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La bomba atómica, cien años de una profecía autocumplida

En vista de la peculiar afición del ser humano por los números redondos como oportunidades para mirar al pasado y recapitular, no parece que este año 2014 sea apropiado para algo más que conmemorar la que en su momento se llamó la Gran Guerra (cuando aún no se sabía que seguiría otra segunda). Y sin embargo, hay un puñado de razones para que quienes hemos llegado vivos a este año 14 debamos ver en esta fecha el futuro que algunos visionarios imaginaron. Y quizá nos dé la oportunidad de reflexionar sobre si era todo esto lo que queríamos.

Para empezar, el de la Primera Guerra Mundial no es el único centenario que deberíamos recordar este año. Hace un siglo, en 1914, nació la bomba atómica. La afirmación resultará extraña para todo el que sepa que la primera arma de destrucción masiva inventada por la humanidad debutó el 6 de agosto de 1945 sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, y que la bomba fue el resultado del Proyecto Manhattan, fundado en 1939 por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt y que tuvo su sede principal en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México.

Pero para llegar al origen debemos remontarnos aún más atrás. La decisión de Roosevelt de poner en marcha esta iniciativa bélica vino espoleada por una carta firmada por Albert Einstein, en la que el físico informaba al presidente sobre la posibilidad de «producir una reacción nuclear en cadena en una gran masa de uranio, por la que se generarían vastos volúmenes de energía y grandes cantidades de nuevos elementos similares al radio». «Este nuevo fenómeno también conduciría a la construcción de bombas, y es concebible –aunque mucho menos cierto– que de este modo se podrían construir bombas extremadamente potentes de una nueva clase», decía la carta, pasando después a sugerir que, ante la duda sobre si el peso de estas bombas permitiría su transporte aéreo, sería preferible cargarlas en un barco y hacerlas explotar en un puerto, lo que permitiría «destruir el puerto entero y algo del territorio circundante». Naturalmente, la carta insinuaba que Alemania podía haber emprendido una investigación similar, lo que fue decisivo para el nacimiento del Proyecto Manhattan.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

El físico húngaro Leó Szilárd, hacia 1960. USDE.

Pero lo cierto es que aquella carta no fue escrita por el Nobel alemán, cuya firma sirvió para captar la atención del presidente, sino que en realidad fue obra casi en exclusiva de otro físico que ha quedado históricamente eclipsado tras la fama de Einstein y de Enrico Fermi. Este último diseñó el proceso de reacción en cadena por fisión nuclear, pero en aquel trabajo le acompañó otro científico que había teorizado por primera vez el proceso en 1933: el húngaro Leó Szilárd. Por entonces desplazado a Londres, fue Szilárd quien planteó originalmente la hipótesis de una reacción química en cadena mediada por los recién descubiertos neutrones, y quien presentó la primera patente de un reactor nuclear que generaría energía y produciría isótopos radiactivos. Simplemente, la idea de Szilárd no podía funcionar porque le faltó un paso clave, la fisión, que no se describiría hasta años después.

Así, tenemos a Szilárd como el padre primigenio de la bomba atómica, pero en nuestro recorrido hacia el pasado aún estamos en 1933. ¿De dónde nació la inspiración de Szilárd para encadenar un proceso químico con la idea de crear una temible arma? La respuesta la cita el autor Richard Rhodes en su libro de 1986 The making of the atomic bomb, ganador del premio Pulitzer: un año antes de elaborar su hipótesis, en 1932, Szilárd había leído una novela de ciencia ficción titulada The world set free: A story of mankind (El mundo se liberta: Una historia de la humanidad), publicada precisamente en 1914, hace un siglo, por el visionario escritor y biólogo de formación Herbert George Wells. En esta obra se acuñaba por primera vez en la historia la expresión «bomba atómica». Antes de existir en el mundo real, el arma que marcó el devenir del siglo XX nació en la imaginación de un escritor.

La novela forma parte de una trilogía profética en la que el autor de La guerra de los mundos, La máquina del tiempo y El hombre invisible reflexionaba sobre el progreso a través del descubrimiento y el dominio de nuevas formas de energía. Resulta especialmente llamativo que esta obra, en la que Wells imaginaba «la última guerra» librada con armas devastadoras, fuera escrita en 1913, solo un año antes de la Gran Guerra. En un prefacio a la obra escrito por el autor en 1921 para una edición posterior, apuntaba que en los días de la construcción de la novela «toda persona inteligente en el mundo sentía que el desastre era inminente e ignoraba la manera de evitarlo». Aunque, aún más curioso, Wells situó su guerra en 1956. «Pocos entre nosotros fueron conscientes en la primera mitad de 1914 de lo cerca que estábamos de la colisión».

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escritor inglés H. G. Wells, hacia 1916. Gutenberg.org.

El escenario bélico figurado por Wells fue atinado: las fuerzas de Europa Central atacaban la Confederación Eslava, a cuyo rescate acudían Francia y Reino Unido, unidas por un túnel a través del Canal de La Mancha que permitía el transporte ferroviario de las tropas británicas hasta las Ardenas, donde se atrincheraban. La bomba atómica hace su aparición en un bombardeo aéreo sobre Berlín. Wells imaginó el artefacto como una esfera negra de dos pies de diámetro con asas, entre las cuales se situaba una especie de activador de celuloide que debía morderse para dejar entrar el aire antes de arrojar la bomba manualmente desde un avión. La explosión, vista desde la aeronave, era «como mirar desde arriba hacia el cráter de un pequeño volcán».

Pero por supuesto, Wells no era físico, y por entonces ni la estructura del átomo era suficientemente conocida ni Szilárd había teorizado aún la reacción nuclear en cadena. El autor conocía solo los principios básicos de los isótopos radiactivos y de su desintegración, por lo que describió una bomba que, en lugar de estallar instantáneamente como las conocidas hasta entonces, lo hacía de forma prolongada. El material radiactivo empleado era un elemento ficticio llamado carolino cuya vida media era de 17 días. «Nunca se agota por completo, y hasta el día de hoy los campos de batalla y los campos de bombardeo de ese tiempo frenético en la historia de la humanidad están rociados con materia radiante, y por tanto son fuentes de rayos inconvenientes», escribió Wells en una predicción de la lluvia radiactiva.

Lo que ocurría al abrir el perno de celuloide era que el inductor se oxidaba y se activaba. Entonces la superficie del carolino comenzaba a degenerar. Esta degeneración pasaba lentamente hacia la sustancia de la bomba. Un momento o así después de su explosión, aún era sobre todo una esfera inerte explotando superficialmente, un gran núcleo inanimado envuelto en llamas y trueno. Las que se arrojaban desde aviones caían en este estado, alcanzaban el suelo todavía sólidas y, fundiendo el suelo y la roca en su progreso, perforaban la tierra. Allí, a medida que se activaba más y más carolino, la bomba se extendía en una monstruosa caverna de fiera energía en la base de lo que rápidamente se convertía en un volcán activo en miniatura. El carolino, incapaz de dispersarse, se fundía en una confusión hirviente de suelo fundido y vapor sobrecalentado, y así permanecía girando furiosamente y manteniendo una erupción que duraba años o meses o semanas, según el tamaño de la bomba empleada y sus posibilidades de dispersión […] Tal fue el triunfo que coronaba la ciencia militar, el explosivo definitivo que iba a dar el toque decisivo a la guerra…

Portada de una edición en audiolibro de 'The world set free', de H. G. Wells. Tantor Media.

Portada de una edición en audiolibro de ‘The world set free’, de H. G. Wells. Tantor Media.

Tras la guerra de Wells, la mayoría de las grandes capitales del mundo quedaban arrasadas por las bombas y abandonadas a causa de la radiación. «En estas áreas perecieron museos, catedrales, palacios, bibliotecas, galerías de arte y una vasta acumulación de logros humanos, cuyos restos calcinados yacen enterrados». Sin embargo, la novela finaliza con una catarsis. La colosal guerra y el inmenso poder de la energía atómica inducen a todas las naciones del mundo a abdicar de sus soberanías y unirse en una República Mundial en la que se adopta el inglés como lengua franca, la energía como moneda y donde las poblaciones humanas, extendidas por lugares antes desiertos y dedicadas sobre todo al arte y al esparcimiento, encuentran una nueva era de paz y armonía. «Es dudoso que veamos de nuevo una fase de la existencia humana en la cual la política, es decir, la interferencia partidista con los juicios que gobiernan el mundo, sea el interés dominante entre los hombres serios», concluía Wells con una rara sensatez tan impropia de su tiempo y del nuestro.

Hoy ya hemos perdido las utopías; y las que permanecen sostienen una visión de la política opuesta a la de Wells. De esto, si acaso, ya hablaremos otro día. De momento, podemos concluir con esa paradoja de quienes defendieron la utopía en tiempos en que esto era plausible: aunque es impensable que el poder de la energía nuclear hubiera podido escapar a la ambición armamentista de la época, lo cierto es que Roosevelt cimentó el Proyecto Manhattan sobre las ideas de un hombre que antes había leído en la ficción lo que luego contribuyó a crear en la práctica. Y esto convierte el vaticinio de Wells en una profecía autocumplida, muy a pesar de que la intención de su autor fuera justo la contraria, advertir del peligro para conjurarlo.