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El realismo mágico y la magufería en la literatura

Confieso, aunque no debería hacerlo sin utilizar casco reglamentario, que el García Márquez que más me ha interesado no es el que todos conocen como novelista, sino el novelista al que otros conocen como el García Márquez periodista. Otro que decía hacer periodismo, el gran Umbral, reconoció que la mejor entrevista de su vida se la había hecho Pilar Urbano cuando le preguntó: «¿Pero tú alguna vez has dado una noticia?». García Márquez sí las dio, aunque para ello tuviera que inventarlas. Sus noticias se ceñían estrictamente al dato ficticio, algo por lo que a cualquier otro lo habrían ajusticiado en la plaza pública. Pero el relato del náufrago sucesivamente entronizado y vituperado, o las desventuras del supuesto ingeniero alemán al que él trasplantó el sufrimiento de su germanismo colombiano en el caribeñismo de una Caracas sin agua, figuran para mí entre las mejores piezas de ficción jamás paridas por un juntaletras.

Y ahora viene el palo: achaco al realismo mágico la culpa de promover la adoración que profesa gran parte de la literatura actual, desde la más elevada a la más popular, hacia el esoterismo, la pata de conejo, el tarot y el influjo de los astros y el número 13, hacia un presunto mundo donde los muertos hablan, la gente predice el futuro y presiente cosas que ocurren más allá de su experiencia sensorial, y donde supuestas fuerzas cósmicas ajenas a cualquier interpretación de la física remueven y reordenan no sé qué piezas para guiar el devenir humano hacia destinos prescritos en algún ignoto códice.

En resumen, hacia todo eso que coloquialmente se conoce como magufería. Y en consecuencia, el realismo mágico ha contribuido a que esa misma literatura abomine del mundo real donde las cosas no suceden por el mero hecho de que uno se concentre muy fuertemente en desearlas, ese mundo real que durante gran parte de la historia solía nutrir el tronco del mainstream literario y que nos ha legado las mejores obras de la literatura universal, aquellas que buscaban le mot juste con el escrupuloso rigor de un científico. Y que, ¡snif!, tanto añoramos.

El problema del realismo mágico no es que introduzca factores paranormales en su narrativa. Autores intensamente admirables como Poe o Lovecraft fueron exploradores de lo fantástico e irracional, pero ellos y muchos otros utilizaron el elemento mágico para quebrar nuestro sentido de la realidad mediante un pavor hacia lo desconocido que suele indagar en los límites de la condición humana. Este es un privilegio irrenunciable de la literatura. Y tampoco afecta esta acusación a la literatura fantástica en estado puro, como la de Tolkien o C. S. Lewis, ni en estado híbrido, como la de Borges o Calvino. En estos autores la ficción crea un mundo propio en el que lo irreal se encarna en real, pero se da por sentado que el lector es consciente de que las reglas de la realidad se rompen para jugar a la fantasía, el arte de lo imposible, según la definición de Ray Bradbury. Se puede ser un rendido adorador de Stoker, pero nadie en su sano juicio cree en la existencia de Drácula. El problema con el realismo mágico es que introduce esos elementos como parte de una experiencia ordinaria, encajándolos en la categoría de normales o naturales y enalteciéndolos por una supuesta y malentendida imbricación con la sabiduría popular que acaba convirtiéndose en una orgullosa apología de la ignorancia del buen salvaje.

No pretendo defender que la literatura deba asumir una lid lanza en ristre contra las pseudociencias, magias, supersticiones, patrañas y engañifas. En general, no creo que la literatura deba cumplir ninguna función social en particular. Si he clamado en este blog contra el concepto utilitarista de la ciencia, aplicar la misma visión al arte en general o a la literatura en particular sería sencillamente una perversión moral, además de una tendencia hacia la ideologización de la creatividad que resulta antipática y aborrecible. Cada autor escribe lo que le sale de dentro del pellejo, y cada lector lee lo que le apetece. Pero el hecho de que esta querencia por la magufería permee la literatura actual nos advierte de que la separación entre realidad y magia se sigue manifestando a través de dos mundos en general difícilmente reconciliables, el de la ciencia y el de la literatura, y que apenas hemos avanzado un paso desde que Aldous Huxley publicó en 1963 su libro Literature and science, en el que iluminaba el paisaje de esta brecha.

Tampoco es mi intención sugerir que la literatura reemplace el argumento emocional por el racional, ni mucho menos que la literatura deba caminar iluminada por el pensamiento empírico. Soy escritor y periodista de ciencia, pero solo una de mis tres novelas, Tulipanes de Marte, aborda argumentos científicos y al pasar roza la crítica de algunas pseudociencias; no tengo previsto en un futuro próximo volver a internarme en ese terreno. El territorio de la novela es fundamentalmente emocional, y el reto del escritor es explicar con palabras lo que debe comprenderse sin palabras. En su artículo El significado del arte y la ciencia, publicado en la revista Engineering & Science en 1985, el científico y filósofo Gunther Stent, uno de los fundadores de la biología molecular, citaba una anécdota atribuida a Beethoven: después de estrenar en público su sonata Claro de luna, alguien le preguntó qué significaba, de qué trataba. Sin decir palabra, Beethoven se sentó de nuevo al piano y tocó la pieza por segunda vez.

En el mismo texto, Stent escribió este párrafo tremendamente lúcido y esclarecedor:

El dominio abordado por el artista es la realidad interior y subjetiva de las emociones. La comunicación artística, por tanto, atañe principalmente a las relaciones entre los fenómenos privados de significado afectivo. En contraste, el dominio del científico es la realidad exterior y objetiva de los fenómenos físicos. La comunicación científica, por tanto, atañe a las relaciones entre los eventos públicos. Esta dicotomía de dominios no implica, sin embargo, que una obra de arte está totalmente desprovista de todo significado exterior.

De la reflexión de Stent se deduce que el arte, o en nuestro caso la literatura, es soberana en la comunicación emocional, pero tiene la libertad de elegir el alcance de su territorio. Lo que podríamos añadir es que la forja de las mayores pasiones en la historia de la literatura nunca ha precisado del recurso a la hechicería para aumentar este alcance. La vida ya contiene buenas dosis de asombro como para que exista la menor necesidad de añadirle fuegos fatuos. La realidad ya es suficientemente irracional como para irracionalizarla aún más con disparates descabellados. El motor que mueve nuestra existencia, que no es otro que la ilusión (atiendan a esta revelación personal), es lo bastante potente como para que sea pertinente trucarlo con artificios de ilusionismo.

Somos pequeños animales viajando por el espacio sin motivo aparente en esta roca mojada que llamamos Tierra. ¿No es eso, por sí solo, increíble? Durante los años en que pululamos sobre la corteza terrestre sin saber muy bien por qué, tenemos la oportunidad de vivir, de gozar, de sufrir, reír y llorar, amar y odiar, de escuchar al gran Beethoven, de contemplar el oleaje del viento en un mar de cereal, de dar la vida a otros y, al final, de dejar algo tras nuestro paso por lo que merezca la pena que alguien nos recuerde. ¿No son suficientes emociones?