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La Unión Europea quiere que viajemos en coches voladores

Entre las imágenes clásicas de lo que el porvenir iba a deparar a los ciudadanos del siglo XX, la del transporte aéreo personal era una de las más populares. Dicen que la ambición de volar es una de las más viejas del ser humano, y está claro que la experiencia de embutir las posaderas en un asiento de Economy (la clase monkey, en el argot) mirando las nubes a través de una mirilla agrandada no la satisface. A algunos la idea de volar de verdad siempre nos ha puesto los dientes largos, y dado que carecemos de los recursos para pagarnos una licencia de piloto (del avión, ya, ni hablamos), nunca hemos renunciado a hincar el colmillo a esa fantasía con la esperanza de que algún día el futuro nos traiga aerocoches a precio de utilitario.

Aunque la idea del coche volador nos retrotraiga al futurismo de los años 50 del siglo pasado, el concepto de un aparato que domine a la vez el aire y la carretera es en realidad casi tan viejo como la aviación. El primer intento conocido, el Autoplane del aviador estadounidense Glenn Curtiss, se presentó en 1917 en la Exposición Aeronáutica Panamericana de Nueva York, aunque no consta que llegara a volar. Aquellos primeros intentos eran simplemente aviones ligeros con alas desmontables o plegables, como en el caso del biplano francés Tampier (1921), que en carretera circulaba con la cola delante y debía ir seguido muy de cerca por un automóvil para evitar que la hélice masacrara a algún ciclista. En algunos casos, como el ConvAirCar o el AVE Mizar, los inventores directamente adosaban coches a piezas de avión en lo que hoy parecerían montajes de Photoshop. Pero a diferencia de lo que ocurre con el retoque fotográfico, algunos de estos corta-pegas reales mataron a sus artífices.

En 1950 el gobierno de EE. UU. aprobó el primer aparato para uso en el aire y en carretera. Se trataba del Airphibian, desarrollado en 1946 por Robert Edison Fulton (no emparentado con el inventor de la bombilla ni el del barco de vapor, pero claramente predestinado). El artefacto era básicamente una avioneta partida por la mitad, que dejaba la sección trasera con alas y cola en el aeropuerto, mientras que la hélice se desmontaba para viajar por tierra. El Airphibian nunca llegó a producirse para la venta por falta de inversores, pero en cambio sí llegaron a venderse seis unidades del Aerocar de Moulton Taylor, creado en 1949 y también aprobado por la autoridad de aviación civil estadounidense. Tanto por diseño como por mecánica, el Aerocar estaba más próximo al concepto de coche volador que al de avioneta convertible, con un motor de tracción para las ruedas delanteras, un volante circular y cambio de marchas. Al parecer, uno de los seis Aerocars que llegaron a fabricarse llevó como pasajero en una ocasión a Raúl Castro en Cuba.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Modelos históricos de coches voladores. De izquierda a derecha y de arriba abajo, el Curtiss Autoplane (1917), el Tampier (1921), el Convaircar (1947), el AVE Mizar (1973), el Fulton Airphibian (1946) y el Aerocar (1949). Imágenes de Flight Magazine 1917, roadabletimes.com, Convair, Doug Duncan, FlugKerl2, Ciar.

Los intentos de fabricar un coche volador nunca han cesado, y varios de ellos continúan vivos hoy. Quizá el más conocido es el de la compañía Terrafugia, fundada por ingenieros aeroespaciales formados en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Su modelo Transition, un biplaza de alas plegables, lleva algunos años circulando por exhibiciones y por internet. Ciertas críticas le achacan que la pretensión de dominar el aire y la carretera a un tiempo hace que no domine bien ninguno de los dos. Pero quizá los mayores inconvenientes del Transition sean otros, a saber: de un coche volador uno espera que cueste lo que un coche, no lo que un avión; que no requiera una licencia de piloto; y que no exija disponer de una pista de aterrizaje privada de 518 metros. Y el aparato de Terrafugia no cumple ninguno de los tres requisitos, por mucho que la compañía se empeñe en sugerir que 279.000 dólares es un precio asequible.

En realidad, el Transition es más avioneta que coche; algo que los ingenieros de Terrafugia quieren cambiar en su próximo modelo, el TF-X, que la empresa anunció el mes pasado para dentro de unos diez años y que podrá despegar y aterrizar en vertical, acomodar a cuatro pasajeros y aparcar en una plaza estándar, todo ello en un vehículo híbrido cuyo manejo podrá aprenderse en cinco horas. De hecho, volará solo y contará con sistemas automáticos para evitar colisiones. La única pega será el precio, aún no detallado, pero que se prevé en el orden de magnitud de los «coches de lujo de muy alta gama».

No todos los modelos de coches voladores vienen del otro lado del Atlántico. De hecho, el triciclo holandés PAL-V One (siglas de Personal Air and Land Vehicle) ofrece una ventaja muy tranquilizadora frente a los prototipos de Terrafugia. Pensemos en los vehículos que a diario encontramos averiados en el arcén de la carretera. Cuando se trata de un automóvil de los de toda la vida, a los ocupantes se les suele ver junto al coche ataviados con sus chalecos amarillos y esperando a que la grúa se presente. Pero en el caso de un vehículo aéreo, sus pasajeros probablemente seguirían dentro, muertos a causa del impacto. A pesar de que los diseños suelen incorporar medidas de seguridad tan obvias como los paracaídas, el sistema del PAL-V One le permite aterrizar aunque el motor falle. El aparato utiliza el principio del autogiro, invención netamente española debida al ingeniero Juan de la Cierva y que la aviación nunca ha llegado a explotar a fondo. A diferencia del helicóptero, el rotor del autogiro no va propulsado, sino que gira libremente (autogira) por el impulso del aire cuando el aparato avanza gracias a su hélice. Así, aunque el motor se pare, el giro autónomo del rotor permite un aterrizaje suave. El PAL-V One, que hizo su vuelo inaugural el pasado abril, solo necesita 165 metros para despegar y aterriza en unos escasos 30 metros. Actualmente la compañía busca inversores para la fase de desarrollo y comercialización.

Pero si todo lo anterior continúa sonando a ciencia ficción, o al menos a caros juguetes exóticos que solo disfrutarán unos cuantos millonarios (esos que, de todos modos, ya tienen su jet), el hecho de que la Unión Europea financie un proyecto en este campo puede cambiar las reglas del juego para que estos vehículos lleguen a convertirse algún día en algo al alcance de los mortales. De hecho, el propósito de los artífices de myCopter es «allanar el camino para el uso de Vehículos Aéreos Personales (PAV) por el público en general», con la finalidad de aliviar «los problemas de congestión en el transporte por tierra y el anticipado crecimiento del tráfico en las próximas décadas», según describen los investigadores en la web del proyecto. El autor de la idea es el director del Instituto Max Planck de Cibernética Biológica (Alemania) Heinrich Bülthoff, y en el consorcio participan además otras cinco instituciones europeas de todo crédito, como la Escuela Federal Politécnica de Lausana y el Instituto Tecnológico Federal de Zúrich (Suiza).

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

En realidad, myCopter no entra en la categoría de coches voladores, ya que está concebido únicamente para uso aéreo. Pero si pudiéramos tener en casa un pequeño helicóptero personal, ¿quién iba a echar de menos el uso anfibio (término que sirve también para tierra y aire)? Los integrantes del consorcio internacional aspiran a integrar «avances tecnológicos e investigaciones sociales necesarios para mover el transporte público a la tercera dimensión». El aparato que pretenden desarrollar está «concebido para viajar entre los hogares y los lugares de trabajo, y para volar a baja altitud en entornos urbanos». «Tales PAV deberían ser total o parcialmente autónomos sin requerir control de tráfico aéreo desde tierra. Aún más, deberían operar fuera del espacio aéreo controlado mientras el actual tráfico aéreo permanezca inalterado, y deberían después integrarse en la próxima generación de espacio aéreo controlado».

Sin embargo, queda un largo e incierto camino por delante. El myCopter de momento es solo un dibujo, aunque ya existe un simulador que el periodista del diario The New York Times Danny Hackim ha podido probar recientemente. «No sé volar y ni siquiera soy un conductor muy entusiasta, pero despegué fácilmente desde lo que parecía un campo rodeado por seis casas en la campiña inglesa», escribía Hackim. «Después seguí una carretera aérea virtual que se extendía ante mí, atravesando una serie de cuadrados morados dispersos por el cielo simulado».

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). myCopter.

Concepto artístico de la cabina de un vehículo aéreo personal (PAV). Copyright Gareth Padfield / Flight Stability and Control. Utilizada con permiso.

La simulación ya apunta una idea que sin duda deberá formar parte del diseño: para que myCopter fuera realmente un medio de transporte de uso general y no provocara decenas de siniestros catastróficos cada día, el pilotaje tendría que ser al menos parcialmente automático, guiado estrictamente por GPS a través de rutas prestablecidas y facilitado al usuario mediante una interfaz sencilla. Pero además de los retos técnicos, el proyecto, de seguir adelante, se enfrentaría a enormes desafíos de cara a la regulación y la infraestructura necesarias para un sistema de transporte que revolucionaría todo lo que hemos conocido hasta ahora. Los sistemas actuales de ordenación del tráfico urbano quedarían obsoletos, como vallas, barreras y bordillos. ¿Cómo evitar el abuso y la violación de espacios restringidos? ¿Aterrizarían los ladrones en las azoteas para desvalijar las casas? ¿Se estrellaría contra el quinto piso de un edificio un delincuente en fuga perseguido por la policía? ¿Los conductores agresivos nos adelantarían no solo por izquierda y derecha indistintamente, sino también por arriba y abajo? Tal vez la solución fuera que la policía dispusiera de vehículos aún más capaces. ¿Qué tal los spinners de Blade Runner?

Conque esto era el futuro. ¿Y bien?

En esta última semana antes de las vacaciones de verano, me ha dado por practicar el arriesgado ejercicio de echar la vista atrás y recapitular qué significa este año 2014 en el contexto de ese lugar llamado futuro al que inevitablemente debíamos llegar, pero en el que, a diferencia de lo que ocurre ahora, antes solíamos creer. Ayer conté aquí la historia de cómo la bomba atómica nació hace cien años en la literatura mucho antes de hacerlo en la realidad, y cómo el artefacto brotado de la imaginación de H. G. Wells se convirtió en profecía autocumplida cuando inspiró al físico descubridor de la reacción nuclear en cadena, que se confesó muy impresionado por el relato. En su novela, el escritor británico construyó una utopía a la que se llegaba recorriendo un doloroso camino. Y desde luego que en el siglo XX lo recorrimos, pero nunca hemos llegado al destino.

Mientras Wells escribía The world set free, en 1913, otro notable compatriota suyo hacía su propio ejercicio de futurismo a cien años vista. Como recogió el 6 de diciembre de aquel año el periódico The Evening Independent, Sir Thomas Vansittart Bowater, nuevo alcalde de Londres, aseguró que 2013 sería un año «exclusivamente de tracción mecánica». Pronosticó un enorme crecimiento urbano de Londres, aunque se le fue la mano al extenderlo hasta Brighton, y casi acertó al imaginar que los sellos de correos quedarían reducidos a curiosidades. En coherencia con las expectativas de su época, predijo el túnel ferroviario a través del Canal de La Mancha y el transporte aéreo intercontinental, añadiendo la estrambótica idea de que el tráfico aéreo sobre las ciudades obligaría a cubrirlas con malla metálica para «la prevención del contrabando y otros delitos, y la protección de peatones y residentes». Sus apuestas quedaron largas al predecir que una visita a Marte no sería algo raro y que el cáncer habría desaparecido. Es más: «será difícil decir que una persona está muerta más allá de toda esperanza de resucitación», especulaba Bowater, confiando tal milagro a «oxígeno y electricidad, inyecciones salinas, transfusiones de sangre, órganos y miembros trasplantados», que darían «al hombre o mujer de la calle tantas vidas como el gato del proverbio».

En la biografía de Bowater no constan grandes méritos más allá de su carrera política y de su dedicación al negocio papelero de su padre. Por tanto, cabe pensar que su especulación no estaba informada por un profundo conocimiento científico y tecnológico, sino por una cierta intuición aplicada a la corriente de pensamiento de entonces. En tiempos de Wells, el naciente siglo XX se divisaba como el triunfo de la modernidad, el tiempo de los grandes cambios y revoluciones que invitaban a soñar con un futuro brillante antes de la Primera Guerra Mundial y del crack de 1929. Todavía en 1939, hace 75 años, el futurismo tentaba la imaginación popular y comenzaba a encandilar al público desde las ferias mundiales como palcos hacia el mañana. En la de ese año, celebrada en Nueva York, el pabellón de General Motors ofrecía una atracción llamada Futurama, donde los visitantes hacían colas kilométricas para volar sobre gigantescas urbes de un lejano 1960, pobladas de modernos rascacielos y escuadradas por anchas autopistas. Ese mismo año, diseñadores estadounidenses lanzaron sus pronósticos sobre la moda en el año 2000: para las mujeres, elegantes vestidos convertibles, transparentes, de metal o cristal, con cinturones eléctricos para «adaptarse a los cambios climáticos», además de una linterna como adorno capilar para «ayudarlas a encontrar a un hombre honrado»; para los hombres, un tronchante y ridículo mono con radio, teléfono y bolsillos para guardar llaves, monedas y caramelos.

Saltemos un cuarto de siglo. En 1964, hace 50 años, Nueva York acogió una nueva Feria Mundial, con el concurso de un remozado Futurama II que incorporaba la última sensación de la época, la conquista del espacio. Y en un tiempo en que la conciencia medioambiental aún era desconocida, la exhibición presumía de que en el futuro se dispondría de tecnología para «penetrar las junglas», desbrozar y construir carreteras en solo unas horas: «del corazón de lo que antes era selva tropical, surgirán nuevas y brillantes ciudades». Ese mismo año, el escritor Arthur C. Clarke, autor de 2001: Una odisea del espacio y El fin de la infancia, vaticinaba en un documental alusivo de la BBC (primera parte bajo este párrafo, segunda parte aquí) que el medio siglo siguiente traería el empleo de monos como sirvientes, la inteligencia artificial, la manipulación de la memoria «como se graba una sinfonía en una cinta» y la revolución en las telecomunicaciones que permitiría a dos personas comunicarse al instante desde cualquier rincón del mundo y trabajar desde «Tahití o Bali».

También en 1964 y con ocasión de la exposición neoyorquina, el escritor y bioquímico Isaac Asimov imaginaba para el diario The New York Times una «visita a la Feria Mundial de 2014». En el esquema mental de aquellos días que contraponía lo moderno a lo salvaje, el autor de la Saga de la Fundación escribía: «Los hombres continuarán apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Asimov suspiraba por maravillas que hoy nos resultan inconcebiblemente infernales: ciudades subterráneas alejadas de la luz del sol, viviendas sin ventanas, comida precocinada, electrodomésticos alimentados por pilas atómicas y centrales nucleares por doquier. El escritor de origen ruso divisaba además un 2014 con coches levitantes robotizados, aceras móviles, pantallas gigantes y en 3D, colonias lunares y proyectos de asentamientos marcianos.

Un lugar común en la prospectiva del siglo XX era cómo los avances científicos y técnicos moldearían la evolución del orden social. Para una modernidad que creía en el porvenir, incluso las distopías no pretendían ser retratos fieles del mañana, sino señales de advertencia sobre el riesgo de abandonar la senda correcta del progreso. La mecanización de la producción industrial inducía a los utopistas a aventurar que las tareas físicas más ingratas y rutinarias ya no serían desempeñadas por personas, sino por máquinas o animales entrenados, y que los humanos se dedicarían a cultivar el intelecto y a disfrutar de más tiempo de ocio. Para Asimov, la humanidad quedaría destinada a programar y cuidar las máquinas hasta el aburrimiento. «De hecho, la especulación más sombría que puedo hacer sobre el año 2014 es que, en una sociedad de ocio forzado, ¡la palabra trabajo se habrá convertido en la más gloriosa del vocabulario!», auguraba.

Incluso en una fecha tan reciente como 1989, el penúltimo salto en este viaje (hace 25 años), algunos aún consideraban posible que la semana laboral de 2014 comprendiera entre 25 y 30 horas, con menos desempleo que el existente entonces. Esta era la predicción del columnista Barry Lake en el diario Marshall Chronicle de Michigan (EE. UU.). Lake se basaba en un análisis efectuado por la firma de investigación Forecasting International Inc. y que vaticinaba analizadores personales de salud en cada hogar, duchas de ultrasonidos que nos librarían hasta del sarro y la caspa, y «TV de dos direcciones» que permitiría a la mitad de la población trabajar desde casa.

Con el fin de la modernidad murieron las utopías. En 1965, Umberto Eco nos dio a elegir entre apocalípticos e integrados, el punk recogió el espíritu de la nueva posmodernidad en su «no future«, y triunfó la visión distópica, que es hoy la dominante. En este 2014, algunas de aquellas predicciones se han cumplido; otras no. Pero tal vez lo que más haya cambiado seamos nosotros mismos. El ser humano ha perdido el candor y la ingenuidad que en su día le hacían imaginar el futuro como una tierra de bienestar y justicia, donde la ciencia y la tecnología iban a servirnos una vida más confortable, sana y longeva, y donde el desarrollo social nos proporcionaría paz, tiempo libre y desahogo económico. Aunque la predicción tecnológica sigue viva y pensadores como Raymond Kurzweil continúan interesados en el juego de su impacto social, las únicas utopías que hoy corren por la calle son las de cariz puramente político, siempre discutibles por lo que tienen de paraíso para unos e infierno para otros.

Quizá lo que más sorprendería a los futuristas del pasado sería el escaso impacto de los cambios en lo más sustancial de nuestras vidas; y, sobre todo, lo poco que las han mejorado. Pese a vacunas y antibióticos, que ya existían hace medio siglo, las enfermedades infecciosas aún asuelan a la humanidad. No hemos vencido al cáncer; las enfermedades genéticas siguen matando o incapacitando a muchos niños, y las neurodegenerativas continúan arruinando el sueño de la jubilación que presentan los anuncios televisivos de seguros. Aún nos desplazamos por los mismos medios que entonces. Hemos ganado en confort, seguridad y algo de rapidez, pero nada esencialmente novedoso ha sustituido al automóvil, el ferrocarril, el avión o el barco. No hemos colonizado la Luna ni Marte. Hoy calentamos los alimentos en un minuto, pero la comida industrial no ha mejorado nuestra nutrición. La automatización de la industria y el aumento de la productividad nos prometían una vida dedicada al ocio, pero si alguien trabaja menos de 40 horas a la semana es porque posee un empleo precario o ninguno en absoluto. Es difícil encontrar un aspecto en el que nuestras vidas hayan experimentado una verdadera revolución. Salvo, claro está, en uno solo. Tenemos dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados, apps y redes sociales. En eso ha quedado el futuro: en renovar el móvil cada año. Pan y smartphone.

Crowdfunding para la ciencia, un safari por la jungla financiera

¿Pueden los proyectos científicos sostenerse a base de pequeñas donaciones particulares? ¿Deben hacerlo? Para Mónica Peláez y Carlos Rosales, la respuesta es sí en ambos casos. Estos dos emprendedores decidieron hace un año dejar lo que tenían entre manos y dedicar sus esfuerzos y ahorros a realizar su proyecto, que no era otro que ayudar a otros emprendedores a realizar los suyos propios. Así nació Safari Crowdfunding, que hoy se ha puesto de largo en el campus de Cantoblanco de la Universidad Autónoma de Madrid para su presentación formal en sociedad y su pistoletazo de salida al ciberespacio.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Mónica Peláez y Carlos Rosales, los dos emprendedores responsables de Safari Crowdfunding.

Safari Crowdfunding se presenta hoy como la plataforma de financiación colectiva del Parque Científico de Madrid, pero lo cierto es que no fue así como nació. Lejos de ser una iniciativa promovida por el Parque, la Universidad o algún otro gran organismo, la idea nació de la unión de fuerzas entre Peláez y Rosales. Ella aportaba una larga experiencia financiera en la gran empresa multinacional y en consultoría de alto nivel. Él, un amplio currículum en electrónica de consumo desde la pequeña y mediana empresa y un ojo atento a cómo las plataformas de financiación colectiva por internet, o crowdfunding, estaban cambiando el panorama del emprendimiento tecnológico en EE. UU. Ejemplos notables de ello son la consola de juegos Ouya para sistema operativo Android o las gafas de realidad virtual Oculus, que comenzaron como un proyecto de crowdfunding antes de que Facebook se fijara en ellas.

«En realidad llegamos a la ciencia casi sin pretenderlo», señala Rosales a Ciencias Mixtas.«Teníamos cierta relación familiar con la comunidad científica, pero sobre todo estábamos buscando una ubicación para nuestro proyecto. Una persona nos llevó a otra, se nos fue uniendo más gente, y un día acabamos en el acelerador de iones del campus de la Autónoma. Justo enfrente estaba el Parque Científico, así que decidimos presentar nuestro proyecto allí y nos aceptaron como inquilinos», recuerda.

Así fue como, gracias a su ubicación, «de la comunidad científica del campus comenzaron a surgir proyectos», apunta Rosales. De hecho, esta afortunada circunstancia vino a llenar un hueco en el paisaje de las crowdfunding españolas. «Las plataformas existentes en España tenían un perfil más cultural y social: el crowdfunding por donación se enfocaba más a proyectos sociales, y el de producto a grabar un disco, escribir un libro o rodar una película». Los dos emprendedores sabían además de la falta crónica de fondos que aqueja a la investigación, y concluyeron que la ciencia podía captar la atención de los pequeños donantes. «Pensamos que los proyectos científicos podían despertar un interés solidario, y por tanto eran atractivos para el crowdfunding por donación», resume Rosales.

Fruto de todo ello son dos de los seis proyectos que Safari Crowdfunding lanza hoy en su primera andanada. Uno de ellos es la creación del centro de referencia para el diagnóstico genético de enfermedades raras infantiles por envejecimiento acelerado, una de esas asignaturas pendientes que siempre lo serán para la gran empresa. «El campo de las enfermedades raras se ha olvidado porque no es rentable», dice Rosales. La empresa detrás de esta iniciativa es la pyme biotecnológica española Advanced Medical Projects, dedicada a los nuevos diagnósticos y terapias, y que invierte todos sus beneficios en investigación y desarrollo. La compañía cuenta ya con un medicamento en desarrollo para el tratamiento de la disqueratosis congénita, y a través de Safari Crowdfunding pretende reunir entre 12.000 y 20.000 euros para crear un centro especializado que reduzca el plazo de diagnóstico de estas enfermedades raras infantiles, que actualmente puede llegar a los cinco años, a solo unas semanas. Para ello ofrecerán varios servicios, incluida la secuenciación masiva de ADN que permitirá localizar rápidamente la mutación o mutaciones del niño o niña y así facilitar el enfoque terapéutico temprano. Además, un biobanco de ADN servirá como recurso a la comunidad investigadora.safari2

El segundo de los proyectos científicos es obra de Biomedica Molecular Medicine, una empresa de herramientas clínicas moleculares surgida en el Instituto de Investigación Sanitaria del Hospital La Paz y la primera nacida oficialmente del sistema madrileño de salud. El proyecto aspira a reunir 25.000 euros para financiar la validación clínica del 8-gene Score, un test que ayudará a los oncólogos a tomar decisiones de cara al tratamiento de las afectadas por cáncer de mama. El empleo de esta herramienta contribuirá a determinar qué pacientes tienen un pronóstico tan favorable que podría evitarse la quimioterapia y sus terribles efectos secundarios sin afectar a la evolución de su enfermedad. Pero para que el 8-gene Score pueda introducirse de forma rutinaria en la práctica clínica, antes es necesaria su validación con una muestra grande de pacientes y comparándolo con otras pruebas existentes ahora, frente a las que el nuevo test ofrece claras ventajas.

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A cualquiera le surge la pregunta: dado que se trata de proyectos científicos con un enorme interés social, ¿no deberían financiarse con dinero público, en lugar de depender de las donaciones voluntarias y del riesgo asumible por los pequeños emprendedores? Es más: ¿no aprovecharán quienes deberían ocuparse de esto para mirar hacia otro lado? «O no», replica Rosales. «Se puede pensar que tapamos el hueco que dejan los recortes, pero el crowdfunding es la sociedad, son los ciudadanos. Es también una manera de abrir las ventanas de la ciencia y darle a la gente lo que los científicos están haciendo, y contarles por qué lo están haciendo. Tenemos la vocación de ser una herramienta más, un nivel complementario».

Sin embargo, Safari Crowdfunding no se restringe a proyectos relacionados con la ciencia. «La parte más tecnológica la enfocamos más a producto, a crowdfunding de recompensa», precisa Rosales. Así, por ejemplo, Spanish Language Route es un curso online completo de español en 3D que utiliza tecnología de juegos para guiar al usuario por las cinco rutas del Camino de Santiago. «La gente, cuando dona, recibe el curso», dice Rosales. En otros casos, la donación sirve como reserva de compra del producto para cuando esté disponible, como ocurrió en EE. UU. con la consola Ouya o las gafas Oculus. Es el caso de ColorUp!, una aplicación móvil que utiliza un código de colores como termómetro del estado de ánimo personal y como valoración de servicios, empresas, ciudades o eventos. Por último, cierran la oferta inicial de Safari Urbein, una fusión entre banco de imágenes, agencia gráfica y medio de comunicación que permite compartir y vender fotografías de actualidad y otras temáticas desde un enfoque solidario y colaborativo, y El mundo en moto Sinewan, la videobitácora de un motorista viajero.

Rosales detalla que todos los proyectos propondrán un plan de hitos y crearán un blog desde el que irán informando de la marcha de la iniciativa y del nivel de apoyo conseguido, pero las donaciones no se harán efectivas hasta que se cubra el cien por cien de la financiación requerida. Esta transparencia, considera Rosales, es esencial en el éxito de los proyectos. «Partimos con la experiencia de saber lo que ha ocurrido a veces con el crowdfunding en EE. UU.: se consigue la financiación con facilidad y, una vez obtenida, muchos de los proyectos acaban fracasando». Y si el mundo financiero es una selva, qué mejor que un safari para atravesarlo con éxito y, además, disfrutarlo por el camino. «Financiar un proyecto es una aventura muy parecida a internarte en una jungla poblada de animales feroces», concluye Rosales.

Ciencia recreativa: ocho ideas que (tal vez) no cambiarán el mundo

Inauguré este blog hace un par de meses elevando mi protesta contra la visión de la información científica como un trasunto en bata blanca del Mundo Insólito, o una alternativa a esos tabloides estadounidenses de supermercado como el Weekly World News, que cuentan la historia del niño murciélago o del cráneo del Bigfoot. Pero uno no siempre se levanta de la cama con cara de neutrino. Una vez constatado que las fronteras de la ciencia están erigidas en parajes oscuros y neblinosos, donde el suelo bajo los pies desaparece justo antes de conducirnos a las grandes respuestas, recreémonos hoy con unas cuantas de sus aplicaciones más descabelladas, pintorescas o friquis. Lo que sigue no es un ránking de nada, ni tiene otro propósito que el de recopilar en un octólogo estas raciones de ciencia recreativa (en algún caso más recreativa que ciencia) que posiblemente nunca cambiarán el mundo, pero al menos lo hacen más difícilmente comprensible.  Y ¿por qué un octólogo? Obviamente, porque son ocho.

 

Escrito en el viento

¿Quién no se ha encontrado alguna vez en la necesidad de apuntar algo importante sin disponer de un pedazo de papel donde hacerlo? Ya no es necesario recurrir a la propia mano para recordar que se había anotado algo en ella justo después de lavarla: se escribe directamente en el aire, se recoge el apunte en cuestión y se guarda en el bolsillo, o mejor aún, se cuelga del cuello, una manera de epatar a cualquiera que difícilmente necesita justificar ninguna otra utilidad, en caso de que alguien la descubriera. El bolígrafo 3D de Lix, el más portátil y pequeño de su clase, funciona de manera similar a las pistolas de cola que se emplean en bricolaje, disparando un filamento de plástico fundido que se endurece al instante. Los fabricantes proponen aplicaciones tan imprescindibles como crear abalorios, objetos decorativos de tan buen gusto como el que se muestra más abajo o, a ver cómo lo explico, preciosos ornamentos de moda para rellenar agujeros en las camisetas. El caso es que la compañía londinense perpetradora del invento lanzó una campaña de crowdfunding en Kickstarter con un objetivo de 37.000 euros, y ha conseguido ya más de 850.000, incluyendo una donación individual de más de 3.000 euros.

A la izquierda, bonito. A la derecha, bonito, bonito. Lix.

A la izquierda, bonito. A la derecha, bonito, bonito. Lix.

 

Táctil, portátil, sumergible y golpeable

USB Typewriter.

USB Typewriter.

Mira que hemos esperado hasta llegar a los teclados en pantalla táctil, para que ahora el (autodenominado) hacker/ingeniero/diseñador de Filadelfia Jack Zylkin nos ofrezca lo que califica como «un avance revolucionario en el campo de la obsolescencia»: la máquina de escribir USB. A muchos esto les podrá parecer como enganchar el Toyota a los bueyes, pero a quienes comenzamos en el siglo pasado escribiendo a máquina y aún conservamos alguno de esos ancianos dispositivos cien por cien portátiles, sin pilas de Volta ni hilos eléctricos, y que caben perfectamente en cualquier baúl, la idea de utilizar una mítica Underwood como teclado para el portátil o el tablet nos resulta sencillamente «excelente». En su web USB Typewriter, Zylkin ofrece todas las posibilidades: para quien ya posea uno de estos artefactos, el kit de instalación sencilla cuesta poco más de 60 euros, que se reducen a 40 si el usuario está dispuesto a soldar. Y a quien este aparato le resulte algo tan extraño como un ovni, pero al mismo tiempo tan atractivo, la opción de comprar una máquina ya convertida le permitirá escuchar esa inimitable música de fondo con la que se escribieron muchas joyas de la literatura universal: clac-clac.

 

Helado ‘caliente’

Lick Me I'm Delicious.

Lick Me I’m Delicious.

¿Cómo era aquello de la dieta del cucurucho? Del inventor del helado fluorescente a 183 euros la bola nos llega ahora un nuevo sabor: Viagra. Su color azul podría crear peligrosísimas confusiones con ese infamemente conocido como helado de pitufo que venden por ahí y tanto parece gustar a las criaturas. Pero no hay nada que temer: su inventor, el británico Charlie Harry Francis, pionero de la I+D en repostería helada, o como se llame, y fundador de la compañía Lick Me I’m Delicious (Lámeme, soy delicioso, nombre que no hace referencia al nuevo producto porque ya existía antes), dice que no tiene intención de comercializarlo –cuesta imaginar al cliente entregando la receta al heladero–. Francis desarrolló este producto, que contiene el equivalente a una dosis de Viagra por bola (de helado), para un cliente famoso cuyo nombre no ha trascendido y que al parecer quedó «muy contento con el resultado final». ¿Cómo? ¿Que a qué sabe? Y a quién diablos le importa…

 

Un gran vaso de leche y un efecto 3D en cada tableta

Morphotonix.

Morphotonix.

Sin dejar el mundo de la gastronomía, ni el del sexo (del que algunos, posiblemente célibes, dicen que este producto es un buen sustituto), por fin se ha inventado algo que todos estábamos esperando: el chocolate holográfico. La compañía responsable de su desarrollo, la suiza Morphotonix, explica en su web que el sistema es puramente óptico y que no utiliza aditivos; en un holograma, los colores son una ilusión. La empresa afirma que este producto podrá utilizarse por su atractivo visual o por motivos de seguridad para evitar falsificaciones, como ocurre por ejemplo con los hologramas de las tarjetas de crédito. O sea: que quien coma Chocolate Fotónico (marca registrada) de Morphotonix podrá estar, gracias al efecto holográfico, completamente seguro de que en realidad está comiendo Chocolate Fotónico (marca registrada) de Morphotonix, y no garrafón. Lo que viene a ser algo así como decir que la estrella de los Mercedes es un sistema de seguridad, ya que le garantiza al comprador que su coche es un Mercedes y no otra cosa.

 

¿Para beber? Una botella de agua. ¿Y para comer? Lo mismo

No podemos abandonar el mundo de los comestibles sin una referencia a Ferran Adrià, el gran gurú que añadió una nueva «d» a la I+D+i: investigación, desarrollo, innovación y degustación. El proceso de esferificación popularizado por el chef catalán es la base de la idea concebida por Rodrigo García González, una botella que haría realidad el único sueño en el que Homer Simpson y los ecologistas podrían coincidir: beberse el contenido y luego comerse el envase. Según informa Smithsonian.com, la botella de agua Ooho (no me pregunten cómo se pronuncia) desarrollada por este diseñador español se fabrica sumergiendo una bola de hielo en una solución de cloruro cálcico, que forma una cubierta gelatinosa, y después en una especie de puré de algas que da consistencia a la envoltura. El producto final aún está lejos de asemejarse a una botella, como se comprueba en el vídeo adjunto; por el momento, la Ooho llena parece un implante mamario (García González dixit), y la Ooho vacía parece… no parece una botella. Pero García González está trabajando en el perfeccionamiento de un producto que nos ahorraría una buena parte de la basura que producimos.

 

Cnidarios para el nido

Ofer Du-Nour no se arredra por un quítame allá ese prejuicio cultural. Si los seres humanos no suelen comer ratas ni escolopendras, probablemente es porque las han probado poco. Al fin y al cabo, si hoy las mujeres se aplican veneno de serpientes y abejas en la piel como tratamientos presuntamente rejuvenecedores, ¿por qué no tampones hechos de medusas? Du-Nour es el presidente de Cine’al, una compañía israelí de nanotecnología que ha desarrollado un material absorbente y biodegradable llamado Hydromash a partir de las medusas, cuyos cuerpos están constituidos por poco más que agua, y que se empleará para fabricar tampones, pañales y otros productos higiénicos, informa The Times of Israel. Según la empresa, la idea matará dos pájaros de un tiro: evitar la acumulación de pañales sucios en los vertederos y dar una utilidad a esas criaturas que proliferan en el Mediterráneo invadiendo las playas. Du-Nour está seguro de que ningún padre o madre obstará a envolver el culito de su bebé en puré seco de medusas. Eso sí, no traten de hacerlo en casa.

 

Gafas de repuesto low-cost

¿Gafas rotas en el peor momento? Olvídese del Tchin Tchin: aquí le ofrecemos la solución más eficazmente cutre, por gentileza de MinutePhysics. Cierre el puño. Ahora extienda todos los dedos salvo el índice y el pulgar. Observará –y si no es así, vuelva a empezar– que entre las falanges plegadas del dedo índice queda un minúsculo hueco. Ahora sitúelo delante de su ojo, y mire a través de él: ¡tachán! En realidad, esta tontería es un ejemplo de óptica aplicada. Quien entienda de fotografía ya sabrá que la reduccion de la apertura del diafragma (mayor número f) aumenta la profundidad de campo, ofreciendo una imagen de «todo en foco». El principio es exactamente el mismo: al bloquear la entrada de haces de luz demasiado dispersos, conseguimos una imagen definida. Cierto que este método rupestre no es el más aconsejable para conducir o manejar maquinaria peligrosa, pero el que suscribe, que a una miopía de tiranosaurio –corregida con lentillas– une ya esa presbicia galopante de la edad –no corregida–, puede certificar que ha utilizado esta gran solución low-cost para leer el prospecto de algún medicamento. Tchínchate, Afflelou.

 

La bomba en comida rápida

Jafflechutes.

Jafflechutes.

Sería fácil justificar la inclusión aquí de esta aberrante idea trayendo a colación la física aerodinámica. Pero es dudoso que Adam, David y Huw hayan tirado una sola ecuación para desarrollar Jafflechutes, la primera empresa del mundo que despacha comida en paracaídas. El sistema es casi tan sencillo como recoger un paquete en la aduana del aeropuerto de Barajas: se ordena el pedido a través de Paypal (NO hay otro sistema). Se selecciona el producto de entre todos los disponibles en el menú (sándwich tostado de queso fundido sin tomate o sándwich tostado de queso fundido con tomate). Se elige la hora a la que se desea recibir la comida. Se acude a un lugar concreto de Melbourne (Australia) marcado con una X en el suelo. Se espera a que el pedido aparezca cayendo con un paracaídas desde la ventana de un séptimo piso. Se recoge. Se come. Como no podía ser de otra manera, la iniciativa ha cosechado tal éxito que Jafflechutes se extiende ahora a Nueva York y Montreal gracias a un crowdfunding que ha reunido casi 4.000 euros. En su web, los tres chicos explican que perdieron uno de sus primeros lanzamientos de prueba con una novela de Murakami. Quizá resultó ser más pesada de lo que habían calculado.