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Los transgénicos serán el futuro, pero sólo si aguantamos el cambio de ciclo

En los años 50 y 60 del siglo pasado, superado el trauma de la Segunda Guerra Mundial, en el mundo occidental dominaba un espíritu de optimismo que cabalgaba sobre el caballo de la modernidad. Fue la época del baby boom, el coche para todos, las vacaciones en la playa y el desarrollismo inmobiliario. Ni siquiera España, que vivía en su piña franquista debajo del mar, se sustraía a esta euforia del bienestar. Y tampoco el roce de la guadaña del apocalipsis en las gargantas (la escalada nuclear, la Guerra Fría, la crisis de los misiles de Cuba) era capaz de aguar la fiesta.

Hace dos veranos, casi por estas mismas fechas (ignoro qué tiene el verano que me hace pensar en esto), conté aquí que en 1964 y con ocasión de la Feria Mundial de Nueva York, mi ilustre colega por partida doble Isaac Asimov (por bioquímico y por escritor) lanzaba un vaticinio a 50 años vista. En 2014, auguraba Asimov, los seres humanos seguirían «apartándose de la naturaleza para crear un entorno más adecuado a ellos». Viviríamos en hogares subterráneos sin ventanas y con iluminación exclusivamente artificial, comeríamos solo alimentos precocinados y lavaríamos la ropa en una lavadora alimentada por pilas atómicas.

Lo curioso (hoy) es que Asimov no pintaba todo esto como una distopía, sino como la mayor de las utopías, y con bocas abiertas de admiración era como los ciudadanos de entonces recibían profecías como aquella. Era un futuro ideal al que, créanlo los jóvenes de hoy o no, la inmensa mayoría quería apuntarse sin dilación.

Cómo han cambiado las cosas, ¿no? Lo que en tiempos de Asimov era el sueño del mañana, hoy es la pesadilla. ¿Y por qué?, se preguntará alguien. No, no es porque nuestros padres y abuelos fueran más tontos o porque tuvieran deseos de destruir y arrasar el planeta.

Simplemente se trata del Zeitgeist, un concepto que no acuñó, pero sí inspiró, la filosofía de Hegel. Es el signo de los tiempos, el conjunto de ideas y la forma de pensar que dominan en una época. Como los objetos físicos, la especie humana funciona por un principio de acción y reacción; a las revoluciones les siguen las contrarrevoluciones. Y a la modernidad le siguió la posmodernidad, y todo aquello que inspiraba la visión de Asimov se desplazó al extremo contrario: vuelta a la naturaleza, alimentos orgánicos, vida natural y cosechar energía en lugar de fabricarla.

Todo esto, introduzco un paréntesis, tiene mucho que ver también con otras cosas que hoy no voy a tratar. A menudo se pregunta (y me preguntan) por qué el ser humano no ha vuelto a la Luna desde 1972, por qué no se han establecido colonias allí o en Marte. Siempre respondo que hay un único motivo, y es que no hay dinero: lo que se gastó en la carrera espacial se gastó, y ya no hubo más. Pero lo que subyace es el Zeitgeist: la razón de que no hubo más es que hoy (casi) nadie suspira por vivir en la Luna o en Marte. El ciclo cambió antes de que todo aquello se hiciera posible, y el nuevo ciclo no lo quería.

Arroz dorado (derecha). Imagen de Wikipedia.

Arroz dorado (derecha). Imagen de Wikipedia.

Pero una prueba de que hoy no somos más listos que nuestros padres y abuelos es que no nos guiamos con mayor preferencia por el conocimiento real. Y ya llego: a su vez, prueba de ello es el asunto de los transgénicos. El hecho de que tantas voces se manifiesten públicamente en contra de los cultivos modificados genéticamente, y que las marcas se vean obligadas a seguir esta corriente popular si es que quieren vender algo, no casa en absoluto con el conocimiento real actual sobre los transgénicos. Y esto no es una opinión, sino un hecho.

Ya conté aquí a finales de mayo que ahora tenemos el veredicto definitivo (rectifico: el veredicto provisionalmente correcto hoy, como todo en ciencia) sobre la inocuidad de los transgénicos, en forma de un trabajo de 400 páginas, más de 100 expertos, dos años de trabajo, 900 estudios publicados a lo largo de más de dos decenios.

Más recientemente, y muy a raíz de aquel informe de las Academias Nacionales de Ciencia, Ingeniería y Medicina de EEUU, los transgénicos han saltado a los titulares por la carta de más de un centenar de premios Nobel acusando a Greenpeace de crimen contra la humanidad por su cerril oposición incondicional a los transgénicos, en concreto al arroz dorado. Pero todo esto no servirá de nada; jamás servirá para convencer a quienes no tienen el menor interés en conocer la realidad. Seguirán anclados en su convencimiento de que todos los que defendemos los transgénicos estamos financiados por las multinacionales biotecnológicas y que formamos parte de una conspiración interesada en tapar la verdad.

Por supuesto que no puede faltar un poco de autocrítica: científicos y adláteres, y más los que hemos sido científicos y ahora somos adláteres, debemos de haber hecho algo mal para no ser capaces de transmitir un mensaje tan evidente que consiste únicamente en la verdad cruda sin tintes ni retoques: que los transgénicos no hacen (no han hecho hasta ahora) ningún daño a nadie ni a nada, ni a la salud humana, ni a la salud animal, ni al medio ambiente ni a la biodiversidad. Pero incluso reconociendo esta culpa, y una vez más, hay algo que subyace, y es el Zeitgeist. No se puede luchar contra esto.

Pero el ciclo, como ya he dicho arriba, cambia por sí solo con el tiempo, sin que nadie lo empuje. Si la humanidad continúa funcionando como lo ha hecho siempre, la mentalidad dominante acabará reformándose más tarde o más temprano, se reducirá la actual desconfianza hacia la ciencia y la tecnología (al menos toda aquella que no sirva para usar Twitter), se volverá a creer en el progreso, y entonces probablemente los transgénicos resultarán menos antipáticos.

Si hay algo claro es que las inmensas posibilidades de la tecnología de los transgénicos, que pueden salvar millones de vidas en las regiones más desfavorecidas del planeta, va a seguir progresando. Ahora existe una herramienta de nueva generación que ha traído una revolución a la modificación de genes y que, como conté ayer, brinda esperanzas frescas en el combate contra innumerables enfermedades, entre ellas el cáncer. Y sí, CRISPR también servirá para producir nuevos cultivos transgénicos mejorados.

Pero ahora vivimos un momento crucial. Siempre se ha dicho que la tecnología no se detiene, y que si algo puede hacerse, llegará a hacerse. Personalmente elevo una excepción a esta norma, y es lo que va en contra de esa mentalidad dominante. La tecnología que pilla la ola, en símil surfero, viajará como un rayo; pero la que trata de nadar contra la corriente puede acabar ahogada, y esto es lo que podría suceder con la tecnología de los transgénicos si empresas y gobiernos no se implican en su defensa y sucumben a la tentación demagógica de pillar la ola.

En cuanto a las empresas, y en contra de la vieja doctrina de Friedman, hoy la actividad empresarial está casi voluntariamente obligada a asumir un compromiso de responsabilidad social, tal vez mayor cuanta más visibilidad pública tienen sus marcas o sus operaciones. Y en materia de transgénicos, las compañías alimentarias, multinacionales o no, no lo están haciendo. Las empresas que se dejan llevar por la fuerza de la ola, eliminando los transgénicos de sus productos y pregonándolo en su publicidad, están incurriendo en una dejación de su responsabilidad social e hipotecando el bienestar de las generaciones futuras en interés de su propio beneficio rápido.

¿De qué pasta está hecha la negación del cambio climático?

Hace unos días conté aquí un nuevo estudio que revela el enorme poder sobre la opinión púbica de los mensajes mediáticos que cuestionan el cambio climático, incluso teniendo en cuenta que alrededor del 97% de los científicos expertos apoyan la existencia de una deriva peligrosa del clima debida a la actividad humana.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Contaminación ambiental en EEUU. Imagen de U.S. National Archives and Records Administration / Wikipedia.

Naturalmente, quienes no tienen la menor idea fundamentada sobre el asunto, o mejor, fundamentada solo en prejuicios que obligan a deformar la realidad para ajustarla a sus creencias, siempre verán a los escépticos como héroes rebeldes que se atreven a desafiar el pensamiento único. En fin, no hay nada que hacer al respecto; va con la naturaleza humana: entre los rasgos que nos diferencian del resto de los seres vivos de este planeta no solo está una mayor altura intelectual, sino también la capacidad de renunciar voluntariamente a su ejercicio.

Tampoco servirá de mucho a este fin el hecho de que Greenpeace haya destapado ahora las razones por las que algunos de esos «héroes rebeldes» continúan negando la existencia del cambio climático: cobran por ello. Esta semana, la organización ecologista informó de una investigación encubierta que ha delatado la disposición de dos académicos, conocidos por sus posturas escépticas, a escribir estudios científicos o artículos de opinión contrarios al cambio climático antropogénico… a cambio de una buena suma.

Según Greenpeace, miembros de la organización se presentaron ante Frank Clemente, de la Universidad Penn State, y William Happer, de la Universidad de Princeton, fingiendo ser consultores que trabajaban para compañías petroleras o del carbón, y solicitándoles que escribieran artículos minimizando el efecto de las emisiones de los combustibles fósiles. Ambos accedieron, siempre que los términos del acuerdo fueran aceptables: Happer especificó que su tarifa era de 250 dólares la hora, lo que sumaría un total de 8.000 dólares por cuatro días de trabajo; por su parte, Clemente pedía 15.000 dólares por un estudio científico y 8.000 por un artículo de opinión en un periódico.

Para aclarar ciertos detalles que no tienen por qué ser del conocimiento general, conviene recordar que los científicos no se distinguen en general por cobrar salarios astronómicos. La publicación de un estudio científico no les reporta ningún beneficio económico; al contrario, en muchos casos tienen que pagar a la revista que acepta su trabajo. Y en cuanto a las colaboraciones con los medios, en España se pagan en torno a los 100 euros.

Ambos científicos, que han prestado testimonio en diversos comités gubernamentales sobre cambio climático en EEUU, discutieron con los falsos consultores cómo enmascarar estas generosas donaciones para que no tener que declararlas a la hora de publicar sus artículos, ya que hoy las revistas científicas obligan a los autores a revelar si están sujetos a posibles conflictos de intereses. Greenpeace cuenta también que ambos ya han recibido anteriormente grandes sumas de compañías como Peabody Energy, un gigante estadounidense del carbón.

Pero los propios científicos eran conscientes de que sus artículos difícilmente pasarían el riguroso filtro de la revisión por pares de una revista. En un email, Happer escribía:

Podría enviar el artículo a una revista revisada por pares, pero eso podría retrasar mucho la publicación, y podría requerir tantos cambios importantes en respuesta a los referees [revisores] y al director de la revista que el artículo ya no justificaría de modo tan contundente como a mí me gustaría, y presumiblemente como también le gustaría a su cliente, que el CO2 es un beneficio y no un contaminante.

Happer añadía que una posibilidad era evitar la publicación del artículo en una revista, y en su lugar someterlo a una «revisión por pares» a manos de revisores escogidos por una organización de la que él forma parte, lo cual permitiría publicitar el artículo en los medios asegurando que había sido rigurosamente revisado por expertos. Happer precisaba que este procedimiento ya había sido empleado en anteriores ocasiones.

Tristemente, el científico definía a estos posibles revisores como «quixotic«, quijotescos. Alguien debería explicarle a Happer que el diccionario de la RAE reserva esta denominación para quien «antepone sus ideales a su provecho o conveniencia y obra de forma desinteresada y comprometida en defensa de causas que considera justas».

Claro que, apartándonos del diccionario, también podríamos señalar como quijotesco a quien se empeña en ver gigantes donde hay molinos de viento; sobre todo si le pagan unas buenas gafas. Ya lo ven: esta es la pasta (nunca mejor dicho) de la que están hechos esos rebeldes heroicos.