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La broma de Peppa Pig y los médicos, y cómo algunos medios han picado

Todos los años por estas fechas, la revista British Medical Journal (BMJ) lanza una edición navideña con unas cuantas piezas de carácter festivo. Por ejemplo, allí han tenido cabida la prevención y el tratamiento de epidemias de zombis, o la multiplicación por siete de la capacidad de las copas de vino en Inglaterra en los últimos 300 años, o si los hombres se quejan más de la gripe que las mujeres porque son inmunológicamente inferiores, o si la luna llena provoca más accidentes de moto porque los motoristas se quedan embobados mirándola, o la demostración de que Santa Claus en realidad no trae más regalos a los niños buenos, o el efecto nocivo de las campanadas del Big Ben en el sueño de los niños de un hospital cercano, o la localización de la red cerebral del espíritu de la Navidad, o si los andares de Vladimir Putin y otros líderes rusos se deben al entrenamiento del KGB para llevar un arma bajo la chaqueta, o si los personajes de dibujos animados sufren mayor riesgo de muerte que los del cine de adultos, o un estudio del tiempo de supervivencia de un bombón en la sala de espera de un hospital.

Con todos estos ejemplos, imagino que se habrán hecho una idea de qué contenidos suele traer esta edición navideña del BMJ. En ningún caso son estudios falsos, casos inventados o datos manipulados, algo que una revista científica nunca haría (deliberadamente, quiero decir). Cuando hay datos, los datos son reales y las metodologías también, aunque los enfoques sean estrafalarios y las conclusiones irrelevantes o ridículas. En otras ocasiones se trata de casos curiosos, o de ensayos satíricos, o de estudios simulados sobre situaciones imaginarias, como los zombis o los dibujos animados. El rasgo común entre todos ellos es la originalidad, según establecen las directrices de la revista para esta peculiar edición.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

Este año, el artículo estelar ha sido sin duda un ingenioso y divertido trabajo escrito por la médica de familia Catherine Bell. Como tantísimos otros niños y niñas, la hija de la doctora Bell pasa largas horas ante el televisor contemplando las aventuras de la cerdita Peppa Pig. Y por deformación profesional, Bell se fijó en el médico de la serie, el doctor Brown Bear. Se le ocurrió entonces una idea para la edición navideña del BMJ: dado que al Dr. Brown Bear se le llama por cualquier nimiedad y siempre aparece como un rayo y con la cura instantánea, ¿acaso es un mal ejemplo para el usuario de la sanidad británica? ¿Alienta Peppa Pig el uso inapropiado de los recursos de atención primaria?, pregunta Bell en el título.

En su artículo, la médica general de Sheffield describe al Dr. Brown Bear como un médico que proporciona un «servicio excelente», con «acceso telefónico inmediato y directo, cuidado continuo, horario extendido y un umbral bajo para las visitas domiciliarias». «¿Puede este retrato de la práctica general contribuir a expectativas irreales en la atención primaria?», añade.

A continuación, Bell expone tres casos concretos de episodios de la serie, con un estilo de exposición similar al que se emplea en los artículos médicos reales. Por ejemplo, «padres llaman al Dr. Brown Bear en sábado concerniendo a un cerdito de 18 meses con un historial de dos minutos de síntomas de resfriado tras jugar en el exterior sin su gorro de lluvia».

Pero no todo son alabanzas. La autora pasa entonces a criticar al Dr. Brown Bear cuestionando su ética profesional, ya que en uno de los casos expuestos debería haber desviado al paciente al especialista. El hecho de que decidiera realizar «una visita a domicilio clínicamente inapropiada sugiere un posible incentivo financiero», escribe Bell, insinuando que el Dr. Brown Bear probablemente no trabaja en el sistema sanitario público, sino que es «un médico privado sin escrúpulos».

Y no solo esto, sino que además, añade la autora, sobremedica a sus pacientes sin necesidad. Por si fuera poco, además muestra signos de estar «quemado», y por ello descuida tanto sus archivos como los requisitos legales sobre confidencialidad y consentimiento informado. En resumen, el Dr. Brown Bear es, a juicio de Bell, corrupto, negligente e incompetente. «Ya no es capaz de ofrecer a sus pacientes el nivel de servicio que ellos esperan», concluye la autora.

Naturalmente, Bell ha procurado ofrecer al aludido el derecho de réplica, pero sin éxito: «se ha intentado discutir con el Dr. Brown Bear su perspectiva sobre los casos expuestos; sin embargo, no le es posible comentar al estar pendiente del resultado de una investigación sobre su aptitud para seguir ejerciendo», escribe.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

El Dr. Brown Bear. Imagen de Astley Baker Davies Ltd.

De todo lo anterior ya habrán comprendido que ni el contenido ni el tono del artículo ocultan lo que realmente es, una broma navideña destinada a arrancar una sonrisa. Pero por increíble que parezca, bastantes medios se han tomado el artículo en serio, aunque es obvio que se han copiado unos a otros sin haber leído el «estudio» sobre el que han escrito. Lo entrecomillo porque, como ya han comprendido, no existe tal estudio, sino una parodia de estudio.

Y como en el juego del teléfono roto, al presunto mensaje, que no existe en el texto de Bell, se le han ido añadiendo más gotas de sensacionalismo en cada nueva versión: que los médicos británicos consideran a Peppa Pig una perniciosa influencia o incluso su peor enemiga, que una prestigiosa revista científica cuestiona la imagen de la medicina en Peppa Pig, que la comunidad médica carga contra Peppa Pig, ¡la comunidad médica!, y que no piden la retirada de la serie pero sí un replanteamiento, o incluso que Peppa Pig ¡distorsiona la realidad! Perdonen, pero tengo que repetirlo: ¿¡¡que Peppa Pig distorsiona la realidad!!?

Todo lo explicado no quita que la autora del artículo se haya inspirado en motivaciones reales. Como médica del sistema público, es probable que a Bell le preocupe el problema de los recursos en el sistema sanitario. Pero probablemente ni siquiera la propia autora esperaba que su broma pasara en ciertos medios como una crítica verídica. Prueba de ello es que en el apartado de conflicto de intereses aclara que, pese a lo aparente, su hija no está patrocinada por Peppa Pig. Es decir, que Bell interpretaba su propio artículo como un homenaje a los dibujos de la cerdita, y no como una descalificación.

Así, en este caso la única distorsión de la realidad es presentar a la autora como la portavoz de un colectivo médico seriamente indignado por el retrato de su profesión en unos dibujos animados protagonizados por una familia de cerditos parlantes con los dos ojos al mismo lado de la nariz. En el mejor de los casos, es un esperpento; en el peor, es información falsa difundida a miles de lectores.

Tal vez Bell se sienta ahora un poco como Orson Welles cuando hizo de su guerra de los mundos radiofónica una invasión marciana real. En ninguno de los dos casos se trata de inocentadas: al comienzo de su emisión, Welles aclaró que aquello era solo una radionovela. Y aunque el artículo de Bell sobre Peppa Pig no vaya a lanzar a la gente a la calle presa del pánico, ha servido para un propósito de mayor alcance del que podría haber imaginado su autora: como experimento involuntario para poner de manifiesto el inquietante problema de la falta de credibilidad de algunos medios.

No es dinosaurio todo el que viaja en el Dino Tren

Hoy voy a meter los pies en el tiesto de mi compañera y amiga Madre Reciente, porque llevo tiempo queriendo escribir un comentario sobre El Dino Tren. Para quien aún no haya retoñado y por tanto no sepa de qué demonios hablo, explicaré que Dinosaur Train, su título original, es una serie de dibujos animados creada por Craig Bartlett para la PBS, el canal público de EE. UU., y que en España sale en Clan, la rama para peques de la pública que todos pagamos y todos podemos ver sin volver a pagarla por otro lado (este comentario tiene intención, pero lo dejo ahí).

El caso es que El Dino Tren se une a otras series de animación que tratan de estimular en los niños la curiosidad por la ciencia, entre las que se incluyen Phineas & Ferb, Ray Cósmico Quantum, Planeta Sheen o Jimmy Neutron, e incluso, por improbable que parezca, Las Tortugas Ninja, Los Pingüinos de Madagascar o La invasión del plancton; estas tres últimas incluyen personajes que asumen el papel del científico del grupo y que destacan del resto por su inteligencia sin resultar imbéciles, perversos, megalómanos ni frikis. Con la última de las mencionadas, además, los niños aprenden qué es el cambio climático sin cursilerías lacrimógenas (tan abundantes en el tratamiento de este tema), ya que los protagonistas –los buenos— son animalillos marinos que quieren ver el planeta inundado por el deshielo de los polos y así conquistarlo por entero.

En el caso del Dino Tren, los protagonistas son una familia de pteranodones formada por padre, madre y tres crías: Tiny, Shiny y Don. A ellos se une Buddy, un pequeño T-rex cuyo huevo apareció por motivos ignotos (al menos para mí) en el nido de la Señora Pteranodón y que fue adoptado como un hijo más. En cada episodio, Buddy y sus hermanos pteranodones viajan para conocer a una nueva especie del Mesozoico, sobre todo dinosaurios. Lo hacen gracias al Dino Tren, que se desplaza a través de túneles del tiempo entre el Triásico, el Jurásico y el Cretácico (en la versión doblada dicen Cretáceo, también correcto pero que se escucha poco, al menos en España). Una vez que los protagonistas localizan a su objetivo, este les explica quién es, cómo es, cómo vive, qué come y cómo se relaciona con las especies de su hábitat.

La serie destaca por su rigor científico, gracias a la asesoría del paleontólogo y divulgador canadiense Scott Sampson, actualmente en el Museo de Ciencia y Naturaleza de Denver. Un acierto de sus guiones es la afición de Buddy por la palabra «hipótesis», que en la serie se explica de forma sencilla como «una idea que puedes probar». Cuando el pequeño T-rex conoce a cada uno de sus nuevos amigos, suele decir: «Tengo una hipótesis», y de esta manera propone una teoría para explicar funcionalmente alguno de los rasgos de la nueva especie que él y sus hermanos acaban de descubrir. Es una fantástica manera de introducir a los niños en el método científico y de que entiendan cómo pueden inferirse comportamientos o capacidades de animales extinguidos hace millones de años.

Un detalle curioso es que el revisor del Dino Tren, que actúa como maestro de ceremonias, es un troodón. El hecho de que este terópodo sea el sabelotodo de la serie es un claro guiño a la hipótesis, como le gusta a Buddy, de que esta especie era tal vez una de las más encefalizadas entre todos los dinosaurios; es decir, con un cerebro de mayor tamaño en relación a su masa corporal. Esto no es prueba concluyente de una mayor inteligencia, pero al menos lo sitúa en un rango próximo al de las aves actuales. Y como ya he contado aquí, algunas aves se cuentan entre los seres más inteligentes conocidos hoy.

Esta característica del troodón, junto con el hecho de que poseía dedos casi oponibles y visión binocular, ha llevado en ocasiones a fantasear sobre cómo esta especie podría haber dado pie a la evolución de seres racionales si no se hubiera producido la extinción masiva que acabó con la mayor parte de las especies de dinosaurios, y si estos hubieran continuado dominando los ecosistemas terrestres. Esta especulación ha sido manejada por la ciencia-ficción, e incluso un paleontólogo, Dale Russell, desarrolló todo un experimento mental sobre el dinosauroide, un ser antropomorfo derivado de la evolución del troodón.

Otro acierto de la serie es concluir cada capítulo con un sketch en el que Scott Sampson, que se presenta como «el doctor Scott, el paleontólogo», resume ante un grupo de niños y niñas lo más llamativo de la especie relevante en cada caso. En alguna ocasión incluso le toca hablar de una especie descubierta por él mismo, como el masiakasaurio. Al final del capítulo, Sampson invita a los niños a salir a la naturaleza y a descubrirla por sí mismos.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

No soy de los que opinan que toda actividad de los niños deba cumplir un fin educativo. Soy partidario de que deben tener tiempo incluso para aburrirse, y de que el Tragabolas, la bici, los videojuegos o la televisión, todo cabe en su horario de diversiones si lo administramos bien. Y de que también es importante que dispongan de tiempo no administrado. Pero me gustaría que se produjeran más series como el Dino Tren aplicadas a otros campos de la ciencia, y como comparación no puedo dejar de mencionar el contraste de esta serie y otras que he mencionado arriba con la principal serie de animación española en la parrilla de Clan. ¿Adivinan de qué trata? Eso es. Ni más ni menos que la religión mayoritaria en España: el fútbol.

Termino con un tirón de orejas a los responsables de la traducción española de la sintonía del Dino Tren. En la versión original de la canción que abre cada capítulo, cuando la Señora Pteranodón observa la eclosión del huevo de Buddy y comprueba que no es una cría de su especie, dice: «You may be different, but we’re all creatures. All dinosaurs have different features«, que se traduce como «puede que seas diferente, pero todos somos criaturas; todos los dinosaurios tienen rasgos diferentes». Sin embargo, esta última línea fue traducida al español como «aquí los dinosaurios somos gente tolerante».

Entiendo que es difícil adaptar la métrica en la traducción, pero seguro que podría haberse hecho sin caer en un error de bulto muy extendido que, por supuesto, la versión original no comete: los pteranodones no son dinosaurios. No por nada; el problema, y quizá algún otro padre me socorra en esto, es que resulta muy difícil convencer a los niños de que la tele se equivoca. Cuando trato de explicar a mis hijos que en realidad los pteranodones no son dinosaurios, sino pterosaurios, me miran como si estuviera loco. ¿Cómo diablos voy a saberlo yo mejor que la Señora Pteranodón?