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Las plantas no sienten dolor, pero sí son sensibles al daño

Ayer les hablé de cómo investigaciones recientes han descubierto que las plantas poseen sentidos como la vista, el oído, el olfato y el tacto, además de capacidades de comunicación, cooperación, aprendizaje por asociación, memoria, reconocimiento de especie o toma de decisiones; y que los investigadores han llegado a resumir todas estas sorprendentes habilidades como un comportamiento inteligente equiparable al de muchos animales simples. Olviden aquello de “como un vegetal”: los vegetales no son “como un vegetal”.

Les decía también que todas estas investigaciones se encuadran informalmente bajo el nombre de neurobiología vegetal, una denominación que no gusta a todos y que parece científicamente chirriante, dado que no existen neuronas en las plantas. Pero como verán unas cuantas líneas más abajo, si no tienen neuronas, en cambio sí poseen muchos de los mecanismos que permiten a las neuronas comportarse como tales. Así que, al menos mientras no se acuñe un nombre específico para los circuitos que actúan casi como neuronas en las plantas, lo de neurobiología vegetal cada vez suena menos inapropiado.

Esta neurobiología vegetal es “una revolución científica”, en opinión del filósofo Paco Calvo, uno de los expertos que estudian las proyecciones de esta nueva disciplina más allá de la ciencia; por ejemplo, sus implicaciones sociales. Porque si las plantas son seres sensibles, ¿cómo afecta esto a nuestra relación con ellas?

Evidentemente, nadie en su sano uso de razón sugiere que dejemos de comer vegetales; pero sí que tal vez debería replantearse la visión de las plantas como seres prácticamente inertes que podemos arrancar, talar, podar, dejar morir o pisotear a voluntad de forma arbitraria y sin una razón para ello. Antes incluso de muchos de estos descubrimientos recientes, la Constitución de Suiza ya reconocía la «dignidad de los seres vivos» con una mención a la protección de las plantas. Para el desarrollo de este artículo, el Comité Federal de Ética en Biotecnología No Humana dictaminó que es “moralmente inaceptable causar daño arbitrario a las plantas”; por ejemplo, “la decapitación de flores silvestres junto a la carretera sin un motivo racional”.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

La nervadura de una hoja. Imagen de Jon Sullivan / Wikipedia.

Lo cual nos lleva a una interesante pregunta: ¿pueden las plantas sentir dolor? Pero la respuesta es inmediata: el dolor es una sensación sensorial y emocional de malestar que actúa como mecanismo de defensa y como señal de alarma para que nos apartemos del estímulo doloroso, y que actúa a través de receptores específicos llamados nociceptores. Por lo tanto, la propia definición del dolor está cortada a medida de los animales con un cierto nivel de complejidad neuronal (vertebrados y algunos invertebrados); es un concepto zoocéntrico que no tiene sentido aplicar a otros seres vivos, sobre todo a aquellos que, como las plantas, carecen de nociceptores.

Pero a continuación vienen los matices: un caballo no puede comprender un chiste. Y sin embargo, que no podamos hablar del sentido del humor de un caballo no significa que estos animales no posean muchos de los mecanismos cerebrales que en nuestro caso están asociados a la risa. Y del mismo modo, las plantas son también sensibles al daño, a través de ciertas respuestas celulares que tienen algunos aspectos en común con los procesos neuronales de los animales.

Un experimento reciente ha mostrado cómo funcionan estos mecanismos, y los resultados son un argumento más para defender que en las plantas sí puede hablarse de neurobiología. Investigadores de EEUU y Japón han examinado cuál es el proceso de una respuesta ya conocida anteriormente en las plantas: si se induce un daño en un lugar, por ejemplo en una hoja, se genera una respuesta eléctrica que se propaga por toda la planta.

Esta señal se transmite a una velocidad mucho menor que en nuestras neuronas; nuestros impulsos eléctricos corren por los nervios hasta a 120 metros por segundo, mientras que en las plantas la reacción avanza a solo un milímetro por segundo. Ya decíamos ayer que las plantas tienen otro ritmo. Pero para su medida del tiempo, es una velocidad de vértigo.

Para investigar cómo se genera y se propaga esta señal, los científicos crearon una planta transgénica que produce una proteína fluorescente sensible al calcio. De este modo, cuando aumenta la cantidad de calcio en las células, la proteína se ilumina. El motivo de centrarse en el calcio fue pura coherencia biológica: este elemento actúa como señal en innumerables procesos celulares, y gracias a su carga eléctrica es también uno de los responsables de los impulsos que corren por nuestras neuronas.

A continuación, los investigadores sometieron a estas plantas a una agresión, como la mordedura de una oruga o un corte en una hoja. Y esto fue lo que vieron:

En los vídeos se observa, en tiempo acelerado, cómo la mordedura de la oruga o un daño en una parte distante de la planta producen una señal de calcio que se propaga a través de los nervios de las hojas. Estos nervios normalmente sirven a la planta para transportar agua y nutrientes; pero como se ve, también actúan de manera parecida a nuestros propios nervios, propagando una señal eléctrica mediada por el movimiento de iones de calcio.

De hecho, aquí no acaban las semejanzas entre este peculiar sistema nervioso de las plantas y el nuestro. Los investigadores se preguntaron entonces cuál era la señal primaria, la molécula que inicia esta propagación eléctrica a través del calcio. Y una vez más optaron por una hipótesis plausible: en nuestras neuronas, la señal de calcio viene disparada por el glutamato, un neurotransmisor que actúa comunicando unas neuronas con otras.

Investigaciones anteriores ya habían demostrado que las plantas también producen glutamato y que esta molécula participa en la transmisión de las señales eléctricas. Y al repetir el experimento con plantas modificadas que tienen bloqueada la acción del glutamato, los investigadores descubrieron que en este caso no hay oleada luminosa; no hay calcio ni señal eléctrica. Es más, cuando los investigadores ponían simplemente una gotita de glutamato sobre una hoja de una planta normal, observaban esto:

Es decir, que el glutamato por sí solo es capaz de imitar la señal que el daño induce en las plantas, lo que también delata la responsabilidad de este neurotransmisor (una denominación que quizá debería cambiarse) en la respuesta de los vegetales a una agresión.

Finalmente, ¿para qué le sirve a la planta esta alerta de daños que se extiende por todo su organismo? Al fin y al cabo, no puede quitarse la oruga de encima de un manotazo. Sin embargo, hay otras cosas que sí puede hacer: la señal de calcio pone en marcha mecanismos hormonales que llevan a la producción de sustancias químicas tóxicas para los insectos.

Pero eso no es todo. Aún más pasmosa es la acción de otras sustancias que las plantas producen en respuesta a las agresiones. ¿Saben ese olor a césped recién cortado? Varios estudios han demostrado que se debe a un cóctel de sustancias volátiles cuya función es actuar como atrayente de avispas; no de cualquier tipo de avispa, sino de ciertas especies parasitarias que acostumbran a poner sus huevos dentro del cuerpo de insectos herbívoros como las orugas, los depredadores de las plantas. Así, el olor a hierba cortada es en realidad una llamada de auxilio de las plantas para pedir ayuda a sus aliados.

Pasen y vean la dolorosísima picadura de la hormiga bala

Algo tienen los animales peligrosos o venenosos que nos repelen y al mismo tiempo nos atraen; como cuando los niños se tapan los ojos para no ver una secuencia de una película que les atemoriza, pero dejando una rendija entre los dedos para no perderse detalle.

La parasitología, con sus escabrosos relatos de repugnantes colonizaciones corporales, es una de las ramas más morbosas de la biología. Y cuando se trata no de parásitos, sino de criaturas picadoras o mordedoras, nos encanta saber cuál duele más, cuál es más venenosa, cuál es más letal, en cuánto tiempo puede matar.

Probablemente más de uno sentiría curiosidad por saber qué se siente, cómo de dolorosa es la picadura de tal bicho, pero la mayoría preferiríamos limitarnos a imaginarlo. Al menos, hasta que llegue el cine 5D o 6D (que ya no sé cuál «D» tocaría) en el que un espectador pueda, si le apetece una experiencia realmente fuerte, pasar por las mismas sensaciones que los personajes de la pantalla, aunque sea por un segundito. Quién sabe, no descarten que algún día lleguemos a verlo.

Pero mientras tanto, hay quienes se ofrecen a sentirlo por nosotros. Hace algo más de dos años les conté aquí el loable esfuerzo en pro de la ciencia de Michael Smith, entonces candidato a doctor por la Universidad de Cornell (EEUU). Durante su trabajo de tesis en sociobiología de las abejas y tras recibir múltiples picaduras accidentales, decidió emprender un estudio paralelo lo más riguroso posible sobre el nivel comparativo de dolor de los aguijonazos en diferentes partes del cuerpo. Ganaron las fosas nasales, el labio superior y el cuerpo del pene; al releer ahora aquel artículo, he recordado que olvidé preguntarle por qué no había incluido el glande, mucho más sensible.

Este morbo nuestro lo explotan bien los documentales de naturaleza en los que ha proliferado la figura al estilo Frank de la Jungla, el tipo que, con más o menos conocimiento de la naturaleza y más o menos sentido de teatralidad especiado con ciertas dosis de exhibicionismo, se pone deliberadamente en grave riesgo ante distintas criaturas de la naturaleza para solaz de quienes lo contemplan desde la seguridad del sofá.

Entre ellos está Coyote Peterson, de quien nada sé, excepto que hace un programa llamado Brave Wilderness y que se ha propuesto experimentar las picaduras de insectos más dolorosas del universo. ¿Y cuáles son las picaduras de insectos más dolorosas del universo?

En esto contamos con la ayuda inapreciable de Justin Orvel Schmidt, entomólogo estadounidense que en 1983 comenzó a clasificar, basándose en su experiencia personal, el dolor infligido por las diferentes especies de himenópteros (hormigas, abejas y avispas) que le han picado a lo largo de su carrera.

Este trabajo hoy se conoce como Índice Schmidt de dolor de las picaduras, pero conviene aclarar que no es una escala científica: la valoración de Schmidt es subjetiva y se basa en picaduras en condiciones no controladas, a diferencia del estudio de su casi homónimo Smith. Aun así, el índice tiene su gracia, al ir acompañado por coloridas descripciones propias de un catador de vinos, que Schmidt reúne en su libro The Sting of the Wild; por ejemplo, en el caso de la picadura de la avispa roja del papel (Polistes canadensis), «cáustica y ardiente, con un regusto final característicamente amargo. Como verter un vaso de ácido clorhídrico en un corte hecho con un papel».

Según Schmidt, hay tres himenópteros (cuatro, según otras versiones) que alcanzan el nivel 4, el más alto de su índice: las avispas del papel del género Synoeca, la avispa cazatarántulas (un avispón del género Pepsis) y, sobre todo, la hormiga bala o isula (Paraponera clavata), un bicho de tres centímetros que alcanza un 4+ y cuya picadura el entomólogo describe así: «dolor puro, intenso, brillante. Como caminar sobre carbones encendidos con un clavo oxidado de ocho centímetros hincado en el talón».

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Una hormiga bala (Paraponera clavata). Imagen de Wikipedia.

Pero cuidado, leerán por ahí que la de la hormiga bala es la picadura de insecto más dolorosa del mundo, o incluso que es el peor dolor posible. No creo que Schmidt haya afirmado jamás tal cosa: su índice solo incluye himenópteros, dejando fuera otros insectos (aquí he hablado de la mosca negra, que en diferido hace bastante más pupa que una avispa), otros bichos no insectos (como arañas o escorpiones), otros animales no bichos (por ejemplo, serpientes) y, por supuesto, toda clase de dolores de otro tipo.

Pero vamos al grano. Gracias al trabajo de Schmidt y de otros entomólogos no tan mediáticos (y a la película Ant-Man, donde la mencionaban), la gigantesca hormiga bala ha sido elevada al trono del dolor supremo. Conocida por diferentes nombres en los distintos países donde habita, en las selvas tropicales de Centro y Suramérica, el apelativo de «bala» le viene de alguien que comparó el dolor de su picadura al de un disparo. Lo cual me hace compadecerme del pobre desgraciado al que le haya tocado en suerte recibir un balazo y ser picado por este bicho. Peor aún, el nombre de hormiga 24 horas que se le otorga en algún país no se debe a que atienda también por las noches, sino a que el sufrimiento extremo provocado por su aguijonazo puede prolongarse durante un día entero.

Y así llegamos al vídeo de Coyote Peterson. Si quieren saltarse los trozos aburridos, en los primeros tres minutos este naturalista con ciertas maneras de vendedor de Galería del Coleccionista nos ofrece flashbacks de sus anteriores picaduras. Luego emprende una búsqueda por la selva costarricense en pos de la hormiga bala, hasta que hacia el minuto 12 llegamos a la parte más jugosa.

Peterson no es el único ni el primero que ha decidido someterse voluntariamente a esta tortura. Les explico: la tribu Sateré-Mawé, en la Amazonia brasileña, practica un cruel rito de paso a la edad adulta consistente en obligar a los niños a que se calcen una especie de manoplas tejidas en las que se inmovilizan hasta 300 hormigas bala, previamente anestesiadas con un brebaje. Cuando las hormigas se despiertan, furiosas por encontrarse presas de la cintura en la urdimbre del guante, comienzan a lanzar aguijonazos. Entonces el niño debe ponerse las manoplas y aguantarlas en sus manos durante diez larguísimos minutos. Y lo peor, no será considerado un verdadero hombre hasta que sufra este ritual un total de 20 veces.

Que se sepa, nadie hasta ahora ha promovido una campaña en contra de esta brutalidad contra la infancia. Y el ritual parece legítimo: he comprobado que se describe en artículos académicos como este, este y este. Pero naturalmente, esto da ocasión para asegurar éxito de audiencia a programas como este del dúo australiano Hamish & Andy, en el que uno de ellos (el «menos hombre» de los dos, a juicio del jefe de la tribu) acepta pasar por la tortura de los guantes.

Claro que no se puede reprochar a Hamish el resistir las manoplas durante solo unos segundos. Pero comparen su aguante con el de este miembro de los Sateré-Mawé que se somete por primera vez a su rito de paso, según filmó National Geographic:

También sorprende el estoicismo de este Frank de la Jungla británico, el naturalista televisivo Steve Backshall:

Pero además de dar ocasión a los Sateré-Mawé para aparecer en los documentales a costa de otro blanquito más que quiere hacerse el machote, la hormiga bala puede ser un fructífero recurso para la ciencia, como ocurre con otros venenos. La poneratoxina, el ingrediente principal del veneno de este insecto, es un potente compuesto neurotóxico paralizante descrito por primera vez en 1990.

Desde el punto de vista biológico es sorprendente cómo un simple péptido (o probablemente varios, según se ha descubierto este año) de solo 25 aminoácidos puede provocar tal caos en el sistema nervioso interfiriendo en las sinapsis neuronales y las uniones neuromusculares. Curiosamente, este último efecto se revertía en un experimento utilizando otra toxina mítica, la tetrodotoxina, la conocida como «toxina zombi» del pez globo.

Actualmente los científicos estudian la ponerotoxina como un posible insecticida biológico, utilizándola para armar a un virus que infecta a los insectos. Aunque como ya imaginarán, aún deberá recorrerse un largo camino para demostrar que esta estrategia es segura y no causa un estropicio para otras especies o el ser humano. También se ha tanteado su uso como posible analgésico.

Les dejo con este último vídeo, en el que la bióloga Corrie Moreau, del Museo Field de Historia Natural de Chicago, ordeña una hormiga bala para extraerle el veneno.

No hay sorpresas: las picaduras de abeja duelen más en el pene (y otros lugares)

Hoy no resisto la tentación de trasladarles el sacrificio en pro de la ciencia de Michael L. Smith. Este investigador predoctoral del Departamento de Neurobiología y Comportamiento de la Universidad de Cornell (EE. UU.) acaba de publicar un estudio en el que compara y ordena el nivel de dolor producido por una picadura de abeja en 25 lugares distintos del cuerpo humano. Si usted posee ciertas nociones sobre el metodo científico, se preguntará: ¿Cómo se puede medir algo posiblemente sujeto a una percepción subjetiva y quizá poco reproducible? La respuesta es que, para asegurar la reproducibilidad del experimento y no introducir una variación de sujetos que se quede corta en significación estadística, Smith ha ejecutado todos los experimentos en condiciones controladas y en un solo cuerpo humano. Obviamente, el suyo.

El autor del estudio, ataviado de apicultor. Michael L. Smith.

El autor del estudio, ataviado de apicultor. Michael L. Smith.

El ejemplo de Smith no es único, ni tan desacostumbrado como podría parecer. La autoexperimentación disfruta de una larga tradición en el mundo de la ciencia que incluso ha merecido algún que otro premio Nobel, y que ha dejado un rastro perdurable en la literatura de ficción a través de personajes como el Doctor Jekyll de Stevenson o el científico Griffin creado por H. G. Wells y más conocido por el alias que le granjeó su experimento: el Hombre Invisible. En la vida real, uno de los casos más populares es el de Stubbins Ffirth, médico estadounidense que a finales del siglo XVIII estudió la transmisión de la fiebre amarilla bebiendo al rico vaso de vómito de sus pacientes infectados y bañando su propio cuerpo en orina, saliva y sangre de los enfermos. Hoy sabemos que este mal se transmite por la picadura de un mosquito, algo que Ffirth no llegó a proponer, pero al menos terminó su doctorado sin contraer la enfermedad y confirmando sin sombra de duda aquel viejo refrán: lo que no mata, engorda.

En el caso de Smith, existe un precedente cercano que al investigador le ha servido de referencia. En 1983, el entomólogo estadounidense especializado en himenópteros (abejas, avispas y hormigas) Justin O. Schmidt emprendió el proyecto de crear lo que hoy se conoce como Índice Schmidt de dolor de picaduras, en cuyos puestos de honor figuran la hormiga bala o isula (Paraponera clavata), la avispa caza tarántulas (género Pepsis) y las avispas negras del género Synoeca. Sin embargo, al parecer el propósito de Schmidt no era un masoquista empeño de dejarse picar por toda desgraciada alimaña viviente, sino solo aprovechar los picotazos que sufría a diario en su trabajo para aconsejar a la humanidad sobre qué bichos es preferible evitar.

Una abeja europea 'Apis mellifera' recolectando polen. Jon Sullivan.

Una abeja europea ‘Apis mellifera’ recolectando polen. Jon Sullivan.

En cambio, su casi homónimo Smith ha emprendido todo un proyecto controlado en laboratorio y compuesto íntegramente por picaduras voluntariamente infligidas, lo que le permite extraer estadísticas con decimales. «El propósito del estudio era ver si las diferentes ubicaciones del cuerpo dolían más o menos con las picaduras de abeja, y si los resultados se repetían», explica Smith a Ciencias Mixtas. «Por ejemplo: ¿las picaduras en el antebrazo siempre duelen lo mismo?». Pero el caso de Smith tiene truco, si así puede llamarse: el científico es asimismo un dedicado apicultor. «Desde 2005 crío abejas para mi investigación. Mi tesis trata de sociogénesis: cómo las colonias cambian a medida que se desarrollan. Me interesa cómo las colonias empiezan a reproducirse y cómo las obreras identifican que su colonia ha alcanzado esa etapa de su vida. Los picotazos son parte del trabajo, y te acabas acostumbrando», relata. Según revela el investigador en su estudio, publicado en la revista digital PeerJ, durante los tres meses anteriores al período experimental sus mascotas le mantuvieron breado a picotazos a razón de cinco al día, por lo que ni su sistema inmunitario ni su pasión investigadora se vieron comprometidos en este proyecto.

En cuanto al origen de la idea, es exactamente el que ustedes están pensando. «Estaba charlando con mi director de tesis, y comentábamos que una picadura en los testículos debía de doler mucho. Sin embargo, unos días más tarde, por accidente, una abeja me picó en los testículos, y me sorprendió que no dolía tanto como pensaba». Smith agrega que recordó entonces el trabajo de Schmidt, quien ya había advertido de que el nivel de dolor cambiaría según el lugar de la picadura. «Así que pensé, si nadie lo ha hecho, ¿por qué no ahora?».

En su estudio, Smith se centra exclusivamente en la abeja europea de la miel, Apis mellifera, que en su día Schmidt utilizó como estándar para comparar otras picaduras más dolorosas. «Seleccioné abejas guardianas porque son más defensivas y tienen glándulas de veneno maduras», dice. El investigador eligió 25 lugares del cuerpo que aparecen indicados en el gráfico. Para cada uno de ellos, «la abeja fue agarrada por las alas y presionada contra la ubicación deseada hasta sentir la picadura, y mantenida en su localización durante cinco segundos para asegurar que el aguijón penetraba la piel», escribe en su estudio. «La abeja fue apartada después de los cinco segundos dejando el aguijón en la piel durante un minuto, y después este fue extraído con pinzas». Smith evaluó el dolor en cada parte del cuerpo en una escala de 1 a 10 respecto a un estándar interno, el antebrazo, al que asignó un valor de 5. Y repitió el experimento tres veces en condiciones idénticas; es decir, un total de 75 aguijonazos, cinco al día.

Gráfico del estudio de Michael L. Smith detallando los 25 lugares del cuerpo elegidos para evaluar el dolor de las picaduras de abeja. Michael L. Smith.

Gráfico del estudio de Michael L. Smith detallando los 25 lugares del cuerpo elegidos para evaluar el dolor de las picaduras de abeja. Michael L. Smith.

«Las tres localizaciones menos dolorosas fueron el cráneo, la punta del dedo medio del pie, y el brazo (todos con una nota de 2,3)», concluye el estudio. «Las tres más dolorosas fueron la fosa nasal (9,0), el labio superior (8,7) y el cuerpo del pene (7,3)». Y por si alguien se lo está preguntando, el escroto figura en cuarta posición con un 7,0. Curiosamente, observa Smith, el nivel de dolor no tiene relación con el grosor de la piel en cada parte del cuerpo. «La palma de la mano tiene el doble de capas de piel que el dorso, pero la palma recibió una nota de 7,0 y el dorso un 5,3». «Tal vez los umbrales de dolor son más bajos dependiendo de la importancia de ciertos lugares, o la reacción del sistema nervioso central se amplifica según la ubicación de la picadura», sugiere.

Alguien ya habrá deducido que el estudio tiene una limitación, y es que algunas de las partes del cuerpo implicadas son exclusivas de la anatomía masculina. «Si hubiera por ahí alguna mujer que quisiera repetir este estudio, yo estaría más que encantado de ayudarla», ofrece el investigador. Así que, a la espera de que alguna científica se apreste a sacrificarse por la población femenina, usted, lector masculino, ya sabe lo que tiene que hacer: tenemos dos manos; si en alguna ocasión se ve acorralado por un enjambre, una mano a nariz y boca, y la otra adonde siempre va en caso de duda.