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Tener un hijo de otra persona sin sus gametos: la biología lo está haciendo posible

Decíamos ayer que en los círculos jurídicos de bioética y privacidad se habla últimamente de los nuevos conflictos legales que pueden surgir si el ADN de una persona se usa sin su consentimiento. Y aunque pudiera parecer de sentido común que absolutamente ningún uso esté permitido sin esa autorización expresa y consciente, ¿hemos autorizado que nos frían a spam telefónico, por email o por apps de mensajería? Quizá resulte que, sin saberlo, lo hemos hecho. Lo peor de todo es que ni siquiera lo sabemos. Pero esto es solo un ejemplo de cómo realmente no tenemos control sobre nuestra privacidad online, incluso con leyes supuestamente cada vez más estrictas. Porque poco nos ayudan estas leyes si pulsamos «acepto» solo por no leernos los rollos del mar Muerto en versión «términos y condiciones», un error en el que todos caemos.

Es por esto que los expertos, alarmados por las posibilidades que ofrece y va a ofrecer aún más en el futuro la piratería genética, están clamando por la necesidad de leyes específicas. Un artículo escrito hace ya 12 años por la profesora de leyes de la Universidad de California Elizabeth Joh decía que generalmente, con los marcos legales actuales, «el robo de ADN no es un delito. Al contrario, la recolección no consensuada y el análisis del ADN de otra persona no tienen prácticamente ninguna restricción legal».

Planteemos un caso hipotético extremo. Ayer recordábamos el caso del extenista Boris Becker cuando culpó a una camarera de haber guardado su esperma en la boca para inseminarse, historia que el juicio desmontó en contra de Becker. Pero imaginemos ahora que una mujer, fan de tal celebrity, decide que quiere tener un hijo de esta. Recoge un vaso que el personaje en cuestión ha utilizado, y que contiene células de su piel. Lo envía a un laboratorio donde esas células de la piel se transforman en espermatozoides. Se insemina con ellos. Y tiene un hijo de su celebrity favorita.

Ahora, ricemos aún más el rizo: ni siquiera es necesario que la celebrity sea un hombre y su fan una mujer. Una fan de Madonna también podría pedir que las células de piel de la cantante se conviertan en espermatozoides. Y si el fan es un hombre, podría utilizar sus propios espermatozoides para fecundar un óvulo creado a partir de las células de la piel de su celebrity favorita, sea hombre o mujer, o bien, si le da el capricho, incluso pedir que las células de esta se transformen en espermatozoides y las suyas propias en óvulos. Aunque, claro, en cualquier caso necesitaría una gestación subrogada.

¿Suena suficientemente extremo? Pues todo esto ya es posible… en ratones. Y recientemente se ha conseguido también en ratas. Es lo que se conoce como gametogénesis in vitro (IVG, siglas en inglés), y se basa en la tecnología de células madre.

Fertilización in vitro. Imagen de DrKontogianniIVF / pixabay.com.

Un breve recordatorio. En 2006 el grupo dirigido por Shinya Yamanaka en la Universidad de Kioto consiguió, primero en ratones y después en humanos, obtener células madre a partir de células somáticas; es decir, tomar células de la piel y devolverlas a su estado desprogramado desde el cual puede obtenerse cualquier tipo de célula del organismo. Algo así como reconstruir el huevo a partir de la tortilla, o destallar una escultura para volver a obtener el bloque de piedra en bruto.

Estas iPSC (siglas en inglés de células madre pluripotentes inducidas) tienen una potencia similar a las embrionarias, mayor que la de otros tipos de células madre como las de cordón umbilical. Dado que las embrionarias se obtienen de los procedimientos de fertilización in vitro, de cigotos descartados y congelados que los padres donan voluntariamente, las iPSC son aceptables para los sectores de la sociedad opuestos a estos usos, y también compatibles con la regulación de los estados que no los permiten.

A partir de las iPSC se ha logrado obtener células y tejidos diferenciados que sirven como repuesto y tratamiento de numerosas enfermedades mediante trasplantes. Estas terapias ya se están aplicando con éxito, aunque dada su especialización y por lo tanto su coste, no se han generalizado, y es una incógnita si llegarán a hacerlo algún día.

Entre las células del organismo que pueden generarse a partir de las células madre están también los gametos o células germinales, es decir, óvulos y espermatozoides. Estas células son diferentes a todas las demás del organismo en un aspecto, y es que durante su maduración la cantidad de cromosomas se reduce a la mitad, para que la unión entre ambas restaure la dotación cromosómica completa. Además, los óvulos son células muy peculiares, complejas, las más grandes del organismo; son tan especiales que cada mujer nace con todo su repertorio completo de óvulos sin posibilidad de producir más.

Pero en ratones ya se han superado muchos de los grandes obstáculos. Se han obtenido espermatozoides y óvulos a partir de células de la piel, y crías sanas a partir de estos gametos generados in vitro. En estos animales se ha conseguido saltar la barrera del sexo, es decir, obtener óvulos de las células masculinas y espermatozoides de las femeninas. Estos casos son especialmente complicados: en el primero, el cromosoma masculino Y tiene genes que inhiben la generación del óvulo, mientras que en el segundo ocurre lo contrario, falta ese cromosoma que dirige la producción del esperma. En ratones se han vencido estas trabas mediante procedimientos muy complejos que difícilmente serían aplicables en humanos.

Ratones nacidos de óvulos creados in vitro a partir de células madre iPSC. Imagen de Katsuhiko Hayashi / Hayashi et al, Science 2012.

En infinidad de técnicas biológicas, el salto desde los roedores hasta los humanos requiere años de investigación adicional y nuevos desarrollos, y este es uno de esos casos. Ya se ha logrado convertir las iPSC en precursores de células germinales, pero aún falta superar el último paso para obtener espermatozoides y óvulos funcionales. Por el momento no se sabe con certeza si será posible producir in vitro gametos humanos del sexo contrario.

Pero ya hay compañías startup creadas para investigar y aplicar estas futuras tecnologías, y los expertos llevan años discutiendo cuáles serán las implicaciones éticas y dónde deberían establecerse las líneas rojas sobre sus usos aceptables: entre estos, la IVG revolucionará la medicina reproductiva al permitir concebir a parejas estériles sin aportación de otros donantes, o a las mujeres después de la menopausia. La técnica facilitaría además la obtención de embriones libres de enfermedades genéticas presentes en los padres.

Aunque la aceptación de otros usos variará con las ideologías y las creencias religiosas, otra aplicación obvia que generalmente se contempla es la concepción por parte de parejas del mismo sexo. Solo se necesitaría aplicar la IVG a una de las personas de la pareja para obtener espermatozoides, en el caso de dos mujeres, u óvulos si son dos hombres, pero estos además necesitarían una gestación subrogada, que en muchos países aún no es legal.

En cambio, otros casos suscitan mayores objeciones, como un hijo concebido por una sola persona que aporte las células para producir espermatozoides y óvulos (esto no sería una clonación), o la creación de bebés de diseño. Hay dudas respecto al caso de la participación de tres personas; hay un precedente de esto que hoy ya se aplica sustituyendo las mitocondrias enfermas del óvulo de una mujer por las de otra persona.

Y luego están los casos delictivos, la obtención de un hijo de alguien sin su consentimiento; lo planteado más arriba, y que algunos expertos llaman el «escenario celebrity«.

Todo esto no va a ocurrir de hoy para mañana; salvo avances inesperados, superar los obstáculos técnicos tardará años, pero es dudoso incluso cómo podría emprenderse el proceso necesario para certificar la seguridad del procedimiento sin sobrepasar los límites de lo aceptable. Y conseguir células de alguien, idóneas, viables y en número suficiente para aplicar estas técnicas tampoco es algo que pueda resolverse con unos restos dejados en un vaso o una servilleta. Aún.

Pero dado que la ciencia avanza en esa dirección, las reflexiones éticas y las leyes deberían anticiparse para que esos futuros logros no lleguen por sorpresa sin una regulación a la que acogerse. Parecería claro que crear un hijo de una persona sin su permiso siempre debería ser ilegal. Salvo que, recordando el caso de Boris Becker o muchos otros, esta no es una discusión nueva. ¿Qué ocurriría en un caso de fertilización por IVG? Si, como debaten los expertos en leyes, no es descartable que el ADN de un personaje famoso sea considerado dominio público (dado que no se puede condenar a alguien por recoger restos biológicos y procesarlos), ¿dónde comenzaría el delito? Y aunque llegar a la creación de ese hijo quebrante la barrera de lo legal, una condena no sería suficiente para arreglar el embrollo: ¿estaría obligado el padre o la madre a asumir la paternidad o maternidad legal, habiendo una persona afectada (el hijo) que no tiene culpa de nada?

El robo de ADN, el futuro de los ‘paparazzi’ genéticos

Los lectores de cierta edad recordarán una rocambolesca historia de hace veintitantos años que tuvo como protagonista a la vieja gloria del tenis Boris Becker, después involucrado en diversos escándalos y chanchullos financieros, y actualmente encarcelado y cumpliendo condena en Reino Unido. Por entonces ocurrió que una camarera rusa de Londres presentó una demanda de paternidad asegurando que Becker era el padre de su hija. El individuo alegó que la camarera le había felado (sí, ya sé que este verbo no existe) y que había guardado el esperma en su boca para inseminarse ella misma, lógicamente sin su consentimiento.

Tan burda patraña no coló, y finalmente el pájaro tuvo que admitir que sí, que había habido una estocada con todas las de la ley en el glamuroso escenario del armario escobero del restaurante donde trabajaba la camarera. Y las pruebas de ADN demostraron que la niña era su hija. Por cierto, aquel bumba-bumba, libre traducción aproximada de la definición del encuentro (no tenístico) que hizo el propio Becker (poom-bah-boom, en versión original), tuvo lugar mientras su esposa estaba de parto en el hospital.

Pero en fin, esta no es la página del corazón, salvo como órgano fisiológico. El caso es que por entonces se comentó si era posible o no aquello que el extenista, a quien ahora podemos llamar oficialmente delincuente, alegaba: guardar esperma en la boca y que conserve su actividad. Pues también hay algún estudio sobre esto. Y la conclusión es que ni sí, ni no. Es decir, la saliva deteriora la actividad y la motilidad de los espermatozoides, por lo que no debería usarse como lubricante cuando una pareja está intentando concebir. Pero sobre todo jamás debe usarse como método anticonceptivo, ya que no lo es; ese deterioro de la calidad del esperma es solo parcial. La saliva no mata los espermatozoides.

Todo esto viene a cuento de que, si en aquellos tiempos la alegación de Becker era técnicamente dudosa, en cambio tal vez hoy no estemos muy lejos del momento en que ni siquiera será necesario el esperma de otra persona para tener un hijo suyo; bastará con algunas células de la piel. O en un futuro más lejano, incluso quizá sea suficiente con una secuencia de ADN. En la era de la piratería genética sobre la que se está comenzando a alertar, no es descabellado pensar en un futuro en el que sea técnicamente posible que alguien tenga un hijo de, por ejemplo, su actor favorito, sin haberle conocido jamás. Incluso si quien quiere tener el hijo con su actor favorito es un hombre.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Comencemos por lo más sencillo, el robo de ADN. Quizá recuerden aquella visita del presidente francés Emmanuel Macron a Rusia, cuando se negó a hacerse la PCR que le pedía la regulación rusa, se dijo que por miedo a que se quedaran con su ADN para quién sabe qué propósitos. En una especie de rabieta escenificada, Vladimir Putin respondió con la ridiculez de aquella mesa exageradamente larga para mantener a Macron lejos de él y evitar el riesgo de contagio. Pero también el canciller alemán Olaf Scholz tomó la misma decisión en su viaje a Moscú. Y posiblemente ambos lo hicieron aconsejados por alguien que está al tanto de lo que hoy, y más en unos pocos años, puede hacerse con el ADN de otra persona.

Alguien que durante años ha sido consciente de esto, hasta extremos enfermizos, es Madonna. Hace años ya se publicaba que exigía una limpieza exhaustiva y una esterilización total de sus camerinos no antes de usarlos, sino después, para que nadie pudiese entrar en ellos y robar sus restos biológicos, como pelo o células de la piel, para usar su ADN con fines ocultos y malévolos.

Este comportamiento de Madonna recuerda a la película de 1997 Gattaca, cuando el personaje de Ethan Hawke limpiaba obsesivamente su puesto de trabajo para que nadie descubriese a través de su ADN que no era genéticamente apto. Pero en contra de lo que pudiera parecer, en realidad Gattaca —muy buena, por otra parte— no era una película de ciencia ficción, si entendemos este género como una especulación sobre las posibilidades futuras de la ciencia; «el arte de lo posible», en palabras de Bradbury. Más bien era una ficción social distópica basada en la ciencia de su momento, ya que desde el punto de vista tecnológico no planteaba nada radicalmente distinto de lo que ya podía hacerse entonces; Gattaca no hablaba de las posibilidades futuras de la genética, sino del mal uso de la genética actual.

Esa genética actual, ya disponible en tiempos de Gattaca (pero hoy mucho más fácil, rápido y barato que entonces), permite leer el ADN de una persona a partir de minúsculos restos biológicos, como pelo o células de piel, de forma mucho más extensa, completa y profunda que en las clásicas pruebas de paternidad. Por ello hoy se habla ya de los paparazzi genéticos: en lugar de ir armados con una cámara y un teleobjetivo potente, llevarán un kit de recolección de muestras para recoger cualquier resto que el famoso de turno haya dejado, un pelo, un vaso con restos de saliva, una colilla o una servilleta de papel.

¿Y luego qué?, se preguntarán. La prensa rosa paga fortunas por las fotos de fulano en su yate con una desconocida mientras su esposa está de gira o rodando una película. ¿Acaso no pagarían por publicar que el fulano en cuestión posee variantes genéticas relacionadas con el alcoholismo o las adicciones, o con ciertos trastornos mentales o enfermedades, o determinados rasgos de personalidad? ¿O que tal personaje conocido por sus ideas racistas o LGTBI-fóbicas tiene ancestros africanos o un cromosoma sexual de más? ¿O no pagarían por un retrato robot de cómo serán los hijos de tal pareja?

Conviene advertir que en el maravilloso mundo de la asociación entre genes y rasgos hay mucha pamplina. En general es muchísimo más lo que todavía se desconoce que lo que se sabe, e incluso en los casos en que se ha confirmado una correlación potente entre ciertas variantes genéticas y determinados rasgos, esto no quiere decir que no haya otros muchos genes implicados que todavía no se han detectado.

Las conclusiones de los test genéticos directos al consumidor que pueden comprarse online, tanto de salud como de ascendencia, pueden ser muy cuestionables; basta recordar el caso de aquel periodista que hizo la prueba con varios test de distintas compañías. Una de ellas le respondió que tenía grandes aptitudes para el deporte y que debía contratar a un entrenador personal. Pero pasó por alto el pequeño detalle de decirle que realmente era un labrador; no de los que labran el campo, sino de los que dicen «guau». El periodista había enviado el ADN de una perra, Bailey. En cuanto a los test de ascendencia, por mucho que la compañía nos asegure que tenemos un 10% de vikingo, otro tanto de masái y cuarto y mitad de vietnamita, no se lo crean demasiado. Como escribía en Scientific American el genetista Adam Rutherford, este tipo de resultados «son divertidos, triviales y tienen muy poco sentido científico».

Pero ¿acaso la prensa rosa va a tener escrúpulos de rigor científico si un autoproclamado experto consultor genético, a cambio de una buena suma, les asegura que tal celebrity tiene genes de agresividad incontenible o de infidelidad compulsiva? ¡Move over, horóscopos, cartas astrales y líneas de la mano! Si aún no hemos visto nada similar, no es porque técnicamente no sea posible, que lo es. Quizá sea que todavía nadie ha soltado esta liebre.

Pero hay quienes están alertando de que la liebre está a punto de saltar, y de que el sistema legal no está preparado: en The Conversation los profesores de Derecho Liza Vertinsky, de la Universidad de Maryland, y Yaniv Heled, de la Universidad Estatal de Georgia, escriben que «los paparazzi genéticos están a la vuelta de la esquina, y los tribunales no están preparados para enfrentarse al lodazal jurídico del robo de ADN».

Se refieren al sistema de EEUU; pero dados los frecuentes conflictos legales aquí con las fotos robadas a famosos, es de suponer que lo mismo podría aplicarse: si guardarse una servilleta de papel usada por la celebrity de turno no es ilegal, ¿dónde comienza la ilegalidad? ¿En extraer el ADN? ¿En secuenciarlo o testar sus marcadores genéticos? ¿En publicar los resultados? Las leyes de privacidad, y quienes las aplican, podrían encontrarse en el futuro con situaciones inéditas sobre las cuales quizá haya un vacío que deberá rellenarse.

Hasta aquí, lo fácil, lo actual, lo que ya puede hacerse hoy. Pero decíamos arriba que las posibilidades podrían llegar a unos extremos mucho más… extremos. Y si esto aún es ciencia ficción, lo es en sentido bradburyano: es posible, o lo será pronto. Mañana seguimos.

Los bebés CRISPR, un año después: confusión, mala ciencia e incoherencia

Nada es ciencia de verdad hasta que sale en los papeles. El experimento de los bebés CRISPR al que ayer me refería, anunciado hace ya casi un año por el investigador chino He Jiankui, no ha salido en los papeles, ni parece que vaya a salir, dado que las revistas científicas rechazan publicarlo por motivos éticos. Quizá por primera vez en la historia de la ciencia moderna, o al menos de la biología, una primicia mundial en un campo científico de gran relevancia (objetivamente es así, con independencia de todo lo demás) no va a publicarse, como si jamás hubiera ocurrido.

El problema es que sí ha ocurrido. El nacimiento de los bebés fue confirmado por las propias autoridades chinas. Y aunque no estemos hablando precisamente de una fuente de transparencia modélica, lo cierto es que nadie con un cierto conocimiento del asunto y de la ciencia implicada duda de que los experimentos de He sean reales, aunque sin una publicación sea imposible valorar hasta qué punto los resultados son tal como los ha contado.

El experto en leyes y ética de la biociencia Henry Greely, al que citaba ayer, escribe en su reciente artículo: «La escasez de las fuentes no significa que las proclamas de He sean falsas. De hecho, sospecho que la mayoría de ellas son ciertas, aunque solo sea porque, si se hubiera inventado los resultados, los habría inventado mejores».

Y por lo tanto, dado que esto realmente sí ha ocurrido, ¿qué es preferible: que todos los detalles, los métodos y los resultados estén a disposición de la comunidad científica para que otros investigadores puedan evaluarlos y criticarlos, o que todo ello quede encerrado para siempre bajo siete llaves?

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA - Iris Tong / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA – Iris Tong / Wikipedia.

Quizá alguien podría pensar que es preferible lo segundo para evitar que otros científicos puedan repetirlo. Pero no, no es así. He no ha descubierto nada nuevo. No ha inventado la poción mágica ni la rueda; simplemente, ha traspasado una barrera que otros muchos investigadores conocedores de las mismas técnicas también podrían traspasar, pero que no lo han hecho por motivos éticos. No es necesario que el trabajo de He se publique para que otros investigadores puedan repetirlo. Y de hecho, en cambio no se suscitaron escándalos ni remotamente similares cuando se publicaron otros estudios cuya información sí podrían emplear otros con fines muy peligrosos: por ejemplo, las secuencias genéticas del virus de la viruela y de la gripe de 1918.

Otra muestra de los curiosos criterios con los que se está manejando el asunto de He la hemos conocido recientemente. El pasado junio, la revista Nature Medicine, que no es cualquier cosa, publicó un estudio en el que dos investigadores afirmaban que la mutación introducida en las niñas podía hacerlas enfermar y morir jóvenes. Los autores se basaban en un banco de datos de ADN de casi medio millón de personas de Reino Unido, en el que habían descubierto menos personas con esta mutación de las que se esperarían por azar.

De inmediato, hubo otros investigadores que repitieron el análisis y no encontraron los mismos resultados. Finalmente los propios autores han retractado su estudio, reconociendo que cometieron un error garrafal: el sistema utilizado para el genotipado en la base de datos produce un número muy elevado de falsos negativos; es decir, gente que tiene la mutación sin que esta aparezca en sus datos de ADN, porque al método utilizado se le ha escapado.

¿Cómo es posible que una revista como Nature Medicine publicara un estudio fallido, con un error que cualquier estudiante de primero de doctorado habría detectado si hubiera tenido acceso a la misma información que tenían los autores y los revisores del trabajo? ¿Es que cualquier estudio que incite a sacar las antorchas y los tridentes contra He va a aceptarse solo por este motivo, aunque sea mala ciencia?

Por supuesto, es importante aclarar que nadie en la comunidad científica ha defendido las posturas de He, porque son indefendibles. Pero frente a lo que parece una mayoría de voces relevantes que han condenado por entero la edición genómica de la línea germinal humana (embriones y células reproductoras), casi podrían contarse con los dedos los científicos que se han atrevido a defender públicamente que el problema del trabajo de He no es lo que ha hecho, sino que lo haya hecho sin las garantías, la supervisión, la aprobación ética y la transparencia que estos experimentos requieren.

La voz más prominente en este sentido ha sido la del genetista de Harvard George Church, uno de los expertos más prestigiosos y respetados en su campo. Casi podría decirse que fue la única voz relevante que después del anuncio de He se alzó defendiendo, no a este investigador ni sus experimentos, pero sí la edición genómica de la línea germinal humana. Y ello a pesar de que en 2017 un informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU abría la puerta a estos procedimientos siempre que se apliquen criterios estrictos.

Un último dato sobre la forma tan curiosa, por decirlo de forma neutra, con que la sociedad y los medios han tratado este tema. La semana pasada, todos los medios hacían la ola a un nuevo método desarrollado por David Liu, uno de los creadores de la herramienta de edición genética CRISPR. El prime editing, como ha llamado Liu a su nuevo sistema, es más limpio y preciso que la técnica original de CRISPR y más apto para un gran número de modificaciones genéticas que otras variantes obtenidas anteriormente. Según el propio Liu, podría corregir hasta un 89% de las más de 75.000 variantes genéticas patogénicas conocidas en humanos (el resto afectan a secuencias de ADN demasiado largas para el alcance de este método).

Naturalmente, no hubo medio que no elogiara lo que el trabajo de Liu supone de cara a la posible erradicación futura de muchas enfermedades genéticas de las denominadas raras. Y aunque desde luego la edición genómica en la línea somática (las células digamos normales del cuerpo) alberga también un gran potencial terapéutico para ciertas patologías, lo que ninguno de esos medios aclaraba es que la erradicación de las enfermedades raras por estas técnicas pasa por la edición genómica de la línea germinal.

Por decirlo aún más claro: la erradicación de las enfermedades raras por métodos genéticos como el creado por Liu pasa por hacer lo que He ha hecho, y que una mayoría ha condenado no por cómo lo ha hecho, sino simplemente por haberlo hecho.

En definitiva, parece lógico que He sea tratado como cualquier practicante de cualquier procedimiento clínico que no cuente con los permisos y la aprobación que son necesarios para ejercerlo. Pero cerrar la puerta a la edición genómica de la línea germinal humana es cerrar la puerta al futuro de la prevención de terribles enfermedades genéticas para las que no existe cura ni tratamiento.

Una barrera ética a superar, si es que se quieren aprovechar los inmensos beneficios que estas técnicas pueden aportar, es el hecho de que ninguno de los bebés, ni los de He ni ningún otro, podrá jamás aprobar o rechazar el procedimiento. Y otra barrera ética a superar es que el riesgo cero jamás existirá; no existe en ningún proceso, natural o creado por el ser humano. Si esta «cirugía genética» llega a aplicarse, habrá errores. Para los afectados, esos errores serán trágicos. Pero negar a una inmensa mayoría los beneficios que pueden obtenerse de estas técnicas sería como suprimir el transporte aéreo por el hecho de que algunos aviones se estrellan.

Los bebés CRISPR, un año después: ¿hacemos como si no hubiera ocurrido?

Pronto va a cumplirse un año desde que el investigador chino He Jiankui anunció al mundo el nacimiento de Lulu y Nana, dos bebés que supuestamente llevaban sus genomas modificados para eliminar la versión funcional de un receptor crítico en la infección por VIH. La mutación introducida por el científico en los genes utilizando la herramienta de edición genética CRISPR convertía a las dos niñas en las primeras personas con genomas editados. Y presuntamente, esta manipulación de sus genes debería hacerlas resistentes al virus del sida.

Todo ello, siempre y solo según He. Porque un año después, aún no existe ninguna confirmación de que todo lo anterior haya ocurrido en realidad, y no solo en la imaginación del investigador. Para que lo afirmado por He pueda considerarse real, esos resultados deben aparecer en una publicación científica. Hasta ahora, esto no ha sucedido. Y es posible que nunca suceda.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El motivo es que las revistas científicas se rigen por ciertos estándares éticos que debe respetar todo estudio admisible para publicación. Y en su momento quedó bien claro que los experimentos de He no solo se saltaron el consenso ético internacional con respecto a la manipulación genética en humanos, sino que además se ha acusado al investigador de falsificar los documentos de certificación ética de su proyecto.

De hecho, sabemos que si los resultados de He aún no se han publicado, no es el propio investigador quien lo ha evitado. Según informaciones publicadas el pasado enero por STAT, en noviembre de 2018 He y nueve coautores enviaron a Nature un estudio titulado «Birth of twins after genome editing for HIV resistance», que describía los experimentos clínicos con los embriones llevados a término. El estudio fue rechazado sin pasar revisión por motivos éticos. He y sus colaboradores enviaron además otros dos estudios preclínicos –in vitro y en animales– a Nature y a Science Translational Medicine, que fueron también rechazados.

Más aún: poco antes de su anuncio, He y sus colaboradores publicaron en la revista The CRISPR Journal un artículo de opinión titulado «Draft Ethical Principles for Therapeutic Assisted Reproductive Technologies«, o «Borrador de principios éticos para las tecnologías terapéuticas de reproducción asistida». En cuanto saltó el escándalo, la revista decidió retractar el artículo bajo la justificación de que los experimentos de He «violan las regulaciones locales y las normas bioéticas aceptadas internacionalmente. Este trabajo era directamente relevante a las opiniones expuestas en esta Perspectiva; el hecho de que los autores no hayan desvelado este trabajo clínico influye de forma manifiesta en la consideración editorial del manuscrito».

En otras palabras: el artículo de He fue retractado porque el autor realmente había hecho aquello que en su artículo, previamente aceptado, defendía como admisible.

En resumen, un año después, esta es la situación respecto al trabajo de He, según lo cuenta el experto en ética y leyes de la biociencia de la Universidad de Stanford Henry Greely, en un artículo publicado ahora en la revista Journal of Law and the Biosciences:

No tenemos confirmación de lo que He hizo, de nadie externo al grupo de He y salvo por la breve nota de prensa de Guangdong [la provincia china donde se hizo el trabajo] sobre la investigación, incluyendo si se hizo edición genómica de los bebés o si estos realmente existen. No tenemos un análisis independiente de ADN de los bebés. No tenemos información externa sobre los padres de los que se dice que aceptaron la edición genómica de sus embriones, ni de lo que se les dijo. No tenemos información clara (excepto la de He) sobre el papel que ha desempeñado la Universidad de Ciencia y Tecnología del Sur de Shenzen [la institución de He], o el hospital en cuyo departamento de fertilidad presuntamente se hizo la edición, y cuyo comité ético supuestamente aprobó el experimento.

Y pese a que no tengamos nada de esto, Greely no aboga por que debamos tenerlo. De hecho, escribe respecto a He que «sus colegas deberían rehuirle, las revistas deberían rehusar los estudios donde figure como autor, los organismos financiadores deberían abandonarle. Se le debe incluir en las listas negras, como mínimo para las revistas y financiadores. Y los líderes de la ciencia deben pronunciarse en este sentido, alentando a otros a hacer lo mismo».

De hecho, lo que pide Greely ya está ocurriendo: ninguna revista acepta los trabajos de He, su Universidad le ha expulsado y actualmente el investigador ha desaparecido del mapa, a todos los efectos.

Así pues, ¿caso cerrado? ¿Olvidamos a He, su anuncio y sus supuestos experimentos? ¿Hacemos como que no ha pasado nada y que todo esto nunca ocurrió?

La respuesta, mañana…

Pruebas genéticas personales, el nuevo regalo de Navidad, pero cuidado con lo que prometen

El pasado abril, el periodista de la NBC Phil Rogers decidió probar consigo mismo varias pruebas genéticas que se venden directamente al consumidor y que supuestamente revelan lo escrito en el ADN de una persona respecto a la procedencia de sus ancestros o a diversos aspectos relacionados con la salud.

Pero Rogers hizo trampa; para algunos de los análisis no envió su ADN, sino el de su perra Bailey. Varias compañías le respondieron que la muestra era ilegible; pero una de ellas, Orig3n, especializada en pruebas de salud y bienestar, no solo le devolvió un informe completo de siete páginas, sino que le informaba de que el donante de la muestra tenía grandes aptitudes para el baloncesto, el boxeo, el ciclismo y el atletismo (y no, no era Goofy).

La anécdota tiene una clara moraleja: cuidado con las promesas de las compañías de pruebas genéticas. Los análisis de este tipo que se venden directamente al consumidor (DTC, según sus siglas en inglés) se han convertido en el nuevo regalo de moda para aquellas personas que ya tienen de todo; en EEUU y por segundo año consecutivo, una prueba genética de ancestros se ha situado entre los cinco artículos más vendidos por Amazon entre el Black Friday y el Cyber Monday.

En EEUU, un país poblado y construido por emigrantes, el interés por rastrear las huellas familiares está siempre muy presente, algo que no ocurre tanto en Europa. Pero si los análisis genéticos DTC relacionados con la salud no triunfan en la misma medida, es porque la autoridad reguladora, la Administración de Alimentos y Fármacos (FDA), ha sido hasta ahora muy restrictiva con respecto a la venta de estos productos, con el fin de evitar la proliferación de proclamas infundadas y no avaladas por datos científicos.

Como ejemplo, la compañía líder en pruebas genéticas DTC en EEUU, la californiana 23andMe, salió al mercado vendiendo análisis relacionados con la salud, que después tuvo que retirar por no contar con la aprobación de la FDA. Recientemente esta agencia ha comenzado a relajar su política: el pasado 31 de octubre anunciaba la autorización de una prueba de 23andMe que relaciona 33 variantes genéticas con la metabolización de ciertos fármacos. El análisis se basa en la nueva disciplina de la farmacogenómica, que estudia cómo la genética influye en la reacción a los medicamentos, y que se encuadra dentro de la corriente actual de la medicina personalizada.

Uno de los kits comercializados por 23andMe. Imagen de 23andMe.

Uno de los kits comercializados por 23andMe. Imagen de 23andMe.

Para conceder la autorización a la prueba de 23andMe, la FDA ha comprobado que el análisis es preciso y reproducible, y que no solo explica a los consumidores qué resultados ofrece y cómo deben interpretarse, sino también qué resultados no ofrece y cómo no deben interpretarse, para no crear expectativas erróneas.

Curiosamente al día siguiente, el 1 de noviembre, la FDA publicaba otra nota de prensa advirtiendo «contra el uso de muchas pruebas genéticas con proclamas no aprobadas para predecir la respuesta de los pacientes a medicaciones específicas». La agencia alertaba así de la necesidad de que toda prueba comercializada cuente con el suficiente respaldo científico y con una aprobación formal.

Este requerimiento de basarse en ciencia sólida es especialmente crítico cuando se trata de pruebas que advierten sobre el riesgo genético de padecer distintas enfermedades, uno de los negocios a los que las compañías genéticas pretenden hincar el diente. En EEUU la FDA ha autorizado varias de estas pruebas, todas ellas de 23andMe. Esta semana, la agencia ha aprobado el uso de una base de datos de referencia sobre variantes genéticas y su relación con enfermedades, con la intención de que sirva de estándar para el desarrollo de nuevas pruebas genéticas.

Sin embargo, otra cuestión muy diferente son los análisis de bienestar general, aquellos que pretenden valorar la aptitud mental, física y deportiva o los perfiles dietéticos óptimos para una persona, sin hacer referencia a enfermedades concretas. En este campo la FDA se inhibe, al considerarlas «de bajo riesgo»: «Algunas pruebas se ofrecen con propósitos que la FDA considera de bienestar general, como las que predicen la capacidad atlética. En general, la FDA no revisa los productos de bienestar general», dice la agencia.

Lo cual implica que aquí entramos en el territorio del salvaje oeste, donde una compañía puede vender pruebas genéticas para medir el nivel de inteligencia o el flujo del qi haciendo creer implícitamente al consumidor que el análisis cuenta con suficientes fundamentos científicos y con la aprobación de la FDA, cuando no es así.

Y si incluso en EEUU existen lagunas legales que los emprendedores avispados pueden explotar en su beneficio, cuáles no existirán en países como España, donde aún no hay una regulación legal específica de las pruebas genéticas DTC. Aquí se supone que dichos análisis están afectados por la Ley de Investigación Biomédica de 2007 y un par de reales decretos que regulan las pruebas de diagnóstico in vitro y su publicidad.

Según estas normas, los kits DTC para propósitos médicos no serían admisibles, ya que estos exámenes deben ser realizados en centros sanitarios por personal especializado. Pero en el Wild West de las pruebas de bajo riesgo, ya existen empresas españolas que comercializan análisis genéticos para predecir el rendimiento deportivo, el perfil dietético óptimo de una persona o su estado de salud general.

En principio, no se trata de descalificar de forma general estos productos ni a estas compañías, siempre que su publicidad no sea engañosa, y que el consumidor esté advertido de que el informe que va a recibir no cuenta con otro criterio ni más aval que el de la propia empresa; no es el horóscopo, pero tampoco debe caerse en el error de creer que es Ciencia con mayúscula. Las pruebas genéticas DTC son un juguete, y como tal deben regalarse y usarse.

El premio Princesa de Asturias se obstina en olvidar a Francis Mojica

En 2015 el jurado del premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica resolvió galardonar a la estadounidense Jennifer Doudna y a la francesa Emmanuelle Charpentier «por los avances científicos que han conducido al desarrollo de una tecnología que permite modificar genes, con gran precisión y sencillez en todo tipo de células, posibilitando cambios que suponen una verdadera edición del genoma”, decía el fallo.

Lo que las dos investigadoras habían desarrollado es el sistema CRISPR-Cas9, una herramienta de corrección de ADN que ha facilitado y acelerado inmensamente la edición genómica, que ya emplean innumerables laboratorios de todo el mundo para la investigación en biología molecular y que pronto comenzará a ensayarse para remediar enfermedades genéticas en humanos. Tal es el potencial de CRISPR que ya tiene un título casi oficial en cualquier artículo científico-periodístico al respecto: la revolución genética del siglo XXI.

Sin embargo, en general las herramientas de biología molecular no se crean, sino que se desarrollan y se adaptan a partir de sistemas presentes en la naturaleza, sobre todo en los microbios. También es el caso de CRISPR, fruto de la modificación de un sistema de defensa antiviral presente en bacterias y arqueas. Pero en su concesión del premio, el jurado dejó fuera al investigador que primero descubrió, describió y nombró este sistema, y dedujo su función. Es decir, a quien entregó en bandeja a la biotecnología el tesoro natural del que se derivaría la revolución genética del siglo XXI. Por si no fuera suficiente agravio, se añade además que el científico en cuestión comparte nacionalidad con la institución que concede los premios: Francisco Juan Martínez Mojica, de la Universidad de Alicante.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

El investigador Francis Mojica. Imagen de Roberto Ruiz / Universidad de Alicante, utilizada con permiso.

¿Por qué el jurado del Princesa no premió también a Francis Mojica? En realidad, no lo sé. Pero aquí va mi terrible sospecha, que no deja de ser una hipótesis, aunque a continuación explico mis motivos:

Porque no le conocían. Porque jamás habían oído hablar de él.

La trayectoria de CRISPR ha sido meteórica. Era en agosto de 2012 cuando Charpentier y Doudna, que habían entablado amistad en un congreso apenas el año anterior, publicaban lo que en ciencia suele llamarse el «seminal paper«, o el estudio que influye de manera determinante sobre desarrollos posteriores (y que no debería traducirse como «estudio seminal», ya que el DRAE no recoge este significado).

Aquel trabajo publicado en Science venía a representar la acuñación de CRISPR como herramienta biotecnológica, aunque aún debería pasar por desarrollos posteriores para convertirse en el sistema que hoy conocemos. Pero solo tres años después Doudna y Charpentier ya estaban en la cresta de la ola: en 2015 recibían el Breakthrough Prize in Life Sciences, el premio de biomedicina mejor dotado económicamente en todo el mundo. Unos meses después, al rebufo de esta importantísima distinción, llegaba el fallo del Princesa de Asturias que en su día muchos aplaudimos, como conté aquí.

¿Y qué ocurría con Francis Mojica? Lo que ocurría era que por entonces aún era un perfecto desconocido para la mayoría (y me incluyo), dado que su contribución había permanecido casi oculta. En su seminal paper, Doudna y Charpentier no citaban los estudios en los que el alicantino había descrito el sistema CRISPR, limitándose a enterrar uno de sus estudios posteriores entre las numerosas referencias incluidas en la bibliografía. Cuando en 2014 Doudna y Charpentier, ya ascendidas al estrellato, publicaban en Science una revisión sobre «la nueva frontera de la ingeniería genómica con CRISPR-Cas9», sí incluían entre sus muchas referencias los trabajos fundamentales de Mojica publicados en 2000 y 2005, pero en el texto se limitaban a mencionar que «unos pocos laboratorios de microbiología y bioinformática a mediados de los 2000 comenzaron a investigar los CRISPR, que habían sido descritos en 1987 por investigadores japoneses…».

Lo cual no solo era vago, sino incluso erróneo: lo descubierto en 1987 por los japoneses no era ni mucho menos CRISPR, ni en el fondo (se trataba solo de la observación anecdótica de unas ciertas secuencias en el genoma de una bacteria) ni en la forma (el término CRISPR lo inventaría Mojica muchos años más tarde). Y si bien es cierto que el laboratorio de Mojica no era el único investigando aquellas secuencias ni fue el único que dio con el descubrimiento clave, sí fue el primero en publicarlo, y también en ciencia the winner takes it all.

Bien lo saben las propias Charpentier y Doudna, ya que el lituano Virginijus Siksnys, que desarrolló el sistema CRISPR en paralelo a ellas pero perdió la carrera de la publicación, no ha disfrutado ni mucho menos del mismo reconocimiento. Hoy la ciencia en general ya no es el descubrimiento de un lobo solitario, sino un esfuerzo colectivo y distribuido. Pero dado que los premios se empeñan en continuar destacando individualidades, si hay que atribuir a un nombre la primicia en la publicación del descubrimiento de CRISPR, ese es sin duda Mojica.

El rumbo de esta historia viró bruscamente para Mojica en enero de 2016. Entonces se publicaba un extenso artículo titulado «The Heroes of CRISPR» (los héroes de CRISPR), que por primera vez indagaba en la historia y el desarrollo de esta tecnología para poner en claro quiénes eran los protagonistas de este gran avance de la biología molecular. Y el veredicto era claro: una gran parte del artículo estaba dedicada a Francis Mojica; la historia de CRISPR comenzaba con él y con su hallazgo del sistema en los microbios de las salinas de Santa Pola.

Resultaba además que aquel artículo no era el trabajo de un periodista para un medio general, sino que se publicó en la revista Cell, la primera del mundo en biología, y su autor era Eric Steven Lander, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), director y fundador del Instituto Broad del MIT y la Universidad de Harvard, asesor científico del expresidente Barack Obama… Uno de los biólogos más prestigiosos del mundo se había calzado la visera y los manguitos del periodista para investigar la historia de CRISPR y señalar con su divino dedo para decir a toda la comunidad científica: hey, ahí está, es a ese a quien se lo debéis. Y ese era el microbiólogo alicantino Francis Mojica.

De la noche a la mañana, todo cambió para Mojica. A partir de entonces no solo su trabajo comenzó a ser reconocido como merecía, sino que su propia figura salió de entre las sombras para convertirse en el objetivo de todos los flashes. Su rápida aparición repentina en la Wikipedia es solo un detalle anecdótico, pero revelador. Por fin llegaron los premios merecidos, en su país, como el Rey Jaime I de Investigación Básica en 2016 y el Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en 2017, pero también en el ámbito internacional, como el Albany Medical Center Prize, el cuarto mejor dotado del mundo en biomedicina en todo el mundo y el segundo en EEUU, por detrás del Breakthrough.

Y mientras, los responsables del Princesa de Asturias continúan silbando y mirando hacia otro lado, desperdiciando ya tres oportunidades sucesivas para enmendar su crasa equivocación. Sería discutible si puede comprenderse o no que en 2015 se ignorara a Mojica. Es cierto que para el científico ha existido una era pre-Lander y otra post-Lander, aunque si algo se esperaría del jurado de un premio como el Princesa, aparte de las estancias en hoteles de lujo y las grandes cenas, es que hicieran lo que hizo Lander, indagar en la historia de un hallazgo para esclarecer a quién se le debe su reconocimiento.

Por desgracia, a menudo el fallo del Princesa de Asturias de Investigación deja la incómoda sensación de que el jurado premia a golpe de titular periodístico. El último ejemplo lo tenemos este mismo mes: el ganador en la edición de este año es el biólogo sueco Svante Pääbo «por haber desarrollado métodos precisos para el estudio del ADN antiguo que han permitido la recuperación y el análisis del genoma de especies desaparecidas hace cientos de miles de años».

El mérito de Pääbo es indudable, y su trabajo admirable e inmensamente valioso. Pero tanto como el de otros: al premiarle en solitario, el jurado no ha distinguido a quien –como dice el fallo– «ha abierto un nuevo campo de investigación, la paleogenómica», sino al más mediático de entre los científicos responsables de esta aportación. Dado que el Princesa, a diferencia del Nobel, no establece un número máximo de premiados, una distinción en paleogenómica debería haber incluido otros nombres con tantos merecimientos como Pääbo, aunque con menos entrevistas en la prensa y menos fotos sosteniendo cráneos; como mínimo, Eske Willerslev y David Reich.

Bueno, quizá también Beth Shapiro, Johannes Krause… Lo cierto es que cada vez es más difícil e injusto destacar solo un nombre entre muchos, por ese carácter colaborativo y global de la ciencia actual. Pero dado que los premios se empeñan en el personalismo, hay algo incuestionable, y es que el premio Princesa de Asturias tiene una deuda pendiente con uno de los científicos españoles actuales más sobresalientes. Y no quieran las carambolas cósmicas que Mojica salga en la lista de los Nobel este próximo octubre (pero sí, ojalá lo quieran). Porque si fuera así, a ver con qué se limpia ese borrón.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (II)

Ayer conté aquí que hoy existen parientes vivos por línea materna de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, y que por tanto el ADN mitocondrial de estos familiares serviría de patrón de comparación para estudiar si los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne (Francia) son los del escritor.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Pero ¿qué posibilidades habría de recuperar ADN mitocondrial viable de la tumba de Carqueiranne? Siempre que los restos del aviador desconocido no fueran incinerados, es posible que aún quede algún fragmento de hueso o algún diente que pudieran servir para la identificación. Una dificultad añadida es que probablemente el cuerpo se enterró junto a otros, ya que se trataba de una fosa común; en este caso un resultado positivo sería una confirmación, mientras que uno negativo no refutaría la posibilidad de que St-Ex fuera enterrado allí, ya que los restos analizados podrían ser los de otro cadáver sepultado en la misma tumba.

Respecto a la posibilidad de que quede algún fragmento del que pueda extraerse material, hay precedentes en los que se ha logrado rescatar y analizar ADN mitocondrial de restos aún más antiguos y conservados en condiciones parecidas. Uno de los casos más notables es el del «niño desconocido» del Titanic, el cadáver de un bebé que se recuperó del mar a los pocos días del naufragio y que fue enterrado en Halifax (Canadá), donde permaneció sin identificar hasta hace solo unos años.

Aunque el clima en Halifax es más frío que en el sur de Francia, lo que favorece la conservación, en su contra tenía el hallarse en una zona permeada por aguas subterráneas, que en combinación con los ácidos del suelo disolvieron la mayor parte de los restos. Cuando se abrió la tumba en 2001, se recuperaron tres piezas dentales y un fragmento de 6 centímetros de un hueso del brazo, suficiente material para extraer ADN mitocondrial que llevó a la identificación del niño como Sidney Leslie Goodwin, un bebé inglés de 19 meses (este estudio rectificaba un análisis anterior que resultó erróneo).

El "niño desconocido" del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

El «niño desconocido» del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

Por lo tanto, es posible que a pesar del tiempo transcurrido aún quede algún fragmento recuperable en la tumba de Carqueiranne que permitiera un análisis de ADN mitocondrial. Pero si persistiera algún resto, incluso no sería descartable que pudiera además extraerse algo de ADN nuclear. En 2013, un estudio estableció un protocolo para extraer y secuenciar ADN cromosómico de restos sumergidos en agua de mar durante ocho meses, a pesar de que el material se encontraba altamente degradado y con un número de copias muy escaso. Incluso en algún caso se ha logrado un análisis de ADN nuclear de restos hallados en el mar después de 10 años; concretamente, huesos del pie en una bota de goma.

Si pudiera extraerse algo de ADN nuclear, quizá podría compararse con los parientes vivos actuales, pero de esas secuencias también podría obtenerse información complementaria de cara a una identificación. Por ejemplo, hoy los genetistas tienen localizadas ciertas regiones del genoma que pueden relacionarse con rasgos físicos como el color del pelo o de los ojos.

Es más, el análisis de los restos antiguos hoy tampoco se limita al ADN, sino que el estudio de los isótopos (variantes concretas de los átomos) presentes en huesos y dientes puede revelar pistas que no bastan para una identificación, pero que pueden servir como indicios adicionales. Los isótopos presentes en el esmalte dental, que se forma durante la infancia, permiten conocer detalles sobre el lugar geográfico donde se crió el personaje y cuál era su dieta predominante durante sus primeros años de vida, mientras que los huesos desvelan datos sobre ubicación y alimentación también en la edad adulta, ya que el tejido óseo se renueva a lo largo de la vida.

Un ejemplo brillante del uso de estas técnicas fue la investigación que en 2014 llevó a la identificación de los huesos del rey inglés Ricardo III, que vivió en el siglo XV y cuyos restos yacían bajo un aparcamiento en Leicester. Gracias al análisis de isótopos los investigadores pudieron saber que el personaje allí enterrado se crió en Northamptonshire, que a los siete años había emigrado hacia el oeste del país y que en sus últimos años bebía mucho vino y comía sobre todo peces de río y aves de caza. Estos detalles cuadraban con los datos históricos, lo que sirvió para confirmar los resultados de las pruebas de ADN.

Claro que, para que todo esto pueda hacerse, es necesario que alguien esté interesado, y no parece que sea el caso: hasta donde he podido saber, no ha existido siquiera una insinuación de practicar un análisis a los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne. Aún más, y como conté hace unos días, parece que en varias ocasiones los herederos de Saint-Exupéry han tratado de boicotear las investigaciones encaminadas a esclarecer el misterio de su desaparición en el mar. En primer lugar trataron de desacreditar al pescador que halló la pulsera del escritor, y posteriormente lograron bloquear durante años el examen de los restos del avión.

¿Cuál es el motivo de esta oposición? En 2004, tras el hallazgo de los restos del avión en el Mediterráneo, uno de los buceadores que participaron en la operación dijo a la agencia France Press: «no había una hélice doblada ni agujeros de bala… Viendo los fragmentos, pensamos en una hipótesis de una caída casi vertical a alta velocidad. Pero es solo una conjetura».

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

La teoría principal hasta entonces proponía que el avión de St-Ex, un aparato de reconocimiento sin armas, había sido abatido por un caza alemán. Por ello, en 1948 sus herederos obtuvieron para el escritor el reconocimiento legal de Mort pour la France, muerto por Francia. Sin embargo, a raíz de las pruebas halladas en 2004, cobró fuerza la hipótesis de que St-Ex había decidido poner fin a su vida, una idea defendida por el historiador de la aviación Bernard Mark.

Deprimido por los problemas con su esposa, las deudas y las falsas acusaciones de colaboracionismo con los nazis, bebía en exceso, y «ocho días antes de su última misión había dado pistas de que pensaba en el suicidio», dijo Mark. La noche antes de aquel vuelo final no durmió. Había dejado sus papeles en orden, había regalado su máquina de escribir y su juego de ajedrez, y había escrito sobre su indiferencia hacia la vida. Cuando el comandante de su escuadrilla supo aquella mañana que había partido, reprendió al personal de tierra: «¿Por qué diablos le habéis dejado volar?».

A raíz de todo aquel revuelo, un sobrino del escritor, Jean d’Agay, dijo que «las leyendas como Saint-Exupéry no deberían tocarse». Al parecer, incomodaba la posibilidad de que la reputación del héroe quedara deteriorada. Para dar carpetazo al asunto, el gobierno francés se adhirió a la hipótesis de que St-Ex había caído al mar debido al agotamiento del suministro de oxígeno, una idea sin prueba alguna.

Pero la historia dio un curioso giro en 2008, cuando un expiloto de la Luftwaffe alemana llamado Horst Rippert dio un paso al frente afirmando que él había derribado a St-Ex aquel 31 de julio de 1944. La historia de Rippert fue entonces cuestionada por la prensa francesa. Sin embargo, en octubre del pasado año se publicaba el libro Saint-Exupéry, révélations sur sa disparition, en el que Luc Vanrell (el buceador que encontró los restos del avión) y tres colaboradores dicen presentar pruebas de que Rippert abatió el aparato del escritor. Los autores explican la ausencia de agujeros de proyectil alegando que la parte del avión que recibió los balazos no se ha conservado.

¿Caso resuelto? Tal vez. O tal vez no. Al menos el libro quizá contribuya a que la leyenda no se toque, como deseaba Jean d’Agay. Evidentemente, una eventual identificación de los restos de Carqueiranne no aportaría nada respecto a si St-Ex fue abatido o se suicidó, pero removería un pasado que algunos prefieren dejar como está.

Sin embargo, llama la atención que uno de los firmantes del nuevo libro sea François d’Agay, otro sobrino del escritor. A esto se le pueden poner muchos nombres, pero el más aséptico de ellos es «conflicto de intereses». Aunque solo sea por el hecho de que, cuando a un artista se le concede la designación de Mort pour la France, sus herederos reciben una extensión de copyright de 30 años para sus obras en Francia. Lo que, sumado a los 70 años habituales, aún les deja a los d’Agay un par de décadas por delante para seguir percibiendo derechos por las ventas de El principito y por el uso del personaje en su país.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (I)

Como conté hace unos días, en el cementerio de Carqueiranne (Francia) reposan los restos de un aviador desconocido que apareció muerto en la costa unos días después de la desaparición en vuelo del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. ¿Sería posible averiguar si aquel cuerpo era el del autor de El principito?

Y en primer lugar, ¿a alguien le importa? Las actitudes con respecto a esto son diversas: para algunos, más aferrados a una mentalidad tradicional, el análisis de los restos humanos es una quiebra del respeto al difunto, mientras otros opinan que precisamente el respeto a la persona fallecida exige la identificación de su cadáver por los medios técnicos disponibles.

En cualquier caso y como explicaré mañana, es improbable que alguien vaya a promover el examen de los restos de Carqueiranne. Y tal vez ni siquiera quede nada que analizar. Pero si lo hubiera, ¿sería posible practicar una prueba de ADN después de tantas décadas? ¿Habría alguien con quien compararla?

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Hoy los expertos en ADN antiguo son capaces de recuperar material legible de miles de años, o incluso cientos de miles de años. Pero los científicos especializados en este campo suelen coincidir en dos cosas: una, que el éxito del test no depende tanto de la edad de las muestras como de su estado de conservación; las muestras más antiguas de ADN que han podido secuenciarse se extrajeron de cadáveres conservados en suelos congelados o de huesos encontrados en cuevas frescas y secas.

En el caso de St-Ex, como se le conoce en Francia, un cuerpo que flotó en el mar durante varios días y después permaneció enterrado durante más de siete décadas, con un traslado de restos incluido, no es desde luego la fuente óptima para obtener una muestra viable. Pero la segunda cosa en la que coinciden los expertos es: hasta que no se intenta, no se sabe si será posible; y si no se intenta, nunca se sabrá.

Una breve explicación sobre los test genéticos. Nuestras células contienen ADN en dos lugares distintos. Por un lado, el núcleo celular alberga los cromosomas que heredamos de nuestros progenitores, 22 del padre y 22 de la madre (llamados autosomas), y un par de cromosomas sexuales; XX en las mujeres, XY en los hombres.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Los test genéticos clásicos, inventados en los años 80 por el británico Alec Jeffreys y que se han empleado desde entonces para las pruebas de paternidad y los estudios forenses, se basan en el análisis de ciertas regiones de los autosomas –llamadas microsatélites– que varían en distintas personas, y que son muy diferentes entre los sujetos no emparentados. Pero este método, llamado Huella Genética o DNA Fingerprinting, es poco útil cuando se trata de muestras antiguas; en los espermatozoides y los óvulos, los pares de cromosomas paterno-materno se intercambian fragmentos entre sí, por lo que la huella genética de una persona se va diluyendo en las generaciones sucesivas.

En cambio, esto no sucede con el cromosoma sexual masculino Y, que no tiene pareja y por tanto no intercambia fragmentos con otro. Por ello, este cromosoma suele servir como referencia válida para comprobar el parentesco incluso entre dos personas separadas por muchas generaciones. Pero para que este análisis sea posible, es necesario que esas dos personas compartan el mismo cromosoma Y. Dado que este se hereda de padre a hijos varones, se incluyen en este caso los hermanos y sus ascendientes y descendientes por línea paterna masculina.

St-Ex no tuvo hijos, y su único hermano varón, François, murió a los 15 años; por cierto, sirviendo de inspiración para el personaje del principito. Para comprobar si existe hoy algún patrón de comparación del cromosoma Y sería necesario estudiar si queda algún otro descendiente masculino de sus ancestros por línea paterna; básicamente se trataría de buscar a algún pariente varón que hoy lleve el Saint-Exupéry como primer apellido. De lo contrario, si no existe, el cromosoma Y del escritor se habría extinguido con él, por lo que no habría hoy ningún familiar que sirviera como patrón de comparación.

De todos modos, la mayor dificultad con el ADN antiguo es recuperar muestras viables de los cromosomas nucleares, ya que solo hay una copia por cada célula y el material genético tiende a degradarse con el tiempo. En cambio, la probabilidad de obtener una muestra válida aumenta enormemente con el segundo lugar de nuestras células que alberga ADN, las mitocondrias.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Las mitocondrias son las pilas de la célula. Son los orgánulos que proporcionan la energía necesaria para todos los procesos celulares. Hoy se piensa que originalmente, hace miles de millones de años, eran bacterias de vida libre, que en algún momento se fusionaron con otras células para vivir en simbiosis, aportando energía y recibiendo cobijo a cambio. Como herencia de aquel pasado independiente, las mitocondrias conservan su propio ADN, que sirve para producir componentes de consumo propio. Dado que cada célula contiene cientos o incluso miles de mitocondrias, y que cada una de ellas lleva entre 2 y 10 copias de su ADN, esto significa cientos o miles de copias del ADN mitocondrial en una sola célula, lo que mejora inmensamente las perspectivas de conseguir una muestra analizable.

Sin embargo, como ocurre con el cromosoma Y, el ADN mitocondrial tampoco sirve para estudiar el parentesco entre dos personas cualesquiera, sino que deben estar relacionadas por las reglas de la herencia de este material genético. Cuando un espermatozoide fecunda un óvulo, del primero solo se conserva el núcleo, mientras que el segundo aporta la mayor parte de las estructuras celulares. Por lo tanto, hombres y mujeres llevamos el ADN mitocondrial de nuestra madre. Así, para que este genoma secundario confirme el parentesco entre dos personas, es necesario que ambas estén relacionadas por línea materna.

St-Ex tuvo tres hermanas, Marie-Madeleine, Simone y Gabrielle, con quienes compartía el ADN mitocondrial de su madre. Que yo haya podido encontrar, al menos una de ellas, Gabrielle, tuvo dos hijas, Marie Magdeleine y Mireille, y estas a su vez han tenido un total de cinco hijas (además de algún varón que, de seguir vivo, llevaría también el mismo ADN mitocondrial), por lo que parece que el ADN mitocondrial del escritor sigue vivo y que por tanto en este caso sí habría un patrón de comparación.

(Continuará mañana)

¿Debe una prueba de trastorno mental influir en las sentencias judiciales?

Esta mañana he podido escuchar cómo el primer tertuliano de radio de la temporada se transmutaba en psiquiatra experto para afirmar sin rubor ni duda que la ya asesina confesa de Gabriel Cruz es «una evidente psicópata». Lamentablemente, el tertuliano no ha detallado el contenido de sus análisis periciales ni las fuentes de su documentación, aunque algo me dice que probablemente estas últimas se resumirán en Viernes 13 parte I, II, III, IV, V y VI.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Gabriel Cruz. Imagen tomada de 20minutos.es.

Sí, todos hemos visto películas de psicópatas, tanto como hemos visto películas de abogados. Pero lo único evidente es que solo los psiquiatras están cualificados para emitir un diagnóstico de trastorno mental, y que solo los juristas están cualificados para establecer cómo este diagnóstico, si llega a existir, influye en el dictamen de una sentencia de acuerdo a la ley.

El problema es que quizá la influencia de estos diagnósticos en las sentencias no siempre sea bien recibida o entendida por el público. Obviamente, el código penal no es una ley de la naturaleza, sino una construcción humana. El diagnóstico de un psiquiatra puede ser científico (sí, el filósofo de la ciencia Karl Popper alegaba que el psicoanálisis era una pseudociencia, aunque no creo que hoy pensara lo mismo de otros enfoques como la neuropsiquiatría), pero el papel del médico forense acaba cuando presenta su dictamen, y su impacto sobre la jurisdicción es una decisión humana; que no debería ser arbitraria, pero que en ciertos casos o para muchas personas puede parecerlo.

La Ley de Ohm es la misma aquí que en Novosibirsk, pero la ley de Ohm-icidios cambia en cuanto nos desplazamos unos cuantos cientos de kilómetros. Cuando se trata de crímenes tan atroces como el de Gabriel, hemos visto de todo: asesinos convictos con una frialdad glacial sin confesión ni arrepentimiento, pero también madres destrozadas al ser conscientes de la barbaridad que cometieron cuando mataron a sus hijos en la creencia de que iban a ahorrarles sufrimiento y llevarlos a «un lugar mejor». Imagino que a su debido tiempo los psiquiatras forenses deberán determinar si la asesina de Gabriel está afectada por algún trastorno o no, ya sea transitorio o permanente, y un posible diagnóstico podría influir en su sentencia. Pero esta influencia es algo que puede variar de un país a otro.

Si no he entendido mal, y que me corrija algún abogado en la sala si escribo alguna burrada, una parte de esta heterogeneidad de criterios se debe a las diferencias en los sistemas legales. España y la mayor parte del mundo se basan en el llamado Derecho Continental, en el que prima el código legal. Por el contrario, Reino Unido, EEUU, Australia y otros países de influencia británica se rigen por el Derecho Anglosajón (Common Law), en el que la jurisprudencia manda sobre la ley. Al parecer este es el motivo de esas escenas tan repetidas en el cine de abogados, donde la presentación del precedente del estado de Ohio contra Fulano consigue finalmente que el protagonista gane el caso cuando ya lo tenía perdido.

En concreto, en EEUU esta primacía de la jurisprudencia parece marcar diferencias en cómo jueces y jurados integran un diagnóstico de trastorno mental en sus sentencias. Un estudio publicado en 2012 en la revista Science llegaba a la conclusión de que una defensa basada en un diagnóstico de psicopatía es una «espada de doble filo»: algunos jueces lo interpretan como un atenuante porque el psicópata no es plenamente responsable de sus actos, mientras que otros lo aprovechan como agravante con el fin de que una condena mayor proteja a la sociedad del psicópata.

En concreto, los autores descubrieron que los 181 jueces de EEUU participantes en el estudio tendían a aumentar sus condenas a causa de un diagnóstico de psicopatía, pero se inclinaban a aliviar este aumento de la pena cuando se les explicaban las bases biológicas y neurológicas del trastorno mental. En España y según leo en webs jurídicas como aquí, aquí o aquí, además de lo que dice al respecto el Código Penal, los trastornos mentales actúan como atenuantes o eximentes.

En los últimos años parece existir además una tendencia hacia una mayor biologización de los diagnósticos de trastorno mental en el ámbito jurídico. En EEUU llevan ya unos años utilizándose los escáneres de neuroimagen para mostrar cómo un reo muestra ciertas alteraciones en su actividad cerebral que se asocian con determinados trastornos mentales.

En algunos juicios se han presentado también análisis genéticos de Monoamino Oxidasa A (MAO-A), un gen productor de una enzima cuya carencia se ha asociado con la agresividad en ciertos estudios. Estos argumentos también han llegado a Europa, donde ya han servido para aminorar algunas condenas cuando los estudios genéticos y de neuroimagen mostraban que el condenado estaba, según ha presentado la defensa y ha admitido el juez, genéticamente predispuesto a la violencia.

Pero aunque sea una práctica común y aceptada que un trastorno mental influya en una sentencia criminal, parece evidente que este enfoque no cuenta con la comprensión general. Y no solo por parte del público. En el estudio de Science, la coautora y profesora de Derecho de la Universidad de Utah Teneille Brown concluía: «A la pregunta de ¿influye esta prueba biológica [de un trastorno mental] en el dictamen de los jueces?, la respuesta es absolutamente sí; entonces eso nos lleva a la interesante pregunta: ¿debería?»

Para algunos la respuesta es no. En un análisis publicado en 2009 en la revista Nature, el genetista Steve Jones, del University College London, decía: «el 90% de los asesinatos son cometidos por personas con un cromosoma Y; hombres. ¿Deberíamos por esto dar a los hombres condenas más leves? Yo tengo baja actividad MAO-A, pero no voy por ahí atacando a la gente».

Pero para otros, en cambio, los estudios biológicos son una interferencia irrelevante que no debería influir en la consideración de un trastorno como atenuante; en un análisis relativo al estudio de Science, el experto en leyes y neurociencia Stephen Morse, de la Universidad de Pensilvania, decía: «si la ley establece que una falta de control de los impulsos debe influir en la sentencia, ¿por qué debería importar si esa falta de control de los impulsos es producto de una causa biomecánica, psicológica, sociológica, astrológica o cualquier otra de la que el acusado no es responsable?»

Con independencia de si el trastorno debiera influir o no, como agravante o atenuante, podría parecer que pruebas como las genéticas al menos deberían ayudar a certificar el estado mental del sujeto en el momento del crimen. El pasado noviembre, el psicólogo criminal Nicholas Scurich y el psiquiatra Paul Appelbaum publicaban un artículo en la revista Nature Human Behaviour en el que notaban cómo «la introducción de pruebas genéticas de una predisposición a una conducta violenta o impulsiva está en alza en los juicios criminales».

Sin embargo, la aportación de la genética es cuestionable: los autores advertían de que esta tendencia puede ser contraproducente, ya que no existen pruebas suficientes de una vinculación directa entre ciertos perfiles genéticos y los comportamientos antisociales. «Aunque aún hay controversia, algunos juristas teóricos han sugerido que la genética del comportamiento y otras pruebas neurocientíficas tienen el potencial de socavar la noción legal del libre albedrío», escribían Scurich y Appelbaum.

En resumen, la polémica se sintetiza en una pregunta ya clásica: «¿la biología le obligó a hacerlo?» Parece que seguirá siendo un asunto controvertido, sobre todo porque toca materias muy sensibles, como la esperanza de unos padres destrozados de que se haga justicia con el asesinato de su hijo. ¿Hasta qué punto puede considerarse que una persona afectada por ciertos trastornos es responsable o no de sus actos? ¿Hasta qué punto deben estas condiciones influir en una sentencia judicial? Si hoy no creemos en el determinismo genético de la conducta, ¿tiene sentido seguir aplicando este concepto a la atenuación de penas? ¿Es una idea obsoleta? Ni la ciencia ni el derecho parecen tener todas las respuestas a unas preguntas que posiblemente vuelvan a resonar cuando se celebre el juicio de la asesina de Gabriel.

Diez ideas para entender la clonación (6-10)

Les traigo hoy la segunda parte de las diez ideas para entender qué es y para qué sirve la clonación, con el fin de evitar esa desinformación que, como les decía ayer, solo lleva al lado oscuro… Empiezo con algo que contradice lo que quizá hayan escuchado muchas veces:

6. Dolly no fue el primer animal clonado, ni el primer mamífero, y ni siquiera la primera oveja.

Como les conté ayer, entre finales del siglo XIX y principios del XX se clonaron erizos de mar y tritones, y en 1938 el alemán Hans Spemann propuso por primera vez (hay quienes lo sugirieron incluso antes, como el francés Yves Delage) la Transferencia Nuclear de Células Somáticas (SCNT en inglés), lo que hoy conocemos como el «método Dolly». Spemann nunca lo puso en práctica, y fueron los estadounidenses Robert Briggs y Thomas King quienes primero lo aplicaron con éxito en 1952 para obtener ranas clónicas.

Suele decirse que Briggs y King no conocían las ideas de Spemann, lo que resulta difícil de creer teniendo en cuenta que Spemann había ganado un Nobel. En efecto no hay ninguna referencia al alemán en el estudio de los americanos. Pero hay que tener en cuenta que, como expliqué ayer, Spemann era un científico trabajando para el Tercer Reich, por lo que no habría sido adecuado citarle.

Aún había una diferencia entre el experimento de Briggs y King y el «método Dolly»: para clonar la oveja en 1996 se utilizó el núcleo de una célula adulta (ayer expliqué brevemente el proceso), pero los dos estadounidenses tuvieron que emplear una célula embrionaria porque no lograron que funcionara con células adultas. Sin embargo, este obstáculo fue superado en 1958 por el inglés John Gurdon, que consiguió clonar ranas a partir de células adultas del intestino de un renacuajo.

El salto a los mamíferos llegó en 1975, cuando el también inglés Derek Bromhall obtuvo embriones clónicos de conejo. Dada la mayor dificultad de trabajar con células de mamíferos, Bromhall lo hizo solo con células embrionarias, y se detuvo en el paso de los embriones sin llegar a intentar producir conejos clónicos. En su día el trabajo de Bromhall fue muy divulgado, motivo por el cual el director de cine Franklin J. Schaffner solicitó la asesoría científica del británico para su película Los niños del Brasil, en la que se contaba la ficticia historia de la creación de clones de Hitler (y de la que hablé recientemente en otro medio).

La película ayudó a espolear el debate sobre la clonación humana, que tomó fuerza cuando en 1981 un investigador en Ginebra publicó la clonación de ratones, un experimento que hoy muchos consideran fraudulento. Pero poco después el danés Steen Willadsen obtuvo ovejas clónicas a partir de células embrionarias. Las de Willadsen, y no Dolly, fueron las primeras ovejas y los primeros mamíferos clonados.

Curiosamente, los experimentos del danés no fueron recibidos con tanto bombo y platillo como Dolly en la década posterior. Incluso se lee por ahí que Willadsen no llegó más allá de los embriones, a pesar de que su estudio de 1986 dice: «tres de los cuatro blastocistos [embriones] transferidos a ovejas receptoras durante la temporada de cría 1983-84 se desarrollaron hasta ovejas completas». Seguramente le faltó algo de marketing y relaciones públicas. Además de bautizarlas con nombres pegadizos.

No, no es Dolly. Primeras ovejas clonadas en 1984 por el danés Steen Willadsen. Imagen de Willadsen, Nature 1986.

No, no es Dolly. Primeras ovejas clonadas en 1984 por el danés Steen Willadsen. Imagen de Willadsen, Nature 1986.

Antes de Dolly aún hubo un paso más, el que en 1987 lograron Neal First, Randal Prather y Willard Eyestone clonando dos terneros a partir de células embrionarias. Y por fin, en 1996 llegó Dolly, creada por Ian Wilmut y Keith Campbell en el Instituto Roslin de Edimburgo. La novedad que aportó Dolly fue que por primera vez se empleó el núcleo de una célula adulta cultivada. Es decir, que Dolly fue el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta, en concreto de la glándula mamaria. Lo cual inspiró a los científicos para bautizarla en honor a los grandes pechos de la cantante Dolly Parton; esto sí es marketing, aunque la broma no fue bien recibida por todo el mundo.

Después de Dolly llegaría la clonación en otras especies, incluyendo los primeros monos clónicos creados con células embrionarias y los primeros embriones de monos clonados con células adultas. El nuevo estudio chino que comenté ayer ha conseguido los primeros monos clonados con células adultas. Entiendo que lo de células adultas, células embrionarias y embriones puede parecer un trabalenguas, pero quédense con este mensaje: todo lo contado hasta aquí se refiere a la clonación llamada reproductiva. El fin que se busca en humanos, la clonación terapéutica (que ahora explicaré), requiere poder utilizar células adultas. Esto lo logró por primera vez en 2013 el investigador ruso en EEUU Shoukrat Mitalipov.

7. Hay dos tipos de clonación, reproductiva y terapéutica.

La clonación reproductiva consiste en obtener un organismo clónico de otro. El interés en humanos es otro, la clonación terapéutica. Consiste en utilizar el núcleo de la célula adulta de una persona, por ejemplo de la piel, para producir un embrión clónico de esa persona. El embrión no se utiliza entonces para crear un bebé, sino para obtener células madre embrionarias con las cuales puedan fabricarse tejidos y órganos de reemplazo que puedan trasplantarse al paciente con un 100% de compatibilidad, ya que son sus propias células.

8. La clonación en animales es una valiosa herramienta de investigación.

Experimentos como el de Dolly y otros que he mencionado no se hacen por diversión o por un «mira lo que sé hacer», sino que son parte de algo mucho mayor, un paso en el camino hacia un objetivo: disponer de modelos animales con los que investigar nuevos tratamientos para enfermedades hoy incurables. Aunque la clonación, como ya expliqué, no es ingeniería genética, combinándola con métodos de modificación del ADN (lo que se conoce como edición genómica) pueden crearse animales idénticos excepto en un gen, por ejemplo el causante de una enfermedad.

Actualmente esto se logra con cepas puras de animales, por ejemplo de ratones, ratas o moscas, obtenidas mediante cruces endogámicos hasta que todos los individuos son genéticamente muy parecidos. Esta semejanza genética es necesaria para experimentar sobre un fondo genético conocido y uniforme, sin variables desconocidas que puedan afectar a los resultados, y con animales de control muy similares a los del ensayo. Los investigadores llevan décadas empleando estos modelos para simular enfermedades humanas, desde la diabetes al cáncer pasando por las neurodegenerativas, y estos experimentos han aportado inmensos avances a la medicina. La posibilidad de crear animales clónicos, idénticos excepto en los genes responsables de ciertas enfermedades, permitirá evitar pasos en falso y reducir los controles necesarios, lo que acelerará las investigaciones.

Algunas áreas de investigación se bastan con cultivos celulares, como era el caso de mi campo durante mi época de investigador, los procesos moleculares en células inmunitarias. Pero para estudiar la respuesta inmune in vivo o la neurodegeneración en el cerebro, o para las investigaciones farmacológicas, los animales son irremplazables. Oigan lo que oigan por ahí, es extremadamente improbable que en el futuro un sistema in vitro o in silico (informatizado) pueda sustituir por completo a un sistema vivo. Hoy las autoridades y los propios centros de investigación manejan normativas muy estrictas de bienestar animal que tratan de evitar todo sufrimiento innecesario, pero si queremos medicina, la experimentación animal continúa siendo imprescindible y probablemente siempre lo será.

Quienes se oponen a la experimentación con animales tienen todo el derecho a sostener sus convicciones, pero no tienen derecho a privar al resto de la población de los beneficios que estos ensayos aportan a la medicina. Tampoco parecería sensato que tuvieran que acogerse a la opción personal de la objeción de conciencia, renunciando a todo tratamiento médico obtenido por experimentación animal, lo que más o menos equivale a decir todo tratamiento médico. Y a falta de esta renuncia, el argumento pierde toda fuerza.

9. En humanos, la clonación terapéutica puede ser una herramienta curativa insustituible.

La clonación terapéutica en humanos es una de las líneas más prometedoras de la medicina regenerativa personalizada, aquella en la que podrán crearse órganos y tejidos a demanda para un paciente concreto con sus propias células; serán como los repuestos «de la casa».

Este procedimiento provoca rechazo por parte de ciertos grupos religiosos, ya que supone destruir un embrión viable para obtener sus células sueltas y cultivarlas. Pero la creación de embriones que no se llevan a término no es ni mucho menos una novedad: los centros de fertilidad congelan embriones que en muchos casos se desechan sin encontrar ningún fin beneficioso. Negar la posibilidad de que un embrión creado sirva para dar la vida a un paciente incurable por otras vías no parece demasiado compatible con los principios básicos del humanismo.

Extracción del ADN de un cigoto humano para introducirle después el de una célula somática. Imagen de Cell / Tachibana et al.

Extracción del ADN de un cigoto humano para introducirle después el de una célula somática. Imagen de Cell / Tachibana et al.

Existe una posible alternativa sin objeciones éticas, y es la reprogramación de células adultas; por ejemplo, tomar una célula de la piel y obligarla a que se desdiferencie, a que rejuvenezca para que pueda producir células cardíacas o hepáticas. Se está avanzando mucho en esta línea, y ya se han anunciado procedimientos que consiguen células reprogramadas muy similares a las embrionarias. En la práctica, unos métodos tendrán que medirse con otros no solo por su eficacia, sino también por su coste, para que la medicina regenerativa personalizada no sea algo reservado solo para los más pudientes.

10. Nadie en la comunidad científica está intentando crear bebés clónicos.

A lo largo de los últimos años, varios presuntos investigadores han anunciado la supuesta clonación de bebés humanos. En todos los casos se trataba de personajes pintorescos que no formaban parte de la comunidad científica, que no han publicado sus resultados ni los han puesto a disposición de otros investigadores. La clonación humana con fines reproductivos ha sido rechazada abiertamente por la comunidad científica en bloque, y no existe ningún indicio de que ningún investigador reconocido esté trabajando en esta línea.

Insisto en que esto se refiere a la comunidad científica. En China, una potencia científica creciente, muchas investigaciones aún son opacas hasta el momento en que se publican. Y esto por no hablar de casos como el de Corea del Norte, que están fuera no ya de la comunidad científica, sino casi de este planeta.