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Si hay vida en Venus, quizá no sea tan alienígena

Si los autores del reciente hallazgo sobre un nuevo y posible indicio de vida en Venus logran confirmar su descubrimiento –es decir, verificar la señal en otras longitudes de onda para comprobar que es real y no un artefacto del procesamiento de los datos–, sería de esperar que en adelante nuestro planeta vecino suba puestos en la consideración de quienes aprueban las misiones espaciales, para poder enviar algo a aquella atmósfera cuanto antes, algo que sea capaz de sacarnos de dudas antes de que no nos queden uñas que mordernos.

El administrador de la NASA ya ha dicho que es hora de priorizar Venus, y se espera que esta agencia apruebe al menos una de dos misiones ya propuestas antes del descubrimiento. Nuestra ESA tiene también un par de propuestas pendientes para enviar sondas a Venus, mientras que Rusia e India tienen misiones ya en desarrollo. Incluso alguna empresa privada podría entrar en el juego: de inmediato tras el anuncio de la detección del gas fosfano en Venus, Breakthrough Initiatives, el proyecto fundado en 2015 por el magnate ruso-israelí Yuri Milner y centrado en la búsqueda de vida alienígena, anunció la puesta en marcha de un amplio estudio multidisciplinar destinado a indagar en la posible existencia de vida en Venus y a analizar las posibilidades de enviar una sonda que solvente la incógnita.

Pero en cualquier caso, deberemos esperar. Curiosamente y dado que el anuncio del fosfano ha pillado a las agencias espaciales con el paso cambiado, más centradas en Marte, asteroides y el Sistema Solar Exterior, quien podría llegar primero a Venus es un actor insospechado: la misión india Shukrayaan-1, un orbitador que observará la atmósfera y la superficie de Venus, tiene su lanzamiento previsto para 2023, aunque no sería raro que se retrasara. La Venera-D rusa no se lanzará antes de 2026, y las misiones propuestas por la NASA y la ESA difícilmente estarán preparadas antes de finales de esta década o comienzos de la próxima.

Para entonces, es muy probable que ya se hayan hallado nuevos indicios, a favor o en contra de la presencia de vida. Al contrario de lo que siempre hemos visto en cine y televisión, viene tendiendo a ser algo improbable que la confirmación de la vida alienígena llegue con un ovni aterrizando en el jardín de la Casa Blanca o fundiendo la torre Eiffel con un rayo; más bien será algo como esto, sospechas de vida microbiana en otros mundos del vecindario solar, analizadas paso a paso, de forma muy dilatada a lo largo del tiempo, y lo peor será que tal vez nos cueste mucho llegar a dar el último paso, el de la prueba irrefutable.

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

¿Hay vida entre las nubes de Venus? Imagen de NASA/JPL (David Seal).

Más aún cuando ni siquiera está del todo claro a qué podremos llamar «vida alienígena». En cuanto a «vida», y como ya conté aquí, no existe una definición científica formal universalmente aceptada. Y no existe porque, si existiera, probablemente sería errónea. Según me decía recientemente con ocasión de un reportaje para otro medio el astrofísico Charley Lineweaver, un escéptico de la vida alienígena inteligente de quien ya he hablado aquí en alguna ocasión, hasta tal punto no nos aclaramos que ni siquiera los biólogos nos ponemos de acuerdo sobre si los virus, los organismos más abundantes de la Tierra, están vivos o no (yo opino que sí, pero esa es otra historia).

Y en cuanto a «alienígena», si algún día llegamos a confirmar la presencia de microbios en otro mundo del Sistema Solar, ¿serán realmente alienígenas? Es decir, ¿podremos estar seguros de que su origen es independiente del de la vida terrestre? A propósito del mismo reportaje mencionado, el astrobiólogo español Alfonso Dávila, que investiga en el centro Ames de la NASA, me subrayaba algo ya conocido: durante la infancia del Sistema Solar, hubo un tráfico pesado de rocas entre los diferentes planetas; cientos de miles de rocas terrestres se estrellaron en Marte, y millones en Venus, según Dávila. Estos asteroides podrían haber transportado microbios de un lugar a otro, por lo que, incluso si se confirma la vida venusiana, tal vez aquellos organismos y nosotros procedamos de un mismo antepasado común.

Lo cual abre las apuestas: si llega a encontrarse algo vivo por ahí fuera, ¿serán parientes nuestros o no? Lo malo es que quizá no lleguemos a poder estar seguros; incluso si su biología básica se parece a la nuestra, con un ácido nucleico (ADN o ARN) que codifique la producción de proteínas, no necesariamente significaría que somos parientes, ya que en muchos casos la evolución sigue caminos comunes de forma separada (se llama evolución convergente).

Tradicionalmente se ha propuesto como posible prueba de orígenes separados de la vida el hecho de que, mientras que ciertos bloques básicos de la vida –aminoácidos de las proteínas o azúcares del ADN y ARN– pueden adoptar dos conformaciones que son imágenes en el espejo una de la otra, a la derecha (dextrógiros) o a la izquierda (levógiros), en los seres terrestres los aminoácidos son levógiros y los azúcares dextrógiros; dado que no hay una razón biológica para esta exclusividad, se suponía que fue una elección casual al principio de los tiempos, y que si se encontraran seres en otro mundo cercano con la misma quiralidad (así se llama esta propiedad) que la terrestre, probablemente estaríamos ante un origen común. Pero hoy sabemos que quizá tampoco esto sea necesariamente así, ya que la quiralidad predominante en los seres vivos podría no ser algo elegido al azar, sino que podría venir marcada por el distinto efecto de los rayos cósmicos sobre cada una de estas dos conformaciones. Dicho de otro modo: la radiación que barre el espacio podría determinar una misma quiralidad homogénea en bichos que nacen en planetas distintos a partir de orígenes totalmente independientes.

Lo cierto es que la pregunta de si posibles microbios venusianos y nosotros procedemos del mismo antepasado común es de enorme trascendencia: si la respuesta es sí, seguiríamos como antes; no sabríamos si la vida podría haber surgido en otros lugares. Si la respuesta es no, entonces podríamos tener la casi seguridad de que la vida debe de ser algo muy común en todo el universo, allí donde se dan las condiciones adecuadas.

Lo cual nos lleva a la pregunta: con las condiciones infernales de Venus, ¿es posible que la vida haya surgido allí? Vaya por delante que realmente aún no sabemos cómo nació la vida aquí, en la Tierra. Pero hay escenarios probables. Y todos ellos tienen algo en común: necesitan agua líquida a temperaturas moderadas –no los actuales 400 grados en la superficie de Venus– y en un pequeño entorno local donde pueda acumularse una alta concentración de moléculas biogénicas, aquellas que reaccionarán para producir alguna entidad autorreplicativa, con una fuente de energía disponible y una fuente de carbono.

Venus no ha sido siempre el infierno que es hoy. Suele decirse que Venus y la Tierra fueron planetas gemelos al comienzo de su historia (aunque la antigua existencia de océanos allí aún es motivo de debate). Y mientras que aquí fue la colonización de los mares por las cianobacterias la que logró reconducir el clima, la química atmosférica y la geodinámica para hacer de este mundo un lugar habitable, en cambio Venus fue el Anakin Skywalker del Sistema Solar, arrastrado hacia el lado oscuro a través de un catastrófico efecto invernadero que le hizo perder casi toda su agua y lo convirtió en el infierno actual.

Pero si en un principio las condiciones en ambos planetas no eran muy diferentes, esto significa que allí podrían haberse dado los mismos procesos que tuvieron lugar aquí y que dieron origen a la vida primigenia. O quizás, según lo dicho, la vida llegó a Venus desde la Tierra. Pero en cualquier caso, en momentos tempranos de la historia de los dos planetas, ambos podrían haber estado en situación parecida respecto a la presencia de algún tipo de microorganismo muy simple para nuestros cánones actuales de vida, muy sofisticado para lo que entonces era la química planetaria.

Sin embargo, el salto de aquellos posibles microbios acuáticos de la superficie de Venus a la presencia actual –si existe– de una comunidad biológica a decenas de kilómetros de altura, flotando en las nubes, no es inmediato. Hay científicos que en estos días se han mostrado muy escépticos. Pero tampoco es imposible. Aquí en la Tierra, sabemos que la vida es extraordinariamente resistente; ha colonizado la práctica totalidad de los hábitats terrestres. Incluyendo la atmósfera: varios estudios han demostrado la presencia de bacterias y hongos en la estratosfera terrestre, a decenas de kilómetros sobre el suelo.

Claro que esto no permite trazar una analogía directa con el caso de Venus. Algunos de los microbios encontrados en la estratosfera terrestre estaban en forma de esporas, fases latentes que ciertos microorganismos adoptan cuando las condiciones del entorno no les permiten crecer y multiplicarse. Es decir, son microbios transeúntes, dependientes de la superficie terrestre para volver a su estado activo. Estos no nos sirven, ya que en Venus cualquier posible organismo presente debería ser un habitante exclusivo de la atmósfera, puesto que no tiene tierra habitable a la que regresar.

También en nuestro planeta se han encontrado especies bacterianas que no se habían detectado antes en la superficie. Pero esto tampoco implica necesariamente que sean habitantes exclusivos de las alturas, evolucionados para nacer, crecer y morir en los aerosoles flotantes sin importarles si debajo existe una tierra habitable o no. Con todo, también es cierto que los moradores de la atmósfera venusiana tendrían algunas ventajas respecto a los de la estratosfera terrestre: a 55 kilómetros de altura sobre Venus, la temperatura y la presión son equivalentes a la Tierra a nivel del suelo; si bien también deberían enfrentarse a una química mucho más hostil, sin apenas agua y con nubes de ácido sulfúrico.

Pero aunque la posibilidad de comunidades microbianas totalmente autónomas en la atmósfera de Venus aún no convence a muchos científicos, la ubicuidad de la vida terrestre nos enseña que la vida, una vez presente, se abre camino. Venus no se convirtió en un infierno de la noche a la mañana. Y durante su lento tránsito de millones de años hacia el lado oscuro de la habitabilidad planetaria, quizá ciertos organismos mejor preparados para soportar una vida atmosférica pudieron sobrevivir y evolucionar hasta convertirse en moradores flotantes como los que imaginó Carl Sagan, comiendo minerales volantes y chupando las escasas gotitas de agua o el vapor de la atmósfera de Venus. Quién sabe. Al fin y al cabo, aún sabemos muy poco sobre eso que llamamos vida, sin saber realmente por qué lo llamamos vida.

Sin rastro de vida inteligente en más de 6.000 estrellas

Será curioso saber qué artículo despierta mayor interés, si el que publiqué ayer, sugiriendo que la búsqueda de signos de vida extraterrestre pronto podría dar frutos, o este de hoy. Las buenas noticias y las malas tienden a atraerse como los polos opuestos, en sentido puramente electromagnético (nunca he creído en esa aplicación metafórica a los seres humanos; o al menos en mi caso, no funciona así).

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

El sistema triple Alfa Centauri: A, B y Proxima (señalada en rojo). Imagen de Wikipedia.

La mala noticia de hoy es que dos proyectos de búsqueda de señales de vida inteligente, uno en 5.600 estrellas y otro en 692, han concluido con las manos vacías. Nada por aquí, nada por allá. Y les aseguro que no me alegro de ello, pero es otro apoyo más a la hipótesis de que la vida no es un fenómeno común en el universo.

El primero de los proyectos es obra de dos investigadores de la Universidad de California en Berkeley. Nathaniel Tellis y Geoffrey Marcy han emprendido lo que se conoce como SETI óptico; es decir, búsqueda de inteligencia extraterrestre (cuyas iniciales en inglés forman el acrónimo SETI), pero no en forma de señales de radio, sino de pulsos de luz visible.

La idea inspiradora, puramente especulativa, es que una civilización lo suficientemente avanzada podría emplear el láser como un medio de comunicación a grandes distancias, y uno de estos pulsos que cayera en nuestra dirección podría detectarse como un chispazo de luz distinguible del brillo de la estrella.

Los dos investigadores han aplicado un algoritmo a un exhaustivo conjunto de datos recogidos por el telescopio Keck de Hawái entre 2004 y 2016, correspondientes a 5.600 estrellas de la Vía Láctea distribuidas por todo el cielo, en su mayoría hasta una distancia de unos 326 años luz, y de un amplio rango de edades, desde menos de 200 millones de años hasta casi 10.000 millones de años. Para cada estrella, han buscado posibles chispazos en casi todo el espectro de luz visible (todos los colores) y en un radio de hasta decenas de unidades astronómicas (una unidad astronómica, UA, es la distancia media de la Tierra al Sol).

Después de todo ello, esta es la conclusión de los investigadores en su estudio, que se publicará próximamente en la revista The Astronomical Journal: «No hemos encontrado emisiones láser procedentes de las regiones planetarias en torno a ninguna de las 5.600 estrellas». Según los datos actuales disponibles, Tellis y Marcy calculan que este conjunto de estrellas debería albergar unos 2.000 planetas templados de tamaño similar a la Tierra, así que los resultados no son nada alentadores.

El segundo proyecto es el Breakthrough Listen, una de las Iniciativas Breakthrough del programa SETI fundado en 2015 por el físico y magnate ruso Yuri Milner, y que cuenta con la participación del Centro SETI de la Universidad de California en Berkeley. Breakthrough ha celebrado esta semana en la Universidad de Stanford su segunda conferencia anual, donde se han discutido cuestiones como el potencial para la existencia de vida en algunos mundos recientemente descubiertos, por ejemplo Proxima b, el sistema TRAPPIST-1 o el recién llegado LHS 1140b, del que hablé ayer. También se debatió sobre el Breakthrough Starshot, el proyecto de Milner de enviar una flota de minúsculas sondas al sistema Alfa Centauri.

En la conferencia Breakthrough se han presentado las conclusiones del primer año de Listen. El director del SETI en Berkeley, Andrew Siemion, expuso los resultados de la escucha de posibles señales de radio de origen inteligente en 692 estrellas con el radiotelescopio de Green Bank, una instalación histórica para el SETI, ubicada en Virginia Occidental. De todas las señales captadas, los investigadores seleccionaron 11 como las más significativas. Pero el veredicto es claro, o más bien oscuro: «se considera improbable que alguna de estas señales tenga un origen artificial, pero la búsqueda continúa», han declarado los responsables del proyecto.

En resumen, seguimos en blanco, solos y sin compañía. Por supuesto, hay recurso al viejo aforismo: la ausencia de prueba no es prueba de ausencia. Como no podía ser de otra manera, Tellis reconoció a la revista The Atlantic que el hecho de no haber detectado comunicaciones láser no significa que esas 5.600 estrellas estén desprovistas de vida. «Cada una de esas estrellas podría tener un Nueva York, un París o un Londres, y no tendríamos ni idea», dijo. De hecho, nosotros no enviamos comunicaciones por láser al espacio; si alguien nos estudiara desde allí empleando la misma técnica, no encontraría ningún rastro de nuestra presencia.

Pero no olvidemos que el aforismo es de por sí discutible cuando sirve para encubrir una llamada a la ignorancia. Por poner un ejemplo tan ridículo como claro, es indefendible alegar que la ausencia de pruebas de que hay un dragón invisible en la habitación no prueba que el dragón invisible no esté presente, por mucho que uno desee creer en los dragones invisibles. La vida es muy común en el estanque de mi jardín. Si tomo una simple gota al azar, encuentro al primer vistazo esta diminuta maravilla:

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Alga verde microscópica Scenedesmus. Imagen de J. Y., tomada acercando la cámara del móvil al ocular de un microscopio.

Que, por cierto, es una alga verde Scenedesmus, una clorofícea colonial que suele formar grupos de cuatro u ocho células, llamados cenobios. Pero en el estanque del universo, ninguna gota de las muchas analizadas hasta ahora de una manera u otra ha revelado absolutamente nada. ¿Es la vida realmente tan común en el universo?

La vida extraterrestre, cada vez más cerca

Durante buena parte del siglo pasado cundía la sensación de que la confirmación de la vida extraterrestre era una fruta madura a punto de caer. Eran los años 60, 70 y 80, cuando el fenómeno ovni estaba en su apogeo y parecía que la prueba definitiva llegaría mañana o pasado. Pero después comenzaron a aparecer las cámaras digitales y los móviles con cámara (que, para los recién llegados, en realidad son anteriores a los smartphones).

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de M. Weiss/CfA.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de M. Weiss/CfA.

Hoy hasta los maasáis de la sabana keniana llevan en el bolsillo una cámara de fotos de alta definición (no es broma); y en contra de lo que muchos habrían previsto, en lo referente a los ovnis seguimos estancados en la misma coyuntura de los tiempos en que una cámara era un bien escaso y rudimentario. Cada día se suben milles de millones de fotos y vídeos a internet, pero ninguno de los 7.500 millones de humanos dispersos por todos los rincones del planeta nos ha mostrado una entrevista con alienígenas recién bajados de un platillo volante, grabada en Full HD con un iPhone no-sé-cuántos-van-ya.

Ya expliqué aquí hace tiempo mis razones para no creer en los ovnis, mal que me pese; y en algún otro medio he contado cómo la ciencia ha ido desmontando uno por uno los presuntos casos de avistamientos más sonados de los últimos años. Pero si lo que piense alguien que tiende al escepticismo puede mover a otros a un escepticismo hacia el escepticismo, la cuestión es que, como conté en un reportaje hace ya ocho años, incluso algunos ufólogos hace tiempo que tiraron la toalla; claro está, aquellos que han sostenido frente al fenómeno ovni una actitud honesta y racional, no quienes tratan de seguir viviendo del cuento a toda costa.

Rescato algunos ejemplos de lo anterior que cité en aquel reportaje. Jenny Randles, ufóloga, escritora y antigua directora de investigación de la British UFO Research Association (BUFORA), reconocía: «ET no aterrizó y el mundo sigue su camino como siempre». Wendy Connors, ufóloga estadounidense, escribió un artículo sobre la «muerte de la ufología». El español Ricardo Campo, investigador crítico del fenómeno ovni, calificaba la ufología como «ciencia abortada», y me contaba a su vez que muchos ufólogos se habían rendido a la evidencia. El ufólogo Vicente-Juan Ballester Olmos también cerraba el ataúd de la ufología: «Lo que no ha ocurrido ya en estos 60 años no creo que vaya a ocurrir en lo sucesivo; el misterio de los ovnis ya está momificado y es labor para historiadores, antropólogos y sociólogos», decía.

Y a pesar de todo, en ciertos programas de televisión continúan desfilando personajes que no hacen sino confirmar aquella idea del genial Carl Sagan: «los casos fiables no son interesantes, y los casos interesantes no son fiables. Desafortunadamente, no hay casos que sean a la vez fiables e interesantes».

Todo lo cual no significa que la creencia en los ovnis haya desaparecido de la calle. De hecho, algún análisis reciente apunta que esta fe, ya que a tales alturas no cabe otra calificación, puede estar remontando desde sus mínimos históricos, tal vez debido a las corrientes culturales cíclicas, y tal vez enmarcada dentro de un fenómeno más general de auge de las pseudociencias y del movimiento anti-Ilustración, algo de lo que ya he hablado aquí.

Pero una cosa es el fenómeno ovni, y otra muy diferente la confirmación de vida extraterrestre. Y respecto a esto último, sí podría decirse, desde un enfoque científico, que la situación actual tiene un cierto sabor a años 60-70: como entonces, hoy se diría que la noticia de que nuestro planeta no es el único lugar habitado del universo parece a punto de caer, aunque los otros puedan ser simplemente organismos simples como hongos o bacterias.

Ya conté aquí hace unos días que por primera vez se ha logrado detectar una atmósfera en un planeta de tamaño y masa similares a la Tierra. En plenas vacaciones de Semana Santa, la revista Science nos sorprendía con un bombazo: Encélado, una luna de Saturno que se postula como uno de los candidatos del Sistema Solar para albergar vida, puede tener fuentes hidrotermales en el fondo de su océano subglacial. Recordemos que hoy muchos científicos se inclinan por la hipótesis de que fue precisamente en este tipo de fumarolas submarinas donde pudo nacer la vida en la Tierra.

Ahora, esta misma semana, la revista Nature publica el hallazgo de un nuevo exoplaneta que uno de sus descubridores, Jason Dittmann, del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (CfA), califica como «el mejor objetivo para la búsqueda de vida más allá de la Tierra». LHS 1140b, que así se llama, es una superTierra de 6,6 veces la masa terrestre y 1,4 veces su diámetro, probablemente rocosa, situada en la zona templada de su estrella, una enana roja a 40 años luz de nosotros.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de ESO/spaceengine.org.

Ilustración del exoplaneta LHS 1140b. Imagen de ESO/spaceengine.org.

Las palabras de Dittmann no solo se justifican por las condiciones propicias del planeta, sino también por las condiciones propicias para estudiarlo: el nuevo planeta transita ante la cara de su estrella desde nuestro punto de vista, algo que no sucede en todos los casos, como por ejemplo en el muy prometedor Proxima b, descubierto el año pasado. Este paso de LHS 1140b delante de su estrella permitirá estudiar la luz que lo roza para determinar si tiene atmósfera, si su composición es apta para la vida, y si podría mostrar alguna firma biológica.

Por último, LHS 1140b cuenta con dos ventajas interesantes frente a otros exoplanetas recientemente descubiertos. A diferencia de la muy cacareada TRAPPIST-1, la estrella LHS 1140 parece tranquila, sin grandes fulguraciones achicharrantes. Y también a diferencia de TRAPPIST-1, la estrella del nuevo exoplaneta parece tener una edad suficiente (según los autores del estudio, por lo menos 5.000 millones de años) como para haber dado margen a un proceso de desarrollo de vida…

…si es que este proceso ha podido llegar a ocurrir alguna vez fuera de la Tierra. Algo de lo que personalmente también me declaro escéptico, por razones que ya he contado aquí y que se resumen en una: si en 4.540 millones de años de edad de la Tierra, y que sepamos, la vida solo ha surgido aquí una única vez, ¿qué parte de este argumento nos incita a dar por supuesto que la aparición de la vida sea un fenómeno frecuente? Pero de verdad, me encantaría tener que reconocer mi equivocación aquí mañana mismo…

Sin un «segundo génesis», no hay alienígenas

Si les dice algo el nombre del lago Mono, en California, una de dos: o han estado por allí alguna vez, o recuerdan el día en que más cerca estuvimos del «segundo génesis».

Les explico. A finales de noviembre de 2010, la NASA sacudió el ecosistema científico lanzando un teaser previo a una rueda de prensa en la que iba a «discutirse un hallazgo de astrobiología que impactará la búsqueda de pruebas de vida extraterrestre». La conferencia, celebrada el 2 de diciembre, solo decepcionó a quienes esperaban la presentación de un alien, algo siempre extremadamente improbable y que el anuncio tampoco insinuaba, salvo para quien no sepa leer. Para los demás, lo revelado allí era un descubrimiento excepcional en la historia de la ciencia: una bacteria diferente a todos los demás organismos de la Tierra conocidos hasta ahora.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

El lago Mono, en California. Imagen de Wikipedia.

Coincidiendo con la rueda de prensa, los resultados se publicaron en la web de la revista Science bajo un título breve, simple y atrevido: «Una bacteria que puede crecer usando arsénico en lugar de fósforo». La sinopsis de la trama decía que un equipo de investigadores, dirigidos por la geobióloga Felisa Wolfe-Simon, había encontrado en el lago Mono un microorganismo capaz de emplear arsénico como sustituto del fósforo en su ADN. Lo que para otros seres terrestres es un veneno (su posible papel como elemento traza aún se discute), para aquella bacteria era comida.

Toda la vida en este planeta, desde el virus que infecta a una bacteria hasta la ballena azul, se basa en la misma bioquímica. Uno de sus fundamentos es un material genético (ADN o ARN) formado por tres componentes: una base nitrogenada, un azúcar y un fosfato. Dado que este fue el esquema fundador de la biología terrestre, todos los seres vivos estamos sujetos a él. Encontrar un organismo que empleara un sistema diferente, por ejemplo arseniato en lugar de fosfato, supondría hallar una forma de vida que se originó de modo independiente a la genealogía de la que todos los demás procedemos.

Esto se conoce informalmente como un «segundo génesis», un segundo evento de aparición de vida (que no tiene por qué ser el segundo cronológicamente). Sobre si la bacteria del lago Mono, llamada GFAJ-1, habría llegado a representar o no un segundo génesis, hay opiniones. Hay quienes piensan que no sería así, ya que la existencia de un ADN modificado habría representado más bien una adaptación extrema muy temprana dentro de una misma línea evolutiva.

Para otros, es irrelevante que el origen químico fuera uno solo: dado que la definición actual de cuándo la no-vida se transforma en vida se basa en la acción de la evolución biológica, existiría la posibilidad de que la diversificación del ADN se hubiera producido antes de este paso crucial, y por lo tanto la vida habría arrancado ya con dos líneas independientes y paralelas.

Pero mereciera o no la calificación de segundo génesis, finalmente el hallazgo se desinfló. Desde el primer momento, muchos científicos recibieron el anuncio con escepticismo por razones teóricas, como el hecho de que el ADN con arsénico en lugar de fósforo daría lugar a un compuesto demasiado inestable para la perpetuación genética (este es solo un caso más de por qué muchas de las llamadas bioquímicas alternativas con las que tanto ha jugado la ciencia ficción son en realidad pura fantasía que hace reír a los bioquímicos). La publicación del estudio confirmó las sospechas: los experimentos no demostraban realmente que el ADN contuviera arsénico. Y como después se demostró, no lo contenía.

La bacteria GFAJ-1 del lago Mono resultó ser simplemente una extremófila más, un bicho capaz de crecer en aguas muy salinas, alcalinas y ricas en arsénico. Tenía una tolerancia fuera de lo común a este elemento, pero no lo empaquetaba en su ADN; se limitaba a acumularlo, construyendo su material genético con el fósforo que reciclaba destruyendo otros componentes celulares en tiempos de escasez. Su única utilidad real fue conseguir el propósito expresado en su nombre, GFAJ, formado por las iniciales de Give Felisa A Job («dadle un trabajo a Felisa»): aunque el estudio fuera refutado, le sirvió a Wolfe-Simon como trampolín para su carrera.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Bacterias GFAJ-1. Imagen de Wikipedia.

Por algún motivo que desconozco, el estudio nunca ha sido retractado, cuando debería haberlo sido. Me alegro de que a Wolfe-Simon le vaya bien, pero desde el principio el suyo fue un caso de ciencia contaminada: no descubrió el GFAJ-1 por casualidad, sino que estaba previamente convencida de la existencia de bacterias basadas en el arsénico, algo que ya había predicado antes en conferencias y que le hizo ganar cierta notoriedad. El siguiente paso era demostrar que tenía razón, fuera como fuese.

Hoy seguimos sin segundo génesis terrestre. Y su ausencia es una razón que a algunos nos aparta de esa idea tan común sobre la abundancia de la vida alienígena. Afirmar que el hecho de que estemos aquí implica que la vida debe de ser algo muy común en el universo es sencillamente una falacia, porque no lo implica en absoluto. Es solo pensamiento perezoso; una idea que cualquiera puede recitar si le ponen en la boca un micrófono de Antena 3 mientras se compra unos pantalones en Zara, pero que si se piensa detenidamente y sobre argumentos científicos, no tiene sustento racional.

Pensémoslo un momento: si creemos que la vida es omnipresente en el universo, esto equivale a suponer que dado un conjunto de condiciones adecuadas para algún tipo de vida, por diferentes que esas condiciones fueran de las nuestras y que esa vida fuera de la nuestra, esta aparecería con una cierta frecuencia apreciable.

Pero la Tierra es habitable desde hace miles de millones de años. Y sin embargo, esa aparición de la vida solo se ha producido una vez, que sepamos hasta ahora. Si suponemos que los procesos naturales han actuado del mismo modo en todo momento (esto se conoce como uniformismo), debería haber surgido vida en otras ocasiones; debería estar surgiendo vida nueva hoy. Y hasta donde sabemos, no es así. Hasta donde sabemos, solo ha ocurrido una vez en 4.500 millones de años.

¿Por qué? Bien, podemos pensar que el uniformismo no es una regla pura, dado que sí han existido procesos excepcionales, como episodios globales de vulcanismo o impactos de grandes asteroides que han cambiado drásticamente las reglas del juego de la vida. Esto se conoce como catastrofismo, y la situación real se acerca más a un uniformismo salpicado con algunas gotas esporádicas de catastrofismo.

Pero si aceptamos que el catastrofismo fue determinante en el comienzo de la vida en la Tierra, la conclusión continúa siendo la misma: si deben darse unas condiciones muy específicas e inusuales, una especie de tormenta bioquímica perfecta, entonces estamos también ante un fenómeno extremadamente raro, que en 4.500 millones de años no ha vuelto a repetirse. De una manera o de otra, llegamos a la conclusión de que la vida es algo muy improbable. Desde el punto de vista teórico, para que la idea popular tenga algún viso de ser otra cosa que seudociencia debería antes refutarse la hipótesis nula (una explicación sencilla aquí).

A lo anterior hay una salvedad, y es la posibilidad de que la «biosfera en la sombra» (un término ya acuñado en la biología) procedente de un segundo génesis fuera eliminada por selección natural debido a su mayor debilidad, o sea eliminada una y otra vez, por muchos génesis que se produzcan sin siquiera enterarnos.

Esta hipótesis no puede descartarse a la ligera, pero tampoco darse por sentada: si en su día la existencia de algo como la bacteria GFAJ-1 no resultaba descabellada, es porque la idea de una biosfera extremófila en la sombra es razonable; una segunda línea evolutiva surgida en un nicho ecológico muy marginal, como el lago Mono, tendría muchas papeletas para prosperar, quizá más que un invasor del primer génesis pasando por un trabajoso proceso de adaptación frente a un competidor especializado. Y sin embargo, hasta ahora el resultado de la búsqueda en los ambientes más extremos de la Tierra ha sido el mismo: nada. Solo parientes nuestros que comparten nuestro único antepasado común.

Si pasamos de la teoría a la práctica, es aún peor. Hasta hoy no tenemos absolutamente ni siquiera un indicio de que exista vida en otros lugares del universo. En la Tierra la vida es omnipresente, y no se esconde. Nos encontramos con pruebas de su presencia a cada paso. Incluso en el rincón más remoto del planeta hay testigos invisibles de su existencia, porque en el rincón más remoto del planeta uno puede encender un GPS o un Iridium y recibir una señal de radio por satélite. Si el universo bullera de vida, bulliría también de señales. Y sin embargo, si algo sabemos es que el cosmos parece un lugar extremadamente silencioso.

Como respuesta a lo anterior, algunos científicos han aportado la hipótesis de que la vida microbiana sea algo frecuente, pero que a lo largo de su evolución exista un cuello de botella complicado de superar en el que casi inevitablemente fracasa, impidiendo el progreso hacia formas de vida superiores; lo llaman el Gran Filtro. Otros investigadores sugieren que tal vez la Tierra haya llegado demasiado pronto a la fiesta, y que la inmensa mayoría de los planetas habitables todavía no existan. Pero también con estas dos hipótesis llegamos a la misma conclusión: que en este momento no hay nadie más ahí fuera.

Pero esto es ciencia, y eso significa que aquello que nos gustaría no necesariamente coincide con lo que es; y debemos atenernos a lo que es, no a lo que nos gustaría. Personalmente, I want to believe; me encantaría que existiera vida en otros lugares y quisiera vivir para verlo. Pero por el momento, aquello del «sí, claro, si nosotros estamos aquí, ¿por qué no va a haber otros?», mientras alguien rebusca en los colgadores de Zara, no es ciencia, sino lo que en inglés llaman wishful thinking, o pensamiento ilusorio.

Claro que todo esto cambiaría si por fin algún día tuviéramos constancia de ese segundo génesis terrestre. Y aunque seguimos esperando, hay una novedad potencialmente interesante. Un nuevo estudio de la Universidad de Washington, el Instituto de Astrobiología de la NASA y otras instituciones, publicado en la revista PNAS, descubre que en la Tierra existió un episodio de oxigenación frustrado, previo al que después daría lugar a la aparición de la vida compleja.

Hoy sabemos que hace unos 2.300 millones de años la atmósfera terrestre comenzó a llenarse de oxígeno (esto se conoce como Gran Oxidación), gracias al trabajo lento y constante de las cianobacterias fotosintéticas. Los fósiles más antiguos de células eucariotas (la base de los organismos complejos) comienzan a encontrarse en abundancia a partir de unos 1.700 millones de años atrás, aunque aún se discute cuándo surgieron por primera vez. Pero si de algo no hay duda, es de que fue necesaria una oxigenación masiva de la atmósfera para que la carrera de la vida tomara fuerza y se consolidara.

Los investigadores han estudiado rocas de esquisto de entre 2.320 y 2.100 millones de años de edad, la época de la Gran Oxidación, en busca de la huella de la acción del oxígeno sobre los isótopos de selenio. La idea es que la oxidación del selenio actúa como testigo del nivel de oxígeno en la atmósfera presente en aquella época.

Lo que han descubierto es que la historia del oxígeno en la Tierra no fue un «nada, después algo, después mucho», en palabras del coautor del estudio Roger Buick, sino que al principio hubo una Gran Oxidación frustrada: los niveles de oxígeno subieron para después bajar por motivos desconocidos, antes de volver a remontar para quedarse y permitir así el desarrollo de toda la vida que hoy conocemos.

Este fenómeno, llamado «oxygen overshoot«, ya había sido propuesto antes, pero el nuevo estudio ofrece una imagen clara de un episodio en la historia de la Tierra que fue clave para el desarrollo de la vida. Según Buick, «esta investigación muestra que había suficiente oxígeno en el entorno para permitir la evolución de células complejas, y para convertirse en algo ecológicamente importante, antes de lo que nos enseñan las pruebas fósiles».

El interés del estudio reside en que crea un escenario propicio para que hubiera surgido una «segunda» biosfera (primera, en orden cronológico) de la que hoy no tenemos constancia, y que tal vez pudo quedar asfixiada para siempre cuando los niveles de oxígeno se desplomaron por causas desconocidas. Pero Buick deja claro: «esto no quiere decir que ocurriera, sino que pudo ocurrir».

E incluso asumiendo que la propuesta de Buick fuera cierta, en el fondo tampoco estaríamos hablando de un segundo génesis, sino de un primer spin-off frustrado a partir de un único génesis anterior; las bacterias, los primeros habitantes de la Tierra, ya llevaban por aquí cientos de millones de años antes del oxygen overshoot. El estudio podría decirnos algo sobre la evolución de la vida, pero no sobre el origen de la vida a partir de la no-vida, la abiogénesis, ese gran problema pendiente que muchos dan por resuelto, aunque aún no tengamos la menor idea de cómo resolverlo.

El universo, ¿lleno de microbios alienígenas muertos?

Poco podía imaginar Ricitos de Oro, cuando allanaba la morada de los tres ositos sin el menor miramiento, que su poco edificante conducta iba a encontrar eco en un campo tan alejado de los cuentos infantiles como la astronomía exoplanetaria.

Ilustración de una exoluna de un exoSaturno gigante. Imagen de Dmytro Ivashchenko / Wikipedia.

Ilustración de una exoluna de un exoSaturno gigante. Imagen de Dmytro Ivashchenko / Wikipedia.

¿Tan alejado de los cuentos infantiles? ¿Realmente el de los exoplanetas habitables es un relato científicamente sólido, o es solo una bonita fantasía?

La niña del cuento llegaba a la casa de los tres ositos, donde descubría tres platos de sopa (creo que en la versión original era porridge, pero dejémoslo mejor en alimentos aptos para el consumo humano). Uno de ellos estaba demasiado caliente, y el otro muy frío. Solo el tercero tenía la temperatura justa. La fábula sirvió a los científicos que buscan planetas fuera del Sistema Solar para definir lo que se llama la zona habitable: dependiendo del tamaño de una estrella y de su intensidad, existe una franja alrededor de ella en la cual un planeta estaría justo a la temperatura necesaria para que exista vida. Bajo este supuesto se han identificado ya numerosos exoplanetas potencialmente habitables.

Pero ¿basta este requisito para suponer la posibilidad de vida? Los científicos planetarios Charley Lineweaver y Aditya Chopra piensan que no.

Lineweaver y Chopra admiten la posibilidad de que la aparición de la vida sea un fenómeno muy frecuente en el universo. Algo con lo que, como ya he contado aquí, no estoy personalmente de acuerdo. El nacimiento de la vida a partir de la no vida tiene dos nombres distintos en biología que se diferencian por su escala temporal: si hablamos de que esto ocurra de hoy para mañana, lo llamamos generación espontánea, algo cuya imposibilidad ya fue demostrada por Pasteur en el siglo XIX; por el contrario, si hablamos de un largo período geológico, lo llamamos abiogénesis, algo que muchos dan por facilísimo.

Es evidente que la escala temporal cambia las cosas: la evolución de las especies, que es la secuela de la abiogénesis, ocurre a lo largo de muchos miles de años, incluso millones. Pero hasta que nadie logre recrear en un laboratorio (o, al menos, en una simulación in silico) un proceso acelerado que pueda replicar lo ocurrido en el primer millardo de años de la historia de la Tierra, no tendremos otra prueba de que esto pueda llegar a suceder sino el hecho de que estamos aquí.

De hecho, la enorme dificultad de llegar a concebir lo que muchos dan como evidente fue lo que llevó a tipos tan listos como Carl Sagan y Francis Crick a sugerir que la vida fue sembrada en este planeta desde otro lugar, fuera cual fuera su (único) origen inicial. Y aunque desde entonces se ha aligerado la dificultad de alguno de los pasos necesarios (ya he hablado aquí del ARN catalítico), la generación espontánea a largo plazo, más correctamente conocida como abiogénesis, continúa siendo para algunos un hueso intelectual que hay que tragarse de través.

Pero en fin, supongamos que sí; que la vida surge. Incluso con esta concesión, gente como Lineweaver y Chopra opinan que de ahí a imaginar alienígenas inteligentes y tecnológicos no hay precisamente una cuesta abajo, sino todo lo contrario, más bien un abismo casi insalvable.

Los dos investigadores ponen como ejemplo nuestros vecinos del segundo y el cuarto: Venus y Marte. En el principio, estos dos planetas eran bastante similares a la Tierra, pero ambos sufrieron sendas catástrofes climáticas: Venus devino demasiado ardiente y Marte demasiado gélido. Y sin embargo, si existieran esos alienígenas inteligentes, desde su lejana estrella considerarían que ambos están dentro de la zona Ricitos de Oro del Sol, tanto como la Tierra.

Lo que Lineweaver y Chopra plantean en su estudio, publicado en Astrobiology, es que la habitabilidad es sólo una fase transitoria en la historia de ciertos planetas, pero que lo normal por defecto es que ese estado se malogre y, aunque haya surgido la vida microbiana, esta acabe desapareciendo. Pudo ocurrir en Venus y Marte; no lo sabemos. Pero sí estamos seguros de que en ninguno de los dos planetas hay nada parecido a algo que podamos llamar gente.

La clave está, según los autores, en que es precisamente la presencia de vida lo único que puede mantener la habitabilidad a largo plazo. La idea ya ha sido propuesta antes, pero aún no ha sido explorada en profundidad. Un planeta necesita unas condiciones de partida favorables, pero si estas no resultan modificadas por una biología con un desarrollo lo suficientemente rápido, el resultado será la catástrofe climática y la vida naciente se marchitará hasta desaparecer.

Los responsables de esta catástrofe, explican Lineweaver y Chopra, son los gases de efecto invernadero. Existe en la naturaleza un fenómeno llamado ciclo de carbono o ciclo de carbonatos-silicatos, al que hoy se presta mucha atención porque está en el centro de la preocupación sobre el cambio climático antropogénico. El CO2 de la atmósfera se disuelve en la lluvia y cae sobre las rocas de silicatos, formándose carbonatos y sílice que llegan al mar y son utilizados por los organismos microscópicos. Una parte de esta comunidad planctónica es engullida en las zonas de subducción de las placas tectónicas, y el magmatismo en el interior de la Tierra produce de nuevo silicatos, que salen por las zonas de crecimiento de placas, y CO2, que regresa a la atmósfera en forma de gas gracias a los volcanes.

El CO2 regresa a la atmósfera por los volcanes. Foto del Kilauea, en Hawái. Imagen de Wikipedia.

El CO2 regresa a la atmósfera por los volcanes. Foto del Kilauea, en Hawái. Imagen de Wikipedia.

Sin embargo, este ciclo no es un sistema cerrado perfectamente armónico. En Venus, las altas temperaturas favorecen la formación de silicatos, lo que eleva el CO2 atmosférico, que a su vez aumenta el efecto invernadero y hace subir las temperaturas; el resultado es un ciclo de realimentación que lleva a la catástrofe climática. En la Tierra, históricamente la formación de carbonatos ha tendido a eliminar CO2 de la atmósfera… hasta que llegó la quema de combustibles fósiles. Pero esa es otra historia.

Los autores del estudio estiman que la Tierra no logró mantener una cierta estabilidad climática hospitalaria para la vida hasta hace unos 3.000 millones de años. Pero el factor determinante para alcanzar este relativo equilibrio fue precisamente la existencia de vida, en tiempo y forma suficientes como para alterar el metabolismo terrestre, evitando los ciclos de realimentación hacia la catástrofe climática y consiguiendo superar así lo que llaman el «cuello de botella gaiano» (Gaia hace referencia a la regulación global del planeta, según la idea originalmente propuesta por James Lovelock y Lynn Margulis).

Lo cual, temen Lineweaver y Chopra, es algo probablemente bastante raro en el universo. «Este cuello de botella gaiano puede ser una mejor explicación para la no prevalencia de vida que el paradigma tradicional del cuello de botella en la aparición de la vida», escriben. Su conclusión es que tal vez el cosmos está lleno de microbios alienígenas, pero que están todos muertos y fosilizados.

Puede ser que Lineweaver y Chopra estén en lo cierto; pero el hecho es que tampoco se ha encontrado todavía una solución al otro cuello de botella, el de la aparición de la vida. Con lo cual, lo único que podemos afirmar es que ahora tenemos no una, sino dos graves dificultades para aceptar ese mantra popular de que el universo rebosa vida.

¿Y si la Tierra sí fuera un lugar especial?

No importa cuántos intentos más de encontrar vida alienígena fracasen. Ni cuántos años más transcurran sin que recibamos, por vía activa o pasiva, una prueba de la existencia de algo vivo que no haya nacido entre los confines de este planeta. Unos siempre seguirán buscando y otros siempre seguiremos esperando; incluso los bioescépticos, como un servidor.

Ningún científico serio entregaría su carrera a la búsqueda del Yeti o del monstruo del lago Ness. Y sin embargo, muchos científicos de intachables credenciales dedican la suya a la búsqueda de algo de cuya existencia, en más de medio siglo de rastreo, hemos logrado acumular tantas pruebas como del Yeti o el monstruo del lago Ness.

No es una crítica a la actividad de búsqueda, que es un imperativo del conocimiento (y para quienes prefieren el oscurantismo, conviene aclarar que hoy se sostiene con fondos privados). Pero sí al sesgo que se asocia a la actividad de búsqueda. Hubo un tiempo no lejano en que muchos negaban la posibilidad de vida alienígena por una cuestión de fe: no podía haber otros seres en el universo porque la Biblia no decía nada de ello, y era imposible que cometiera semejante omisión. Hoy se tiende a pensar lo contrario en la creencia de que hay un argumento científico para ello, pero lo cierto es que continúa siendo una cuestión de fe. Lo explico.

La 'canica azul', imagen de la Tierra tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

La ‘canica azul’, imagen de la Tierra tomada por la misión Apolo 17 en 1972. Imagen de NASA.

El argumento científico es la aplicación del llamado principio de mediocridad, según el cual algo elegido al azar entre muchos tenderá con mayor probabilidad a ser un representante promedio de esos muchos. Cuando Copérnico mostró que la Tierra no era el centro del universo, comenzó a barruntarse la idea de que nuestro planeta no es un lugar especial, y que por tanto debe de ser uno más entre una infinidad de otros similares. Lo cual lleva a suponer que la vida, e incluso lo que Carl Sagan llamaba “el equivalente funcional del ser humano”, son comunes en el universo.

El principio de mediocridad suele ser un argumento apoyado por los astrofísicos. Y curiosamente, ellos se enfrentan a la necesidad de explicar por qué, de hecho, todo nuestro universo sí es un lugar especial: muchos cosmólogos encuentran chocante que una serie de constantes físicas del universo, que en principio podrían adoptar cualquier valor aleatorio, se sitúen exactamente en la estrecha ventana que permite la existencia de materia y, por tanto, de vida. Este llamado “ajuste fino del universo” asusta a algunos científicos, porque para ellos abre la puerta a la defensa de que existe un diseño inteligente del universo.

Por mi parte, sospecho que en la negación del ajuste fino por este motivo existe un sesgo intelectual; un científico nunca debería oponerse a una hipótesis por otros motivos que los científicos, y no por el hecho de que no le guste. Y sospecho también que es este mismo sesgo, por igual motivo, el que suele llevar a la defensa de que la vida es omnipresente en el universo. Es decir, es una cuestión de fe, no de ciencia.

Pero es que, en realidad, el ajuste fino puede explicarse por causas perfectamente naturales. Nuestro universo puede ser simplemente uno entre una infinidad de otros muchos que existen o han existido, con todos los rangos posibles de los parámetros físicos que en esos otros muchos casos han dado lugar a universos abortados, sin materia o sin vida. Simplemente, el nuestro tuvo más suerte, y por eso estamos aquí, precisamente en este universo que sí tiene algo de especial.

Lo mismo puede aplicarse a la Tierra. Según el principio de mediocridad, no podemos negar que en el universo habrá un número inmenso de planetas muy semejantes al nuestro, con similares condiciones de partida. Pero entre eso y afirmar que en todos ellos es inevitable que surja la vida se interpone la suposición de que este es un proceso determinista. Y eso ya no es mediocridad, sino más bien todo lo contrario, negar toda la amplísima gama de muchas otras opciones que no llevan a la vida.

Bajando a lo concreto: la aplicación de todo esto a la existencia del ser humano la expone estupendamente el científico planetario australiano Charley Lineweaver en esta charla TEDx. Lineweaver explica lo que llama “la falacia del planeta de los simios”, y es esa suposición a la que me he referido antes de que en todo planeta habitado la evolución conduce a ese “equivalente funcional del ser humano” del que hablaba Sagan. El científico explica que esos otros experimentos de evolución separada también se han dado aquí, en la propia Tierra, y no han llevado a la aparición de una especie inteligente como nosotros. Por ejemplo, uno de esos experimentos se llama Australia.

Pero es que lo mismo se aplica a toda la aparición y la evolución de la vida. Cuando se dice que la vida ha surgido en la Tierra, y que por tanto debe de haberlo hecho en otros muchos lugares, suele olvidarse una pregunta esencial. Sí, la vida surgió en la Tierra.

¿Pero por qué solo una vez?

En los comienzos de la biología, y si la aparición de la vida era tan inevitable, esta debería haber surgido de forma independiente en innumerables lugares de la Tierra. Y sin embargo, no tenemos motivo para pensar que la vida surgió más de una vez. Por el contrario, sí los hay para suponer que toda la vida terrestre actual desciende de un único origen entre quizá miles de millones de intentos fracasados en nuestro propio planeta.

Por ejemplo, uno de estos argumentos es la llamada quiralidad de las moléculas biológicas. Las moléculas pueden tener dos configuraciones simétricas, como los dos guantes de un par. Ambas son equivalentes; es decir, que pueden funcionar igualmente. Pero no son intercambiables; o sea, que una vez elegida una opción, no hay vuelta atrás: para que los procesos biológicos funcionen, debe mantenerse la misma configuración. Resulta que en la naturaleza todos los aminoácidos biológicos tienen una de estas dos configuraciones posibles, la llamada levógira (giro a la izquierda), mientras que los azúcares son dextrógiros (giro a la derecha).

¿Y por qué no al revés?

Si la vida hubiera surgido varias veces de forma independiente en la Tierra, y aunque (lo cual es mucho suponer) en todos los casos se llegara inevitablemente a las mismas soluciones biológicas, como ADN, ARN y proteínas, por simple azar algunos de esos inicios de vida habrían elegido aminoácidos dextrógiros y azúcares levógiros. Con lo cual, hoy tendríamos seres vivos de ambos tipos. Pero no es así. Ni se ha encontrado jamás un organismo terrestre que utilice opciones bioquímicas tan radicalmente distintas como para invitarnos a suponer que surgió de un origen independiente. Con lo que hoy sabemos, la hipótesis más razonable es que la vida nació una sola vez en la Tierra, en un único charco o incluso una gota de agua, entre otros billones de gotas de agua.

Mañana contaré un nuevo estudio firmado por Lineweaver que aporta una interesante teoría sobre qué podría hacer a la Tierra mucho más especial de lo que pensamos; incluso muy diferente a muchos otros planetas descubiertos que se suponen potencialmente habitables.

¿Cómo empezó esta película de la vida?

Hoy el ser humano ha llegado a observar galaxias a 13.400 millones de años luz, lo que equivale a espiar lo que sucedía en el universo hace 13.400 millones de años. Pásmense ante este logro del telescopio espacial Hubble anunciado el pasado marzo:

En cambio, aún no sabemos qué ocurrió en nuestra propia casa hace menos de la tercera parte de ese tiempo para que hoy podamos estar aquí y contarlo. El origen de la vida es uno de los mayores enigmas científicos pendientes.

Un nuevo estudio en la revista Nature Geoscience viene a sugerir cómo pudo comenzar a prepararse ese campo fértil para que la vida llegara a bullir en la Tierra. Cuando este planeta era una inhóspita bola gélida, el calor necesario para fundir el hielo y disparar el inicio de una química habitable pudo provenir de gigantescas erupciones solares.

Según el modelo de simulación elaborado por la NASA, los frecuentes fogonazos de un Sol joven e impetuoso pudieron facilitar que el nitrógeno atmosférico inerte se fijara en formas aprovechables para la vida, como hoy hacen los microbios al servicio de las plantas.

Eyección de masa coronal, un tipo de erupción solar, captada el 31 de agosto de 2012 por el telescopio espacial de la NASA Solar Dynamics Observatory (SDO). La imagen de la Tierra a escala revela las proporciones. Cuando el Sol era joven, estas erupciones eran aún mucho mayores y más frecuentes que ahora. Imagen de NASA/GSFC/SDO.

Eyección de masa coronal, un tipo de erupción solar, captada el 31 de agosto de 2012 por el telescopio espacial de la NASA Solar Dynamics Observatory (SDO). La imagen de la Tierra a escala revela las proporciones. Cuando el Sol era joven, estas erupciones eran aún mucho mayores y más frecuentes que ahora. Imagen de NASA/GSFC/SDO.

Una de estas formas, ácido cianhídrico, pudo ser crucial en la aparición de los precursores de la vida, como ácidos nucleicos, proteínas y lípidos. El pasado año, un estudio publicado en Nature Chemistry demostró que estas reacciones pudieron darse en la Tierra primitiva. Aún nos queda mucho por saber de cómo comenzó esta película, pero ya empezamos a vislumbrar algunos fragmentos de los créditos iniciales.

Añado: todo lo cual, por cierto, nos lleva una vez más de vuelta al argumento contrario a esa hipótesis de que la vida es algo muy común en el universo. En 1972, Carl Sagan y George Mullen se preguntaron cómo era posible que en la Tierra temprana hubiera existido agua líquida –como muestran las pruebas geológicas– cuando el tenue brillo del Sol por aquel entonces habría mantenido esta roca hoy mojada como una roca congelada. Era una paradoja que había que resolver.

Pero había que resolverla porque hoy estamos aquí. Cuando explicamos la historia del universo o de sus partes debemos buscar hipótesis compatibles con el hecho de que hoy existimos, como dicta el llamado principio antrópico, que para usos como este debería renombrarse para hacer referencia a la vida en general (¿biótico?) y no al ser humano en particular.

En cambio, imaginemos que somos una inteligencia extrauniversal y que contemplamos la historia desde el principio de los tiempos. En ese caso esperaríamos que la evolución del cosmos siguiera los caminos más lógicos. No hay paradojas que resolver, sino la expectativa de que las cosas sigan su curso natural más probable. En este caso, introducir argumentos como las erupciones solares para licuar el agua de la Tierra sería simplemente un Deus ex machina, que la Wikipedia define muy bien:

Cualquier acontecimiento cuya causa viene impuesta por necesidades del propio guión, a fin de que mantenga lo que se espera de él desde un punto de vista del interés, de la comercialidad, de la estética, o de cualquier otro factor, incurriendo en una falta de coherencia interna.

O dicho mucho más coloquialmente, una de esas típicas morcillas que se introducen en las películas y que no vienen a cuento, pero que se justifican solo por el hecho de que así logramos que luego ocurra algo que nos interesa que ocurra. Un ejemplo científico que ya conté en su día en un reportaje: la elección de la rana como organismo donante de ADN para la recreación de los dinosaurios en Parque Jurásico. No hay motivo biológico para elegir la rana, que no es pariente cercana de los dinosaurios; de hecho, está más alejada evolutivamente de ellos que los humanos (según datos actualizados, 355 millones de años frente a 320). La única razón es que esta elección permitía que luego los dinosaurios cambiaran de sexo para reproducirse, cosa que algunas ranas pueden hacer, pero nosotros no.

Resumiendo, el estudio de la NASA desvela una más de esas muchas carambolas que debieron producirse para que la vida surgiera en la Tierra. Pero si alguien escribiera ese guión con tantos giros improbables, los espectadores responderían con el típico «¡venga ya!». No, no me refiero a los alienígenas que salvan a Brian cuando cae de la torre; ¡qué demonios, son los Monty Python! ¿Pero quién no se ha preguntado por qué las águilas de El señor de los anillos aparecen oportunamente para rescatar a los protagonistas de una muerte segura, pero en cambio no les pueden hacer el favorcito de acercarlos un poco hasta Mordor?

Una droga y un veneno, ¿el origen de la vida?

La gran pregunta entre las grandes preguntas de la biología es cómo comenzó la vida en la Tierra. Desde los tiempos en que los biólogos evolutivos comenzaron por primera vez a buscar una explicación natural a este inmenso misterio, la respuesta a este conundrum ya no solo atañe a la comprensión de nuestro propio origen, sino a la posibilidad de que haya alguien más por ahí fuera rascándose su alienígeno coco al respecto de la misma pregunta.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Como ya he comentado aquí anteriormente, la famosa ecuación de Drake, la que arroja una serie de términos para estimar el número de civilizaciones con capacidad de comunicación interestelar en nuestra galaxia, es un interesante ejercicio de especulación para la reflexión planteado por un físico. Se trata de un producto de varios términos, entre los cuales algunos conciernen a la física y tienen una posibilidad de estimación real; por ejemplo, la fracción de estrellas que contienen planetas.

Pero uno de esos términos, designado fl, expresa la fracción de planetas que desarrollan vida. Y sobre esto no tenemos ni la más mínima puñetera idea. Si es cero, el resultado final de la ecuación es cero. Sabemos que no es cero porque nosotros estamos aquí; pero bien podría ser algo tan próximo a cero que el resultado final fuera uno, es decir, nosotros y punto.

Resumiendo; para un biólogo, la ecuación de Drake es una tautología: estima la vida alienígena a través de un término que estima la vida alienígena. Este término no es una variable, sino la incógnita. ¿Para qué sirve entonces la ecuación de Drake?, se preguntarán.

Lo cierto es que Drake, un tipo muy lúcido, jamás ha pretendido que su ecuación se tomara al pie de la letra –como a menudo hace la divulgación popular– para calcular realmente la población alienígena de la Vía Láctea, sino que la propuso como materia de reflexión. Como bien explican aquí los amigos de SETI League, «la importancia de la ecuación de Drake no está en la resolución, sino en la contemplación; no se escribió en absoluto con propósitos de cuantificación»; y añaden con gran acierto que, si algo cuantifica la ecuación de Drake, es solo «nuestra ignorancia».

El motivo de que aún desconozcamos por completo esta fl es precisamente que no sabemos cómo surgió la vida en la Tierra. Y por tanto, aventurar que fl es muy alta o muy baja depende de la intuición personal de cada cual sobre la probabilidad de que las moléculas adecuadas reaccionen espontáneamente en condiciones determinadas para formar unidades de información autorreplicativas que conduzcan a su propagación, que estas unidades de información se traduzcan en funciones biológicas y que estas se individualicen en compartimentos separados autónomos, o células. Nada menos.

Desde hace más de medio siglo, los biólogos han tratado de lograr reacciones químicas en el laboratorio que simulen lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años, cuando la vida en la Tierra comenzó a gestarse. Uno de los primeros, y tal vez el más famoso, fue el que hicieron Miller y Urey en 1952, en el que lograron generar aminoácidos (moléculas orgánicas complejas, los componentes de las proteínas) a partir de fuentes de carbono, nitrógeno e hidrógeno. Pero aún hay mucho camino por recorrer.

Hace casi un año conté aquí un precioso experimento elaborado por investigadores de Georgia Tech (EEUU) que demostró la posibilidad de formación espontánea de cadenas de aminoácidos en condiciones compatibles con las de la Tierra primitiva. La vía de aparición de las primeras proteínas sobre la Tierra es fundamental porque algunas de ellas, las llamadas enzimas, son imprescindibles para la vida. Por ilustrarlo con el primer ejemplo que me viene, las enzimas son como ministros matrimoniales que materializan la unión productiva entre otras proteínas.

Pero hay otra vía esencial sobre la cual los experimentos de Miller-Urey y Georgia Tech no aportan nada: la de los ácidos nucleicos, las moléculas como el ADN y el ARN encargadas de codificar la información, conservarla, perpetuarla y proporcionarla para que las enzimas puedan facilitar los procesos biológicos. Muchos biólogos piensan que el primer ácido nucleico pudo ser, antes del ADN, un ARN, ya que este puede actuar además como enzima. Es decir, el ARN puede ser un dos en uno, lo que simplificaría el proceso necesario para el arranque de la vida.

Pero aún es necesario demostrar cómo podría haberse formado espontáneamente un ARN en la Tierra primitiva. El ARN es una cadena compuesta por unidades llamadas nucleótidos (más concretamente, ribonucleótidos, frente a los desoxirribonucleótidos del ADN). Estos nucleótidos se representan por esas «letras» de las que habrán oído hablar: A, C, G, T. Solo que en el ARN la T, timina (o timidina), se sustituye por U, uracilo (o uridina). Así pues, habría que demostrar la formación de cadenas de A, C, G y U de manera espontánea en un ambiente de laboratorio que emule las condiciones de la Tierra primigenia.

Lo que vengo a contar después de esta larga introducción es que el mismo equipo de Georgia Tech que consiguió ligar cadenas de aminoácidos ha logrado ahora la formación de algo muy parecido a una cadena de ARN. Y los eslabones que han empleado para ello son curiosos: ácido barbitúrico y melamina.

Sin duda les sonará el ácido barbitúrico. No es una droga en sí, pero es el precursor de infinidad de ellas, todas las que terminan en -barbital. Marilyn Monroe, Elvis, Judy Garland y Jimi Hendrix son solo algunas de las numerosas estrellas que se apagaron a causa de estas sustancias. En cuanto a la melamina, tal vez recuerden el terrible caso en 2008 de las muertes de bebés en China por leche adulterada. La melamina es la base de la formica de las cocinas, pero en el organismo reacciona con el ácido cianúrico para formar cristales que se acumulan en el riñón y lo atascan.

Pues bien, resulta que el ácido barbitúrico y la melamina son muy similares a las moléculas que sirven de base a los nucleótidos del ADN y el ARN, de modo que podrían contemplarse como una especie de ancestros químicos de estas moléculas. Pero tienen una peculiaridad: cuando los investigadores los colocan simplemente en agua y en presencia de los componentes necesarios, todos ellos fácilmente presentes en la Tierra primitiva, reaccionan espontáneamente para convertirse en algo muy parecido a los nucleótidos biológicos.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una vez obtenidos estos por separado, ambos se unen para formar uno de esos peldaños típicos que vemos en la escalera del ADN. Después, y también de manera espontánea, los peldaños se ligan unos a otros para crear una doble hélice que recuerda muchísimo a una cadena de ADN, o ARN en este caso. Todo ello por sí mismo, sin intervención de enzimas, y en condiciones que podrían haberse dado perfectamente en los charcos de la Tierra antigua.

Por supuesto, aún sigue habiendo mucho camino por recorrer. Lo que han obtenido los investigadores no es un ARN, sino algo que tiene el mismo aspecto físico y una estructura química muy parecida. Pero el ácido barbitúrico y la melamina aún deberían sustituirse por los nucleótidos biológicos, como adenina y uracilo. Y uno de los coautores del trabajo, Ramanarayanan Krishnamurthy, ha dejado claro: «Es un camino complejo que aún tendríamos que diseñar al menos sobre el papel, y aún no estamos ahí». Pero también añade: «Nos estamos acercando a moléculas que se parecen a lo que pudo ser la vida en sus etapas tempranas».

Como dice el codirector del estudio, Nicholas Hud, «la Tierra temprana era un laboratorio desordenado donde probablemente se producían muchas moléculas como las necesarias para la vida». De este juego de azar depende la fl de la ecuación de Drake que aún no estamos ni cerca de estimar. Pero si la línea de investigación que siguen Hud y Krishnamurthy llegara a demostrar una ruta biológica plausible, podríamos llegar a tener un argumento teórico para sostener que fl es distinta de cero. El hecho de que estemos aquí es un argumento práctico, pero en ciencia un caso anecdótico (nuestra existencia) no basta para justificar una teoría (la existencia de otros).

Y como acabo de caer en que hace tiempo que no les dejo con algo de música, aquí viene Hendrix.

¿Y si la vida surgió en el desierto?

Si algo sabemos con certeza de cómo comenzó la vida en este planeta, es que fue en el mar.

¿O no?

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Imagen de Olearys / Flickr / CC.

Las reacciones químicas de la vida tienen lugar en el agua. Las células son pequeños botijos cerrados que mantienen en su interior un diminuto océano portátil en el que transcurren todos los procesos bioquímicos. Pero antes de que surgiera la primera célula, no había una barrera que confinara el medio acuoso. Por lo tanto, toda la química previa a los primeros sistemas vivos debía desarrollarse directamente sobre mojado. El agua con compuestos precursores disueltos es lo que se conoce como la sopa orgánica primordial, el lugar donde nació la vida.

Algunos científicos piensan que este lugar pudo ser similar a las actuales fumarolas hidrotermales marinas, también llamadas chimeneas negras. Se trata de fisuras en el lecho marino situadas en zonas volcánicas, normalmente a gran profundidad, por las que se filtra agua caliente con abundantes minerales disueltos, sobre todo sales de azufre. La alta temperatura y la riqueza de nutrientes concentran pequeños ecosistemas en las fumarolas, incluyendo bacterias y arqueas primitivas que viven en ausencia de oxígeno, en un entorno muy parecido al de la Tierra prebiótica.

La ventaja de las fumarolas es que crean un ambiente local muy apto para que se dieran las condiciones iniciales de la vida, algo que difícilmente pudo ocurrir en un mar abierto donde los compuestos están demasiado dispersos. Con el paso de los años, los científicos han ido abandonando la idea de que la vida pudo surgir en el agua libre, ya que la baja concentración de las moléculas haría muy improbable que llegaran a producirse las reacciones necesarias; hace falta un ambiente más íntimo, o una fase sólida a la que agarrarse. El propio Darwin ya habló de un «pequeño estanque caliente», y algunos expertos han llegado a proponer incluso que la vida pudo comenzar en el diminuto resto de agua que cabe entre dos laminillas de mica, ese mineral que forma lentejuelas en el granito.

Esto, en lo que se refiere al dónde. Pero ¿cómo? Ayer mencioné el experimento de Miller-Urey. En 1952, Stanley Miller y Harold Urey, entonces en la Universidad de Chicago, construyeron un sistema cerrado en el que introdujeron una fuente simple de carbono, otra de nitrógeno y gas hidrógeno, todo ello en un medio acuoso con una fuente de calor. Al más puro estilo de Victor Frankenstein, aplicaron chispazos a la disolución para simular las tormentas eléctricas de la Tierra primigenia. Gracias a este aporte de energía, el sistema de Miller y Urey generó espontáneamente una gran cantidad de aminoácidos, los bloques que forman las proteínas; tantos que un análisis reciente de las muestras guardadas entonces detectó más de los que en su día habían encontrado los investigadores.

El chispazo de Frankenstein es un elemento problemático. Como expliqué ayer, y en aplicación de la Segunda Ley de la Termodinámica, la física de la naturaleza fluye hacia los estados de mínima energía, no al contrario. En presencia de oxígeno, los compuestos de carbono de los que estamos hechos se queman espontáneamente, desprendiendo calor y produciendo dióxido de carbono (CO2) y agua como residuos finales. Para que la reacción discurra en sentido contrario, por ejemplo para fabricar glucosa a partir de agua y CO2, es necesario aportar energía, que se almacena en los enlaces químicos de la molécula. El chispazo de Miller y Urey lo conseguía; pero por mucho que la Tierra primitiva fuera una especie de Mordor, confiar en los rayos para ejecutar billones de reacciones de ensayo y error es quizá demasiado arriesgado. ¿Sería posible encontrar otra fórmula en la que se aminoraran las barreras energéticas a superar?

De momento, ahí lo dejamos. Pasamos ahora al qué. Para disparar el comienzo de la vida en la Tierra y mucho antes de la primera célula, fue necesario que en primer lugar aparecieran moléculas capaces de copiarse y almacenar información. Lo primero se logra a través de enzimas, que actúan como catalizadores para propiciar reacciones que de otro modo no se producirían, o lo harían muy lentamente. Para lo segundo se necesitan un código y un soporte químico capaz de alojarlo.

Respecto a esto último, hoy todos los organismos almacenamos nuestra información en forma de ADN, a excepción de algunos virus (si es que pueden calificarse como organismos) que emplean como material genético otro derivado llamado ARN. El ARN, que también empleamos todos los organismos para ciertos procesos biológicos, tiene una cualidad especial, y es que además de almacenar información genética puede actuar como enzima, algo que no se ha encontrado en la naturaleza para el ADN. Estos ARN con actividad catalítica se llaman ribozimas.

El descubrimiento de las ribozimas en 1982 indujo a muchos científicos a pensar que quizá la vida en la Tierra comenzó con el ARN, ya que tiene todo lo necesario, capacidad de codificar información y actividad catalítica que podría haber facilitado la autorreplicación. La vida no podría haber comenzado sin la catálisis, y en esta actividad biológica juega un papel imprescindible otro tipo de compuestos, las proteínas, que aportan la mayoría de las funciones enzimáticas y estructurales de los seres vivos. Las proteínas son cadenas de aminoácidos, como los generados por el experimento de Miller-Urey. Pero la unión de los aminoácidos en cadenas requiere un gran aporte de energía para la formación de sus enlaces, denominados peptídicos, y es difícil que esto se produzca de manera espontánea.

Ante todos estos requisitos e incógnitas, un equipo de investigadores del Centro para la Evolución Química y el Instituto Tecnológico de Georgia (EE. UU.) ha creado un modelo que avanza un gran paso en la demostración de la abiogénesis. Los científicos mezclaron dos tipos de moléculas orgánicas, aminoácidos e hidroxiácidos. Estos últimos, que también se presumen presentes en la Tierra primitiva, se diferencian de los aminoácidos en el grupo químico que llevan pegado a su radical ácido, y son muy utilizados en cosmética; muchas cremas llevan alfa-hidroxiácidos, o AHA, por sus (siempre presuntas) propiedades beneficiosas para la piel.

Los investigadores sometieron esta mezcla heterogénea a varios ciclos sucesivos de humedad y secado por calor, con una temperatura máxima que no superaba los 65 ºC. Con este proceso simularon algo que podría haber sucedido en la Tierra primitiva: charcos ricos en materia orgánica que se secaban al sol y se hidrataban de nuevo con la lluvia. Después de solo 20 repeticiones, los científicos observaron que surgían espontáneamente cadenas de hasta 14 unidades de aminoácidos e hidroxiácidos, conocidas con el nombre de depsipéptidos.

Los hidroxiácidos se unen con un tipo de enlace llamado éster, formando lo que se llama un poliéster. Un ejemplo de poliéster es, evidentemente, el poliéster, la conocida fibra textil. Esta es sintética y no biodegradable, pero existen otros poliésteres que se forman y se degradan en la naturaleza. Los científicos ya habían observado antes que estos poliésteres se forman espontáneamente con los ciclos de secado e hidratación. El enlace éster requiere menos energía que el enlace peptídico; basta con un aumento moderado de temperatura para activar su formación. Y una vez logrados los ésteres, la barrera de energía hacia los péptidos, más estables, es mucho menor. «Permitimos la formación de enlaces peptídicos porque los enlaces éster reducen la barrera energética que debe superarse», apunta el codirector del estudio, Nicholas Hud.

Así, una vez que se forman poliésteres, se van rompiendo y reformando, creándose depsipéptidos y finalmente péptidos; todo ello a temperaturas compatibles con la vida y sin necesidad de catalizadores externos. Según el estudio, publicado en la revista Angewandte Chemie International Edition, el proceso podría haber tenido lugar incluso en el desierto, donde el rocío puede formar minúsculas acumulaciones de agua que se secan al sol durante el día y se rehidratan por la noche.

Así, tenemos la demostración de que en la Tierra temprana pudieron formarse péptidos, o pequeñas proteínas. El siguiente paso lo detalla el coautor del estudio Ramanarayanan Krishnamurthy: “Si este proceso se repitiera muchas veces, podrías crecer un péptido que podría adquirir una propiedad catalítica, porque habría alcanzado un cierto tamaño y podría plegarse de una determinada manera. El sistema podría comenzar a desarrollar ciertas características y propiedades emergentes que podrían ayudarle a autopropagarse”.

En resumen, queda superado el obstáculo del que hablaba en el artículo anterior: la aparición de un sistema bioquímico con capacidad de autopropagación es energéticamente posible, y compatible con la Segunda Ley de la Termodinámica. Es evidente que, incluso desde la posible formación espontánea de enzimas y ARN catalítico hasta el nacimiento de la primera célula primitiva, queda aún un largo camino por recorrer. Pero otros investigadores han aportado también grandes avances en estas etapas, como la generación espontánea de membranas protocelulares a partir de ciertos lípidos. Resumiendo aún más: la abiogénesis es posible.

Pero en el fondo siempre nos quedará una pregunta incómoda.

¿Por qué solo una vez?

Mientras confiamos en encontrar vida en algún otro planeta de condiciones habitables, ignoramos a veces el hecho de que, a lo largo de 4.500 millones de años de historia de la Tierra, la abiogénesis solo ha ocurrido aquí UNA vez. O por lo menos, no tenemos absolutamente ningún indicio para sospechar otra cosa.

Concluimos así regresando a una vieja pregunta: ¿es la vida algo extremadamente improbable, como defendía Fred Hoyle? ¿Somos el producto de una casi imposible carambola de fenómenos raros? Por desgracia, no es descabellado pensar que quizá no haya nadie más en el universo.

¿Qué tienen en común los espárragos, los zombis y la búsqueda de alienígenas?

No, no voy a responder en la primera línea. Empezaré repasando algo que todo estudiante de biología aprende rápidamente: los seres vivos somos CHONPS, es decir, saquitos químicos (todo es química, a pesar de esa boyante falacia que trata de enfrentar química y naturaleza y que viene engordando gracias a la ignorancia humana) rellenos esencialmente de carbono (C), hidrógeno (H), oxígeno (O), nitrógeno (N), fósforo (P) y azufre (S). Aunque debo decir que me gusta más una forma trastocada de mi invención, SPONCH, que suena como el inglés de «esponja», a la sazón uno de los principales candidatos a ser nuestro ancestral tatarabuelo multicelular. Y qué demonios, porque Bob Esponja es un tipo simpático.

El caso es que, hasta el día, si llega, en que conozcamos otras formas de vida basadas en una química diferente –y no hay muchas alternativas–, lo que somos se resume fundamentalmente en variaciones con repetición de esos seis elementos tomados de n en n, para entendernos. Al unir carbono e hidrógeno tenemos lo que se llama un hidrocarburo, también conocido como molécula orgánica. Somos hidrocarburos (por eso cuando arrancamos el motor del coche estamos quemando dinosaurios muertos, y de ahí su precio). Hoy les voy a presentar una de estas moléculas que forman parte de lo que somos, o seremos. Y les advierto de algo: me huele que no les va a gustar.

Señoras y señores, tápense las narices: les presento al metanotiol.

Señoras y señores, tápense las narices: he aquí el metanotiol.

No voy a mantener el suspense por más tiempo: la respuesta a la pregunta del título es metanotiol, también llamado metilmercaptano. Este compuesto, de fórmula química CH3-SH y olor pestilente, está presente en nuestras heces y flatulencias (dije que no les iba a oler bien), pero también en alimentos como ciertos quesos. Sin embargo, nuestro encuentro más íntimo con el metanotiol se produce un rato después de comer espárragos, cuando toca ir al baño. La mayoría de ustedes ya saben de qué estoy hablando, aunque me da en la nariz que no todos: en 1980, un estudio científico demostró que la capacidad de oler el metanotiol es un rasgo genético del que algunos afortunados carecen, para desgracia de sus semejantes, ya que el producto de un atracón de espárragos también se transpira, se lacta y… se eyacula.

El metanotiol es la forma principal en la que expulsamos el azufre procedente de la digestión de los espárragos, pero no es el único lugar en el que podemos encontrarlo. La fragancia del metanotiol aparece en la descomposición de la materia orgánica, por lo que forma parte de la sabrosa mezcla de aroma a cadáver. Sirva como ejemplo el siguiente vídeo, producido recientemente por la Sociedad Química Americana (ACS) en su serie divulgativa Reactions. En este clip, la investigadora del Doane College de Nebraska (EE. UU.) Raychelle Burks, aficionada al género zombi, aprovecha el final de la cuarta temporada de la serie de televisión The walking dead para ofrecer una receta de colonia contra zombis. Según Burks, perfumarse con olor a cadáver podría lograr que los muertos vivientes pasaran de largo en busca de otra comida más fresca. La científica propone que esta eau de toilette debería contener dos compuestos apropiadamente llamados putresceína y cadaverina, además de nuestro nuevo común amigo, el metanotiol.

Ese olor a muerto del metanotiol no es algo casual. El hecho de que la materia orgánica en descomposición nos resulte desagradable al olfato tiene, como casi todo, una razón desde el punto de vista evolutivo. Antes de que inventáramos ese concepto comercial y biológicamente artificioso de la fecha de caducidad, el olor fétido de un alimento nos servía de alerta para evitar una muerte por intoxicación entre horribles convulsiones, lo que explica por qué la mayor parte de la población es sensible a la pestilencia del metanotiol (y está claro que, a los que no lo son, alguien les avisaba). Es un detector de comida en mal estado que la mayoría llevamos incorporado de serie.

Con todo, el metanotiol no solo huele a muerte, sino también a vida. Una teoría sugiere que la transformación no biológica de gases como el monóxido de carbono (CO) y el dióxido de carbono (CO2) en unas condiciones concretas puede producir metanotiol, y que este compuesto podría servir como precursor de un rudimentario metabolismo para nutrir el desarrollo de microbios. Se da la circunstancia de que tales condiciones se encuentran en las fumarolas hidrotermales submarinas, lugares que acogen comunidades biológicas floreciendo al amparo de una rica sopa química y donde algunos investigadores proponen que podría haberse originado la primera vida en la Tierra. En pocas palabras, que al metanotiol podríamos deberle el favor de estar hoy aquí.

El sumergible robótico 'Jason' de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

El sumergible robótico ‘Jason’ de la WHOI recoge muestras de una fumarola hidrotermal en la Fosa de las Caimán. Chris German, Woods Hole Oceanographic Institution.

Un equipo de geoquímicos de la Institución Oceanográfica Woods Hole en Massachusetts (EE. UU.) quiso poner a prueba esta hipótesis recogiendo muestras del fluido hirviente producido en varias fumarolas hidrotermales submarinas. Con la ayuda de un sumergible no tripulado llamado Jason, entre 2008 y 2012 los investigadores visitaron un total de 38 fumarolas en distintos lugares del mundo, como la Dorsal Mesoatlántica, la Cuenca de Guaymas (en el golfo de California), la Dorsal del Pacífico Oriental y la Fosa de las Caimán, todos ellos representando diferentes entornos geológicos donde se esperaban distintos niveles de producción de metanotiol. Para asegurarse de preservar la composición química de estos fluidos, que en algunos casos emergen de la roca a más de 370 grados centígrados, los científicos emplearon recipientes herméticos a presión. «La idea era que fabricar metanotiol a partir de ingredientes básicos en las fumarolas hidrotermales submarinas debería ser un proceso fácil», apunta Eoghan Reeves, autor principal del estudio publicado recientemente en la revista PNAS. «Algunos sistemas son muy ricos en hidrógeno, y cuando tienes mucho hidrógeno en teoría debería ser muy fácil producir mucho metanotiol».

Pero lo que los científicos encontraron no fue lo que esperaban. «Descubrimos que no importa cuánto hidrógeno tengas en los fluidos de las fumarolas negras; no parece que se produzca mucho metanotiol», señala Reeves. De hecho, los investigadores detectaron mayor cantidad de este compuesto en las fumarolas pobres en hidrógeno, algo que tira por tierra la hipótesis original y que resta crédito a la posibilidad de que el metanotiol sirviera como «masa de partida», en palabras de los autores, para moldear un metabolismo primitivo que diera origen a la vida terrícola. Esto no descarta que las primeras células pudieran surgir a pesar de todo en estos pequeños volcanes acuáticos, pero sí que el culpable de todo ello fuera el metanotiol.

Este resultado negativo tampoco significa que el trabajo de Reeves y sus colaboradores haya sido en vano. Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre, y en ciencia a menudo la contrahipótesis es tan seductora o más que la hipótesis. Los científicos descubrieron que sí se produce metanotiol, pero en los lugares donde el fluido hirviente entra en contacto bajo el suelo oceánico con el agua fría de las profundidades que templa su temperatura por debajo de los 200 grados. ¿Qué significa esto?

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Ilustración de Júpiter desde la superficie helada de su luna Europa. NASA/JPL-Caltech.

Y en este caso, volvemos a los zombis. O más vulgarmente, a microbios muertos. Otros marcadores biológicos asociados a la descomposición dieron a los investigadores la clave de lo que estaba ocurriendo: el fluido caliente cuece los microorganismos que viven alrededor de las fumarolas. Y al morir, liberan metanotiol. «El hallazgo de que el metanotiol se está formando como producto de desecho de la vida microbiana proporciona un indicio más de que la vida está presente y extendida bajo el fondo marino, y esto es muy excitante», dice Reeves, que tiene un buen argumento para su excitación: «El lado bueno es que ahora tenemos un marcador muy simple para la vida. Si algún día podemos posar un vehículo en el hielo que cubre los océanos de Europa, la luna de Júpiter –otro lugar en el Sistema Solar que podría albergar fumarolas hidrotermales y posiblemente vida– y logramos perforar la capa helada, probablemente lo primero que [ese robot] debería buscar es metanotiol».

Así, esta es la conclusión esencial a la que iba: a diferencia de lo descrito en 2010, la continuación de la odisea espacial de Arthur C. Clarke, tal vez los primeros seres alienígenas no se manifiesten a través de la glamurosa, verde y refrescante clorofila, sino mediante algo tan ordinario como un hedor a flatulencia. Pero los querremos igual.