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No es dinosaurio todo el que viaja en el Dino Tren

Hoy voy a meter los pies en el tiesto de mi compañera y amiga Madre Reciente, porque llevo tiempo queriendo escribir un comentario sobre El Dino Tren. Para quien aún no haya retoñado y por tanto no sepa de qué demonios hablo, explicaré que Dinosaur Train, su título original, es una serie de dibujos animados creada por Craig Bartlett para la PBS, el canal público de EE. UU., y que en España sale en Clan, la rama para peques de la pública que todos pagamos y todos podemos ver sin volver a pagarla por otro lado (este comentario tiene intención, pero lo dejo ahí).

El caso es que El Dino Tren se une a otras series de animación que tratan de estimular en los niños la curiosidad por la ciencia, entre las que se incluyen Phineas & Ferb, Ray Cósmico Quantum, Planeta Sheen o Jimmy Neutron, e incluso, por improbable que parezca, Las Tortugas Ninja, Los Pingüinos de Madagascar o La invasión del plancton; estas tres últimas incluyen personajes que asumen el papel del científico del grupo y que destacan del resto por su inteligencia sin resultar imbéciles, perversos, megalómanos ni frikis. Con la última de las mencionadas, además, los niños aprenden qué es el cambio climático sin cursilerías lacrimógenas (tan abundantes en el tratamiento de este tema), ya que los protagonistas –los buenos— son animalillos marinos que quieren ver el planeta inundado por el deshielo de los polos y así conquistarlo por entero.

En el caso del Dino Tren, los protagonistas son una familia de pteranodones formada por padre, madre y tres crías: Tiny, Shiny y Don. A ellos se une Buddy, un pequeño T-rex cuyo huevo apareció por motivos ignotos (al menos para mí) en el nido de la Señora Pteranodón y que fue adoptado como un hijo más. En cada episodio, Buddy y sus hermanos pteranodones viajan para conocer a una nueva especie del Mesozoico, sobre todo dinosaurios. Lo hacen gracias al Dino Tren, que se desplaza a través de túneles del tiempo entre el Triásico, el Jurásico y el Cretácico (en la versión doblada dicen Cretáceo, también correcto pero que se escucha poco, al menos en España). Una vez que los protagonistas localizan a su objetivo, este les explica quién es, cómo es, cómo vive, qué come y cómo se relaciona con las especies de su hábitat.

La serie destaca por su rigor científico, gracias a la asesoría del paleontólogo y divulgador canadiense Scott Sampson, actualmente en el Museo de Ciencia y Naturaleza de Denver. Un acierto de sus guiones es la afición de Buddy por la palabra «hipótesis», que en la serie se explica de forma sencilla como «una idea que puedes probar». Cuando el pequeño T-rex conoce a cada uno de sus nuevos amigos, suele decir: «Tengo una hipótesis», y de esta manera propone una teoría para explicar funcionalmente alguno de los rasgos de la nueva especie que él y sus hermanos acaban de descubrir. Es una fantástica manera de introducir a los niños en el método científico y de que entiendan cómo pueden inferirse comportamientos o capacidades de animales extinguidos hace millones de años.

Un detalle curioso es que el revisor del Dino Tren, que actúa como maestro de ceremonias, es un troodón. El hecho de que este terópodo sea el sabelotodo de la serie es un claro guiño a la hipótesis, como le gusta a Buddy, de que esta especie era tal vez una de las más encefalizadas entre todos los dinosaurios; es decir, con un cerebro de mayor tamaño en relación a su masa corporal. Esto no es prueba concluyente de una mayor inteligencia, pero al menos lo sitúa en un rango próximo al de las aves actuales. Y como ya he contado aquí, algunas aves se cuentan entre los seres más inteligentes conocidos hoy.

Esta característica del troodón, junto con el hecho de que poseía dedos casi oponibles y visión binocular, ha llevado en ocasiones a fantasear sobre cómo esta especie podría haber dado pie a la evolución de seres racionales si no se hubiera producido la extinción masiva que acabó con la mayor parte de las especies de dinosaurios, y si estos hubieran continuado dominando los ecosistemas terrestres. Esta especulación ha sido manejada por la ciencia-ficción, e incluso un paleontólogo, Dale Russell, desarrolló todo un experimento mental sobre el dinosauroide, un ser antropomorfo derivado de la evolución del troodón.

Otro acierto de la serie es concluir cada capítulo con un sketch en el que Scott Sampson, que se presenta como «el doctor Scott, el paleontólogo», resume ante un grupo de niños y niñas lo más llamativo de la especie relevante en cada caso. En alguna ocasión incluso le toca hablar de una especie descubierta por él mismo, como el masiakasaurio. Al final del capítulo, Sampson invita a los niños a salir a la naturaleza y a descubrirla por sí mismos.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

No soy de los que opinan que toda actividad de los niños deba cumplir un fin educativo. Soy partidario de que deben tener tiempo incluso para aburrirse, y de que el Tragabolas, la bici, los videojuegos o la televisión, todo cabe en su horario de diversiones si lo administramos bien. Y de que también es importante que dispongan de tiempo no administrado. Pero me gustaría que se produjeran más series como el Dino Tren aplicadas a otros campos de la ciencia, y como comparación no puedo dejar de mencionar el contraste de esta serie y otras que he mencionado arriba con la principal serie de animación española en la parrilla de Clan. ¿Adivinan de qué trata? Eso es. Ni más ni menos que la religión mayoritaria en España: el fútbol.

Termino con un tirón de orejas a los responsables de la traducción española de la sintonía del Dino Tren. En la versión original de la canción que abre cada capítulo, cuando la Señora Pteranodón observa la eclosión del huevo de Buddy y comprueba que no es una cría de su especie, dice: «You may be different, but we’re all creatures. All dinosaurs have different features«, que se traduce como «puede que seas diferente, pero todos somos criaturas; todos los dinosaurios tienen rasgos diferentes». Sin embargo, esta última línea fue traducida al español como «aquí los dinosaurios somos gente tolerante».

Entiendo que es difícil adaptar la métrica en la traducción, pero seguro que podría haberse hecho sin caer en un error de bulto muy extendido que, por supuesto, la versión original no comete: los pteranodones no son dinosaurios. No por nada; el problema, y quizá algún otro padre me socorra en esto, es que resulta muy difícil convencer a los niños de que la tele se equivoca. Cuando trato de explicar a mis hijos que en realidad los pteranodones no son dinosaurios, sino pterosaurios, me miran como si estuviera loco. ¿Cómo diablos voy a saberlo yo mejor que la Señora Pteranodón?

Visita a la catedral de las ciencias naturales

Hay en el mundo un puñado de museos de ciencias naturales que rivalizan entre sí en amplitud y calidad. Pero confieso que mi corazoncito de biólogo pertenece al National History Museum de Londres, que he tenido ocasión de revisitar este verano. Empezando el plato por la guarnición y dejando para después la carne mollar –es decir, lo que uno va a ver allí–, hay al menos tres razones ajenas a las colecciones para que la visita al NHM merezca de por sí un viaje a la capital británica, incluso si uno se salta la Torre de Londres y el Big Ben.

Primero, lo primero que se ve: con permiso del Jardin des Plantes de París y de pocos más, el envoltorio externo del museo londinense es el más imponente del mundo entre sus hermanos de otros países. El edificio principal, un producto de la exageración victoriana, se inspira en el románico continental, que allí en las islas suelen llamar estilo normando. Entornando los ojos, las dos torres y el gran arco de la portada recuerdan a las iglesias toscanas con un porte catedralicio que transmite la solemnidad de un gran templo de la ciencia; o como lo definió el diario The Times en 1881, un «palacio de la naturaleza».

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

El segundo motivo es la sorpresa que llega al traspasar el umbral: la entrada es completamente gratuita. Todos los días, siempre y para todos. En un país donde incluso las visitas a las grandes catedrales suelen ser de pago –y de mucho pago–, y para quien viene de un país donde los museos públicos obligan a pasar por caja, disfrutar de una maravilla que deja entrar a todo visitante por la cara y que se sostiene exclusivamente con donaciones es, más que ciencia, casi ciencia ficción. En estas condiciones, no comprar el librito-guía, que está disponible en español y cuesta solo 5 libras, es casi un insulto. Además, para quien viaje con niños, como es mi caso, se ofrece otro cuadernillo –solo en inglés– con juegos, pasatiempos y curiosidades, que cuesta también 5 libras.

Una vez dentro, el museo apabulla desde que uno se deja devorar por el inmenso vestíbulo, tan grandioso en su arquitectura como sobrio en lo que contiene: solo dos objetos ocupan el vano de la nave principal. En el centro, los 26 metros y 292 piezas de Dippy, la réplica del esqueleto de un diplodocus. Y al fondo, presidiendo la escalinata, las dos toneladas y pico de mármol de la estatua del padre de la biología moderna, Charles Darwin.

Es precisamente este nombre uno de los que apoyan la tercera razón por la que el NHM es enormemente valioso. Al contrario que los museos de arte, los de ciencias difícilmente pueden improvisarse a golpe de talonario. Es decir, que los principales museos de ciencias naturales del mundo suelen pertenecer a los países que han hecho las principales aportaciones en las ciencias naturales y que han quedado acumuladas entre sus paredes. Y para cualquiera con un cierto cariño por la ciencia y la naturaleza, visitar el NHM es como para un surfista viajar a Hawái, para un budista recorrer el Tíbet o para un futbolero sentarse en el Maracaná.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

En cuanto al contenido del museo, un gran acierto de sus responsables ha sido introducir las nuevas tecnologías de interactividad sin relegar las colecciones de especímenes, que mantienen ese regusto de museo clásico por el que tantos niños a lo largo de la historia se han enganchado a la carrera científica. En el NHM se vive la ciencia con los cinco sentidos, pero todavía se pueden contemplar los montajes de animales conservados que son pequeñas obras de arte, como los paneles con cientos de especies de colibríes. En cuanto a lo más moderno, se puede sufrir la experiencia de un terremoto en un supermercado japonés, pasear por el interior de una vivienda normal apreciando los bichos que conviven con nosotros, o sentirse feto en el claustro del útero materno. Sería inútil tratar de resumir todo lo que ofrece el museo: una mañana entera apenas dará para recorrer la mitad, y eso si se camina a buen ritmo. Pero por destacar algo, ahí van un par de pistas.

De todas las galerías del museo, la sección dedicada a los dinosaurios es una de las más populares, y que en fin de semana llega a requerir un control de acceso propio para evitar la masificación. Las recreaciones son una maravilla, en especial el T-rex mecánico que amenaza con engullir a los visitantes. Mediante montajes interactivos se aprende cómo se movían los grandes reptiles del Mesozoico, cómo respiraban o qué sonidos emitían. Algunas de las piezas son de un valor incalculable, como el fósil original del Archaeopteryx que permitió vincular evolutivamente a las aves con los dinosaurios.

Y saltando varios millones de años, otra de las joyas del NHM es el Centro Darwin, una especie de backstage que explica el making of (perdón por los anglicismos) y que es a la vez exposición y centro de investigación donde trabajan 200 científicos. Su núcleo es el Cocoon, una estructura de ocho plantas con forma de capullo y gran despliegue tecnológico que se recorre de arriba abajo y que enseña los entresijos del trabajo científico desde el campo al laboratorio, desde la observación de la naturaleza a la secuenciación de ADN. Después de visitar el Centro Darwin, es casi imposible no sentirse fascinado por la carrera científica. Claro que no todos los científicos tienen la suerte de trabajar en países donde un domingo de agosto es difícil caminar entre la multitud que abarrota un museo de ciencia, o donde solo las donaciones permiten crear y sostener semejante maravilla para ofrecerla gratis a la humanidad.

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.