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El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».

La leyenda del pueblo sin nombre (precuela de un Celtiberian Western)

Ya que en los últimos tiempos medio Hollywood parece cebarse a costa de las llamadas precuelas o protosecuelas, me van a permitir que me sume por una vez a esta aborrecible moda. Creo sinceramente que la historia lo merece. Quizá recuerden que hace unas semanas contaba aquí el episodio de la Expedición Villasur, una misión de reconocimiento promovida por el gobernador español de Nuevo México en 1720 con el fin de amagar una posible extensión del dominio colonial hacia las Grandes Llanuras de los actuales Estados Unidos, esas donde los personajes de Steinbeck comían piedras. Como decíamos ayer, la expedición acabó en debacle cuando los soldados españoles fueron masacrados por los indios pawnee en lo que hoy es Nebraska, y este descalabro frustró para siempre los escarceos del Imperio de Felipe V con la idea de tirar la linde hacia el norte y el este de Norteamérica.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

Muros reconstruidos del pueblo en El Cuartelejo (Kansas, EE. UU.). Sarah Trabert.

La Expedición Villasur estuvo motivada por los rumores que hablaban de la penetración de comerciantes franceses desde el este hacia los territorios pawnee y otoe de las Grandes Llanuras, y por entonces, como de costumbre, España estaba en guerra con Francia. Ahora, remontémonos unos años atrás, al origen de esos informes. Cuentan las crónicas que el primero en escuchar tal soplo fue el militar Juan de Ulibarri (Uribarri, según ciertas versiones). El año en que ocurrió, 1706. Y el lugar, un enclave indio en el actual estado de Kansas cuyo nombre original, si lo tuvo, se desconoce, pero que ha pasado a la historia como El Cuartelejo (conocido en EE. UU. como El Quartelejo).

Al parecer, el nombre de El Cuartelejo es un palabro nacido de la ocurrente síntesis entre «cuartel» y «lejos», respondiendo a lo que fue la pretensión del gobierno colonial de Nuevo México: establecer allí un puesto fronterizo bajo dominio español. Sin embargo, el lugar nunca llegó a hacer honor a su topónimo. De hecho, El Cuartelejo había nacido a finales del siglo XVII como todo lo contrario, un exilio para los indios pueblo del suroeste que huían de las violentas represalias del gobierno contra las no menos violentas revueltas nativas. La peculiaridad del enclave, y su principal interés para los arqueólogos, reside en que su condición de pequeña Israel amerindia se topó también con sus palestinos autóctonos, en este caso los apaches. Pero al contrario que en Oriente Próximo, este asentamiento no desembocó en una guerra eterna, sino en una convivencia pacífica y una fusión de ambas culturas. Y les decían salvajes.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Piezas de cerámica del suroeste halladas en El Cuartelejo y expuestas en el Museo de Antropología de la Universidad de Kansas. Sarah Trabert.

Como consecuencia de aquella huida, El Cuartelejo representa la presencia más septentrional de los indios pueblo que se conoce hasta ahora. «Es el único pueblo encontrado hasta ahora al norte y al este fuera del norte de Nuevo México, a unos 600 kilómetros de distancia», precisa a Ciencias Mixtas Sarah Trabert, arqueóloga de la Universidad de Iowa que próximamente completará su tesis doctoral sobre este enclave. El trabajo arqueológico y etnográfico de Trabert y de su supervisora, Margaret Beck, está permitiendo reconstruir cómo las tradiciones pueblo y apaches se amalgamaron en aquel «cruce de caminos donde pueblos del suroeste y pueblos de las llanuras interactuaron, y esta continua interacción e intercambio cultural llevó a la creación de una comunidad mezclada en el oeste de Kansas», apunta Trabert.

El Cuartelejo, al norte de la localidad de Scott City, se lleva excavando desde finales del siglo XIX. Trabert detalla: «Incluye restos de un pueblo de adobe de siete habitaciones junto a restos de ocupación de apaches de las llanuras datados en los siglos XV y XVI. Se han hallado artefactos como cerámica pintada del suroeste, cerámica local apache, herramientas de piedra, piedras de moler, restos de plantas (maíz, calabacín, melón) y objetos de metal, que se conservan en Kansas y en el Smithsonian [Washington]». Según la arqueóloga, los primeros hallazgos enzarzaron a los expertos en una discusión enconada sobre si el enclave era pueblo o apache, hasta que el grupo de la Universidad de Iowa dijo: «¿Por qué no puede ser ambos?» «Nuestras investigaciones actuales apuntan a una comunidad mezclada o híbrida donde los pueblo y los nativos de las llanuras vivieron juntos, creando nuevas prácticas culturales, en un área y en un período de cambios significativos en lo social, lo demográfico y lo político», señala Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Excavaciones de la Universidad de Iowa en 14SC409, un enclave a una milla del pueblo de El Cuartelejo. Sarah Trabert.

Los arqueólogos de Iowa están descubriendo además que el enclave era mayor de lo que se creía. «Recientemente hemos investigado otros yacimientos a menos de una milla de distancia, que también presentan restos de que allí vivían indios pueblo y apaches. Estamos descubriendo que El Cuartelejo no es un solo pueblo, sino todo un complejo de enclaves arqueológicos donde los nativos interactuaban y vivían más allá de las fronteras del control colonial español. El lugar ofrece un valioso conocimiento de cómo los pueblos nativos respondían a la colonización y se resistían a muchos de los cambios culturales que los exploradores, colonos y misioneros españoles introdujeron en los siglos XVI y XVII».

Trabert precisa que sus hallazgos se publicarán próximamente en la revista American Antiquity. «Hablaremos sobre nuestro análisis de la cerámica de este lugar y sobre las pruebas que hemos hallado de que los nativos pueblo, probablemente mujeres, viajaron desde los pueblos en el norte de Nuevo México, como Taos y Picuris, y se establecieron en el oeste de Kansas; vivieron allí con los apaches de las llanuras, fabricaron cerámica y prepararon alimentos según las costumbres que habían aprendido en sus pueblos de origen».

Pero como decían George Lucas y Los Nikis, el imperio contraataca. Y en esto llegó Ulibarri. «Tenemos excelente documentación de oficiales españoles detallando su expedición a El Cuartelejo para capturar a un grupo de indios pueblo de Picuris que habían viajado a las llanuras después de las revueltas», expone Trabert. «Ulibarri llevó un diario en el que detalló la travesía desde Taos a El Cuartelejo». «No describe un pueblo, pero sus descripciones de la geografía y las distancias dejan claro que estaba en el oeste de Kansas y que incluso pudo llegar al oeste de Nebraska». Sin embargo, aún falta encontrar pruebas físicas de aquella expedición española. «Se han hallado unos pocos objetos de metal, como parte de la hoja de un cuchillo, un punzón y otras piezas, pero estas podrían haber sido adquiridas por los nativos comerciando con los españoles en el suroeste o con aliados de los franceses en el este», dice Trabert. La investigadora espera comparar análisis de fluorescencia de rayos X de estos objetos con otros de origen español para «saber si sus características se corresponden, pero este aún es un trabajo en progreso».

El resto, como siempre se dice, es historia. En El Cuartelejo, Ulibarri supo por los apaches de las llanuras que más hacia el este había otro poder colonial europeo curioseando al oeste del Misuri y comerciando con los nativos. De regreso a Nuevo México, Ulibarri fue con el cuento al gobernador, que decidió organizar una misión de exploración a cuyo mando puso al inexperimentado Pedro de Villasur. Y Villasur viajó a Nebraska para encontrar la muerte.

Restos de cerámica en Nebraska cuentan el fin de la expansión española en EE. UU.

Con Nebraska se diría que nos une poco vínculo histórico, y sin duda al español medio no le viene gran cosa a la mente de aquel lugar salvo, si tiene gusto, el título de la obra maestra de Springsteen. Y es precisamente esa imagen de asolación de la portada del álbum, una nada granulosa hacia un horizonte en gris a través de la luna de una pick-up, la que refleja a la perfección el nombre que recibe esa faja vertical de estados en cuadrícula que cruza el centro de EE. UU.: Great Plains, las Grandes Llanuras.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

La pintura Segesser II, sobre piel de bisonte, retrata la batalla de la Expedición Villasur.

Sin embargo, Nebraska fue el emplazamiento histórico de la expedición Villasur, un hecho poco divulgado aquí, tal vez porque cada país tiende a barrer sus fracasos debajo de la alfombra. Y a pesar de que aquel desastre fue relativamente modesto en magnitud, su impacto repercutió en el fin de la expansión del imperio español hacia el este de los actuales EE. UU. Aquella batalla fue bien documentada e incluso retratada en una de las llamadas pinturas de Segesser, un lienzo de piel de bisonte donde un artista desconocido plasmó el episodio y que hoy se conserva en el Museo del Palacio del Gobernador de Nuevo México, en Santa Fe. Sin embargo, no se había recuperado ningún resto arqueológico de aquella derrota, hasta ahora.

Este es el relato de los hechos: en 1720 el imperio de Felipe V, el primer Borbón, comprendía gran parte del territorio de los actuales EE. UU. En España, el rey se había encabezonado en ambiciones expansionistas en Italia que le enfrentaron contra la Cuádruple Alianza, integrada por casi todo el que era alguien en Europa. El eco del conflicto llegó hasta América, donde el gobernador español de Nuevo México, Antonio Valverde y Cosío, decidió comisionar una expedición para tantear la penetración del enemigo francés en las Grandes Llanuras al oeste del río Misuri. Al frente de la partida colocó a Pedro de Villasur, un oficial a quien, según cuentan las crónicas, la misión le venía dos tallas grande.

A Villasur se le puede negar la preparación, pero no el coraje. Recorrió 800 kilómetros al mando de una tropa formada por unos 120 hombres, incluyendo soldados españoles, indios pueblo y guías apaches. La expedición cruzó los ríos Platte y Loup hasta toparse con los pawnee y los otoe, una rama de los siux. Por mediación de Francisco Sistaca, un pawnee que viajaba con la expedición, Villasur trató de negociar con ellos, pero la posterior desaparición de este personaje fue un indicio que debió de alertar al comandante español. Al parecer, no lo suficiente, ya que el contingente acampó una noche en una pradera de hierba alta donde los expedicionarios fueron sorprendidos por los pawnee, posiblemente en connivencia con los franceses y el propio Sistaca. Villasur fue de los primeros en morir. Junto a él cayeron 35 soldados españoles de un total de 45, 11 indios pueblo y algunos acompañantes de la partida. Aquello fue lo más al este y al norte que llegó la presencia española en Norteamérica. Tras el regreso de los supervivientes a Santa Fe, la masacre dio pie a una investigación de siete años, durante la cual el gobernador Valverde fue culpado por negligencia. Después de la derrota, y en vista del escaso interés del rey por los asuntos americanos, España abandonó el intento de controlar las Grandes Llanuras.

Casi 300 años después, en un yacimiento de Eagle Ridge, un barrio de la ciudad de Omaha, un equipo de arqueólogos cree haber encontrado la primera prueba tangible de aquella batalla, según informan los investigadores en la web de arqueología del oeste americano Western Digs. Se trata de fragmentos de cerámica que pertenecieron a botijas españolas empleadas para conservar aceitunas, pero que en el Nuevo Mundo se reciclaban para guardar medicinas, aceite o vino. El arqueólogo de la Universidad Metropolitana de Denver David Hill, junto con John Bozell y Gayle Carlson, de la Sociedad Histórica del Estado de Nebraska, han encontrado las piezas mientras excavaban más de 40 silos subterráneos donde los nativos otoe o iowa almacenaban materiales.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Fragmentos de cerámica española hallados por los arqueólogos en Omaha, Nebraska. David Hill.

Hill explica a Ciencias Mixtas que se trata de siete fragmentos de origen inequívocamente español a juzgar por la arena de granito incluida en su fabricación, algo típico de la cerámica española y ausente en la local, que solo utilizaba arcillas sin mezcla. Además, según Hill, «los fragmentos tienen marcas paralelas distintivas que son el resultado de haber sido modelados en una rueda de alfarero, que no estaban presentes en América antes del contacto europeo». El arqueólogo subraya que las piezas son similares a otras de manufactura española de los siglos XVII y XVIII halladas en enclaves de Nuevo México y Texas.

Extrañamente, Eagle Ridge se encuentra a más de cien kilómetros del lugar de la batalla, pero los arqueólogos razonan que no existió ninguna otra presencia española en la zona que justifique el hallazgo. Para explicar la discrepancia, Hill sugiere que «los fragmentos formaban parte de una o más botijas que fueron requisadas como botín de la batalla» y después transportadas por los nativos otoe o iowa que debieron de intervenir en la escaramuza. «Los fragmentos de las botijas de Eagle Ridge son la única prueba física de la batalla y el resto más oriental de la intrusión española en las Grandes Llanuras, además de la cerámica europea más antigua hallada en Nebraska», concluye Hill. Los investigadores publicarán próximamente su descubrimiento en la revista Kiva, perteneciente a la Sociedad Histórica y Arqueológica de Arizona.

Por desgracia, Eagle Ridge ya no aportará más restos. Según explica Hill, «el yacimiento se descubrió durante la construcción de una promoción inmobiliaria y un campo de golf, y se excavó por completo antes de que comenzara el desarrollo de esa área». Sin embargo, el arqueólogo contempla la posibilidad de que «otros enclaves aún por descubrir puedan producir materiales adicionales de la batalla».