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De cómo puse nombre a una isla (en recuerdo del 11M)

Hoy, por un día, me van a permitir que me desvíe unos grados del rumbo habitual de este blog para sumar mis teclas al homenaje que recuerda la inconmensurable barbaridad perpetrada hace diez años. La historia que vengo a narrar no tiene relación con la ciencia (si acaso la geográfica, si tal cosa existe), pero sí con la otra especialidad periodística del autor de este blog. Podríamos titularla

De cómo puse nombre a una isla

Portada de la revista 'Lunas de Miel'.

Portada de la revista ‘Lunas de Miel’.

Hace unos años, un servidor ejercía en una revista de viajes llamada Lunas de Miel, sin duda la mejor publicación del sector que se hacía por entonces y que por desgracia feneció víctima de la gestión más calamitosa desde la caída del Imperio Romano. Su editor era uno de los periodistas con más talento que he conocido, un tipo creativo e innovador que continuamente estaba pergeñando nuevas estrategias para promocionar la revista, como la de imprimir en la portada un sello que rechazaba la publicidad de tabaco pese a que cada número se cocinaba al humo de cartones y cartones de cigarrillos (por entonces aún se fumaba en las redacciones), una buena parte de los cuales consumía él mismo. Un día, aún no sé cómo, consiguió camelarse a todo un gobierno, el de Nicaragua, para ofrecer a los lectores una oportunidad única: bautizar una isla.

La idea era organizar un sorteo entre los lectores que premiara al agraciado o agraciada con un viaje para dos personas a Nicaragua, un juego de maletas y la posibilidad de renombrar una isla del lago Cocibolca que hasta entonces figuraba en los mapas como Concepción. Así, los ganadores tendrían el privilegio de asignar sus nombres, o el de su gato, perro, actriz favorita o asesor fiscal, a un trocito del planeta Tierra.

El sorteo se celebró según lo previsto y resultó afortunada una pareja de Madrid, Cristina Gadea y Rodolfo Roldán. Un día, cuando ya estaba próxima la fecha de la ceremonia, Benjamín, el editor, me comentó:

–Aún no saben qué nombre poner a la isla. Están pensando en bautizarla con sus apellidos, pero dicen que no les convence.

No recuerdo en qué fecha exacta se produjo esta conversación, pero sí que fue solo unos días después del 11 de marzo de 2004, cuando todos estábamos conmocionados por los atentados. Así que se me ocurrió plantearle a Benjamín:

–Oye, ¿y qué tal si la llaman isla de Atocha?

A Benjamín le encantó la idea, y poco después me transmitió el entusiasmo de Cristina y Rodolfo con la iniciativa. Y así se hizo. Con toda seguridad Cristina y Rodolfo, a quienes nunca conocí, eran buena gente. A la gente de a pie difícilmente se le suele presentar la posibilidad de rendir un tributo público y perdurable para expresar el dolor que la barbarie les hace sufrir. Lo habitual es que solo les quede el recurso de llorar en silencio y de sumirse en la repulsa colectiva como voces anónimas. Estoy seguro de que hoy Cristina y Rodolfo continúan sintiendo el orgullo de que la vida les ofreciera, por una vez, la oportunidad de gritar en voz alta.

Poco después se celebró el acto, al que por supuesto yo no pude asistir. Nunca antes he contado esta historia. Jamás he estado en Nicaragua, ni mucho menos en la isla de Atocha. Ni pretendo, válgame, emular a Javier Marías. Y ni en el comunicado de prensa que entonces se publicó ni en ningún otro lugar figura que un día puse nombre a una isla. A los tipos de a pie difícilmente se nos pone por delante la posibilidad de rendir un tributo público y perdurable para expresar el dolor que la barbarie nos hace sufrir. Y hoy me siento orgulloso de que la vida me ofreciera, por una vez, la oportunidad de gritar en voz alta.