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El LHC se hace (aún) mayor

Cuando se fabrica una máquina, lo normal es crear algún prototipo cuyo funcionamiento pueda examinarse y corregirse antes de producir la versión definitiva. Por supuesto que el LHC, el Gran Colisionador de Hadrones de Ginebra, tira de la tecnología previamente probada en otros aceleradores de partículas. Pero cuando se superan los límites de todo lo construido antes, lo que aguarda por delante es una frontera hacia un territorio desconocido. No solo en lo que respecta a la física de partículas, sino también a la ingeniería.

En septiembre de 2008, solo unos días después de que el LHC comenzara a funcionar, un fallo eléctrico dañó 53 imanes superconductores de los más de 1.600 que contiene la máquina. La avería retrasó la reanudación de las operaciones durante 14 meses hasta noviembre de 2009. Por entonces, el acelerador comenzaba a funcionar haciendo chocar protones a una energía muy por debajo de su capacidad; en los tres años de su primera ronda las colisiones solo alcanzaron la mitad de la energía máxima para la que el LHC fue diseñado, 7 teraelectronvoltios (TeV), a razón de 3,5 TeV para cada una de las partículas que se embisten mutuamente. En ese rango, la máquina probó su eficacia al demostrar en julio de 2012 la existencia del bosón de Higgs, una partícula largamente buscada y teorizada que cerraba el círculo del Modelo Estándar.

Después de dos años de descanso, mantenimiento y reparaciones, hoy el director general del Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), Rolf Heuer, ha presentado en rueda de prensa la segunda ronda de funcionamiento del LHC, prevista para tres años y que en esta ocasión hará chocar protones a 13 TeV (6,5 por protón), solo 1 TeV por debajo de su máxima capacidad. Los científicos han comenzado ya a inyectar protones de prueba, y se espera que hacia finales de primavera las primeras colisiones a 13 TeV puedan empezar a rendir resultados.

El LHC. Imagen de Daniel Domínguez / Maximilien Brice / CERN.

El LHC. Imagen de Daniel Domínguez / Maximilien Brice / CERN.

Para que las cifras no queden colgadas sin más, conviene explicar que el electronvoltio (eV) es una unidad de energía diminuta inventada para el mundo de las partículas, donde la medida patrón de energía del Sistema Internacional de unidades, el julio, queda demasiado grande. Un electronvoltio se define como la energía que gana o pierde una partícula con la carga de un electrón (por convenio se le da a esta carga el valor de 1) al ser empujada por una diferencia de potencial (lo que solemos llamar tensión eléctrica) de 1 voltio. Es decir, un valor de energía infinitamente pequeño. Un teraelectronvoltio (TeV) es un billón de electronvoltios, o 10¹².

En su web, el CERN ofrece una comparación sencilla: 1 TeV es el equivalente a la energía del movimiento (o energía cinética) de un mosquito en vuelo. Esto puede parecer ridículo, pero si un mosquito pesa unos 2,5 miligramos, imaginemos esa energía concentrada en algo que pesa menos de una miltrillonésima parte. Por emplear otra comparación familiar, y según cifras que se manejan por ahí, un fotón del horno microondas que tenemos en casa (la partícula asociada a la onda que calienta las moléculas de agua cuando metemos la sopa) lleva una energía aproximada de 0,00001 eV; es decir, 10 microelectronvoltios. A pleno rendimiento, el LHC será capaz de conferir a cada protón una energía 700.000 billones de veces mayor que el fotón de nuestro microondas.

Por último, conviene aclarar que cuando hablamos de eV también estamos refiriéndonos a la masa de una partícula, ya que masa y energía son equivalentes aplicando el factor de conversión de la velocidad de la luz al cuadrado, según la conocida ecuación de Einstein E = mc². Por ejemplo, un protón tiene una masa aproximada de 938 MeV/c², o simplemente 938 MeV (para simplificar se da a c el valor de 1). En comparación, el bosón de Higgs se detectó en un rango de masa de unos 125 GeV.

Con todo esto, ¿qué esperan encontrar los científicos en los diminutamente inmensos niveles de masa/energía que alcanzará el LHC en su segunda ronda? Obviamente, partículas muy pesadas que hasta ahora han estado fuera del alcance de los aceleradores. Entre ellas se encuentran unas atractivas postulantes, las partículas masivas de interacción débil o WIMP, que podrían ser los componentes de las cuatro quintas partes de toda la materia existente: la materia oscura. Otra posibilidad es que los físicos encuentren indicios de supersimetría, una extensión propuesta del Modelo Estándar en la que cada partícula tiene su supersimétrica que difiere de ella en una cantidad de 1/2 en su número de espín, una especie de giro; así, por ejemplo, fotón/fotino, higgs/higgsino. Las WIMP también podrían ser partículas supersimétricas llamadas neutralinos.

Entre los resultados más cercanos del nuevo LHC también se espera generar cantidades de antimateria que permitan su estudio detallado. La antimateria está compuesta por partículas exactamente iguales que la materia pero de carga opuesta (por ejemplo, electrón/positrón), y ambas se aniquilan mutuamente. Es decir, que a la aplastante mayoría de la materia debemos nuestra existencia, pero los científicos aún no saben por qué el origen del universo primó la materia sobre la antimateria. Y regresando a ese momento primigenio, el Big Bang, antes de que las cosas empezaran a formarse como las conocemos, todo estaba fundido en una sopa donde los quarks, partículas elementales, estaban separadas de su pegamento, los gluones. Ese plasma caliente de quarks y gluones que existió en las millonésimas de segundo posteriores al Big Bang podría estudiarse también gracias al LHC.

Pero además, otras cosas más extrañas podrían retratarse en alguno de los detectores o experimentos del colisionador, como partículas cuyo único vínculo de contacto con las que hoy se conocen sería su interacción con el campo de Higgs, una especie de telaraña creada por el bosón que es responsable de conferir masa a las partículas. El estudio del higgs podría abrir así el camino hacia la detección de un nuevo zoo de partículas hasta ahora ocultas a los métodos de detección. Los físicos también creen que el LHC podría revelar a dónde escapa la parte de la gravedad que no experimentamos: a nuevas dimensiones espaciotemporales donde podrían existir versiones más pesadas de las partículas que conocemos.

En resumen, tenemos tres años por delante para que el LHC nos revele los bloques de los que está hecho el universo.

La ciencia es cultura por lo que tiene de inútil

Cuando hace unos años el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) comenzó a disparar protones, era frecuente escuchar en radio o ver en televisión cómo la noticia formaba parte de los contenidos informativos destacados, algo que la ciencia logra en raras ocasiones. En tales casos, el periodista no especializado en la materia (ni en la energía) solía contar con la interlocución de algún físico español del LHC para aclarar términos y conceptos, y quien invariablemente explicaba con más o menos maña divulgativa que el artefacto iba a permitirnos comprender mejor el nacimiento del universo.

Solía llegar entonces un lance de la entrevista en el que el periodista preguntaba: «¿Y esto para qué servirá?». Se evidenciaba así que «comprender mejor el nacimiento del universo» no era razón de suficiente peso, a juicio del periodista. Él o ella esperaba quizá que la tecnología del LHC facilitara algún avance indiscutiblemente útil, como un nuevo aparato médico para diagnosticar el cáncer o un microondas que enfríe para hacer bombones helados al instante. Y ahí tenías al pobre físico titubeando al buscar una puerta de salida con el argumento de que la antimateria se emplea con fines médicos en la tomografía de positrones y blablablá.

Esta misma situación se repite una y otra vez cuando se anuncian los ganadores de los premios Nobel de ciencia. Noticias y teletipos siempre parecen obligados a citar cuáles son o serán las aplicaciones prácticas de la investigación en cuestión, aunque a menudo muchas de ellas estén tan alejadas del trabajo científico premiado como el automóvil de la invención de la rueda. En cambio, llama la atención que el mismo criterio no se aplique a los ganadores del Nobel de, por ejemplo, Economía. Salvo en casos muy contados, se suele saldar la información mencionando que Fulano de Tal ha sido merecedor del galardón por sus «profundos estudios sobre la estructura del déficit público», o así, y no se considera necesario acompañar la noticia justificando que el trabajo del premiado ha aliviado los niveles de pobreza en un país, o evitado una guerra civil por los recursos en otro, o creado empleo en un tercero. (Nota: por si alguien lo está pensando, a Muhammad Yunus, el creador de los microcréditos, no se le concedió el Nobel de Economía, sino el de la Paz).

¿Por qué a la ciencia se le exige tanto utilitarismo? Cuando estaba en mi último año de tesis doctoral, me divertía escandalizar a algún becario novato asegurándole que la ciencia era un arte y que no servía, ni debía servir, absolutamente para nada, y demostrándole que los mayores avances, como la penicilina, la vacuna o la anestesia, nacieron gracias a afortunadas carambolas más que a la aplicación rigurosa del método de Popper.

La postura extrema era solo un juego mental por el gusto de discutir, y con clara inspiración wildeana («todo arte es completamente inútil«), pero se apoyaba en una cierta convicción personal. Si el argumento es que la ciencia recibe fondos públicos y por tanto debe devolver un rendimiento práctico a la sociedad, ¿por qué no aplicamos idéntico criterio a otras actividades culturales igualmente subvencionadas con los impuestos de los ciudadanos? Y podríamos hablar no solo de inversión directa, sino del coste de primar administraciones de Cultura al más alto nivel que históricamente casi parecen una exigencia estructural, mientras que sus equivalentes de Ciencia han aparecido y desaparecido como Guadianas sujetos a los bandazos políticos tan Typical Spanish.

Respondo a esta última cuestión: se supone que el rendimiento social de la cultura estriba en algo más que la creación o extensión del conocimiento. O si no, cabría preguntarse en qué contribuye a esto, por poner un ejemplo, Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar. Si existe una razón para subvencionar la cultura más allá de que no hacerlo es inaceptable, el producto que justifica tal inversión no puede ser exclusivamente utilitario. Ocho apellidos vascos hace reír. Una representación de Un tranvía llamado deseo conmueve. Una exposición de Cézanne acaricia la mirada. Etcétera.

En otras palabras: la cultura, o el arte, apelan a una experiencia humana que trasciende lo racional. La cultura, decía Cicerón, es el cultivo del alma. Y cuando esa experiencia resulta enriquecedora de un modo u otro es cuando no tenemos reparo en estamparle el sello de Cultura con «C» mayúscula. Mezclo deliberadamente los conceptos de cultura y arte; aunque las definiciones de estos términos sean muy dispares de acuerdo al diccionario, la imagen mental que nos formamos cuando hablamos de cultura es algo más parecido a lo que entendemos por arte, y habitualmente conceptuamos como cultura aquello que el criterio personal de cada cual considera arte.

Y aquí voy: si preguntamos a cualquiera si la ciencia es cultura, pocos opinarán que no es así. Y sin embargo, si ahondamos un poco descubriremos que en general se clasifica a la ciencia como cultura de otra clase, en otra definición, quizá más ortodoxa pero más alejada del concepto de gran cultura. En resumen, cultura con «c» minúscula. Por mi parte, sé que a todo aficionado a la ciencia, se dedique a ella o no, la perfección de un teorema, la elegancia de un abordaje experimental o un resultado sorprendente le suscitan algo más que una satisfacción racional. Nunca conocí a un científico que se levantara cada mañana con el ánimo de salvar a la humanidad, pero sí a muchos que se dedican a esto porque nada les produce mayor placer. La ciencia provoca una experiencia emocional, algo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir«. Y sin embargo, uno sigue escuchando y leyendo diatribas contra el gasto en exploración espacial, que otros aparentan convalidar por el hecho de que gracias a la NASA tenemos el velcro (lo cual es absolutamente falso).

¿Significa esto que la ciencia no debe sentar las bases para curarnos el cáncer, el alzhéimer o el párkinson, o proporcionarnos microondas que enfríen para hacer bombones helados al instante? Nunca diría tal cosa. Pero la ciencia no es cultura porque logre todo eso, sino porque nos explica de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, qué es todo lo que existe, cómo funciona, cómo ha llegado a existir y qué será de ello, y al hacer todo esto nos eriza el vello cuando nos clava la mirada desafiante y nos recita aquello de Roy Batty: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». La ciencia es muchas cosas. Pero si es cultura, no es como palanca para mover el mundo, sino como lágrimas en la lluvia.

Para ilustrar, aquí va un vídeo captado por la sonda de la NASA Solar Dynamics Observatory el pasado 2 de abril, que muestra el momento de la erupción de una llamarada solar. Disfruten de esta belleza.