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Los hongos se comunican por impulsos eléctricos parecidos a un lenguaje

Nosotros, animales, solemos contemplar las plantas y los hongos casi como seres de una misma categoría, la de los organismos de apariencia inerte que decoran el paisaje y nos sirven de alimento, o a veces crecen donde no deberían. En realidad estos dos grandes grupos son tan distintos entre sí como nosotros de cualquiera de ellos. Para muchos estudiantes de biología —salvo para los micólogos vocacionales, que por supuesto los hay—, los hongos son como esa pieza del puzle que se deja para el final porque no se sabe muy bien dónde va.

Pero, de hecho, los hongos se parecen más genéticamente a nosotros los animales que a las plantas: un humano y un champiñón, o el moho del pan, pertenecemos a la misma gran división biológica de los opistocontos, mientras que las plantas son arqueoplástidas, algo muy diferente. Como los animales (no nosotros, pero sí los insectos), los hongos tienen quitina en lugar de celulosa. Y al igual que todos los animales, los hongos tampoco producen su propia comida, sino que deben tomarla de otros seres; las plantas sí lo hacen mediante la fotosíntesis, ese gran invento de la evolución sin el cual no existiríamos.

Ocurre que nuestra mentalidad es naturalmente zoocéntrica, y sin duda hoy lo es más que nunca. Durante la mayor parte de la historia de la ciencia nos hemos acogido al paradigma de que las plantas eran seres insensibles sin la menor capacidad de interacción compleja entre sí o con su entorno, más allá de algunas respuestas básicas programadas, como las de una máquina de snacks.

Pero cuando algunos investigadores muy listos, muy atrevidos y sin el menor miedo al ridículo, comenzaron a medir cosas en las plantas que nadie había medido antes, los hallazgos fueron espectaculares: las plantas se comunican entre sí mediante señales químicas, transmiten señales eléctricas y utilizan neurotransmisores, se avisan unas a otras del ataque de sus depredadores —los herbívoros— y ponen en marcha sus respuestas de defensa, cooperan entre sí, aprenden de la experiencia y tienen memoria, reconocen a sus parientes, oyen sonidos y reaccionan a ellos, sienten el tacto, son sensibles al daño, ejecutan computaciones básicas en función de su entorno para tomar decisiones…

Este ha sido uno de los cambios de paradigma más revolucionarios y alucinantes de la ciencia reciente, que he seguido en este blog en los últimos años (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí o aquí). Gracias a aquellos investigadores a los que otros miraban casi con pena, hoy ya es habitual encontrar estudios en las principales revistas científicas sobre eso que algunos llaman cognición vegetal, otros inteligencia vegetal, muchos neurobiología vegetal. Y esto último no es necesariamente un oxímoron si pensamos que la neurona se definió a partir de la neurología y no al revés; la neurología existe desde siglos antes del descubrimiento de las células nerviosas, y por lo tanto no hay motivo para no aceptar como neurología algo que no utiliza neuronas pero que cumple funciones similares en otros organismos.

Cualquiera que esté un poco al tanto de los avances de la ciencia ya no puede contemplar a las plantas como esos seres casi indiferentes y pasivos que antes creíamos. Hay en ellas mucho más de lo que vemos con nuestra mirada animal, otra forma de vida alternativa que ha optado por soluciones muy diferentes a las nuestras, y en algunos casos más ventajosas según para qué. Su sistema descentralizado evita la vulnerabilidad de nuestros órganos vitales. No padecen cáncer. ¿Y todavía pensamos que los privilegiados somos nosotros? La ciencia ficción ha jugado con estas ventajas de las plantas: en El enigma de otro mundo (¡alerta de spoiler!), la película de 1951 en la que se basó La cosa de John Carpenter, los alienígenas eran seres vegetales avanzados, virtualmente inmortales como lo son las propias plantas.

Y ¿qué hay de los hongos? Si las plantas y los animales somos capaces de interaccionar de formas tan complejas con otros seres vivos y con nuestro entorno, ¿no tendrán también los hongos sus propios sistemas cognitivos?

Hongos ‘Schizophyllum commune’ en la madera muerta. Imagen de Bernard Spragg from Christchurch, New Zealand / Wikipedia.

Pues, al parecer, sí. Hace ya casi medio siglo se descubrió que las hifas de los hongos, esos filamentos que forman su estructura, transmiten impulsos eléctricos mediante potenciales de acción, de forma similar a nuestras neuronas y a las plantas. El significado y la función de estas señales, solo los hongos lo saben. Pero en un nuevo estudio, un investigador de la Universidad del Oeste de Inglaterra en Bristol dice haber encontrado la presencia de lo que parece un lenguaje en los impulsos eléctricos de los hongos.

El científico computacional Andrew Adamatzky ha registrado los potenciales de acción en varias especies de hongos, insertando microelectrodos en las redes de hifas, y los ha introducido en un algoritmo para identificar patrones. Según su estudio, publicado en Royal Society Open Science, estos impulsos eléctricos no parecen en absoluto aleatorios. Se organizan en secuencias («trenes», en términos neuronales) y son distintos entre diferentes especies, como si cada una tuviera su propio sistema.

Aún más, Adamatzky ha encontrado que estos impulsos contienen patrones consistentes, como si fueran palabras, y que «las distribuciones de longitud de las palabras fúngicas simulan la de los lenguajes humanos», escribe en su estudio. Con esta información, el investigador ha construido un léxico de hasta 50 posibles palabras distintas, que el análisis computacional ha encontrado organizadas en frases con una apariencia de sintaxis. La especie que genera frases más complejas, dice el investigador, es Schizophyllum commune, ese hongo que suele crecer en abanicos sobre las cortezas de los árboles muertos. «Los dialectos de diferentes especies son diferentes», escribe.

Obviamente, no se puede aventurar a la ligera que exista un lenguaje definido en los hongos. Pero dado que estos impulsos existen y dadas sus características, la explicación más factible parece que de algún modo sirvan a un propósito de comunicación, ya que esta es la función de este tipo de actividad en otras especies. Se sabe, por ejemplo, que los impulsos eléctricos cambian cuando un hongo entra en contacto con alimento, y estos impulsos se transmiten a otras zonas de la misma colonia. «Especulamos que la actividad eléctrica de los hongos es una manifestación de la información comunicada entre partes distantes de las colonias fúngicas», escribe el autor.

Adamatzky ha abierto un camino que promete nuevas sorpresas, y en el que anima a otros investigadores a profundizar para descubrir si existe una gramática, unas reglas de construcción que organicen la sintaxis de los hongos, si esta varía entre distintas especies, y si existe en todo ello una semántica que podamos interpretar y entender. «Dicho esto, no deberíamos esperar resultados rápidos», advierte el investigador; «todavía no hemos descifrado el lenguaje de los perros y los gatos a pesar de vivir durante siglos con ellos, y la investigación de la comunicación eléctrica de los hongos está en estado puramente naciente». El traductor hongo-humano, si acaso, tardará, pero al menos hemos comenzado a escucharlos.

El paisaje diminuto de los microbios

Para cerrar este pequeño ciclo dedicado a los microbios, y por si a alguien aún no le ha seducido la belleza del mundo diminuto, traigo aquí este vídeo que confío les haga mirar a estos pequeños seres de otra manera.

Captura del vídeo.

Captura del vídeo.

El vídeo, publicado por el usuario de Vimeo Lariontsev Nick, muestra en time-lapse el crecimiento de varias especies de hongos: Aspergillus, Botrytis, Mucor, Trichoderma y Cladosporium.

Algunos de ellos puede ser patógenos para los humanos, causando sobre todo infecciones oportunistas o cuadros de asma. Son los mohos que vemos crecer en la comida en descomposición, y que desde nuestra perspectiva habitual no suelen ser una visión agradable. A menos que nos pongamos a su altura, lo que consigue el autor del vídeo con la imagen macro. Por supuesto que debemos desechar los alimentos en mal estado, pero eso no impide apreciar la maravilla biológica que esconden.

Esos arbolitos que verán crecer en el vídeo no son otra cosa que setas. En realidad en este caso se llaman de otra manera, pero el principio es el mismo: son cuerpos de fructificación que se forman para que el hongo produzca sus semillas, llamadas esporas, y las disperse por el aire. O, en el caso de las trufas, a través del proceso digestivo de los animales que las encuentran y las consumen. Las setas son simplemente estructuras de tamaño mucho mayor, pero el principio de organización y su objetivo son los mismos.