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‘Gordofobia’, la asignatura pendiente del último estigma social

Quienes ya nos dejamos crecer las canas (nada de qué quejarse, a algunos no les crecen por mucho que las dejen) hemos presenciado cómo han cambiado los usos sociales en las últimas, digamos, cuatro décadas. Los desdenes y humillaciones hacia muchos colectivos no solo se han transformado en actitudes de respeto, sino que incluso los términos hirientes empleados antes se han reemplazado por otros no ofensivos.

Todos los ámbitos de la vida se han abierto a la inclusión, y hoy ya no es socialmente tolerable (legalmente ya no lo era) el menor indicio de marginación o discriminación por motivos de género, etnia, identidad u orientación sexual, discapacidad… Por supuesto que aún quedan rescoldos, y siempre quedarán, pero hay un frente común en la sociedad que reacciona con firmeza contra estos abusos. Más incluso que el estado general de opinión, un termómetro que da la temperatura social hacia asuntos como este es la reacción pública cuando se violan estos principios.

Pero incluso hoy, los gordos y las gordas siguen siendo gordos y gordas. Aunque en cualquier contexto medianamente formal se hable de obesos y obesas, algo dice que probablemente se trate más de vestir el lenguaje, tal como la «casa» se transforma en «vivienda» y la basura en «residuos sólidos urbanos». A pie de calle, en la conversación cotidiana se habla de gordos y sebosos con una naturalidad con la que ya no suelen pronunciarse palabras como «marica», «retrasado» o «paralítico», que antes eran admisibles.

La Venus del espejo de Rubens es a menudo utilizada como símbolo por el movimiento de aceptación de la gordura. Imagen de Wikipedia.

La Venus del espejo de Rubens es a menudo utilizada como símbolo por el movimiento de aceptación de la gordura. Imagen de Wikipedia.

Claro que el del lenguaje no es ni mucho menos el frente más crítico. ¿Cuántas personas gordas aparecen en los anuncios publicitarios, sin que sea precisamente para subrayar su sobrepeso? ¿Cuántas presentan telediarios o programas de televisión? ¿Cuántas encontramos en los mostradores de recepción de empresas o de hoteles de grandes cadenas? ¿Cuántas aparecen en películas sin que su gordura sea de un modo u otro una parte de la trama (para resaltar su fealdad, por ejemplo)? ¿Cuántas veces hemos visto en el cine que el gordito sea el líder, y no el gracioso secundario que se atiborra de comida, sirve de blanco de las chanzas, nunca liga, y además todo esto no le importa porque tampoco suele ser muy listo (lo siento, fanes de Los Goonies)?

Claro que hay razones para todo ello. La obesidad es, pregonan médicos y medios, la gran epidemia de este siglo, responsable de millones de casos de enfermedad cardiovascular y diabetes de tipo 2, y de incontables muertes por estas causas. La gordura es antiestética y es signo de hábitos nocivos, como el sedentarismo y la mala alimentación, que no solamente son costumbres insanas sino que además son contrarias a las tendencias. Y al fin y al cabo, la culpa de la gordura es del propio gordo o gorda, así que ellos lo han elegido. ¿No?

En realidad, lo anterior es una mezcla de verdadero y falso. Desde luego, el vínculo entre la obesidad y el riesgo cardiovascular u otras enfermedades es algo que no se discute. Pero la responsabilidad exclusiva del gordo en su gordura es un mito que la ciencia ha desmontado. Hoy se conocen factores genéticos que predisponen a la obesidad, lo que obliga a quienes los poseen a invertir un esfuerzo mucho mayor que otros para evitarla; un esfuerzo que muchos otros no harían si estuvieran en el mismo caso. No, la gordura no es una elección personal, y en cambio elegir la delgadez puede convertirse en el empeño infructuoso de toda una vida.

Pero lo anterior es el aspecto clínico de la gordura. Existe un segundo aspecto completamente independiente, y es el social. Que la obesidad sea una condición clínica no es en absoluto una excusa para estigmatizar a los gordos, como no se tolera hacia las personas afectadas por otras dolencias, estén o no causadas por factores genéticos o por hábitos de vida elegidos por el propio individuo: una persona en silla de ruedas no merece menos respeto por el hecho de que su lesión sea una desafortunada consecuencia de su afición al ciclismo.

Probablemente haya quienes nunca han pensado en esto. Y quienes, de primera impresión, cuestionen la verdadera existencia de una gordofobia. Recomiendo un pequeño ejercicio mental: piensen en un remake de la película Campeones de Javier Fesser, pero reemplazando a los miembros del equipo por gordos. ¿Imaginamos cómo sería? Sin duda, una panda de gorditos graciosos y sudorosos cuya obesidad serviría de risión y fuente de innumerables gags, y donde el desarrollo de la trama los conduciría a convertirse en esbeltos figurines.

¿Imaginan un programa de televisión dedicado a intentar que un grupo de homosexuales deje de serlo? Pues existe un programa de televisión dedicado a intentar que un grupo de gordos deje de serlo. No se escandalicen por la comparación; ambas son condiciones fuertemente influidas por factores congénitos que el individuo no elige. Los gordos del programa quieren dejar de serlo, bien porque están hartos de su peso, o bien porque están hartos del estigma. En tiempos pasados, muchos homosexuales fueron víctimas de pseudoterapias fraudulentas porque querían dejar de serlo para liberarse del estigma.

Imagen de NCI / Wikipedia.

Imagen de NCI / Wikipedia.

De hecho, el estigma de la obesidad es una categoría definida por la Organización Mundial de la Salud. «El estigma de la obesidad comprende acciones contra las personas con obesidad que pueden causar exclusión y marginación, y que conducen a desigualdades; por ejemplo, cuando las personas con obesidad no reciben un adecuado cuidado médico o cuando sufren discriminación en su puesto de trabajo o en entornos educativos», dice la OMS.

Y naturalmente, existe toda una literatura científica sobre el estigma de la obesidad, sobre sus manifestaciones interpersonales, sociales y laborales, y sobre los graves efectos psicológicos que acarrea. Quizá lo más intolerable es que uno de los campos frecuentes de esta estigmatización es la propia atención sanitaria.

Y ni siquiera se trata solo de que existan numerosos casos de denegación de cuidado médico a personas obesas por su gordura: según una amplia revisión de 2009, varios estudios han revelado que «los profesionales de la salud (medicina, enfermería, psicología y estudiantes de medicina) poseen actitudes negativas hacia los pacientes obesos, incluyendo creencias de que estos pacientes son vagos, incumplidores, indisciplinados y que tienen poca fuerza de voluntad».

Increíblemente, una mayoría de médicos consideraban que la principal causa de la obesidad era comer demasiado, por encima de factores genéticos o ambientales, «lo que sugiere que los médicos no están familiarizados con las investigaciones actuales que analizan las complejas causas de la obesidad», dice la revisión. Numerosos estudios citados revelan que los profesionales sanitarios sostienen actitudes negativas frente a los pacientes obesos, llegando a considerarlos «torpes, desagradables, feos» e incluso «estúpidos e inútiles».

Otra revisión de 2013 incidía en el hecho de que «varias campañas antiobesidad parecen favorecer la estigmatización de los individuos obesos como estrategia de salud pública», en la creencia de que esta estigmatización motivará a las personas gordas a adoptar hábitos más saludables. Pero, prosigue el artículo, «la evidencia empírica no avala esta suposición», sino que la estigmatización daña la motivación y la esfera emocional de las personas obesas.

Aún peor, el estigma de la obesidad también se ha globalizado. Según escribe este mes en la web de antropología Sapiens.org el arqueólogo e historiador de la ciencia Stephen Nash, «hasta al menos los años 90, varias sociedades, incluyendo la Samoa Estadounidense, Puerto Rico y Tanzania, eran gordo-positivas, lo que significa que mostraban una preferencia por los cuerpos rollizos».

«Pero en las últimas dos décadas, con el aumento de la globalización, estos mismos países han comenzado a estigmatizar la gordura«, prosigue Nash. «Mientras que en estas culturas la gordura antes representaba la fertilidad, la riqueza y la belleza, ahora se asocia con la fealdad y la falta de atractivo sexual». Según el autor, los estudios sugieren que este cambio se ha debido a la exposición a la cultura occidental a través de la televisión, el cine e internet.

Imagen de Tony Alter / Flickr / CC.

Imagen de Tony Alter / Flickr / CC.

Pero la prueba final y definitiva de que la gordofobia es el último estigma social aún vivo viene dada por un artículo publicado en marzo de 2018 en la revista The Lancet Diabetes & Endocrinology por un grupo de médicos y de organizaciones relacionadas con la obesidad. En aquel texto, los autores hacían «un llamamiento a los medios» sobre el tratamiento de la gordura, a propósito de varios artículos publicados en la prensa durante 2017.

Por ejemplo, uno de ellos, en el diario The Times, titulaba: «Trampas para Heffalumps [un tipo de elefante de los libros infantiles de Winnie the Pooh] librarán al Sistema Nacional de Salud de gorditos». Otro en el Daily Mail decía: «Por qué me negué a que mi hija tuviera una profesora gorda». El diario australiano Herald Sun publicaba: «¿Obeso? Probablemente eres demasiado vago para hacer ejercicio». Por último y más brutal, en la revista Esquire un artículo se refería a los gordos diciendo: «Los mataría a todos y haría velas con ellos».

Bien, ahora traslademos estos titulares a otros colectivos: «Trampas para Blancanieves librarán al Sistema Nacional de Salud de mariquitas». «Por qué me negué a que mi hija tuviera un profesor mujer». «¿Parapléjico? Probablemente eres demasiado vago para hacer ejercicio». «Mataría a todos los negros y haría velas con ellos».

Pero, y aquí viene la prueba prometida, titulares como estos habrían causado una repulsa internacional y habrían incendiado las redes sociales. Por el contrario, en el caso de los titulares reales, nadie, salvo los autores del artículo en The Lancet, ha dicho ni pío. «Estos artículos refuerzan que la estigmatización y la discriminación por el peso son aceptables, y así respaldan y alientan esta creencia en la sociedad», escribían los autores. «Hacemos un llamamiento a todo el mundo para pronunciarse en contra de la discriminación de cualquier clase, incluyendo el estatus de peso».

Ciencia semanal: el primer Brexit ocurrió hace 160.000 años

Como vengo haciendo recientemente, aquí les dejo mi selección personal de lo más importante o interesante ocurrido en el mundo de la ciencia en los últimos siete días.

El Brexit original que nadie votó

A veces la ciencia también se suma con astucia a la ola de la actualidad, y parece demasiada coincidencia para ser casual que este estudio se haya publicado precisamente cuando Reino Unido acaba de poner en marcha su proceso de abandono de la Unión Europea. De hecho, la noticia se ha divulgado justamente así, como el Brexit original.

Lo que cuenta el estudio, publicado en la revista Nature Communications, es que hace 450.000 años Gran Bretaña era algo parecido a Dinamarca, unida al continente a través del actual estrecho de Dover por una muralla de roca de 100 metros de alto y 32 kilómetros de largo que encerraba un enorme lago helado, el actual Mar del Norte. Aquella pared rocosa estaba formada por el mismo material que hoy vemos en los acantilados blancos de Dover: creta, una roca de calcio de la que originalmente se obtenía la tiza.

Aquel paisaje espectacular, a juzgar por la ilustración, comenzó a cambiar hace 450.000 años, cuando el lago se desbordó formando siete cascadas que horadaron el suelo en su caída durante cientos de miles de años. En una segunda etapa, hace 160.000 años, la presa sufrió finalmente un desmoronamiento catastrófico a consecuencia del cual, como les gusta decir al otro lado, el continente se quedó aislado.

Recreación del aspecto del antiguo puente de tierra entre Gran Bretaña y Europa. Imagen de Imperial College London / Chase Stone.

Recreación del aspecto del antiguo puente de tierra entre Gran Bretaña y Europa. Imagen de Imperial College London / Chase Stone.

Comienza el retrato del agujero negro

Como ya anticipé aquí, esta semana ha comenzado el trabajo de la red global de radiotelescopios reunidos bajo el nombre de Event Horizon Telescope (EHT), y cuyo objetivo es fotografiar por primera vez en la historia un agujero negro con el suficiente detalle para distinguir su estructura. Esta red planetaria equivale a un solo telescopio del tamaño de la Tierra, lo que proporciona a los científicos una resolución equivalente a la necesaria para contar las costuras de una pelota de béisbol desde casi 13.000 kilómetros de distancia, según comentaron los investigadores esta semana. El objeto de la investigación es Sagitario A*, el presunto agujero negro supermasivo que ocupa el centro de nuestra galaxia.

Aún no hay previsiones sobre cuándo sabremos si el proyecto ha tenido éxito, ni en caso afirmativo, de cúando la imagen estará construida; pero los investigadores estiman que los resultados se harán esperar hasta 2018. Para dar una idea de lo que supone este empeño inédito en la historia de la ciencia basta apuntar una curiosidad: las observaciones de los diferentes radiotelescopios que forman el EHT van a generar un volumen tan inmenso de datos que llevaría demasiado tiempo transmitirlos electrónicamente a la sede principal del proyecto, el Observatorio Haystack del Instituto Tecnológico de Massachusetts. En su lugar, todos estos petabytes de datos llegarán a Haystack por una vía más rápida, el avión.

Amaina la tormenta en Júpiter

No andamos escasos de imágenes de Júpiter, pero el telescopio espacial Hubble ha aprovechado la oposición este mes de abril (la máxima cercanía a la Tierra) para enviarnos nuevos retratos de nuestro vecino más voluminoso. Y aunque el aspecto de Júpiter es de sobra conocido, las nuevas fotos del Hubble confirman algo que los científicos llevan años notando: la Gran Mancha Roja, esa inmensa tormenta de tamaño mayor que la Tierra y que lleva activa al menos más de 150 años, se está reduciendo. La diferencia es muy evidente en la comparación de estas dos vistas, la de la izquierda tomada por la sonda Pioneer 10 en 1973, frente a la nueva del Hubble. Por otra parte, a la derecha y un poco más abajo de la gran peca se va definiendo otra más pequeña que los científicos han bautizado como la Mancha Roja Junior.

Dos imágenes de Júpiter: izquierda, diciembre de 1973 (Pioneer 10); derecha, abril de 2017 (Hubble). Imágenes de NASA.

Dos imágenes de Júpiter: izquierda, diciembre de 1973 (Pioneer 10); derecha, abril de 2017 (Hubble). Imágenes de NASA.

Un paso más hacia la marginación de los gordos

Termino con una noticia preocupante. Recientemente han proliferado en los medios los casos de mujeres que dan un paso al frente para defender su guerra personal contra las tallas minúsculas y reivindicar su propia comodidad dentro de sus cuerpos, más amplios de lo que dictan los cánones de belleza aún vigentes. Prueba indirecta de que estas tomas de postura reciben el aplauso general (al que sumo el mío) es el hecho de que las campañas publicitarias de algunas marcas comerciales se han sumado a la defensa de las «mujeres normales». La publicidad siempre es oportunista; no crea la ola, sino que se sube a ella.

Por ello resulta aún más curioso que al mismo tiempo, y en sentido contrario, prosiga la campaña de marginación de los gordos. En el nuevo paso que traigo aquí, se trata de un estudio llevado a cabo por un hospital malagueño y financiado por una compañía de seguros. Las aseguradoras llevan años tratando de establecer discriminaciones entre sus clientes por factores relacionados con la obesidad, o tratando de justificar las discriminaciones que ya aplican hacia sus clientes por este motivo. No afirmo que sea el caso del nuevo estudio y la aseguradora que lo apoya; simplemente sitúo la información en el contexto de un debate actual.

Lo que cuenta el estudio es que los trabajadores obesos españoles son más propensos a acogerse a bajas laborales por enfermedades no relacionadas con el trabajo que sus compañeros delgados. La conclusión de los investigadores es «la necesidad de desarrollar intervenciones efectivas dirigidas a reducir el impacto negativo de la epidemia de obesidad entre la población trabajadora».

Quiero dejar clara mi postura al respecto. Con los datos disponibles hoy, y a pesar de los muchos matices que he comentado aquí en ocasiones anteriores, debemos continuar dando validez a la hipótesis de que la obesidad es un factor de riesgo en un amplio espectro de dolencias (aunque debe distinguirse, como bien hace el estudio, entre las personas obesas metabólicamente sanas o enfermas); esto no es un secreto para nadie. Y que, por tanto, las recomendaciones sobre estilos de vida destinados a reducir la prevalencia de esta condición son consejos útiles de salud pública.

En cambio, otra cosa muy diferente es llevar a cabo un estudio que revela un dato de por sí nada sorprendente, pero cuya puesta de manifiesto ofrece un motivo de estigmatización de las personas obesas en sus puestos de trabajo. Piensen ustedes en un ejemplo similar; hay muchos posibles. A mí se me ocurre este: es muy probable que las madres sin pareja con hijos pequeños falten más a sus puestos de trabajo que las madres con pareja o las mujeres sin hijos. No creo necesario explicar el porqué. Y sin embargo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría mostrar en un estudio cuánto más se ausentan estas mujeres de su trabajo, o qué coste económico tiene su menor productividad.

E incluso en este caso, las madres eligen serlo; las personas obesas, no. Muchas de ellas desearían no estar gordas, y llevan a cuestas su obesidad con suficiente vergüenza, incomodidad y baja autoestima, como para además colocarles una etiqueta de malos trabajadores. El estudio no aporta ningún bien, salvo tal vez para la aseguradora que lo financia; no revela ningún nuevo dato científicamente relevante, ni porporciona ninguna conclusión valiosa de utilidad en salud pública. Simplemente, sienta en España un precedente peligroso en ese camino hacia la estigmatización de las personas obesas que algunos se están empeñando en recorrer.

Y otro timo más que tampoco se irá: el Índice de Masa Corporal

El índice de masa corporal (IMC) es un numerito que pretende determinar si una persona está gorda, no en el sentido estético, sino en el clínico (=enferma), valorando parámetros que no tienen ninguna relación directa con la enfermedad; algo así como si los meteorólogos no estimaran cuánta lluvia ha caído por la cantidad de agua recogida en un pluviómetro, sino según lo mojados que paseen los gatos por la calle.

Imagen de pixabay.com/dominio público.

Imagen de pixabay.com/dominio público.

Si el IMC ya despertaba sospechas no es solo por el hecho de tratarse de una regla heurística convertida en teoría científica sin pruebas reales a su favor. Por no extenderme, resumo que «heurístico» en este caso se aplica a una estimación simple y razonable que suple nuestra falta de conocimiento sobre un problema complejo; y «teoría científica» no significa lo mismo que «teoría» en el lenguaje popular, sino que hace referencia a un cuerpo de conocimiento ampliamente avalado por las pruebas, como la teoría de la relatividad o la de la evolución.

Pero es que además, y aunque el índice fue un invento del belga Adolphe Quetelet en el siglo XIX –la época de la obsesión por la antropometría, como la frenología, que pretendía evaluar la inteligencia o los impulsos criminales por la forma y el tamaño del cráneo–, quien la introdujo en la ciencia moderna del siglo XX fue nada menos que Ancel Keys.

¿Y quién demonios era Ancel Keys?, se preguntarán ustedes. Ancel Keys, además de sobrino del Hombre Lobo Lon Chaney, fue el fisiólogo estadounidense que ha mantenido a varias generaciones de terrícolas privados de comer grasas saturadas y colesterol bajo la amenaza de morir de infarto. Keys dirigió el Estudio de Siete Países, una amplia investigación epidemiológica en los años 60 de cuyas conclusiones nacieron las recomendaciones nutricionales esenciales vigentes hasta ayer mismo: las grasas insaturadas son buenas, el colesterol y las grasas saturadas son malas.

La historia de este culebrón ya ha sido tratada en capítulos anteriores de este blog (ver aquí, aquí y aquí). A modo de resumen: desde los años 70 y tras el Estudio de Siete Países, otras investigaciones posteriores trataron de confirmar la relación entre grasas saturadas y colesterol con la enfermedad coronaria, llegando a resultados débiles, contradictorios o negativos.

Las no-pruebas del vínculo establecido por Keys fueron acumulándose y acumulándose, hasta que la realidad no pudo ocultarse durante más tiempo y ha comenzado a imponerse, refutando el dogma nutricional de Keys, quien incluso en los años 90 se vio obligado a reconocer por escrito que «muchos experimentos controlados han demostrado que el colesterol de la dieta tiene un efecto limitado en humanos. Añadir colesterol a una dieta libre de colesterol aumenta el nivel en sangre en humanos, pero cuando se añade a una dieta sin restricciones, su efecto es mínimo». Las nuevas recomendaciones nutricionales de EEUU han absuelto ya a las grasas saturadas y al colesterol, aunque es previsible que esta ciencia tarde años en transmitirse a la calle, si es que llega a hacerlo.

Hoy Keys permanece como una de las figuras más respetadas de la historia de la ciencia nutricional, incluso por muchos de sus críticos; aquellos que le acusan de haber escogido a dedo los datos del Estudio de Siete Países para favorecer una hipótesis a la que no parecía dispuesto a renunciar de ninguna manera. Cuando en los años 70 el fisiólogo y nutricionista británico John Yudkin atribuyó al azúcar, y no a las grasas saturadas, la culpa de la enfermedad coronaria, Keys reaccionó incluso con ataques personales, según relató Yudkin en su libro Pure, White and Deadly (Puro, blanco y letal; el título no aludía a Keys, sino al azúcar). Hoy la hipótesis de Yudkin está siendo reivindicada en la misma medida en que la de Keys está siendo refutada.

En 1972, Keys rescató la fórmula definida por Quetelet y la llamó Índice de Masa Corporal. El propio fisiólogo reconocía en su artículo original que el IMC no era «completamente satisfactorio», y advertía contra el riesgo de emplearlo como indicador de salud a cualquier edad: «La caracterización de las personas en términos de porcentaje de peso deseable ha resultado en atribuir al sobrepeso algunas tendencias a la mala salud y a la muerte que en realidad están únicamente relacionadas con la edad», escribían Keys y sus colaboradores.

Y sin embargo, el IMC se ha convertido en una especie de mantra determinante del estado de salud y de enfermedad, algo que de ninguna manera se desprende de la lectura del estudio original de Keys. Hoy existen incluso calculadoras del IMC online, y las clínicas de adelgazamiento lo explotan extensamente en su publicidad, ofreciendo una primera consulta gratuita en la que se informará al paciente de su IMC como manera de certificarle científicamente que está gordo, y por tanto enfermo, como anzuelo para engancharle a un programa completo.

Por supuesto, allá cada cual con su cuerpo. Quien no se encuentre a gusto con su físico y desee aligerarlo por los motivos que le parezcan, tiene a su disposición una amplia oferta de opciones, incluyendo los centros especializados. El matiz es el uso que estos negocios puedan hacer del IMC como herramienta de márketing.

Un estudio publicado por investigadores de la Universidad de California en el International Journal of Obesity, del grupo Nature, ha analizado la salud cardiometabólica de más de 40.000 personas basándose en un amplio panel de indicadores reales de salud, de los que se miden en los chequeos médicos, y los ha comparado con sus IMC. Y la conclusión es apabullante: hay 54 millones de estadounidenses que están perfectamente sanos, a pesar de que sus IMC los clasifican como sujetos con sobrepeso u obesidad. Casi una de cada dos personas con sobrepeso según su IMC tiene unos parámetros de salud perfectos. Por el contrario, un 30% con un IMC normal tienen una salud cardiometabólica deficiente.

«Concentrarse en el IMC ignora a los individuos obesos o con sobrepeso que están cardiometabólicamente sanos: casi la mitad de los individuos con sobrepeso, el 29% de los obesos, y el 16% de los individuos con obesidad de tipo 2 o 3 [los niveles más altos]», escriben los autores. Y añaden: «Para estos individuos, que un facultativo les prescriba una pérdida de peso podría ser un desperdicio de tiempo, esfuerzo del paciente y recursos». Y siguen: «Concentrarse en el IMC como indicador de salud puede también contribuir y exacerbar la estigmatización del peso, un problema particularmente preocupante dado que los facultativos demuestran un alto nivel de sesgo anti-gordura». Toma ya.

Sumando los datos, los investigadores concluyen que el IMC clasifica erróneamente la salud de nada menos que 74.936.678 personas en EEUU, cerca de la cuarta parte de la población del país. Con todo ello, advierten contra el uso del IMC como discriminador por parte de los reguladores, las compañías aseguradoras y las empresas. En un artículo publicado esta semana en la web de la Universidad de California en Los Ángeles, la directora del estudio, A. Janet Tomiyama, califica el IMC de «falacia», equiparando su fiabilidad a «lanzar una moneda al aire» y cargando contra «nuestra obsesión cultural por el peso» y la estigmatización de muchas personas por esta causa.

Tomiyama termina: «Claramente, el IMC debe desaparecer. Esperemos que nuestro análisis sea el último clavo en el ataúd de esta medida fallida».