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Lyuba, el bebé mamut que el hielo devolvió

Una de las pegas con las que se han topado siempre los estudios de la historia de la vida en la Tierra es lo disperso e incompleto del registro fósil. Los humanos, curiosos por naturaleza y con la capacidad intelectual para satisfacer esta curiosidad, se han dedicado desde antiguo a recoger especímenes de la naturaleza, una manía a la que debemos la ciencia de la biología y la existencia de colecciones maravillosas como la del Natural History Museum (NHM) de Londres, del que hablé en mi post anterior. Pero los humanos llevamos aquí solo unos instantes en tiempo geológico y, antes de nosotros, solo el propio planeta se encargaba de conservar restos biológicos para la posteridad. Y la Tierra es una pésima naturalista.

No todos los organismos pueden conservarse, ni en todos los lugares, ni en todo tipo de terrenos. Hacen falta unas condiciones concretas para que la huella de un ser vivo quede preservada y, aun en estos casos, hay que saber dónde buscarlas o tener la fortuna de encontrarlas. Por todo esto, no es raro que aún nos quede muchísimo por conocer, grandes espacios en blanco en el registro fósil que históricamente dieron pie a objeciones contra la validez de las primeras teorías evolutivas, desconociendo que era un defecto inherente al propio sistema. Hoy, seguir esgrimiendo los huecos en el registro fósil como argumentos contra la evolución biológica es como defender que la Tierra es plana dado que nuestros ojos desnudos aún no logran verla de otra manera.

Y a pesar de que el archivo histórico de la vida en la Tierra siempre estará inacabado, de vez en cuando la naturaleza nos ofrece casos tan fortuitos y perfectos de conservación que son casi milagros naturales. Un ejemplo son los ejemplares preservados en ámbar o resina fósil, que han traído hasta nosotros insectos de más de 200 millones de años de antigüedad. En el Parque Jurásico de Michael Crichton, llevado al cine por Steven Spielberg, los científicos clonaban dinosaurios a partir del ADN sanguíneo que los mosquitos habían chupado de los grandes reptiles del Mesozoico.

Otro gran conservante es, naturalmente, el hielo. En mi post anterior sobre el NHM londinense no mencioné que otro de los grandes atractivos para visitar el museo este verano ha sido la exposición temporal «Mammoths: Ice Age giants» (Mamuts: los gigantes de la Edad del Hielo), cuya pieza estelar era Lyuba, el mamut mejor preservado jamás descubierto. Lyuba era una cría de apenas un mes cuando hace 42.000 años se ahogó en el barro al cruzar un río con su rebaño. El lugar donde esto ocurrió, el norte de Rusia, a menudo devuelve organismos que aparecen cuando el suelo se descongela debido a los efectos del cambio climático.

Imagen de Lyuba tomada de la Wikipedia. Por desgracia, los responsables de la exposición en el NHM de Londres no permitían tomar fotografías del bebé mamut (y vigilaban constantemente). Foto de Matt Howry.

Imagen de Lyuba tomada de la Wikipedia. Por desgracia, los responsables de la exposición en el NHM de Londres no permitían tomar fotografías del bebé mamut (y vigilaban constantemente). Foto de Matt Howry.

La pobre Lyuba no tuvo mejor suerte tras su hallazgo en 2007 que en su corta vida: a punto estuvo de perderse para la ciencia cuando un familiar de su descubridor, un pastor siberiano, la intercambió por dos motonieves a un comerciante local. Durante el proceso Lyuba sufrió los mordiscos de algún perro, pero por suerte el empeño del pastor permitió que el bebé mamut llegara por fin al Museo Shemanovsky en la remota ciudad rusa de Salekhard, hoy su hogar permanente y un lugar tan improbable de visitar que la oportunidad de contemplarla en el NHM era casi una de esas ocasiones únicas en la vida.

Estar frente a Lyuba al otro lado de un simple vidrio, contemplar su cuerpo a tan corta distancia, ha sido una experiencia emocionante. Me costaba creer que aquel animal, tan intacto como si hubiera muerto hace un mes, llevara 374 siglos desaparecido cuando se construyó la Gran Pirámide de Keops. En sus patas aún se puede distinguir algún retazo de pelo, y sobre su piel se aprecian restos azules de depósitos minerales cristalizados y marcas causadas por el crecimiento de hongos después de su rescate. Incluso con esto, el hecho de que sufriera una especie de encurtido natural la ha conservado en un estado tan perfecto que los científicos han podido estudiar sus órganos y descubrir que había ingerido leche materna y materia fecal antes de morir.

La presencia de Lyuba en Londres forma parte de una exposición itinerante organizada por el Field Museum de Chicago (EE. UU.) y que en Europa solo ha tocado puerto en Reino Unido. Por desgracia, la etapa londinense ya concluyó y tanto Lyuba como el resto de las piezas de esta magnífica exposición regresan a EE. UU., donde podrán verse a partir del 28 de noviembre en el Museo de Historia Natural de Cleveland.

Visita a la catedral de las ciencias naturales

Hay en el mundo un puñado de museos de ciencias naturales que rivalizan entre sí en amplitud y calidad. Pero confieso que mi corazoncito de biólogo pertenece al National History Museum de Londres, que he tenido ocasión de revisitar este verano. Empezando el plato por la guarnición y dejando para después la carne mollar –es decir, lo que uno va a ver allí–, hay al menos tres razones ajenas a las colecciones para que la visita al NHM merezca de por sí un viaje a la capital británica, incluso si uno se salta la Torre de Londres y el Big Ben.

Primero, lo primero que se ve: con permiso del Jardin des Plantes de París y de pocos más, el envoltorio externo del museo londinense es el más imponente del mundo entre sus hermanos de otros países. El edificio principal, un producto de la exageración victoriana, se inspira en el románico continental, que allí en las islas suelen llamar estilo normando. Entornando los ojos, las dos torres y el gran arco de la portada recuerdan a las iglesias toscanas con un porte catedralicio que transmite la solemnidad de un gran templo de la ciencia; o como lo definió el diario The Times en 1881, un «palacio de la naturaleza».

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

El segundo motivo es la sorpresa que llega al traspasar el umbral: la entrada es completamente gratuita. Todos los días, siempre y para todos. En un país donde incluso las visitas a las grandes catedrales suelen ser de pago –y de mucho pago–, y para quien viene de un país donde los museos públicos obligan a pasar por caja, disfrutar de una maravilla que deja entrar a todo visitante por la cara y que se sostiene exclusivamente con donaciones es, más que ciencia, casi ciencia ficción. En estas condiciones, no comprar el librito-guía, que está disponible en español y cuesta solo 5 libras, es casi un insulto. Además, para quien viaje con niños, como es mi caso, se ofrece otro cuadernillo –solo en inglés– con juegos, pasatiempos y curiosidades, que cuesta también 5 libras.

Una vez dentro, el museo apabulla desde que uno se deja devorar por el inmenso vestíbulo, tan grandioso en su arquitectura como sobrio en lo que contiene: solo dos objetos ocupan el vano de la nave principal. En el centro, los 26 metros y 292 piezas de Dippy, la réplica del esqueleto de un diplodocus. Y al fondo, presidiendo la escalinata, las dos toneladas y pico de mármol de la estatua del padre de la biología moderna, Charles Darwin.

Es precisamente este nombre uno de los que apoyan la tercera razón por la que el NHM es enormemente valioso. Al contrario que los museos de arte, los de ciencias difícilmente pueden improvisarse a golpe de talonario. Es decir, que los principales museos de ciencias naturales del mundo suelen pertenecer a los países que han hecho las principales aportaciones en las ciencias naturales y que han quedado acumuladas entre sus paredes. Y para cualquiera con un cierto cariño por la ciencia y la naturaleza, visitar el NHM es como para un surfista viajar a Hawái, para un budista recorrer el Tíbet o para un futbolero sentarse en el Maracaná.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

En cuanto al contenido del museo, un gran acierto de sus responsables ha sido introducir las nuevas tecnologías de interactividad sin relegar las colecciones de especímenes, que mantienen ese regusto de museo clásico por el que tantos niños a lo largo de la historia se han enganchado a la carrera científica. En el NHM se vive la ciencia con los cinco sentidos, pero todavía se pueden contemplar los montajes de animales conservados que son pequeñas obras de arte, como los paneles con cientos de especies de colibríes. En cuanto a lo más moderno, se puede sufrir la experiencia de un terremoto en un supermercado japonés, pasear por el interior de una vivienda normal apreciando los bichos que conviven con nosotros, o sentirse feto en el claustro del útero materno. Sería inútil tratar de resumir todo lo que ofrece el museo: una mañana entera apenas dará para recorrer la mitad, y eso si se camina a buen ritmo. Pero por destacar algo, ahí van un par de pistas.

De todas las galerías del museo, la sección dedicada a los dinosaurios es una de las más populares, y que en fin de semana llega a requerir un control de acceso propio para evitar la masificación. Las recreaciones son una maravilla, en especial el T-rex mecánico que amenaza con engullir a los visitantes. Mediante montajes interactivos se aprende cómo se movían los grandes reptiles del Mesozoico, cómo respiraban o qué sonidos emitían. Algunas de las piezas son de un valor incalculable, como el fósil original del Archaeopteryx que permitió vincular evolutivamente a las aves con los dinosaurios.

Y saltando varios millones de años, otra de las joyas del NHM es el Centro Darwin, una especie de backstage que explica el making of (perdón por los anglicismos) y que es a la vez exposición y centro de investigación donde trabajan 200 científicos. Su núcleo es el Cocoon, una estructura de ocho plantas con forma de capullo y gran despliegue tecnológico que se recorre de arriba abajo y que enseña los entresijos del trabajo científico desde el campo al laboratorio, desde la observación de la naturaleza a la secuenciación de ADN. Después de visitar el Centro Darwin, es casi imposible no sentirse fascinado por la carrera científica. Claro que no todos los científicos tienen la suerte de trabajar en países donde un domingo de agosto es difícil caminar entre la multitud que abarrota un museo de ciencia, o donde solo las donaciones permiten crear y sostener semejante maravilla para ofrecerla gratis a la humanidad.