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Nuestras células tienen tabiques gracias a las bacterias

Entre los biólogos hay quienes sostienen que la vida debe de ser omnipresente en el universo, y quienes opinan que la aparición de cualquier cosa a la que podamos llamar vida requiere de tantos desvíos afortunados en la larguísima carretera de la historia natural que su aparición es algo extremadamente improbable.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Un grupo de arqueas (en rojo) y bacterias (en verde). De una imagen parecida a esta pudo nacer la primera célula compleja, según la teoría de la endosimbiosis. Imagen de Annelie Pernthaler/UFZ.

Tanto, que el hecho de que estemos aquí no debe cegarnos por lo que podríamos llamar el síndrome del éxito: un tipo que gana cientos de millones en una lotería puede sentir que ha sido tremendamente fácil, casi inevitable, pero a otros cientos de miles que jugaron no les ha tocado; un cantante de éxito piensa que él se lo ha ganado, pero por cada triunfador hay otros cien, o mil, o cien mil, que se quedaron en el camino, con el mismo (o más) esfuerzo y el mismo (o más) talento que él.

Dicho en términos más biológicos, sostener que la vida es omnipresente no deja de ser un argumento terracéntrico y antropocéntrico, teniendo en cuenta que el conocimiento del que disponemos hasta ahora no lo apoya: aún no hemos encontrado nada vivo fuera de este planeta. Pero es que, además, cuando se indaga en los posibles procesos (esos desvíos afortunados) que han conducido hasta nuestra existencia, sería difícil creer que todo eso pueda ocurrir dos veces en el universo de maneras muy similares sin que alguien lo haya dispuesto así.

Una de esas carambolas de la evolución de la vida es la llamada teoría endosimbiótica, o simbiogénesis. Contándolo en formato rewind, la existencia de vida inteligente como nosotros requirió la formación de organismos complejos con órganos y tejidos, y estos precisaron de la especialización de las células, lo que a su vez necesitó de la aparición de compartimentos internos en esas células para formar sus propios orgánulos, lo que procede –según la teoría evolutiva mayoritariamente aceptada hoy– de unas células simples sin esos compartimentos que se asociaron en beneficio mutuo para dar lugar a células más complejas. Estas primeras células simples eran lo que hoy conocemos como bacterias o arqueas.

Contémoslo ahora en formato fast forward: desde aquellas primeras bacterias y arqueas (procariotas), si no se hubiera producido esa asociación en beneficio mutuo (simbiosis), hoy no estaríamos aquí: la aparición de las células complejas (eucariotas) con sus orgánulos, sus especializaciones en órganos y tejidos, la formación de organismos superiores y la llegada del ser humano con todas sus habilidades y logros, hasta el rodaje del quinto episodio de Indiana Jones, jamás se habrían producido sin aquel único, raro, improbable y extravagante premio de lotería que fue la simbiosis entre dos células procariotas.

(Nota para los más puntillosos: lo mismo podría decirse de la temporada anterior, la que llevó a la aparición de esas primeras células procariotas, pero no es el objeto de este artículo.)

Así fue como sucedió, según el pensamiento de la biología actual: una arquea y una α-proteobacteria andaban por ahí tranquilamente a sus cosas, cuando una le dijo a otra algo parecido a aquella cita de Memorias de África: «Mira, yo se lo que tu sientes por mí, y tu sabes lo que siento por ti. Nos entendemos bien así. Acostémonos. Verás lo que yo hago por ti». Así que la α-proteobacteria se quedó a vivir dentro de la arquea, convirtiéndose con el tiempo en una parte de ella que le proporcionaba energía. Hoy llamamos a esa parte mitocondria. A cambio, la bacteria obtenía protección, seguridad, supervivencia.

Esta teoría del origen de las células eucariotas como una simbiosis entre dos células procariotas simples fue elaborada en los años 60 por la bióloga Lynn Margulis, a quien entonces nadie tomó en serio. Hoy, ya fallecida, se aplaude su genio.

Otro de los científicos que más han aportado a la teoría de la endosimbiosis es Bill Martin, de la Universidad Heinrich Heine de Dusseldorf (Alemania). En vida de Margulis, Martin sostuvo interesantes debates con ella sobre los flecos finos de la teoría.

Hace unos días, Bill me envió un nuevo artículo que él y sus colaboradores Sven Gould y Sriram Garg publicarán próximamente en la revista Trends in Microbiology, del grupo Cell, y en el que proponen un fascinante corolario de la teoría endosimbiótica. Naturalmente, la célula eucariota es mucho más que mitocondrias. De hecho, se define esencialmente por tener un núcleo celular, una especie de globo que contiene el material genético, pero es la existencia de múltiples globos, o tabiques que separan internamente las distintas partes de la célula, lo que distingue a los eucariotas de los procariotas.

Esos globos y tabiques internos no son fijos, sino que van moviéndose para transportar cosas (moléculas) de un sitio a otro de la célula, o de su interior al exterior. Esto se conoce como tráfico vesicular, y es un rasgo propio de la célula eucariota. El conjunto más complejo de esos globos y tabiques es el retículo endoplásmico, donde se fabrican las proteínas que luego se llevan al lugar en el que deben actuar.

¿De dónde surgió todo ese tráfico vesicular? En su artículo, Bill y sus colaboradores detallan cómo todos esos globos y tabiques (membranas), incluyendo el núcleo celular, pudieron aparecer también como consecuencia de la endosimbiosis. Las bacterias y arqueas tienen también un cierto tráfico vesicular, pero solo hacia el exterior, para verter el contenido de esos globos fuera de la célula. Lo que proponen los investigadores es que este tráfico vesicular de la α-proteobacteria que se quedó a vivir dentro de una arquea es el origen de todo el tabicado interior de nuestras células actuales, incluyendo el retículo endoplásmico y el núcleo.

Esta elegante hipótesis tiene un detalle especialmente revelador: resulta que las membranas de las arqueas y de las bacterias están fabricadas de un material diferente. Las membranas celulares están formadas por grasas, gracias a lo cual consiguen separar distintos ambientes acuosos; es el mismo principio que separa el agua y el aceite lo que permite que existan las células. Pero bacterias y arqueas utilizan grasas distintas: las primeras emplean ácidos grasos, lo mismo que nosotros, mientras que las arqueas recurren a otros componentes llamados isoprenoides. Pregunta: si nuestras células proceden de una arquea que se comió una bacteria, ¿por qué nuestra membrana se parece a la de la bacteria, y no a la de la arquea?

El artículo de Bill ofrece la solución: cuando las vesículas creadas por la bacteria fueron viajando a través del interior de la arquea hasta su superficie, y según se iban fusionando con la membrana exterior de la arquea, la composición de esta fue transformándose poco a poco, dejando de ser una membrana de arquea y convirtiéndose en una membrana de bacteria, como la nuestra.

«Nuestra propuesta apenas requiere innovaciones o procesos evolutivos excepcionales o únicos, tanto en el ancestro mitocondrial como en la arquea hospedadora, para originar una función básica de retículo endoplásmico con un flujo de vesículas dirigido hacia el exterior», escriben los autores.

Este es un potente argumento a favor de la hipótesis, ya que a menudo la dificultad a la hora de explicar los procesos evolutivos es unir los puntos de manera que el desarrollo de la trama resulte creíble, sin saltos bruscos como en las malas películas donde aparece un personaje nuevo diez minutos antes del final para que todo cuadre. El artículo de Bill es de los que logran explicar la serie de la evolución de manera que logremos entender cómo hemos llegado hasta aquí desde las temporadas anteriores, esas que nos perdimos y que nunca llegaremos a ver.