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El 99% de los microbios que viven en nosotros son desconocidos para la ciencia

La ciencia tiene algo de carrera hacia el horizonte: cuanto más corremos, más parece alejarse, ya que cada nueva respuesta levanta una cantidad ingente de preguntas. Lo importante es el nuevo territorio que descubrimos por el camino, aunque sirva también para hacernos notar todo lo que nos queda aún delante por conocer.

Uno de esos territorios entre los más desconocidos es el de los microbios, los verdaderos reyes de la naturaleza, los seres más abundantes del planeta, los que estaban aquí mucho antes que nosotros, seguirán cuando nosotros ya no estemos, y en el camino se han adueñado de todos los hábitats terrestres, incluso aquellos en los que cualquier otro ser vivo moriría cocido, asado, asfixiado, irradiado o congelado.

Incluso nuestro propio cuerpo: si contamos por número de células, somos tanto o más microbios de lo que somos nosotros mismos. Hasta hace poco solía pensarse que el organismo humano tenía diez veces más células microbianas que propias. En 2016 un estudio corrigió la estimación, calculando que ambas cifras están más próximas, unos 38 billones de bacterias frente a 30 billones de células humanas en una persona media de 70 kilos.

Bacterias Pseudomonas aeruginosa al microscopio eléctronico. Imagen de Wikipedia.

Bacterias Pseudomonas aeruginosa al microscopio eléctronico. Imagen de Wikipedia.

Claro que si añadiéramos los virus, que este estudio no incluía, las cifras volverían a volcarse masivamente a favor de nuestros pequeños huéspedes. Durante una gripe nuestro cuerpo puede verse invadido por cien billones de virus. Un estudio descubrió que cada persona sana alberga en su cuerpo una media de cinco tipos de virus que pueden hacernos enfermar, pero además llevamos dentro otros muchos que son inofensivos para nosotros, incluyendo los que no infectan a nuestras propias células, sino a esos 38 billones de bacterias. El número de ceros casi llega a marear.

La inmensa mayoría de todos estos microbios (incluyo a los virus, aunque para muchos científicos no son realmente seres vivos) son desconocidos para la ciencia. Tradicionalmente los científicos solo podían llegar a conocer los microbios que podían cultivarse en el laboratorio, y estos son solo una pequeñísima proporción, incluyendo los que requieren medios de cultivo con ingredientes tan exóticos como la sangre. Los virus, además, necesitan células en las que vivir.

Con todo esto, no sorprende que un estudio de 2016 cifrara en un 99,999% la proporción de tipos de microbios que aún no se conocen, de un total estimado de un billón de especies en la Tierra. Y esto contando bacterias, protozoos y hongos, pero sin incluir los virus.

Más recientemente, los investigadores comenzaron a ser capaces de tomar muestras complejas, por ejemplo agua del océano, y pescar la diversidad de microbios presente en ellas a través de su ADN. Es algo así como una versión genética de hacer una foto a una muchedumbre, pero el resultado es más o menos igual de frustrante: un montón de caras, o fragmentos de ADN, pertenecientes a un montón de personas, o microbios, de los que no se sabe absolutamente nada y a los que es imposible identificar.

Esta pesca de ADN en masa es la que ha aplicado ahora un equipo de investigadores de la Universidad de Stanford (EEUU) a otro peculiar océano, el que circula por nuestras venas. En realidad el propósito inicial de los científicos no era pescar microbios; su intención era examinar el ADN libre que circula por la sangre de los pacientes trasplantados para ver si podían correlacionar la cantidad de ADN del donante con el rechazo del órgano. Este estudio suele hacerse mediante una biopsia molesta e invasiva, y los investigadores trataban de comprobar si podía sustituirse por un simple análisis de sangre: si hay mucho ADN del órgano trasplantado en la sangre, significa que el cuerpo del paciente lo está destruyendo.

Pero en esta pesca masiva de ADN en el río de la sangre, los investigadores encontraron también algo que ya esperaban: innumerables trocitos de genes de microbios. Lo que no esperaban tanto era la proporción de estos microbios que son unos completos desconocidos para la ciencia: un 99%. Solo uno de cada cien de estos microbios es algo cuyos genes ya figuran en las bases de datos, según el estudio publicado en PNAS.

Lo que sí han podido hacer los científicos es comparar estos misteriosos microbios con otros que ya se conocen, y así han llegado a la conclusión de que la mayoría de las bacterias pertenecen a un grupo llamado proteobacterias. Lo cual tampoco es mucho decir, ya que se trata de un grupo inmenso que incluye bacterias tan diversas como las que causan diarreas, cólera, peste o úlceras, o las que viven en las plantas para chupar el nitrógeno de la atmósfera.

En cuanto a los virus, el resultado es más sorprendente, porque la mayoría de los detectados pertenecen a un grupo que no se descubrió hasta 1997, conocido como Torque Teno Virus (TTV) o Virus Transmitidos por Transfusión. Hasta ahora se conocían dos grupos, uno que vive en animales y otro que infecta a las personas, pero sobre este último no está del todo claro hasta qué punto son peligrosos para nosotros. Se sabe que es muy común en las personas sin síntomas aparentes, pero también que aparece en enfermedades hepáticas, sobre todo en pacientes trasplantados, y posiblemente en otras patologías.

Los TTV descubiertos por los investigadores de Stanford son totalmente nuevos, distintos a los ya conocidos en humanos y animales. Lo cual implica que no se sabe absolutamente nada sobre lo que podrían hacernos. Pero los resultados del estudio sugieren que un grupo de virus hasta ahora minoritario y casi desconocido tiene en realidad un protagonismo en nuestro cuerpo mucho mayor de lo que nadie sospechaba. Y teniendo en cuenta que están presentes hasta en más del 90% de los adultos y que se transmiten por transfusión sanguínea, ¿hace falta algo más para llegar a la conclusión de que nos conviene bastante saber más sobre los TTV?

Resulta que el panda es carnívoro y no lo sabe

Todos lo conocemos como oso panda, pero ¿es realmente un oso? El animal que simboliza la bandera global de la conservación de la naturaleza –gracias a su elección como logo de WWF– fue inicialmente identificado como oso en el siglo XIX, y colocado con los osos más comunes bajo el género Ursus. Sin embargo, los zoólogos lo reubicaron después en la familia de los prociónidos, con el mapache, también conocido como osito lavador por su costumbre de manipular la comida a la orilla del agua. Pero el panda tampoco iba a quedarse quieto ahí; en 1985, cuando secuenciar el genoma completo de una especie aún era un sueño loco, varios estudios moleculares publicados en Nature devolvieron al panda a la familia de los osos, pero situándolo como un disidente temprano de este grupo.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

El panda gigante Wang Wang, del zoo de Adelaida (Australia), comiendo bambú. Imagen de Manyman / Wikipedia.

Así pues, sí, el panda es un oso con todas las de la ley, tanto como el pardo, el polar o el de anteojos. Y es bien sabido que los osos, aunque pertenecen al orden de los Carnívoros, siguen en su mayoría una dieta más o menos omnívora, algo que se refleja también en su dentición. En un extremo se sitúa el oso polar, puramente carnívoro, mientras que el panda parece haber completado una transición evolutiva hacia la alimentación herbívora, cubierta en un 99% por el bambú.

Sin embargo, cuando en 2009 más de 120 investigadores, en su mayoría de China, lograron secuenciar el genoma completo del panda, encontraron algo sorprendente en el ADN del animal: una ausencia total de los genes necesarios para digerir el alimento vegetal. En su lugar, los científicos descubrieron que «probablemente el panda tiene todos los componentes necesarios para un sistema digestivo carnívoro». «Nuestro análisis de los genes potencialmente implicados en la evolución de la dependencia del panda hacia el bambú en su dieta muestra que el panda parece haber mantenido los requerimientos genéticos para ser puramente carnívoro, aunque su dieta sea primariamente herbívora», escribían.

Curiosamente, los autores del estudio, publicado en Nature, comprobaron que el panda con toda probabilidad carece de un tipo de papilas gustativas especializadas en detectar el sabor umami o sabroso, típicamente asociado a los alimentos ricos en proteínas animales. Así, los investigadores presumían que quizá el gusto había influido en la selección de su dieta. Pero con todo, no podían explicar por qué un animal de genes carnívoros, carente de enzimas capaces de digerir la celulosa, solo come bambú.

Y entonces imaginaron una solución: tal vez la respuesta estaba en la flora microbiana de su intestino. «La dieta de bambú del panda no parece estar dictada por su propia composición genética, y en su lugar debe de ser más dependiente del microbioma de su intestino», escribían. «Dado nuestro hallazgo de que algunos de los genes necesarios para la completa digestión del bambú faltan en su genoma, la investigación del microbioma del intestino del panda puede ser importante para comprender sus inusuales restricciones dietéticas».

Pues bien, el estudio del microbioma del intestino del panda por fin ha llegado. Y la sorpresa es aún mayor, puesto que los microbios de su intestino son también típicos de los animales carnívoros. Según publica hoy un equipo de investigadores chinos en la revista mBio de la Sociedad Estadounidense de Microbiología, las tripas del panda contienen sobre todo Escherichia, Shigella y Streptococcus, bacterias asociadas a la dieta carnívora, en lugar de Bacteroidetes o especies de Clostridium degradadoras de fibra. Según el coautor del estudio Xiaoyan Pang, de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, «este resultado es inesperado y bastante interesante, porque implica que la microbiota del intestino del panda gigante puede no haberse adaptado bien a su dieta exclusiva».

Todo lo cual añade un enigma más a este animal de difícil clasificación, complicada reproducción e incierta supervivencia. Y no se trata de un enigma menor: si este animal incluso ha llegado a sacarse de la zarpa un sexto «dedo», un falso pulgar que es en realidad un hueso modificado para agarrar el bambú, ¿qué sentido tiene que en dos millones de años su metabolismo no haya evolucionado de acuerdo a su dieta? O dicho de otro modo, ¿por qué un animal se obstina en consumir una dieta cuando todo en su organismo pide a gritos otra diferente? Los investigadores no han encontrado ni siquiera una hipótesis que aventurar: «Al contrario que otras especies de mamíferos que han desarrollado una microbiota intestinal (y también una anatomía del sistema digestivo) optimizada para sus dietas específicas, la aberrante coevolución del panda gigante, sus preferencias dietéticas y su microbiota intestinal sigue siendo un enigma», escriben.

En cambio, todo lo anterior sí explica otro hecho, y es la enorme voracidad de los pandas, que pasan hasta 14 horas de cada 24 consumiendo hasta 12,5 kilos de hojas y tallos de bambú; en realidad solo llegan a digerir aproximadamente el 17% de todo lo que ingieren, y el resto lo expulsan tal cual lo comieron.

Pero más allá del acertijo biológico, los científicos extraen una conclusión preocupante, y es si esta falta de adaptación complicará aún más la futura supervivencia del panda, del que en 2014 solo quedaban 1.864 ejemplares en libertad, según WWF. Para Pang, el coautor del estudio, la extraña discordancia entre la dieta de los pandas y su perfil alimentario sitúa a esta especie en un «dilema evolutivo». Según el director del estudio, Zhihe Zhang, también director de la Base de Investigación de la Cría del Panda Gigante en Chengdu, la conclusión es que la paradoja alimentaria del panda «puede haber aumentado su riesgo de extinción».

El autismo, ¿una insospechada conexión entre el intestino y el cerebro?

La semana pasada comentaba aquí un campo científico emergente que está ganando momento y sentando un nuevo paradigma: la capacidad de la microbiota intestinal humana, las bacterias que viven en nuestras tripas, para influir sobre el funcionamiento de nuestro cerebro. El puente que establece este eje intestino-cerebro aún necesita de mucha investigación para ofrecernos una imagen nítida, pero lo más plausible es que se trate de mecanismos neuroendocrinos.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Bacterias intestinales (E. coli) ampliadas 10.000 veces. Imagen de microscopía electrónica de USDA / Wikipedia.

Entre los desórdenes neurológicos que podrían esconder una relación insospechada con las bacterias intestinales, los expertos han propuesto la depresión, la ansiedad, el dolor crónico y los trastornos del espectro autista. En este último caso, ciertos experimentos han encontrado vínculos causales demostrados que apoyan la credibilidad de otros estudios epidemiológicos. Como insisto siempre, la asociación estadística de datos puede conducirnos a desastrosos errores si las correlaciones no vienen con unos buenos cimientos experimentales, como está sucediendo últimamente con recomendaciones dietéticas que se tambalean cuando las pruebas no las sostienen.

Ahora, un nuevo estudio aporta un cable más a este puente que parece tenderse entre el autismo y la microbiota. Pero no es un estudio muy al uso, como tampoco su autor es un científico al uso. John Rodakis estudió biología molecular, una formación que unió a su MBA en la Escuela de Negocios de Harvard para dedicarse a la inversión de capital riesgo en empresas tecnológicas y biomédicas, un terreno en el que parece moverse con enorme éxito. Hay otro dato fundamental en su biografía: Rodakis es padre de un niño con autismo.

Como otros padres en parecida situación económica y personal, Rodakis ha emprendido un mecenazgo para dedicar una parte de su fortuna a la investigación sobre el trastorno que afecta a su hijo. Pero con una diferencia que claramente denota su formación científica: en lugar de sumar su esfuerzo a la corriente, como suele ser habitual, su fundación N Of One «se centra en la investigación emergente sobre el autismo que no está recibiendo financiación adecuada en relación a su mérito científico, en especial la investigación que trata las observaciones de padres y médicos como pistas potenciales sobre cómo funciona el autismo», en palabras de la propia institución.

Salvando casos particulares que incluso han merecido llevarse al cine (El aceite de la vida o Medidas extraordinarias), el mecenazgo en la investigación –de mayor tradición anglosajona– no suele fijarse en enfoques científicos alternativos, sino que habitualmente favorece a los investigadores líderes que representan el llamado mainstream (o corriente principal), o bien atiende sectores desasistidos por su impacto minoritario en la población general –como el de las enfermedades raras– pero sin abrir necesariamente abordajes nuevos. Como biólogo de formación, Rodakis tiene probablemente el criterio para apreciar que la posible conexión intestino-cerebro no es un fenómeno paranormal, sino que tiene un fundamento científico. Pero no es esta la única razón por la que está tanto preparado para evaluar este enfoque como interesado en financiarlo. Además, es su propia experiencia personal la que le guía.

Todo comenzó el día de Acción de Gracias de 2012, una festividad tradicional en EE. UU. Rodakis visitaba a unos parientes con su mujer y sus hijos cuando advirtió que los dos niños habían contraído amigdalitis, las típicas anginas. En el centro de urgencias, el médico de guardia les prescribió amoxicilina, un antibiótico comodín. La sorpresa llegó cuando el fármaco no solo curó la infección de los niños, sino que uno de ellos, diagnosticado con autismo moderado a grave, pareció mejorar de sus síntomas con el tratamiento.

«Comenzó a establecer contacto visual, que antes evitaba; su habla, que estaba seriamente retrasada, empezó a mejorar marcadamente; era menos rígido en su insistencia de costumbres y rutinas», escribe Rodakis en su estudio, publicado en la revista Microbial Ecology in Health and Disease y de libre acceso. El autor añade que el niño se mostraba más activo y que incluso comenzó a montar en un triciclo que sus padres le habían regalado seis meses antes y al que hasta entonces no había prestado atención.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Lazo de la campaña de concienciación sobre el autismo y el asperger. Imagen de Wikipedia.

Los progresos del niño también sorprendieron a los médicos, que no estaban informados de la circunstancia del antibiótico. Para sistematizar y confrontar los datos, Rodakis utilizó un software con el que registraba y evaluaba 20 parámetros del autismo. «Confío en que las mejoras que vimos eran reales, significativas y sin precedentes», resume. «Animaría a cualquier padre/madre que crea que está observando un fenómeno similar a que tome notas detalladas y cuidadosas y a que obtenga tanta documentación en vídeo como le sea posible, porque esa información puede ser útil en el futuro», añade.

A continuación, Rodakis investigó si había más casos descritos como el suyo, y descubrió que otros padres compartían sus observaciones (aunque en ciertos casos, por el contrario, los antibióticos parecían agravar los síntomas). Encontró también un único estudio previo, publicado en 2000 a partir de un ensayo realizado en un hospital de Chicago, en el que otro antibiótico –vancomicina– también mejoró los síntomas de autismo. Por último, el autor indagó en el campo emergente de la conexión intestino-cerebro y encontró que otros estudios sugerían una relación entre la microbiota intestinal y algunas condiciones cognitivas y funcionales del cerebro, entre ellas el autismo.

Con todo ello Rodakis, que como inversor profesional parece ser un tipo de soluciones concretas, tomó varias medidas. Primera, crear su fundación N of One, una expresión empleada en inglés para designar un ensayo clínico con un solo paciente. Segunda, reunir un equipo científico multidisciplinar para investigar la conexión microbiota-autismo desde distintos enfoques. Tercera, organizar y patrocinar el Primer Simposio Internacional del Microbioma en la Salud y la Enfermedad con Especial Atención al Autismo, que se celebró en junio de 2014 en Arkansas. Y cuarta, reunir las presentaciones del simposio y un artículo relatando su propio caso en un número especial sobre microbioma y autismo de la revista Microbial Ecology in Health and Disease. Se trata de una publicación revisada por pares, aunque minoritaria y con un índice de impacto histórico muy bajo; pero por su planteamiento y desarrollo formal, quizá el artículo de Rodakis no habría encajado en muchas de las revistas más habituales.

Naturalmente, Rodakis admite que aún es pronto para definir el peso real del microbioma en el desarrollo y evolución del autismo, y que este vínculo no será aplicable a todos los casos. Tratándose de un amplio espectro de trastornos, tal vez apuntar a una única causa común sería como intentar hacer lo mismo con el cáncer. Al autismo se le atribuye un componente genético; la última prueba ha llegado también esta semana en la revista Nature, en la forma de un gen llamado CTNND2 que parece estar involucrado en casos de autismo familiar. Además, los estudios neurológicos han mostrado que existe una huella del autismo en el cableado neuronal, sugiriendo que cualquier tratamiento farmacológico siempre estaría limitado por factores estructurales.

Tampoco Rodakis pretende que los antibióticos sean una opción terapéutica aceptable, ni siquiera para los casos susceptibles. Pero como buen biólogo, sabe que el hecho de comprobar un efecto importa más que el hecho de que el efecto sea favorable o contraproducente: si hay un efecto, es que existe una interacción, y esta siempre puede manipularse para orientarla hacia el resultado deseado. Ahora, argumenta Rodakis, se trata de emplear los antibióticos como herramientas de investigación para ayudar a definir el mecanismo de esa interacción. Y una vez comprendido este mecanismo, si es que existe y si es que llega a comprenderse, tal vez se abra un nuevo campo de batalla en el tratamiento y la prevención del autismo.

La conexión cerebro-tripas, un nuevo paradigma científico

Contrariamente a lo que suelen creer quienes prefieren vivir al margen de la ciencia –lo cual es tan respetable como vivir al margen del arte, la literatura, el aeromodelismo, la política o el fútbol (de hecho, un servidor prefiere vivir al margen de los dos últimos)–, el conocimiento científico no es una torre de marfil intocable habitada por intelectuales prepotentes que miran con displicencia el hormiguero de ignorantes que discurre bajo sus pies. Pero para qué tratar de convencer a nadie de esto. El caso es que, a pesar de las resistencias al cambio de todo establishment, la ciencia continúa abierta a nuevos paradigmas que revuelvan las tripas de su actual organismo más o menos razonablemente estable. Mucho más abierta que el arte, la literatura, la política o el fútbol. Sobre el aeromodelismo, no podría decir.

El caso es que los vendedores de alimentos probióticos llevan años tratando de vendernos la idea de que el bienestar de las tripas repercute en una saludable higiene mental. Y durante años, la ciencia formal ha ignorado estas proclamas, que con mucha frecuencia desprenden un tufillo holístico a cantos de ballenas. Y sin embargo, las cosas están cambiando. En los últimos años se ha venido acumulando un cierto volumen de estudios que establecen una conexión insospechada entre los sistemas digestivo y nervioso central. Insospechada hasta cierto punto, porque lo cierto es que haber conexiones, haylas. Primero, obviamente hay un vínculo estructural, el nervio vago. Segundo, el sistema inmunitario hace masa en torno al tubo digestivo; y aunque el sistema nervioso central tiene su propia alambrada de protección (la llamada barrera hematoencefálica), está muy bien vigilado y protegido por la defensa innata. Y tercero, algunas bacterias de la flora intestinal producen compuestos con efecto neurotransmisor.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

El nervio vago, en una ilustración de la clásica Anatomía de Gray. Imagen de Wikipedia.

Este último, el de las bacterias, es el aspecto crítico que traigo aquí hoy. La insospechada conexión radica en la posibilidad de que la flora intestinal desempeñe un papel en las funciones cognitivas y conductuales del sistema nervioso central. Es decir, que los bichos de nuestro intestino pueden mandar sobre nuestro cerebro. Y esto es algo que nadie habría creído hace unos años. Pero como digo, al revisar la literatura científica ya va siendo imposible ignorar tal posibilidad. Hoy mismo me he topado con un nuevo estudio en la revista eLife en el que se establece una asociación entre la relación social de los babuinos y su microbiota intestinal. Aunque en el estudio no se sugiere que sean las bacterias las que modulan las redes sociales, sino que es el contacto entre individuos el que perfila sus poblaciones microbianas, estudios como este tienen ahora un nuevo enfoque que se resume en estas palabras, pertenecientes a una revisión sobre el eje intestino-cerebro publicada en 2013 en la revista Protein Cell:

La comunicación entre el intestino y el cerebro, conocida como eje intestino-cerebro, está tan bien establecida que el estado funcional del intestino siempre se relaciona con la condición del cerebro. Las investigaciones sobre el eje intestino-cerebro se han centrado tradicionalmente en cómo el estado psicológico afecta la función del tracto gastrointestinal. Sin embargo, pruebas recientes sugieren que la microbiota del intestino se comunica con el cerebro a través del eje intestino-cerebro para modular el desarrollo cerebral y los fenotipos de comportamiento.

En otras palabras: lo que ocurre en nuestras tripas puede condicionar lo que sucede en nuestro cerebro, más allá de que un ataque de ardor nos ponga de mala leche. En este caso, quienes manejan los mandos son las bacterias de nuestro intestino. El pasado noviembre, la revista Nature cubría este tema en su sección de noticias, destacando que en 2014 el Instituto Nacional de Salud Mental de EE. UU. financió con un millón de dólares un nuevo programa dedicado a investigar la conexión microbioma-cerebro, y que esta novísima área de investigación fue objeto de un simposio dentro del congreso anual de la Sociedad de Neurociencias de aquel país.

En el congreso, varios investigadores presentaron las pruebas disponibles de que la microbiota o población microbiana intestinal puede influir en determinadas condiciones neurológicas, posiblemente a través de mecanismos neuroendocrinos. A mis humildes ojos, esto es casi lo más parecido a un nuevo paradigma que hemos vivido desde hace años en biología. El hecho de que el ecosistema microbiano de nuestro intestino no solo influya en nuestra salud física, sino también mental, puede abrir un enorme campo de investigación en torno a hipótesis que solo hace unos años habrían parecido descabelladas; porque cuando hablamos de comportamiento podemos referirnos, como señalan los investigadores en una revisión en la revista The Journal of Neuroscience que resume lo presentado en el congreso, a trastornos como «desórdenes del espectro autista, ansiedad, depresión y dolor crónico».

Mucho cuidado. La ventaja de una nueva vía de investigación es que todas las posibilidades están abiertas, pero también que aún es casi todo lo que se desconoce. Sería una lamentable consecuencia que algún paso en falso creara expectativas sobre nuevas vías de tratamiento o paliación de tastornos graves o que hoy resultan incurables. Pero tampoco se puede soslayar lo que muestran los resultados experimentales ya publicados. En 2013, un equipo de investigadores del Instituto Tecnológico de California y la Facultad de Medicina Baylor de Houston, dirigido por el microbiólogo Sarkis Mazmanian, publicó un estudio en la revista Cell mostrando que un modelo de ratón con ciertos síntomas de autismo asociados a trastornos gastrointestinales presentaba niveles deficientes de una bacteria de la flora llamada Bacteroides fragilis, y que los síntomas de los ratones mejoraban al repoblar sus intestinos con este microbio. La posible conexión es una molécula llamada 4-etilfenilsulfato, un metabolito bacteriano que aparecía elevado en los ratones afectados y cuya inyección en ratones normales provocaba los mismos síntomas. A todo esto hay que añadir que Cell es la primera revista del mundo en bioquímica y biología molecular.

No es el único estudio que sugiere una conexión entre la microbiota y los trastornos del autismo. También en 2013, una investigación publicada en la revista PLOS ONE descubría una reducción de las bacterias fermentadoras en el tubo digestivo de un grupo de 20 niños con trastornos del espectro autista y síntomas gastrointestinales, descartando la posibilidad de que fuera un efecto debido a la dieta. Y en los próximos días contaré un nuevo estudio que aporta más indicios en la misma dirección.

Repito e insisto: al tratarse de un nuevo campo de investigación, los resultados deben tomarse con extrema cautela, y nadie se atrevería a aventurar que de todo esto pueda derivarse algún tratamiento clínico de utilidad. Aún estamos en la caverna de Platón, y las cadenas acaban de caerse.

Adivinanza: Fast food o dieta sana, ¿con cuál comemos más microbios?

Una dieta sana con frutas, verduras y lácteos aporta más microbios. Imagen de Jasper Greek Golangco / Wikipedia.

Una dieta sana con frutas, verduras y lácteos aporta más microbios. Imagen de Jasper Greek Golangco / Wikipedia.

Evidentemente, con la dieta sana; de otro modo, la adivinanza no tendría ninguna gracia.

Hace un par de meses, los medios populares se hacían eco de un estudio publicado en la revista Microbiome que estimaba en 80 millones la cantidad de bacterias que se mudan de boca durante un beso de los que no se dan a cualquiera, como decía la canción. Los medios en los que escuché comentarios a la noticia casi siempre citaban la cifra con humilde perplejidad, pero oí a un petulante tertuliano poner en duda el orden de magnitud del dato.

Casos como este último demuestran que muchos no tienen una conciencia clara sobre cuál es exactamente su relación con el mundo microbiano. Prueba de ello es el triunfo de los productos antibacterianos, que son completamente superfluos en el ámbito normal de un hogar donde no vive ninguna persona con enfermedades infectocontagiosas graves.

Es más, incluso pueden ser perjudiciales: tiempo atrás conté aquí un estudio según el cual los geles antisépticos para las manos, esos que se han popularizado tanto en los últimos años y que suelen encontrarse desperdigados por las oficinas, pueden multiplicar por 100 la absorción dérmica de contaminantes insolubles en agua que merodean en nuestro entorno y normalmente no penetran en nuestra piel, como el famoso bisfenol A (BPA). Además, los productos antimicrobianos ofrecen una falsa sensación de asepsia: una investigación que comenté recientemente en otro medio descubría que es imposible erradicar las apabullantes comunidades bacterianas fecales y vaginales de los baños, por mucha lejía que se eche.

Poniéndonos en las cifras, conviene saber que somos más microbio de lo que somos nosotros mismos: en nuestro cuerpo hay diez veces más bacterias que células humanas. Somos comunidades de microbios paseando a un humano. Estos microorganismos colonizan todas nuestras superficies, tanto las externas (piel) como las internas (mucosas y tubo digestivo). Mientras no invadan el interior de los tejidos o la red sanguínea, todo correcto. De hecho, correcto y necesario: muchos expertos piensan que el aumento meteórico de las alergias alimentarias y los casos de asma en los niños (nota para padres y madres: en efecto, no es una simple impresión subjetiva; en EE. UU., un 18% de aumento de 1997 a 2007; en Francia, el doble en 1982 que en 1968) se debe a lo que llaman la hipótesis de la higiene: mantener a los bebés en una pretendida burbuja de esterilidad impide el correcto desarrollo de su sistema inmunitario y la adquisición de inmunotolerancia frente a antígenos inocuos, como los presentes en el cacahuete, el huevo, la leche o el chocolate. Y no solo está en juego el conocido papel beneficioso de la flora intestinal; el hecho de que nuestra piel esté saturada de microorganismos, generalmente simples inquilinos que caen por allí, impide que los malos se hagan fuertes para conquistar nuestro territorio.

Así pues, no tiene nada de malo que una dieta más sana nos aporte más microbios; es natural, dado que incluye productos fermentados no cocinados como el yogur o el queso fresco. De lo que sí debemos congratularnos es de que la dieta de fast food, que en el caso que vengo a contar procede sobre todo de aquellos dos hermanos de origen irlandés y de apellido McDonald, esté relativamente limpia de microbios, ya que de haberlos serían posteriores a la cocción y por tanto más bien debidos a la manipulación.

El origen de estas conclusiones es un estudio elaborado por tres investigadores de la Universidad de California en Davis (EE. UU.) y publicado recientemente en la revista digital PeerJ. Los científicos, dirigidos por la bióloga nutricionista Angela Zivkovic, se hicieron la siguiente pregunta: ¿cuántos (y cuáles) microbios comemos al día en una dieta estándar? Para averiguarlo, en primer lugar debían definir qué era una dieta estándar; pero este no es un concepto uniforme, por lo que establecieron tres perfiles diferentes igualados en contenido calórico.

La dieta americana del estudio incluía una hamburguesa Big Mac, patatas fritas y Coca-Cola. Imagen de Kici / Wikipedia.

La dieta americana del estudio incluía una hamburguesa Big Mac, patatas fritas y Coca-Cola. Imagen de Kici / Wikipedia.

Tratándose del imperio de la hamburguesa, la primera de las opciones no podía ser otra que lo que llaman dieta estadounidense media: desayuno en Starbucks, almuerzo en McDonald’s, merienda de Oreo y cena a base de lasaña precocinada. El segundo patrón es el recomendado por el Departamento de Agricultura de aquel país (USDA), algo más parecido a lo que aquí conocemos como dieta mediterránea: fruta, verdura, carne magra, lácteos y cereales integrales. Por último, la tercera propuesta es una dieta vegana.

El diseño experimental no puede ser más sencillo: los autores compraron o cocinaron los alimentos, homogeneizaron cada comida de cada dieta por separado en una batidora y después examinaron sus poblaciones microbianas, tanto mediante cultivo directo como por PCR y secuenciación de ADN (confío en que después del ébola ya puedo escribir «PCR» sin tener que explicarlo… ¿no?).

Y aquí, los resultados. Como ya he destripado en la primera línea, la dieta recomendada por el USDA es, con gran diferencia, la que contiene más microbios, un total de 1.300 millones. La distancia con las otras dos dietas es abismal, de tres órdenes de magnitud: la vegana alberga 6 millones de microbios y la de fast food solo 1,4 millones. En cuanto a las especies presentes, los investigadores no encuentran diferencias significativas entre las tres dietas, con las mayores cantidades de levaduras y hongos en la recomendada por el USDA, algo también previsible. Las bacterias más abundantes pertenecen a los grupos de los estreptococos, bacilos, estafilococos, lactobacilos y termófilos, con alguna otra familia destacada en ciertos casos, pero sin nada importante que reseñar.

Lógicamente, los autores reconocen que este es un estudio aislado restringido a tres menús concretos que podrían variar ampliamente y, con ello, los resultados se modificarían. Lo más importante, señalan los científicos, es que más trabajos como este podrían ayudar a conocer mejor el origen de nuestra flora bacteriana y desvelar cómo influye la población microbiana de lo que comemos en nuestro microbioma. Es decir, ¿cuánto de lo comemos sirve como alimento para nuestros habitantes ya presentes, y cuánto nos aporta nuevos inmigrantes microscópicos? Nuestra vida interior continúa siendo parte de ese misterio del hombre del que hablaba Dostoyevski.

¿Cómo logran los buitres no morir de indigestión?

El hedor más profundo e intenso que he tenido el nauseabundo privilegio de conocer llegó a mis fosas nasales en el límite suroeste de la reserva kenyana de Masai Mara. Allí el río Mara abandona Kenya para internarse en Tanzania a través de la frontera con el vecino Serengeti. La carretera corre paralela a la linde y salva el cauce por un puente que en alguna ocasión ha cedido a la fuerza de las riadas. En aquel tramo las orillas son bajas y llanas, formando remansos al abrigo de grandes rocas. En época de grandes crecidas, cuando las lluvias vienen copiosas, muchos ñus mueren río arriba tratando de vadear el furioso caudal durante la migración, y la corriente arrastra los cadáveres hasta la zona del puente, donde quedan enganchados en las trampas rocosas. Cuando por fin las aguas se retiran, el espectáculo es tan devastador como hediondo.

Buitres y marabús se alimentan de cadáveres de ñus en la orilla del río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Buitres y marabús se alimentan de cadáveres de ñus en la orilla del río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Pero lo que para nosotros es una pestilencia ante la que cuesta contener el vómito, para los buitres es un festín de manjares. En la ocasión a la que me refiero estas aves se congregaron allí a cientos, de todas las especies de la región y acompañadas de los marabús, que nunca faltan cuando se trata de carroña. Las aves devoraban con pasión aquellos despojos supurantes, amoratados e hinchados por el agua. Aunque existen otros animales carroñeros, los buitres destacan por su capacidad de alimentarse exclusivamente de carne en avanzado estado de descomposición, algo que resulta increíble para nosotros los humanos, a quienes una simple conserva en mal estado puede llevarnos a la tumba.

La alimentación de los buitres puede tornarse aún más escabrosa: todo el que haya observado a estas aves comiendo habrá comprobado con qué fruición sumergen sus cuellos pelados en lo más profundo de las vísceras de sus almuerzos; pero ante un cadáver intacto cuya gruesa piel no puede atravesar con el pico, el buitre no duda en introducir la cabeza por el orificio natural que conduce directamente a los intestinos, lo que añade al plato principal una guarnición de materia fecal a la que el animal no hace el menor asco. Y sin embargo, pese a esta redefinición radical de lo que es una dieta poco saludable, los buitres disfrutan a gusto de sus comilonas y de sus plácidas vidas sin necesitar un mal antiácido. ¿Cómo lo hacen?

Esta fue la pregunta que se hizo un equipo de científicos de Dinamarca y EE. UU. Para responderla, los investigadores estudiaron las comunidades microbianas presentes en la cara y en el intestino de 50 ejemplares de buitres pertenecientes a las dos especies más comunes en América, el zopilote (Coragyps atratus) y el aura gallipavo (Cathartes aura). Al secuenciar el ADN de estas muestras, los científicos descubrieron que la piel de la cara contenía ADN de 528 tipos de microorganismos, mientras que en el intestino solo se encontraron 76. Resulta inquietante que en uno de los buitres se detectara ADN humano tanto en su cara como en su intestino, aunque los investigadores lo achacan a una contaminación en el laboratorio o bien al contacto con aguas fecales.

Llama la atención la escasa variedad de bacterias en el intestino del buitre. Los investigadores sugieren que el tubo digestivo de estas aves es muy selectivo con los microbios a los que deja pasar, eliminando los demás en el paso por los ácidos gástricos. Sin embargo, lo más chocante es que las especies dominantes en las tripas de los buitres matarían a la mayoría de los animales, como los clostridios –que incluyen especies causantes de enfermedades como el tétanos, el botulismo o la gangrena– y las fusobacterias –descomponedoras que producen necrosis y septicemias–. Los científicos apuntan que estos grupos se han detectado previamente en el tubo digestivo de los caimanes, pero no de otros carroñeros como las hienas.

En el centro de la imagen, un buitre dorsiblanco africano hunde su cabeza en las entrañas de un cadáver de ñu en el río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

En el centro de la imagen, un buitre dorsiblanco africano hunde su cabeza en las entrañas de un cadáver de ñu en el río Mara (Kenya). Imagen de Javier Yanes.

Según el primer autor del estudio publicado en Nature Communications, Michael Roggenbuck, de la Universidad de Copenhague, los resultados «muestran que los buitres se han adaptado fuertemente para manejar las bacterias tóxicas que digieren». «Por un lado, los buitres han desarrollado un sistema digestivo extremadamente resistente, que simplemente destruye la mayoría de las bacterias peligrosas que ingieren», añade Roggenbuck. «Por otro lado, los buitres también parecen haber desarrollado una tolerancia hacia algunas de las bacterias letales; especies que matarían a otros animales parecen prosperar activamente en el intestino grueso del buitre».

De hecho, los investigadores piensan que posiblemente estas bacterias agresivas ayudan a degradar el alimento para proporcionar nutrientes a sus hospedadores. Hasta tal punto pueden estas especies ser beneficiosas para los buitres que otro coautor del estudio, Gary Graves, alega: «No es excesivo suponer que la relación entre las aves y sus microbios ha sido tan importante en su evolución como el desarrollo del vuelo y el canto».

Además de todo lo anterior, de los resultados del estudio se deriva un consejo interesante: si en alguna ocasión se encuentra en un tête à tête con un buitre, no se le ocurra acariciarle la cara.