca se le concedió: el Príncipe/Princesa de Asturias.

En estos premios irregulares, el fallo del jurado a veces es un fallo garrafal; por ejemplo, cuando se otorgó a las creadoras del sistema de edición genómica CRISPR olvidando a quien descubrió aquello que lo hizo posible, el español Francis Mojica. En otros casos los fallos parecen venir motivados por criterios no estrictamente científicos (dejando aparte el de la nacionalidad, que se supone). E incluso teniendo en cuenta que en dicho jurado se ha sentado alguna persona que le debe mucho a Margarita Salas, la más importante científica del siglo XX en España nos ha dejado sin haber recibido el máximo galardón que se concede a la ciencia en este país. Los premios no se hacen grandes por quien los concede, sino por los premiados.

Para variar, un gran premio reconoce la ciencia del futuro, no la del pasado

En general, los fallos de los jurados de los grandes premios de ciencia suelen dejarme con una sensación parecida a cuando te equivocas al marcar el código en la máquina de vending y, en lugar de Fanta de limón, te sale de naranja. No es que la naranja merezca el menor reproche; pero en ese momento, y desde tu punto de vista meramente personalísimo, se terciaba limón, se esperaba limón, el mundo olía a limón.

Dicho sin metáforas idiotas: no es que los habitualmente galardonados carezcan de méritos para arrogarse el derecho al premio. Pero un primer problema con las grandes distinciones científicas, como el Nobel o el (ahora) Princesa de Asturias, es que en muchos casos parecen llegar a destiempo, demasiados años después de la época en que una contribución ya había demostrado su inmenso potencial, y en una época en la que es otra contribución diferente, que tal vez resulte premiada dentro de 20 años, la que está demostrando su inmenso potencial.

Es decir, que a menudo llegan tarde. Es innegable que suele requerirse un tiempo de consolidación para apreciar el impacto de los descubrimientos y las innovaciones científicas. Pero en muchos casos las razones para que el premio se decante hacia un hallazgo concreto parecen depender de inclinaciones también personalísimas de los miembros del jurado, que quizá están a setas cuando otros están a Rolex, como en el chiste. ¿Premiarán un descubrimiento de hace 20 años? ¿De hace 28? ¿De hace 37?

Por una vez, el premio Princesa de Asturias ha dado en todo el medio premiando el hallazgo y desarrollo de una tecnología revolucionaria actual. La biotecnología CRISPR/Cas9 es una de las cosas más excitantes que están ocurriendo en los laboratorios ahora mismo: comenzó a emplearse en 2012. A alguno le molestará que me cite a mí mismo, pero uno no tiene por qué esconderse cuando acierta, sobre todo si tampoco lo hace cuando se equivoca: hace un mes, escribí que «las aplicaciones de CRISPR/Cas9 son tan incontables que el hallazgo podría valer un Nobel».

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Jennifer Doudna (derecha) y Emmanuelle Charpentier, en la gala de entrega de los Breakthrough Prizes, el 9 de noviembre de 2014 en el Centro Ames de la NASA en Mountain View (California). Imagen de Breakthrough Prize.

Esta semana se ha anunciado que la estadounidense Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, y la francesa Emmanuelle Charpentier, del Centro Helmholtz para la Investigación de la Infección (Alemania), ambas creadoras de la tecnología CRISPR, son las ganadoras del Princesa de Asturias de Investigación Científica 2015. Para las dos investigadoras, los 50.000 euros del premio español serán una propina después de haber recibido el pasado noviembre los tres millones de dólares del Breakthrough Prize de Ciencias de la Vida, un galardón internacional instaurado por los magnates de Google, Facebook y Alibaba, entre otros. Pero tal vez el Princesa de Asturias sea un hito más en ese fulgurante camino hacia el Nobel que ya pocos pondrán en duda.

Ya expliqué anteriormente en qué consiste esta tecnología y por qué es tan trascendental para la biología: el sistema CRISPR es a los biólogos moleculares lo que el instrumental quirúrgico a los cirujanos. A falta de la máquina de miniaturización del profesor Frink, para cortar, pegar, cambiar y editar los genes a voluntad los científicos necesitan herramientas minúsculas, a la misma escala molecular que la propia cadena de ADN. A lo largo de las décadas, los investigadores han ido descubriendo y produciendo herramientas cada vez más sofisticadas, pero ninguna alcanzaba el potencial, la versatilidad y la precisión de un sistema que Doudna y Charpentier desarrollaron a partir de un mecanismo presente en las bacterias.

En el artículo al que me he referido más arriba, donde expliqué someramente el sistema, la percha era la publicación del primer intento de aplicar una edición genómica embrionaria en humanos. Es decir, corregir genes en un embrión, una línea de investigación que algún día podría acabar con las llamadas enfermedades raras, dolencias congénitas hereditarias cuyos genes responsables están identificados. Pero como ya comenté, el sistema aún requiere perfeccionamiento.

De ahí la oportunidad del premio: es una tecnología aún en desarrollo, pero con un futuro enormemente prometedor. Si hoy Michael Crichton volviera a escribir Parque Jurásico, la herramienta que emplearían sus protagonistas para recrear los genomas de los dinosaurios sería CRISPR. Si alguien se planteara clonar a los neandertales o a los mamuts (y hay quien se lo plantea), emplearía CRISPR. En el futuro, es posible que CRISPR consiga resucitar una de las grandes promesas fallidas de la biomedicina, la terapia génica. Por no mencionar las incontables aplicaciones que a diario se le explotan en los laboratorios de ciencia básica y de desarrollo biotecnológico. Es un hallazgo vivo y plenamente vigente; casi más que el hoy, es el mañana de la ciencia.