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Más viajes alucinantes: 300.000 habitantes moleculares en la conexión de una neurona

Si pudiéramos dividir un milímetro en mil partes iguales, en cada una de estas secciones cabría uno, o quizá varios empalmes entre neuronas. Sin embargo, al contrario que en los cables eléctricos, en las fibras nerviosas no existe contacto directo entre los dos extremos, sino que entre ellos queda un diminuto hueco, tan fino como dividir 50 veces esa milésima de milímetro. Pero aunque la brecha sea diminuta, para el impulso eléctrico es un abismo. En el extremo de la neurona, la electricidad se transforma en una señal química que se vierte a ese espacio minúsculo y lleva el mensaje hasta el otro extremo, donde vuelve a convertirse en potencial eléctrico que continúa su camino a lo largo de la siguiente fibra. Esto es una sinapsis. El lugar donde se produce se llama terminal o botón sináptico; y si lo aislamos del resto de la neurona, tenemos un sinaptosoma.

Recientemente comenté aquí dos vídeos (uno y dos) que recreaban el paisaje interior de la célula y que mostraban la inmensa y estupefaciente complejidad de esa microscópica maravilla repetida en nuestro organismo quizá unos 37 billones de veces. Uno de esos dos vídeos mostraba el funcionamiento de una sinapsis, pero no dejaba de recurrir a una cierta simplificación idealizada para hacer más manejable el resultado final. Ahora, un equipo de investigadores de la Universidad de Gotinga y el Instituto Max Planck, en Alemania, ha emprendido el trabajo exhaustivo de modelar en tres dimensiones un sinaptosoma de rata combinando múltiples técnicas de imagen y análisis molecular. El resultado es la recreación de un apabullante planeta celular en el que viven unas 300.000 proteínas, cada una con su localización y estructura reales, como en esas épicas batallas creadas por CGI (imágenes generadas por ordenador) con miles de personajes individuales que hemos podido contemplar en la saga de El señor de los anillos de Peter Jackson.

El estudiante de doctorado Benjamin Wilhelm y sus colaboradores, bajo la dirección del neurocientífico Silvio Rizzoli, se han centrado en el proceso de reciclaje de las vesículas de neurotransmisores. La transmisión de la señal química a través de la sinapsis se produce gracias al vertido al exterior de moléculas como el glutamato, la dopamina, la serotonina, la epinefrina o la histamina, todos ellos neurotransmisores. Dentro de la célula, esos componentes viajan envueltos en bolsitas que se fusionan con la membrana externa de la neurona para volcar su contenido al exterior. Después, en un ejemplo de buen aprovechamiento de los recursos celulares, las vesículas vuelven a crearse a partir de la membrana de la neurona, reciclando algunos de los neurotransmisores.

El trabajo de los investigadores, publicado ayer en la revista Science, incluye un vídeo que presenta el sinaptosoma con una resolución a nivel atómico nunca antes vista, y en el que algunos elementos se van añadiendo y ocultando para facilitar su comprensión. He aquí el resultado, y procuren no parpadear, porque se perderán algo:

Viaje alucinante a codazos: la célula está atestada y el roce hace el metabolismo

Hace una semana publiqué aquí un vídeo que nos sumergía en la intimidad de un leucocito, o célula blanca de la sangre, como si surcáramos sus tripas a bordo de un minisubmarino. En el comentario que escribí entonces dejé caer, sin más explicación, que la visión ofrecida en la película seguía teniendo un cierto componente de idealización fantástica. Hoy explicaré el porqué. En La vida interior de la célula, la gruta acuática encerrada dentro de la membrana celular aparecía despejada y diáfana, solo inteferida por las jarcias del citoesqueleto –el andamiaje celular– y por las especies moleculares que se mostraban, y que ejecutaban su papel ante nuestros ojos casi con elegantes pasos de danza.

Pero la realidad es mucho más cruda y embrollada. Para empezar, y aunque es difícil imaginar qué aspecto tendría el paisaje real del interior de la célula si nosotros mismos tuviéramos el tamaño de una molécula, lo cierto es que la concentración de proteínas se asemejaría más a una de las habituales manifestaciones en el centro de Madrid. Y no precisamente de las pacíficas: el metabolismo, término que popularmente se suele asociar a la alimentación pero que en realidad engloba todas las reacciones bioquímicas de las células, ya sea para engordar, pensar o reproducirnos, ocurre gracias a que unas proteínas se acoplan con otras. Pero las moléculas no tienen ojos, ni pueden citarse a tal hora en el oso y el madroño. Es decir, que para que se produzca una interacción metabólicamente productiva entre dos proteínas compatibles, es de suponer que antes se han sucedido innumerables colisiones casuales y estériles. Por no pensar en un símil sexual, podemos imaginarlo como una orgía de mamporros entre policías, manifestantes, dependientes de las tiendas, quiosqueros, turistas, camareros de los bares, agentes de movilidad y gente que pasaba por allí. Y a pesar de todo, ya se me ha deslizado la palabra «orgía».

Un panorama más aproximado a esta promiscuidad molecular se muestra en este otro vídeo más reciente (2013), titulado Empaquetamiento de proteínas. Como el anterior, es fruto de un trabajo conjunto de BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. En esta ocasión la película muestra el funcionamiento de una célula del sistema nervioso, una neurona. El vídeo comienza con una panorámica del tejido nervioso, en el que vemos cómo las señales eléctricas se transmiten como chispazos azules a lo largo de las prolongaciones neuronales.

Algunos de estos cables son gruesos y están revestidos por una especie de vellosidades o tentáculos. Son las llamadas espinas dendríticas, estructuras que fueron observadas por primera vez en 1888 por el gran científico y humanista Ramón y Cajal en sus preparaciones microscópicas. Sus colegas de la época, alemanes en su mayoría, creyeron que se trataba simplemente de una licencia artística en los dibujos del aragonés. Él se limitaba a decir: «Puestos a tenacidad, a los aragoneses que nos echen alemanes». Estudios posteriores confirmaron la existencia de las espinas dendríticas, dando la razón a Cajal y el único Nobel hasta ahora (aunque por una teoría mucho más extensa) a un investigador forjado al cien por cien en un país que, en dramático contraste, es capaz de colocar dos equipos de fútbol en una final de la Champions.

Volviendo al vídeo, nuestro minisubmarino se cuela en el interior de una neurona por un poro de su membrana, y allí está la manifestación. Un denso hormigueo de proteínas se agita en movimientos erráticos y espasmódicos, casi como en una película de time-lapse de una aglomeración urbana, aunque aquí estamos en tiempo real. Entre la muchedumbre asoma de repente una vesícula azul cargada de neurotransmisores con destino al exterior para transmitir el impulso nervioso, y allí aparece otra vez esa locomotora intracelular, la kinesina; solo que en esta ocasión no parece un parsimonioso buey de carga, sino una vaca loca, lanzando nerviosamente sus patas al aire hasta que por casualidad aciertan a engancharse en su particular raíl, el microtúbulo del esqueleto celular.

Eso es la célula: incluso cuando nosotros descansamos tumbados al sol o a la bailona luz del plasma, nuestros rincones más minúsculos e inviolables son escenario de un frenesí a codazos donde siempre es hora punta.