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Mi carta a los reyes: quiero una Torre Eiffel

Más allá de su hermosa imagen como puente metálico hacia el cielo, la Torre Eiffel se erigió con el propósito de no tener propósito. Es, quizá, el más grandioso de todos los monumentos inútiles, o el más inútil de todos los grandiosos (si acaso, en enconada pugna con el monte Rushmore). Sí, de acuerdo; la espícula de su cumbre sostiene varias antenas, pero es obvio que esto no es un fin, sino un pretexto. La construcción de la torre no respondía a otro principio que el de “mirad lo que podemos hacer”. Y podían.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

Nombres de científicos franceses en el friso de la Torre Eiffel. Ricce.

La cuestión que quiero pescar aquí, y que justifica hablar del monumento parisino en este blog y en este día, es por qué podían. Cualquiera que se haya arriesgado, como el viajante de Miller, a partirse el cuello para ver la estrella más brillante de la ciudad de la luz, habrá observado que el friso en torno a la primera planta está decorado con una serie de inscripciones. Aquí la grandeur desperdició la oportunidad de colocar un discurso elegíaco para, en su lugar, limitarse a enumerar una lista de nombres. Concretamente, setenta y dos. Son grandes monstruos de la ciencia y la ingeniería francesas que cualquier estudiante de estas disciplinas ha debido esculpirse en hierro en el friso de su cerebro: Lavoisier, Coulomb, Lagrange, Laplace, Poncelet, Cuvier, Ampère, Gay-Lussac, Becquerel, Coriolis, Cauchy, Poinsot, Foucault, Fourier, Carnot… Y así hasta setenta y dos. Impresionante currículum científico para un país.

Llegamos a la respuesta a la pregunta: ¿por qué podían? Podían gracias a esos setenta y dos, y a otros como ellos. La Torre Eiffel fue un icono de modernidad futurista cimentado sobre el trabajo de los científicos franceses. Ellos, más que metafóricamente, sostienen la torre.

Ahora, volvamos a casa. No es algo frecuente que un estudiante de ciencias se tope en sus textos con un Teorema de García, una Ley de Jiménez o una Ecuación de Romerales. Hace un siglo, dos mentes preclaras debatían a propósito de la europeización de España, algo que incluía la necesidad de abrazar el cambio productivo hacia la ciencia y la tecnología (¿les suena?). Uno de los dos, Miguel de Unamuno, repitió machaconamente esa frase lapidaria tantas veces citada y de la que ya nos hemos desprendido intelectuamente, pero cuyos efectos continuamos arrastrando: “¡Que inventen ellos!”.

Nosotros no tenemos una Torre Eiffel porque no hemos asentado los cimientos científicos y tecnológicos para tenerla. No nos la hemos ganado. Tenemos ortegas, unamunos, dalís, quevedos y fallas, pero no heisenbergs, darwins ni fermis (y un solo Cajal). En cambio, hemos tenido grecos, boccherinis y daríos; artistas a los que acogimos en su expatriación.

De acuerdo: la ciencia es un asunto global. Ya lo era antes de que se hubiera inventado la globalización. Pero sus repercusiones a largo plazo en el desarrollo engrandecen sobre todo al país que la alimenta. Severo Ochoa fue un científico estadounidense que consiguió un premio Nobel para Estados Unidos. Reproduzco lo que escribía hace un año en El País la microbióloga española Purificación López-García, directora de investigación del CNRS francés:

La investigación que yo hago es internacional, pero si tuviera que ser de alguien, sería francesa y europea, pues son instituciones francesas y europeas, pero no españolas, quienes la hacen posible. La ciencia que hacemos los cerebros fugados ya no pertenece a España. Si España quiere enorgullecerse de su ciencia, que la financie.

Sobre lo acontecido ayer en Madrid, que fue una verdadera noticia (en el estricto sentido de nueva; algo que solo tiene precedente 39 años atrás, a gran diferencia de lo que suele gastar la tinta de los diarios a diario), no pretendo entrar aquí en la discusión relativa al modelo de Estado o su jefatura. Primero, porque cantar a coro me produce anafilaxis, algo probablemente derivado de mi espíritu de animal de sabana. Pero sobre todo, porque este es un blog de ciencia y, en el fondo, qué demonios importa a nadie lo que yo opine al respecto. En cambio, y desde el territorio de este blog, en especial el de la ciencia expatriada, quiero aprovechar tan señalada ocasión para escribir mi carta a los nuevos reyes.

Dicen que el nuevo monarca es un tipo del siglo XXI (cosa que no alcanzo a comprender, pues nací solo un mes antes que él), y que alberga un empeño personal en que la ciencia ocupe el lugar que le corresponde en este país. Como mínimo, es ciertamente fresco y alentador escuchar la siguiente rarity en un discurso de proclamación de un rey, por obvia que resulte la proposición en otros contextos: «Tenemos ante nosotros el gran desafío de impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la investigación, que son hoy las verdaderas energías creadoras de riqueza».

Aunque el rey reine, y no gobierne, desde esa posición de «árbitro y moderador» puede ejercer una influencia decisiva para promover la cultura científica y el impulso a la investigación en España, si asume este objetivo como tarea urgente y se compromete a que estas ideas formen parte integral y permanente de su discurso y de la línea de actuación de su reinado. Así que, en la esperanza de que algún día Ortega tumbe por fin a Unamuno, desde aquí le pido al nuevo rey Felipe VI: quiero una Torre Eiffel.