Entradas etiquetadas como ‘extinción K/T’

Cuando despertaron los mamíferos, ¿dónde estaban los dinosaurios?

Un divertido experimento mental aventura que, de no haber tenido lugar la extinción masiva de casi todos los grupos de dinosaurios hace 66 millones de años, el mundo habría continuado progresando con los reptiles como especies dominantes. Entre todos los dinosaurios, el paleontólogo canadiense Dale Russell eligió al troodón como ancestro de una línea que podía haber llevado al desarrollo de una especie inteligente, ya que este animal tenía una alta encefalización, dedos hábiles y visión binocular.

Recreación de un dinosauroide en el Museo de los Dinosaurios de Dorchester (Reino Unido). Imagen de Wikipedia.

Recreación de un dinosauroide en el Museo de los Dinosaurios de Dorchester (Reino Unido). Imagen de Wikipedia.

Así, hoy todos los humanos seríamos lo que ha venido en llamarse dinosauroides; o para entendernos, reptilianos. (Nota: pero no por ello seríamos menos humanos, ya que la etimología de humano no tiene nada que ver con los primates o los mamíferos en general; humano viene de humus, del suelo).

La hipótesis de Russell ha sido repetidamente criticada por antropocéntrica. Pero hay al menos otras dos objeciones. En primer lugar, asumir que era obligatoria la aparición de una especie suprema inteligente como culminación de la evolución es una línea de pensamiento biológicamente obsoleta.

Como ya expliqué aquí, esa necesidad de que en todo planeta habitado (si es que hay más) tenga que surgir lo que Carl Sagan llamaba “el equivalente funcional del ser humano” es lo que el científico planetario Charley Lineweaver ha denominado “la falacia del planeta de los simios”. Como argumentaba Lineweaver, ese experimento de evolución separada ya tuvo lugar aquí mismo, en la Tierra; y no surgieron humanos, sino canguros.

Además hay otro problema. Y es que no está nada claro que la evolución de los mamíferos necesitara realmente de la extinción de los dinosaurios. Tradicionalmente se asumía que así era: hasta el día D de hace 66 millones de años, cuando cayó aquel asteroide en Yucatán, los dinosaurios vivían pletóricos y felices a sus cosas, pero aquella roca lo cambió todo. Los mamíferos, hasta entonces unos seres pequeños, inmundos y rastreros que se escondían bajo el suelo, se encontraron de repente con todo un mundo virgen por conquistar.

Si embargo, no parece que fuera así. Como ya conté hace unos días, los dinosaurios sufrían una lenta decadencia desde millones de años antes del impacto. Las especies se destruían más deprisa de lo que aparecían otras nuevas, lo que es signo del declive de un taxón o grupo biológico. Si es que realmente fue el asteroide el que les dio el golpe de gracia, lo cierto es que su destino ya era incierto por entonces.

Pero es que la idea de los mamíferos acechando en las sombras a la espera de su momento de gloria tal vez sea errónea. En años recientes, el descubrimiento de nuevos fósiles de mamíferos del Mesozoico (la era de los dinosaurios) ha revelado que por entonces ya se estaban sentando las bases de lo que sería la posterior explosión biológica de este grupo. Mucho antes de la extinción de los dinosaurios, los mamíferos se estaban diversificando en grupos que colonizaban hábitats numerosos, y estaban adquiriendo especializaciones anatómicas muy variadas. Y lo cierto es que habían tenido tiempo de sobra para ello: los terápsidos, el grupo de reptiles que dio origen a los mamíferos, se remonta a hace más de 270 millones de años.

Un solenodonte de La Española. Imagen de Wikipedia.

Un solenodonte de La Española. Imagen de Wikipedia.

Algunas de aquellas especies de mamíferos han podido perdurar casi intactas hasta hoy. El pasado abril se publicó la secuencia del genoma mitocondrial (el que se transmite solo por línea materna) del solenodón, solenodonte o almiquí, un pequeño mamífero venenoso único en su familia que vive en las islas de Cuba y La Española (República Dominicana y Haití). La datación genética muestra que ya existía hace 78 millones de años, compartiendo este planeta con los dinosaurios, y que fue uno de los supervivientes al gran cataclismo.

Es más: la extinción K-Pg, la que puso fin al reinado de los dinosaurios, no fue menos letal para los mamíferos. Una revisión del registro fósil publicada en junio de este año descubre que el asteroide acabó con el 93% de las especies de mamíferos presentes entonces. Simplemente, los pocos supervivientes supieron adaptarse mejor que otros grupos a las nuevas condiciones, lo que explica su rápido e intenso rebote: solo 300.000 años después del asteroide, ya duplicaban la diversidad que tenían antes de la extinción.

En resumen, y por muy atractiva que nos resulte la hipótesis del dinosauroide, la realidad es que no sabemos cuáles habrían sido los caminos de la evolución si aquella roca hubiera pasado de largo. Pero a medida que el conocimiento aumenta y las herramientas informáticas progresan, cada vez es posible elaborar simulaciones evolutivas más complejas. Tal vez algún día tengamos una respuesta, aunque sea teórica.

Claro que todo lo anterior es, como ya he explicado, provisional. De hecho, otro estudio reciente publicado en la revista Systematic Biology ha reanalizado datos de secuencias de ADN de distintos grupos de mamíferos calibrándolos con el registro fósil para establecer su antigüedad, llegando a la conclusión de que la diversificación comenzó con el fin de los dinosaurios, y no antes. Pero el autor del estudio, Matthew Phillips, de la Universidad de Tecnología de Queensland (Australia), eligió un grupo concreto de fósiles para la calibración, así que otros deberán confirmar el resultado, o tal vez rebatirlo. Nadie dijo que fuera fácil saber lo que ocurrió cuando no estábamos allí para verlo.

Cuando despertamos, los dinosaurios ya no estaban allí

Ese es el problema: que cuando despertamos como especie, los dinosaurios ya habían desaparecido mucho tiempo atrás, a excepción de las aves. Lógico, pensarán algunos; de no haber sido por aquel asteroide que cayó hace 66 millones de años, nosotros no estaríamos aquí, y nuestro lugar lo ocuparía un dinosauroide inteligente, tal vez algo así como un Troodon sapiens muy parecido a los reptilianos de la serie V.

Pero ¿seguro?

¿Seguro que fue un asteroide?

¿Y seguro que no estaríamos aquí de no ser por aquella extinción masiva?

Representación de la muerte de dinosaurios por erupciones volcánicas. Imagen de Wikipedia.

Representación de la muerte de dinosaurios por erupciones volcánicas. Imagen de Wikipedia.

Averiguar lo ocurrido cuando no estábamos aquí para verlo es una de las tareas más complicadas de la ciencia. El de los dinosaurios no es el más peliagudo de estos casos de CSI planetario (este sería el origen de la vida en la Tierra) ni tampoco fue aquella la mayor extinción masiva de la historia, pero sí la que más cautiva la imaginación popular.

En cuanto a las dos preguntas, la segunda la dejaremos para otro día. Hoy quiero centrarme en la primera. Miren, reconozco que este asunto llega a ser un poco cansino. Si ustedes son aficionados a seguir las noticias sobre ciencia, en los últimos años habrán podido leer los siguientes titulares:

Un asteroide no mató a los dinosaurios (2009)

Una teoría grabada en piedra: un asteroide mató a los dinosaurios, después de todo (2010)

Nuevas dataciones ligan las erupciones volcánicas a la extinción de los dinosaurios (2014)

No, los volcanes no mataron a los dinosaurios (abril de 2016)

¿Qué mató realmente a los dinosaurios? (ambas cosas, asteroide y volcanes) (julio de 2016)

E incluso:

¿Fue el incendio de un vertido de petróleo lo que mató a los dinosaurios? (julio de 2016)

Pensarán ustedes que los científicos aún no tienen la menor idea sobre qué fue realmente lo que mató a los dinosaurios. Esto es cierto en el caso de algunos. Pero otros sí lo tienen perfectamente claro; solo que un bando y otro tienen muy claras explicaciones distintas.

Las dos teorías en conflicto (y lo de «conflicto» no es una exageración, como también repasé aquí) son el impacto de un asteroide o cometa hace 66 millones de años, y un episodio de vulcanismo masivo en la meseta del Decán (en la actual India) que duró 750.000 años. Los que defienden la primera opción aseguran que son mayoría, y probablemente es cierto. Pero cuando además afirman que los del bando contrario no tienen pruebas de lo que sustentan, están haciendo exactamente lo mismo que sus oponentes dicen de ellos.

Hace un par de meses escribí un reportaje sobre el estado actual de la cuestión, pero nada parece indicar que haya un consenso próximo. En líneas generales, podríamos decir que los partidarios del vulcanismo tienden a aceptar que ambas catástrofes tuvieron su parte de culpa, ya que el impacto del asteroide pudo provocar tal sacudida en el manto terrestre que intensificó las erupciones. En cambio, la postura predominante en el bando del asteroide es que los volcanes produjeron un bonito espectáculo de pirotecnia natural, pero nada más.

La última pieza hasta hoy de este complicado puzle ha llegado este mismo mes. Investigadores de las Universidades de Florida y Michigan (EEUU) han analizado el calentamiento del océano Antártico en un período de 3,5 millones de años antes y después de la llamada frontera K-Pg, el límite que marca la gran extinción en el registro geológico. Para ello han empleado una nueva técnica que analiza los isótopos de oxígeno de los fósiles de moluscos bivalvos atrapados en la roca.

La conclusión de los investigadores es que hubo dos picos de calentamiento diferentes, uno que se corresponde con las erupciones del Decán y otro que coincide con la caída del asteroide, y que ambos provocaron la extinción de especies distintas. En resumen, el estudio apoya la solución salomónica de que aquel fue un millón de años de increíble mala suerte.

Pero claro, el trabajo se refiere a las almejas, no a los dinosaurios. Aunque sus resultados pueden ser indicativos sobre las causas generales de la extinción masiva, no necesariamente son aplicables a un grupo concreto de reptiles terrestres.

Y en lo que se refiere a los dinosaurios, las cosas se han embrollado aún más con el hallazgo reciente de que la desaparición de estos animales no fue una operación relámpago, como debería haber sido si la única culpa recayera en el asteroide, sino que fue un declive lento a lo largo de millones de años.

En 2012, un estudio del Museo de Historia Natural de EEUU descubrió que algunos grupos de dinosaurios estaban sufriendo un lento declive en los últimos 12 millones de años antes de la gran extinción. Esta caída en cámara lenta afectaba a los grandes herbívoros, pero no a los pequeños, ni a los carnívoros como el T-rex. Pero tampoco a los herbívoros gigantescos como los saurópodos ni a todos los grupos por igual en diferentes regiones de la Tierra, lo que hacía sospechar algo, pero no aclaraba qué era ese algo.

En abril de este año, otro estudio insistía en la misma idea. En este caso, investigadores de las Universidades británicas de Bristol y Reading concluían que en los 50 millones de años anteriores al impacto hubo un declive que afectó a casi todos los grupos, pero más a los saurópodos. Los autores sugerían que esto los hizo más vulnerables a la extinción provocada por el asteroide. Pero ni una palabra concreta sobre las posibles causas de esta lenta decadencia.

Así que pregunté sobre ello al primer autor del estudio, Manabu Sakamoto. “No tenemos una idea clara de qué causó el declive gradual”, me dijo. “El Cretácico vio muchos cambios ambientales drásticos, incluyendo un cambio en el clima de un invernadero estable a un enfriamiento global, vulcanismo intenso, y ruptura de supercontinentes. Cualquier combinación de estos factores pudo contribuir a la desaparición de los dinosaurios”.

Por las mismas fechas se publicó otro estudio que parecía descartar el papel de los volcanes en la extinción, ya que según sus autores la alteración del CO2 atmosférico causada por las erupciones había sido neutralizada mucho antes de la caída del asteroide. Sus autores defienden el objeto espacial como única causa de la extinción, así que le pregunté a su autor principal, Michael Henehan, de la Universidad de Yale, cuál podía ser en su opinión la causa del declive descrito por Sakamoto y sus colaboradores.

Henehan subrayó que no pudieron ser los volcanes, ya que las erupciones comenzaron solo un millón de años antes de la extinción. “Estos patrones pueden ser más bien el resultado de la expansión de las plantas con flores por aquella época. Esto significaría nuevos tipos de vegetación a costa de los antiguos, y por tanto nuevos nichos ecológicos a rellenar por los herbívoros”.

Sin embargo, Henehan no parecía estar muy de acuerdo con que el declive dibujara un panorama más propenso a la extinción. Por ejemplo, apunta que los cocodrilos probablemente eran mucho menos diversos que los dinosaurios por entonces, y sin embargo pasaron el filtro de la extinción.

En resumen, entre asteroides, volcanes, enfriamientos, continentes que se rompen y plantas que aparecen y desaparecen, seguimos sin tener una idea demasiado clara sobre cuál fue exactamente el proceso que borró del mapa a todos los grandes dinosaurios, mientras que muchos otros contemporáneos suyos lograron sobrevivir y prosperar, incluidos nuestros antepasados directos.

Respecto a esto último, tradicionalmente se ha dicho que los mamíferos de entonces, pocos, pequeños y subterráneos, lograron sobreponerse a la catástrofe, salir a la superficie y encontrarse con todo un mundo por conquistar, ocupando los nichos que los dinosaurios habían dejado libres, proliferando, diversificándose y llegando a dominar la Tierra.

Pero ¿seguro?

La extinción de los dinosaurios, un debate a garrotazos

Quizá existan científicos que se levanten de la cama cada mañana movidos por el ánimo de transformar el mundo. Alguno habrá. Y tal vez existan otros tan inflados por su propia suficiencia que rueden por el mundo aplastando egos más débiles. Alguno habrá. Con esto quiero decir que, clichés aparte, los científicos son personas normales como cualesquiera otras, adornadas por sus mismas virtudes y envilecidas por sus mismos defectos.

Pero la ciencia tiene sus reglas y sus convenciones, y de un debate científico siempre se espera que se mantenga ajeno al trazo grueso, el garrotazo y el exabrupto hoy tan típicos en otros foros de discusión, como la política o el fútbol. En la discusión científica prima el guante de seda; no solo por un elemental respeto a la eminencia del contrario, sino porque, de acuerdo a las normas del juego, uno podría estar finalmente equivocado, al contrario que en la política y en el fútbol. En resumen: si alguien, como un periodista, tratase de arrojar a dos científicos al ring esperando una pelea, lo más probable sería que ni siquiera llegaran a ocuparlo, enredados en el empeño de cederse mutuamente el paso. Y eso, aunque interiormente se estén ciscando en toda la parentela del oponente, como cualquier persona normal.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Pero siempre hay excepciones. Hoy voy a contar una de ellas que, lamentablemente, deja a una de las partes severamente afeada. El caso al que me refiero es el debate sobre la causa de la extinción de los dinosaurios. O para ser más precisos, la extinción del 75% de la fauna del Cretácico en la transición del Mesozoico al Cenozoico, hace 66 millones de años. Como ayer expliqué, la causa más aceptada por la comunidad científica y más conocida por el público es el impacto de un asteroide o un cometa que abrió un enorme cráter en la península de Yucatán. Pero frente a esta hipótesis, una corriente minoritaria de científicos defiende que la llamada Extinción K-T se debió a una gigantesca y prolongada erupción volcánica en la actual India que creó las formaciones conocidas como Traps del Decán.

Ayer repasé que estas dos teorías nacieron casi de forma simultánea, a finales de la década de 1970, y que se confrontaron por primera vez en un congreso en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. La hipótesis del asteroide era la criatura de los Alvarez, Luis Walter y Walter, padre e hijo, descendientes de un emigrante asturiano a EE. UU. e investigadores de la Universidad de California en Berkeley; mientras que Dewey McLean, de Virginia Tech, llevaba bajo el brazo su teoría del vulcanismo.

De aquella reunión científica comenzó a surgir la hipótesis del asteroide como la vencedora. Pero por desgracia, esta primacía no resultó de un sereno y razonado debate científico, de esos de guante de seda. En la web donde desarrolla su teoría del vulcanismo en el Decán, McLean expone en primera persona cómo transcurrió aquel 19 de mayo de 1981 en la reunión K-TEC II (siglas en inglés de Cambio Medioambiental Cretácico-Terciario II) en Ottawa, así como los acontecimientos posteriores que, dice, casi destruyeron su carrera y su salud.

Luis Alvarez, ganador del Nobel, autor de la teoría de que un gigantesco asteroide se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años provocando una extinción masiva que borró gran parte de la vida terrestre, incluyendo a los dinosaurios, me lanzó enrojecido una mirada asesina a través de las mesas que nos separaban. Él y su equipo del impacto de Berkeley habían abierto la reunión K-TEC II presentando pruebas a favor de su teoría, y ya antes de la primera pausa de café estaba surgiendo el conflicto. La prueba primaria para la teoría del impacto de Alvarez era el enriquecimiento del elemento iridio en los estratos geológicos del límite Cretácico-Terciario (K-T). Algunos objetos extraterrestres son ricos en iridio, y Alvarez alegaba que el iridio en el límite K-T era una prueba del impacto. Yo no estaba de acuerdo. Argumenté que el iridio K-T probablemente se había liberado a la superficie terrestre por el vulcanismo.

McLean pasa después a relatar cómo Alvarez se iba mostrando molesto a medida que él exponía su teoría de que la extinción K-T, así como el iridio, se debían al vulcanismo que originó las Traps del Decán. Según McLean, Alvarez se jugaba mucho con su teoría, ya que la NASA la había escogido como justificación de un programa destinado a vigilar los objetos espaciales, en un momento en que la administración de Ronald Reagan aplicaba drásticos recortes a los presupuestos de la agencia para invertirlos en la defensa espacial, lo que se conoció como Star Wars.

Mientras discutía cómo el vulcanismo en las Traps del Decán probablemente liberó el iridio K-T a la superficie terrestre, Alvarez inclinó su elevada talla sobre la mesa hacia mí, su cara enrojecida y sus ojos como los de una rapaz fijados en su presa –yo. Estaba obviamente molesto con mi atribución del pico del iridio K-T –la base de su teoría del impacto– al vulcanismo en las Traps del Decán.

Dale Russell, el convocante de la reunión K-TEC II, abrió una pausa para café. Los otros 23 participantes se dirigieron hacia la cafetera. Alvarez se dirigió hacia mí.

«Dewey, quiero hablar contigo», dijo Luis Alvarez, dirigiéndome hacia un rincón a través de la amplia sala, lejos de los otros científicos. Nos miramos el uno al otro brevemente.

«¿Planeas oponerte públicamente a nuestro asteroide?», dijo Alvarez.

«Dr. Alvarez, llevo mucho tiempo trabajando en K-T», dije. «Publiqué mi teoría del efecto invernadero dos años antes de que usted publicara su teoría del asteroide».

«Déjame prevenirte», dijo. «Buford Price trató de oponerse a mí, y cuando terminé con él, la comunidad científica ya no presta atención a Buford Price». (Yo nunca había oído hablar de un tal Buford Price antes del comentario de Alvarez).

«Dr. Alvarez, hice el primer trabajo mostrando que el efecto invernadero puede causar extinciones globales», dije. «Hoy nos enfrentamos a un posible efecto invernadero. Tengo la obligación de continuar mi trabajo…»

«Estás avisado», dijo, girándose bruscamente y alejándose, con largas zancadas y sin mirar atrás, hacia donde los otros científicos estaban tomando café.

McLean prosigue:

Aquella tarde, otro miembro del [equipo del] impacto de Alvarez, Walter Alvarez, hijo del Nobel Luis Alvarez, me dijo, «Dewey, cuéntalos, 24 están con nosotros. Estás solo. Si sigues oponiéndote a nosotros, acabarás siendo el científico más aislado del planeta».

Los Alvarez, estaba claro, tratarían con dureza a cualquiera cuya investigación se interpusiera en el camino de sus objetivos, hasta el punto de intimidarlos hacia el silencio.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

McLean pasa a narrar cómo Alvarez hizo realidad su amenaza. En otra reunión científica posterior se dedicó a difamarlo ante el resto de sus colegas, como supo el propio afectado de labios de esos mismos científicos. Más tarde, continúa McLean, los efectos de la campaña llegaron al departamento de Ciencias Geológicas de Virginia Tech, donde él trabajaba. El responsable del departamento, un petrólogo llamado David Wones que había apoyado el trabajo de McLean, se volvió en su contra cuando supo que se había ganado la enemistad de un poderoso premio Nobel. Wones pasó de escribir: «Dewey es uno de los pensadores creativos y originales del departamento… Si está en lo cierto en su análisis de las extinciones fósiles, el departamento habrá acogido a una de las principales figuras de nuestro tiempo», a asegurar que McLean no tenía futuro allí y que debería reubicarse a otro lugar. De un amigo de la oficina del decano le llegó el rumor de que alguien podía «resultar despedido» a causa del debate científico K-T, y McLean era el único en el campus que investigaba sobre ello.

Según McLean, el estrés debido al acoso que sufrió comenzó a minar su salud en 1984. «Nunca me he recuperado física ni psicológicamente de aquella dura experiencia», escribe. A medida que la teoría de Alvarez ganaba adeptos, McLean se iba quedando solo, tal como su oponente le había advertido. Entre los causantes de su derrumbe profesional y personal, además de Alvarez, McLean cita a dos prominentes paleobiólogos que apoyaban la hipótesis del asteroide y que fueron los responsables de volver a Wones en su contra: David Raup, y nada menos que Stephen Jay Gould, una de las figuras más importantes de la biología evolutiva del siglo XX por sus teorías científicas y sus libros de divulgación. La prensa compró rápidamente la excitante teoría del impacto, e incluso revistas como Science o Nature se situaron del lado de la hipótesis extraterrestre. McLean ha documentado todo el proceso con escritos y cartas que está reuniendo en un libro sobre la historia del debate K-T.

Siempre que conocemos una versión de una historia, surge la necesidad de escuchar a la parte contraria. Pero en este caso existen suficientes datos de otras fuentes como para prestar credibilidad a la narración de McLean; él y Buford Price no fueron los únicos que sufrieron las consecuencias de oponerse científicamente a Alvarez. El nieto del médico asturiano, originalmente físico teórico, había ganado el Nobel de Física en 1968 por su trabajo en las interacciones de las partículas subatómicas. Pero antes de eso había participado en el Proyecto Manhattan destinado a la fabricación de la bomba atómica y liderado por Julius Robert Oppenheimer. En su libro Lawrence and Oppenheimer, Nuel Pharr Davis escribió cómo Alvarez contribuyó a la caída en desgracia de Oppenheimer:

Uno de los líderes del mundillo atómico dijo que estaba conmocionado por una pista que captó en 1954 sobre la manera en que la furia y la frustración habían afectado a la mente de Alvarez. «Recuerdo una conversación traumática que tuve con Alvarez. Fue antes de las Audiencias (las audiencias de Oppenheimer). Quiero dejar claro que no estoy citando sus palabras sino tratando de reconstruir su razonamiento. Lo que parecía estar contándome era: Oppenheimer y yo a menudo tenemos los mismos datos sobre una cuestión y llegamos a decisiones opuestas –él a una, yo a otra. Oppenheimer tiene una gran inteligencia. No puede estar analizando e interpretando los datos erróneamente. Yo tengo una gran inteligencia. No puedo estar equivocándome. Así que lo de Oppenheimer debe de ser falta de sinceridad, mala fe –¿quizá traición?»

En otra ocasión, Alvarez envió una carta a Robert Jastrow, que en 1984 dirigía el Instituto Goddard de la NASA y que se estaba significando como oponente a la teoría del asteroide. En su misiva, Alvarez escribía:

Así que Dewey ya es una persona olvidada en este campo, o cuando se le recuerda, es solo para unas buenas risas en el cóctel de clausura de la reunión sin Dewey… Me apena decirte que te veo recorriendo el camino de Dewey McLean.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

No faltaron las voces de denuncia contra las actitudes y maniobras de Alvarez. En 1988 el paleobotanista Leo Hickey le definió como «ruin, intolerante, terco, iracundo, viejo bastardo irascible». El propio físico tampoco se molestaba en ocultar su carácter hosco y arrogante. En un artículo sobre el debate K-T publicado en 1988 en The New York Times, Alvarez respondía a las objeciones de los paleontólogos, que criticaban la teoría del impacto alegando que el registro fósil no mostraba una extinción súbita sino gradual. Y lo hacía así: «No me gusta hablar mal de los paleontólogos, pero realmente no son muy buenos científicos. Son más bien como coleccionistas de sellos». En sus declaraciones al periodista Malcolm W. Browne, Alvarez tampoco desaprovechaba la ocasión de arremeter contra McLean: «Si el presidente de la Facultad me hubiese preguntado qué pensaba de Dewey McLean, le habría dicho que era un pelele. Pensaba que había sido expulsado del juego y había desaparecido, porque ya nadie le invita a conferencias».

Lo cierto es que Alvarez no es probablemente el único censurable en lo que llegó a llamarse «el tiroteo en la frontera K-T». Como repasaba un artículo sobre el debate publicado en Science el pasado diciembre con ocasión del hallazgo de nuevos datos a favor de la hipótesis del vulcanismo en el Decán, el tono de las críticas y manifestaciones de ambos bandos en disputa a menudo ha cambiado el guante de seda por el garrote. Y lo que es incluso peor: las declaraciones sugieren que los partidarios de cada bando están atrincherados en sus hipótesis respectivas que asumen como verdaderas, y para las que buscan desesperadamente confirmación, no contrastación. Es decir; no cuestionan sus hipótesis en busca de una verdad científica, sino que trabajan en posesión de ella. Y esta no es una buena manera de hacer ciencia.

Dewey McLean se jubiló en 1995. Por su parte, Luis Walter Alvarez falleció en septiembre de 1988 a causa de un cáncer. Nadie ha cuestionado jamás su genio científico. Pero, que yo haya podido encontrar, tampoco nadie ha alabado jamás su calidad humana. Ni siquiera sus partidarios. En el artículo de Science, el geólogo Paul Renne, de la Universidad de California en Berkeley, que defiende la teoría del impacto y ha firmado estudios con Walter Alvarez (hijo), reconocía: «Luis no era una persona amable. Muchos con visiones opuestas resultaron avasallados». Los científicos son personas normales. A veces, por desgracia.

Los dinosaurios, entre la espada (el asteroide) y la pared (los volcanes)

Probablemente la mayoría del público informado sabe que un asteroide (o un cometa) fue el culpable de la extinción de los dinosaurios no aviares –recuerden: las aves también SON dinosaurios–. Y sin embargo, quienes menos convencidos están de ello son precisamente algunos científicos. La hipótesis de un objeto procedente del espacio que abrió el inmenso cráter de Chicxulub, en la península mexicana de Yucatán, es la más aceptada, pero no la única; dejando de lado otras ideas menos plausibles, su rival más pujante es la teoría del cambio climático causado por el vulcanismo.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

De hecho, ambas teorías nacieron casi al mismo tiempo, enfrentándose por primera vez durante un congreso celebrado en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. El equipo de la Universidad de California en Berkeley liderado por Luis Walter Alvarez (de quien ya hablé aquí), nieto de un médico asturiano emigrado a América, presentó allí la llamada hipótesis extraterrestre, publicada el año anterior en la revista Science. Por su parte, el geobiólogo Dewey McLean, del Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia (Virginia Tech), había publicado en 1978, también en Science, que la extinción masiva al final del Mesozoico pudo deberse a una catastrófica reacción en cadena biológica originada por un aumento del efecto invernadero, propiciado a su vez por el vertido de enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera. Curiosamente, ya en 1978 McLean introducía en su estudio una advertencia visionaria: «Estas condiciones podrían duplicarse con la deforestación y la quema de combustibles fósiles causada por el hombre».

En 1979, McLean comenzó a vincular su idea del cambio climático con un episodio de vulcanismo extremo que coincidió con el final del Mesozoico. Hace unos 66 millones de años, en la fecha estimada de la extinción masiva que dio carpetazo a la era de los dinosaurios para abrir el capítulo del Cenozoico, en el centro y oeste de lo que hoy es la India se había desatado una gigantesca inundación ardiente. En menos de un millón de años, un parpadeo en el reloj geológico, la Tierra vomitó lava basáltica como para dejar hasta hoy una extensión de medio millón de kilómetros cuadrados (más o menos el área de España) cubierta con una capa de roca de casi tres kilómetros de espesor. Actualmente esta formación se conoce como Traps del Decán, en la meseta del mismo nombre.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

En enero de 1981, McLean presentaba su hipótesis del vulcanismo en el Decán en la reunión anual de la Asociación de EE. UU. para el Avance de la Ciencia, celebrada en Toronto (Canadá). Unos meses más tarde, en Ottawa, McLean y Alvarez confrontaban sus teorías por primera vez, inaugurando uno de los debates más vivos de la historia reciente de la ciencia que aún hoy prosigue (y que entonces no comenzó de modo precisamente amistoso, como contaré otro día).

Hoy la llamada extinción K-T (Cretácico-Terciario) o K-Pg (Cretácico-Paleógeno), que no solo acabó con la mayor parte de los dinosaurios sino con el 75% de las especies del Mesozoico, continúa siendo un activo campo de investigación. Aunque no fue la mayor extinción en masa de la historia del planeta, es quizá la más conocida debido a la popularidad de los dinosaurios, pero también porque impuso un borrón y cuenta nueva en la evolución biológica al que debemos el ascenso posterior de los mamíferos y, por tanto, nuestra existencia. Desde el primer debate de Alvarez y McLean se han aportado nuevos datos, como la asignación del impacto propuesto por el primero al cráter mexicano de Chicxulub, pero también las pruebas que relacionan otras extinciones históricas con la aparición de traps como las de Siberia, que hace unos 250 millones de años pudieron delimitar la transición entre el Paleozoico y el Mesozoico.

Recientemente han aparecido nuevas pruebas que por fin podrían zanjar la larga polémica. El pasado diciembre, un equipo de investigadores de la Universidad de Princeton (EE. UU.) y otras instituciones publicó en la revista Science una nueva datación fina de las Traps del Decán. Los científicos llegaron a determinar que los primeros brotes de lava en la India afloraron hace exactamente 66.288.000 años, y que entre el 80 y el 90% de todo el basalto de aquel evento surgió en los siguientes 750.000 años.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

No se puede afinar más. Dado que el famoso asteroide (o cometa) de Chicxulub cayó más tarde, hace 66.040.000 años, y que las primeras extinciones parecen haber comenzado antes del impacto, el estudio de Science parecía inclinar el veredicto hacia el vulcanismo como el principal asesino de los dinosaurios. Entre las firmas del estudio se encuentra la de Gerta Keller, geóloga de la Universidad de Princeton que lleva décadas defendiendo la hipótesis del vulcanismo en el Decán fundada por McLean. Hace unos años, Keller decía a propósito del impacto del asteroide: «Estoy segura de que, al día siguiente, [los dinosaurios] tuvieron un dolor de cabeza». Para la geóloga, «los nuevos resultados refuerzan significativamente el caso del vulcanismo como la causa primaria de la extinción masiva».

Así las cosas, una nueva investigación trata ahora de cerrar el círculo con una cierta voluntad salomónica, atando ambas hipótesis en un lazo. Por situarlo en el contexto de la controversia, este último estudio viene dirigido por el Departamento de Ciencias Planetarias y de la Tierra de la Universidad de California en Berkeley; es decir, el baluarte de Alvarez. De hecho, entre los firmantes se encuentra Walter Alvarez, hijo de Luis Walter Alvarez y coautor junto a su padre de la hipótesis del impacto publicada en Science en 1980.

El nuevo trabajo viene además a responder a una pregunta que durante años ha intrigado a los geólogos: ¿cómo es posible que en la misma época coincidieran una erupción volcánica de consecuencias planetarias y el impacto devastador de un objeto espacial? La respuesta, según el estudio publicado en The Geological Society of America Bulletin, es que ambos sucesos estuvieron ligados: aunque las erupciones en el Decán habían comenzado antes del impacto por el afloramiento de una pluma de magma, la colisión sacudió el manto terrestre superior de tal manera que avivó el vulcanismo en todo el planeta; el 70% del flujo de lava en el Decán, arguyen los autores, fue posterior a la caída del asteroide o cometa.

Según el modelo desarrollado por los autores, el impacto de Chicxulub pudo provocar un seísmo de magnitud 9 o mayor en todo el globo, y hay casos históricos de cómo terremotos tan potentes pueden provocar erupciones volcánicas. La caída del asteroide o cometa, concluyen los científicos, desató episodios de vulcanismo quizá en muchos lugares del planeta; en el Decán, donde estaba aflorando a la superficie una columna de material del manto, el empujón desencadenó una erupción como pocas veces se ha visto en la historia de la Tierra. Los investigadores apoyan sus conclusiones en otras pruebas, como la comprobación de que en las coladas del Decán hay un antes y un después del impacto, tanto en los patrones del flujo como en la composición de la lava.

Según el director del estudio, Mark Richards, «la belleza de esta teoría consiste en que es muy comprobable, porque predice que deberíamos tener el impacto y el comienzo de la extinción, y en los siguientes 100.000 años o así deberíamos tener esas erupciones masivas surgiendo, que es más o menos el tiempo que tardaría el magma en alcanzar la superficie». Así, todos quedarían contentos: los partidarios de la hipótesis extraterrestre, porque el impacto del bólido sería el desencadenante; y los defensores del vulcanismo, porque este fenómeno amplificaría el efecto a escala global. ¿Hora de hacer las paces?

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.