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Esta niña estuvo muerta dos horas, y hoy lleva una vida normal

En febrero de 2016, la madre de Eden Carlson estaba tomando una ducha en su casa de Fayetteville, Arkansas (EEUU), sin saber que aquel rato rutinario de aseo iba a cambiar su vida trágicamente. La pequeña de dos años, al parecer una auténtica exploradora y escapista, burló la valla antibebés, abrió la pesada puerta de su casa y caminó por el jardín hasta caer a la piscina. Cuando su madre la encontró, llevaba 15 minutos flotando en el agua, sin vida.

Eden Carlson, antes del accidente. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, antes del accidente. Imagen de YouTube.

De inmediato, la madre le practicó Reanimación Cardiopulmonar (RCP), sin éxito. Eden fue trasladada al Centro Médico Regional Washington de su ciudad, donde los médicos comprobaron que no tenía latido cardíaco ni pulso, no respiraba, tenía las pupilas fijas y dilatadas y una temperatura corporal de 28,9 °C. En la Escala de Coma de Glasgow, que suma las puntuaciones del grado de respuesta según tres criterios diferentes, era un 3, el equivalente a la muerte.

Pero los médicos se resistían a perderla. Por fin, después de casi dos horas de resucitación y 17 inyecciones de epinefrina, el corazón de la niña volvió a latir. Una vez estabilizada, fue trasladada por aire al Hospital Infantil de Arkansas, en Little Rock, donde los médicos encontraron un panorama devastador: sus órganos vitales no funcionaban, su sangre tenía un peligroso nivel de acidez y una presión por los suelos, y los daños cerebrales eran profundos, con una extensiva pérdida de las sustancias gris y blanca. Le dieron entre 2 y 48 horas de vida.

Eden Carlson, después de su reanimación. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, después de su reanimación. Imagen de YouTube.

Contra toda esperanza, la niña resistió. Durante 10 días recibió ventilación mecánica, hasta que pudo empezar a respirar de forma autónoma. A los 35 días de su ahogamiento fue dada de alta y regresó a casa, pero en estado semivegetativo: «sin respuesta a ningún estímulo, inmóvil, con las piernas flexionadas sobre el pecho y con constante agitación y movimiento de cabeza», escriben los médicos en el informe del caso, publicado en la revista Medical Gas Research.

La pequeña Eden parecía encarar la perspectiva de una vida muy mermada y completamente dependiente de cuidados constantes. Pero de alguna manera que no se precisa en el estudio, sus padres oyeron hablar de la terapia hiperbárica de oxígeno aplicada por Paul Harch, un médico de la Facultad de Medicina y Hospital de la Universidad Estatal de Luisiana en Nueva Orleans.

La terapia hiperbárica de oxígeno (HBOT, en inglés) es algo que todos hemos visto en las películas de submarinismo. Son esas cámaras de alta presión donde los buceadores deben permanecer para evitar que la descompresión les forme burbujas letales en la sangre. Al reducir la presión atmosférica lentamente y no de golpe, el tamaño de las burbujas disminuye y se consigue que el gas se disuelva en la sangre sin efectos dañinos.

Este fue el uso original para el que se inventaron las cámaras hiperbáricas (de alta presión), pero con el tiempo los médicos han ido explorando otras aplicaciones, como el tratamiento de la gangrena gaseosa (la necrosis de tejidos por una infección que produce gas) o del envenenamiento con monóxido de carbono. Actualmente se ensaya su posible utilidad en un sinnúmero de enfermedades y trastornos, pero en la mayoría de los casos sin resultados convincentes.

Harch, uno de los principales especialistas mundiales en HBOT, pensó que el caso de Eden era potencialmente apto para beneficiarse de esta terapia, ya que se trataba de una niña muy pequeña, y por tanto con tejidos, incluido el cerebral, que aún conservaban una gran capacidad de regeneración. Dado que no existía cámara hiperbárica en el lugar donde Eden vive, Harch prescribió terapia normobárica (a presión ambiental) de oxígeno puro durante 45 minutos dos veces al día, comenzando en el día 55 después del ahogamiento.

«Al cabo de horas, la paciente estaba más alerta, despierta, y dejó de agitarse», escriben Harch y su colaborador, el radiólogo Edward Fogarty. «La tasa de mejora neurológica aumentó durante los 23 días posteriores con la capacidad de reír, mover los brazos y manos, agarrar objetos con la mano izquierda, alimentación oral parcial, seguimiento con los ojos y un nivel de habla similar al preahogamiento, pero con menor vocabulario».

La niña siguió también terapias de rehabilitación, y 78 días después del accidente se trasladó a Nueva Orleans para seguir un programa de HBOT dirigido por Harch, con un total de 40 sesiones de 45 minutos al día. Y como muestran los vídeos, el estado de Eden mejoró espectacularmente hasta un nivel, según su madre, «casi normal, excepto por la función motora general».

Eden Carlson, nueve meses después del ahogamiento. Imagen de YouTube.

Eden Carlson, nueve meses después del ahogamiento. Imagen de YouTube.

Al término del tratamiento, esta era la situación de la niña descrita en el estudio: «camina asistida, nivel de habla superior al preahogamiento, función motora casi normal, cognición normal, mejora en casi todas las anomalías neurológicas examinadas, interrupción de la medicación, y déficits residuales emocionales, en el temperamento y la marcha». Los escáneres cerebrales mostraban una «casi completa reversión de la atrofia cortical y de sustancia blanca». Harch y Fogarty subrayan que, hasta donde han podido saber, la impresionante recuperación de Eden es un caso «no descrito con ninguna otra terapia».

Pero mejor que leerlo es verlo. El primero de los vídeos recoge la historia y los progresos de Eden hasta mayo de 2016, al comienzo del tratamiento HBOT. En el segundo, publicado en noviembre de 2016, Eden da las gracias a todas las personas que la ayudaron en esta cuasimilagrosa recuperación. Así es hoy la niña que estuvo casi dos horas muerta, y para quien aquella dramática experiencia apenas dejará otra secuela que un mal recuerdo, si es que llega a recordar algo. Y les aviso: tengan los pañuelos de papel a mano.

Pero no; esperen, que aún no hemos terminado. No creo oportuno comentar nada sobre la aureola de plegarias respondidas y milagros divinos con la que los padres rodean la historia de la recuperación de Eden. Pero sí es importante indagar en las implicaciones científicas del caso, y en concreto la respuesta a la pregunta que cualquiera se formulará después de leer la historia de Eden:

¿Es la terapia hiperbárica de oxígeno una nueva panacea?

No soy yo quien puede responder a esta pregunta, excepto con una regla general: casi nada es una nueva panacea. En el caso de Eden y con independencia de la eficacia de la HBOT, se aliaban dos circunstancias sin las cuales esta deslumbrante recuperación habría sido más que improbable.

Por un lado, la pequeña cayó a la piscina en febrero. El agua, según documentan los autores del estudio, estaba a 5 °C. El frío conservó el organismo de Eden casi en hibernación, ralentizando la degeneración de los tejidos. Durante todo el proceso de resucitación, el cuerpo de la pequeña se mantuvo en hipotermia; para eso servían las fundas azules que la niña lleva en la foto de arriba.

Por otro, a la edad de dos años la capacidad de recuperación del organismo es pasmosa. Hoy se ha abandonado el dogma clásico según el cual el sistema nervioso humano era una máquina terminada sin ninguna posibilidad de reparación tras una avería; las neuronas tienen una cierta capacidad regenerativa que puede potenciarse con ayudas terapéuticas. Además, el cerebro posee también un cierto margen para desviar algo de las funciones de los circuitos dañados a otras zonas sanas, como cuando se desvía el tráfico de una carretera cortada a otra abierta. Tanto esta plasticidad cerebral como la capacidad de regeneración son especialmente aprovechables en niños pequeños, cuando el sistema nervioso aún está creciendo.

El problema con la HBOT es que, más allá de su acción física en la descompresión, en lo referente a su actuación celular y molecular aún no se sabe cómo funciona, si es que realmente funciona. Se asume que el mayor flujo de oxígeno facilita la cicatrización celular y dispara señales metabólicas que activan los procesos regenerativos para combatir los daños en los tejidos y las infecciones. En casos concretos de estas dos situaciones se ha mostrado eficaz, pero los mecanismos aún solo pueden explicarse a grandes rasgos. En su estudio, Harch y Fogarty se limitan a una especulación razonable en una sola frase para justificar la recuperación de Eden: «La explicación más probable es el crecimiento de las sustancias [cerebrales] gris y blanca inducido por la señalización génica hiperóxica e hiperbárica».

De hecho, los dos médicos ni siquiera están seguros de hasta qué punto la secuencia concreta del tratamiento de Eden ha sido importante o no en su recuperación: «aunque es imposible concluir de este caso individual si la aplicación secuencial de oxígeno normobárico y después HBOT es más eficaz que solo HBOT, en ausencia de HBOT la terapia normobárica de oxígeno repetitiva y de corta duración puede ser una opción hasta que la HBOT esté disponible», dice Harch en una nota de prensa.

¿Por qué entonces no se sometió a la niña a HBOT desde un principio? No se explica, pero se sospecha que la razón no es médica, sino simplemente económica; el cochino dinero. En el primer vídeo, los padres aclaran que su seguro médico no cubre la HBOT. La web de Medicare, el pálido remedo de Seguridad Social en EEUU, recoge que la HBOT está cubierta solo en ciertas circunstancias, entre las cuales no se incluyen los casos de ahogamiento, y siempre con un 20% de copago por parte del paciente. Según cifras que circulan por ahí, una hora de HBOT puede costar más de 1.000 dólares. Y dado que en sus vídeos los Carlson agradecen la ayuda de los donantes, todo indica que Eden no recibió esta terapia hasta el momento en que sus padres pudieron costearla con donaciones.

Y por supuesto, también en el caso de Eden hay un conflicto de interés que queda bien especificado en el estudio, como ahora es obligatorio en (casi) toda publicación científica, según expliqué recientemente: Harch es «copropietario de Harch Hyperbarics, Inc., una corporación dedicada a la consultoría y el testimonio experto sobre medicina hiperbárica». Es decir, que Harch posee una empresa dedicada a promover el uso de la HBOT. También es necesario destacar que el caso de Eden se ha publicado en una revista científica muy sectorial y minoritaria, Medical Gas Research, a cuyo comité editorial pertenecen tanto Harch como los dos referees o revisores que han aprobado su estudio (en las revistas de acceso abierto como esta, a menudo los nombres de los referees se hacen públicos después de la aceptación de un estudio).

¿Significa todo esto que habría que marcar el estudio con un banderín rojo de alerta? ¿Significa que la HBOT podría caer en el terreno gris cercano a la pseudociencia?

No y no. En cuanto a lo primero, ahí están los evidentes progresos de Eden. La ventaja que tienen los médicos con casos clínicos como el de la pequeña es que los resultados son indiscutibles. Incluso aunque las causas no lo sean: los propios autores reconocen las limitaciones del estudio. Y por supuesto, no hay otras Edens que no hayan seguido el mismo curso terapéutico para comparar su evolución sin terapia normobárica, sin HBOT o sin ninguna de las dos.

Respecto a lo segundo, la medicina hiperbárica se ha ensayado desde hace siglos, desde los años 30 del siglo pasado se ha empleado en submarinismo, y desde hace décadas se estudia en una amplísima gama de trastornos. Para la mayoría de ellos no hay pruebas de eficacia real, pero sí para algunos. Si se prescribe un anticatarral contra el catarro, es ciencia; si se prescribe contra el cáncer, es pseudociencia. La HBOT también se ha probado contra el cáncer, sin éxito aparente. Harch está demostrando que puede ser útil para la neurorregeneración en ciertos casos, pero aún queda mucho camino por delante.

Así que no se apresuren a comprarse una cámara hiperbárica, si es que pueden costearla. No, Michael Jackson no dormía en una de estas cámaras. Es solo un mito: la compró para un hospital local y se hizo una foto dentro de ella para alimentar su imagen excéntrica. Y lo cierto es que la HBOT también tiene sus riesgos, razón por la cual se limitan los tiempos de tratamiento. La alta presión puede perjudicar los huecos corporales rellenos de aire, como el oído interno o los senos nasales. Tampoco se apresuren a buscar el bar de oxígeno más próximo a su casa; somos seres que nacimos respirando una atmósfera con solo un 21% de oxígeno. Una dosis más alta puede ser entre inútil y muy tóxica; tal vez incluso un factor de riesgo de cáncer. Por el momento, esperemos a ver si la HBOT va superando pequeños grandes pasos como el de Eden.

Un hallazgo en un cometa complica la búsqueda de vida alienígena

¿Cómo puede un descubrimiento en un cometa complicar la búsqueda de vida alienígena? Si les interesa, sigan leyendo.

Tal vez recuerden que hace dos años y medio hasta algunos telediarios abrieron con el primer aterrizaje de un artefacto espacial en un cometa: se trataba de Philae, un módulo separable de la sonda Rosetta de nuestra Agencia Europea del Espacio (ESA). Philae solo pudo operar durante un par de días debido a que su aterrizaje defectuoso lo dejó en un lugar bastante escondido de la luz del sol, pero su breve vida fue suficiente para hacer ciencia muy valiosa. Por su parte, su nodriza Rosetta concluyó su misión en septiembre de 2016 estrellándose contra el objeto de su estudio, el cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Imagen del cometa 67P/Churyumov–Gerasimenko tomada por la sonda Rosetta. Imagen de ESA/Rosetta/NAVCAM.

Entre los descubrimientos que Rosetta ha aportado al conocimiento, en 2015 los científicos de la misión anunciaron el hallazgo de oxígeno molecular en la atmósfera del cometa. El oxígeno molecular es lo que respiramos, una molécula formada por dos átomos de oxígeno, O2. Y a pesar de que el oxígeno como elemento es uno de los más abundantes en el universo (el tercero, después de hidrógeno y helio), su forma molecular, la respirable, es extremadamente rara, que sepamos hasta ahora. Hasta 2011 no se confirmó por primera vez su existencia fuera del Sistema Solar, y no fue precisamente aquí al lado: en una región formadora de estrellas de la nebulosa de Orión, a unos 1.500 años luz. Posteriormente se ha detectado también en otra zona de formación de estrellas de la nebulosa Rho Ophiuchi.

La rareza del oxígeno molecular estriba en que es muy reactivo, muy oxidante, por lo que tiende a reaccionar rápidamente con otros compuestos y desaparecer en esta forma; por ejemplo, con el hidrógeno para producir agua. Así que, cuando los científicos encontraron oxígeno molecular en el cometa 67P, la reacción lógica se resumía en tres letras: WTF?

La explicación que sugirieron los investigadores de Rosetta era que el oxígeno estaba congelado en el cometa desde su formación, en los tiempos del origen del Sistema Solar, y que se iba liberando por el calor del sol. Sin embargo, la hipótesis fue cuestionada porque incluso en este caso parecía improbable que el oxígeno pudiera haber permanecido intacto, sin reaccionar, durante miles de millones de años.

Ahora, por fin existe una explicación para el oxígeno de 67P, y ha llegado de una fuente inesperada: un ingeniero químico que se dedica a la investigación de nuevos componentes electrónicos. Konstantinos Giapis, de Caltech (EEUU), se dedica desde hace 20 años a cosas como bombardear semiconductores con chorros de átomos cargados a alta velocidad para estudiar las reacciones químicas que se producen.

Cuando Giapis supo del descubrimiento de Rosetta, de repente se dio cuenta de que el cometa podía ser un ejemplo real de los experimentos que él realiza en el laboratorio: el hielo presente en 67P se calienta con el sol, liberando vapor de agua que se ioniza con la radiación ultravioleta solar y se estrella de nuevo a alta velocidad con el cuerpo del cometa por el efecto del viento solar. Cuando estas moléculas de agua chocan contra la superficie de 67P, arrancan átomos de oxígeno que se combinan con el oxígeno del agua para formar O2.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

Ilustración del experimento de Konstantinos Giapis. Al bombardear con moléculas de agua (izquierda) una superficie de materiales similares a los del cometa 67P, se desprende oxígeno molecular (en rojo; el hidrógeno, en azul). Imagen de Caltech.

No es solo una teoría: Giapis lo ha puesto a prueba en su laboratorio, simulando el proceso que tiene lugar en el cometa, y ha demostrado que se produce oxígeno molecular. Así que la presencia de este compuesto en 67P no es una reliquia de la época del nacimiento del cometa, sino una reacción que está ocurriendo ahora para generar oxígeno respirable fresco.

Lo cual nos lleva de vuelta al título de este artículo. Y es que, aunque el estudio de Giapis aporta un interesante hallazgo en el campo de la astrofísica/química, sus repercusiones pueden complicar aún más la búsqueda de firmas de vida en planetas extrasolares: incluso si se detecta oxígeno en la atmósfera de alguno de estos lejanos planetas, ya hay otro mecanismo más que podría explicar su origen sin necesidad de que exista algo vivo allí.

El drama de la búsqueda de vida en el universo es que difícilmente llegaremos jamás a tener una prueba directa, una confirmación absoluta. Todos los intentos de encontrar biología en planetas extrasolares, que cada vez son más (los intentos y los planetas), deben conformarse con buscar indicios indirectos, como señales que no sean fácilmente atribuibles a un fenómeno natural. Los nuevos instrumentos de observación van a facilitar en los próximos años el análisis de las atmósferas de muchos exoplanetas, y con ello será posible sospechar que tal o cual composición atmosférica podría indicar la existencia de vida.

Naturalmente, la más evidente de estas posibles firmas biológicas atmosféricas es el oxígeno. Nunca se ha pretendido que esta fuese una firma definitiva: existen procesos geológicos y químicos que pueden dar lugar a la generación de este gas sin intervención de nada vivo. Por ejemplo, Europa y Ganímedes, dos de las grandes lunas de Júpiter, tienen atmósferas de oxígeno muy tenues, pero allí este gas se forma por la ruptura del agua (H2O) causada por la radiación, o radiolisis.

Sin embargo, con los procesos abióticos (sin vida) de fabricación de oxígeno ocurren dos cosas: primero, no parece fácil que puedan originar enormes cantidades de este gas y sostenidas a lo largo del tiempo. En el caso de la Tierra, el gran inflado de nuestra atmósfera se produjo por la proliferación de microbios fotosintéticos, y si aún hoy podemos respirar es gracias a que seguimos teniendo organismos fotosintéticos.

Segundo, en algunos casos esos procesos requieren condiciones que tampoco son hospitalarias para la vida. Por ejemplo, en planetas muy calientes y próximos a su estrella, la radiación UV de esta puede descomponer el agua. Pero si se encuentra oxígeno en un planeta así, sus propias condiciones hacen muy improbable que exista algo vivo.

En resumen, y aunque detectar oxígeno en abundancia en la atmósfera de un exoplaneta no sería una demostración de vida, sí sería un buen comienzo. O al menos, lo era, hasta el hallazgo de Giapis. Ahora sabemos que hay una manera más de producir oxígeno, que a 67P le funciona muy bien, y en la que no interviene nada parecido a la vida. Desde Caltech ya nos advierten: «otros cuerpos astrofísicos, como planetas más allá de nuestro Sistema Solar, o exoplanetas, también podrían producir oxígeno molecular por el mismo mecanismo abiótico, sin necesidad de vida. Esto puede influir en la futura búsqueda de signos de vida en exoplanetas».

Las heces de un koala dan pistas sobre la historia temprana de la vida en la Tierra

La ciencia, al contrario que la política, la justicia, la economía, la religión, el fútbol, la publicidad, el periodismo, la venta por teléfono y casi todo lo demás en este planeta, no teme reconocer que no posee todas las respuestas. Un viejo y sabio inmunólogo decía que lo primero que debe aprender un científico es a decir «no sé». El dogmatismo es enemigo del conocimiento. Y una de esas respuestas que (aún) escapan a la ciencia y que (quizá) siempre escaparán es cómo comenzó la vida en la Tierra, cuál fue la chispa que dio origen al primer saquito vivo llamado célula.

Podemos asumir que los primeros organismos vivos fueron bacterias y arqueas, las formas más simples de existencia, pero la época de su primera aparición aún está en disputa entre quienes defienden fechas más antiguas, en torno a 3.800 millones de años atrás, y quienes recortan la cifra hasta los 2.700 millones de años, una horquilla temporal de más de 1.000 millones de años. La discrepancia nace de la diferente opinión sobre la intervención de procesos biológicos en la formación de ciertas rocas, los únicos signos perdurables de aquellos minúsculos y primitivos bichos.

Cianobacterias del género 'Anabaena'. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Cianobacterias del género ‘Anabaena’. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Algo que sí dejó un rastro inequívoco en las rocas fue el hito que permitió la posterior explosión de la vida: la aparición del oxígeno en la atmósfera, sucedida hace unos 2.400 millones de años en lo que se denomina el Gran Evento de Oxidación (GEO). Las responsables de esta innovación atmosférica, a la que debemos nuestra presencia aquí, fueron las cianobacterias fotosintéticas. Estas prodigiosas criaturas inventaron un nuevo metabolismo que prescindía del sulfuro de hidrógeno de sus abuelas para utilizar otro alimento alternativo, el óxido de hidrógeno, es decir, agua. Con un sorbito y una bocanada de dióxido de carbono eran capaces de fabricar moléculas orgánicas, liberando un curioso residuo: oxígeno. Y todo ello, además, propulsado por energía solar.

Tampoco existe acuerdo sobre cuándo surgieron las primeras cianobacterias, pero cada vez se acumulan más pruebas, la última hace solo unos días, de que ya estaban presentes hace al menos 2.700 millones de años. Siendo así, las cuentas no salen: ¿Por qué ese retraso de al menos 300 millones de años hasta que el oxígeno empezó a notarse en la composición de la atmósfera? Esta es una incógnita que lleva años rondando entre la comunidad científica y a la que aún no se ha dado respuesta definitiva. Varias teorías se han propuesto para explicar esta enorme demora, e incluso ciertos investigadores sugieren que no hay tal: Birger Rasmussen, de la Universidad Tecnológica de Curtin en Australia Occidental, publicó en Nature en 2008 que no existe huella confirmada de fotosíntesis en la historia geológica de la Tierra hasta hace solo 2.200 millones de años. ¿Cómo resolver este enredo?

Un nuevo estudio, aún pendiente de publicación, viene a aportar una interesante conclusión que podría colocar alguna pieza del puzle. Y el lugar donde se ha encontrado esta pista es insólito: las heces de un koala. La historia comienza el año pasado, cuando un grupo de investigadores dirigido por las microbiólogas Ruth Ley, de la Universidad de Cornell (EE. UU.), y Jill Banfield, de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.), puso nombre a un difuso grupo de bacterias que llevaba circulando un tiempo por la literatura científica y que se había aislado de hábitats tales como los acuíferos, el suelo o las heces. El estudio de Ley y Banfield, publicado en 2013 en la revista eLife, analizó los genomas de estos microbios y descubrió que eran muy similares a las cianobacterias pero sin maquinaria fotosintética, algo que les sería poco útil en lugares como el intestino. Los investigadores concluyeron que se trataba de un grupo hermano de las cianobacterias que tuvo un ancestro común con estas en los primeros tiempos de la vida en la Tierra, y propusieron para este grupo el nombre de melainabacterias en referencia a Melaina, la ninfa griega de las aguas negras.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Mientras tanto, en Australia, un grupo de microbiólogos de la Universidad de Queensland se dedicaba a «perfilar las comunidades [bacterianas] fecales de los koalas», según explica a Ciencias Mixtas el director del equipo, Philip Hugenholtz. ¿Y por qué koalas? «¿Por qué no?», responde el científico. Los investigadores recogieron heces de Zagget, un anciano macho de 12 años que vive en el santuario de Lone Pine, en la ciudad de Brisbane, y realizaron un estudio metagenómico, consistente en leer todas la secuencias de ADN presentes en la muestra y que incluyen la mezcla de genomas de las bacterias que viven en el intestino del animal. El paso siguiente es procesar estas secuencias mediante complejas herramientas informáticas para separarlas en genomas individuales.

La primera autora del nuevo estudio, Rochelle Soo, detalla que el propósito de todo esto era «tratar de rellenar el árbol de la vida con secuencias genómicas representativas».»Nos interesaban las cianobacterias basales [primitivas] que solo se han encontrado en hábitats afóticos [sin luz], lo que nos hacía pensar que podría haber cianobacterias no fotosintéticas», agrega Soo. «Obtuvimos varias secuencias y concluimos que, en efecto, no son fotosintéticas». Y había algo más: las nuevas bacterias identificadas se parecían muchísimo a las melainabacterias.

Estos parecidos genéticos son los que hoy emplean los científicos para establecer la clasificación de los seres vivos en especies y en los grupos que las relacionan, como familias, órdenes y clases. Las semejanzas o diferencias entre sus genomas permiten definir sus relaciones evolutivas e incluso estimar en qué época sus ramas se separaron del tronco común, por ejemplo, los humanos y los grandes simios. Basta pensar en el caso de los parentescos: dos hermanos tendrán genomas más parecidos entre sí que a los de sus primos. Si a partir de numerosos casos se logra definir una regla que relacione el grado de diferencia genética con la distancia genealógica, la comparación entre los genomas de dos personas emparentadas permite deducir si el ancestro que comparten fue un abuelo, un bisabuelo o un tatarabuelo. Lo mismo se aplica a la taxonomía de las especies.

Gracias a esta metodología, los investigadores concluyen que las melainabacterias no son un grupo hermano de las cianobacterias, sino que son cianobacterias. «Deberían ser una clase dentro del filo Cianobacterias, y no un filo separado», apunta Soo. Los autores proponen que el filo de las cianobacterias debe remodelarse para incluir dos clases, las melainabacterias, no fotosintéticas, y las oxifotobacterias, lo que hasta ahora se conocía simplemente como cianobacterias. Sin embargo, no les está resultando fácil convencer a otros expertos de que acepten una propuesta que supone modificar la definición de las cianobacterias que figura en todos los libros de texto y enciclopedias del mundo. «Es un desafío directo a un dogma largamente establecido en microbiología, que todas las cianobacterias son fotosintéticas». Por este motivo, el estudio aún está en proceso de revisión. «Estamos encontrando mucha resistencia debido a su naturaleza controvertida», dice Soo.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Hasta aquí, la cuestión no pasaría de ser un simple cambio de nombres. Pero otra consecuencia del estudio va más allá. En consonancia con trabajos previos, los autores sugieren que la adquisición de la maquinaria fotosintética fue algo tardío en la evolución de las cianobacterias, y que esto ocurrió después de que ambas ramas se separaran de su ancestro común, a saber, una bacteria no fotosintética que dependía de la energía química, no solar. Es decir, que mientras un grupo aprendía a vivir del Sol y a producir oxígeno, sus hermanas melainabacterias conservaban el modo de vida ancestral de sus antepasados. Y aquí vienen las grandes consecuencias del estudio: por un lado, esto deja a las melainabacterias, descubiertas en los últimos años, entre los organismos más cercanos que existen hoy al primer ser vivo que jamás habitó la Tierra. Y algunas de ellas viven en nuestro intestino.

Pero además este esquema, de ser validado, podría aportar una pista a la demora entre la aparición de vida en la Tierra y la oxigenación de la atmósfera. Si las primeras cianobacterias que dejaron registro en la roca terrestre hace entre 3.500 y 2.700 millones de años atrás eran melainabacterias no fotosintéticas, no es de extrañar que la huella del oxígeno en la atmósfera se retrasara hasta cientos de millones de años después, quizá el tiempo preciso para que las dos líneas evolutivas se separaran y una de ellas, las oxifotobacterias, llegara a perfeccionar la maquinaria necesaria para la fotosíntesis. Lo que, además, cuadraría con lo defendido por Rasmussen si antes del GEO solo hubieran existido melainabacterias no fotosintéticas. Con todo, Soo se muestra cauta y no se aventura a suscribir esta hipótesis. De momento, bastante tarea tiene con tratar de convencer al mundo de que es necesario tirar los libros de texto y hacer otros nuevos. Falta comprobar si finalmente la comunidad científica prefiere aferrarse al dogma o reemplazarlo por un humilde «no sé».

NOTA: Después de publicado este artículo, Rochelle Soo, autora principal del estudio mencionado, me comunica que su trabajo ha sido aceptado para publicación en la revista Genome Biology and Evolution.