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Esta máquina puede funcionar durante 80 años sin apagarse jamás

¿Cuánto les duró su último teléfono móvil? ¿Su último ordenador? ¿Impresora, televisor, coche…? ¿Imaginan una máquina capaz de funcionar de forma continua sin un segundo de descanso durante más de 80 años, sin repuestos, con un mantenimiento sencillo y sin visitas al servicio técnico?

Imagen de Beth Scupham / Flickr / CC.

Imagen de Beth Scupham / Flickr / CC.

Cualquiera que alguna vez se haya sentido víctima de esa rápida obsolescencia –sea realmente programada o no– que sufren casi todas las máquinas presentes en nuestra vida debería balbucir de estupefacción ante la maravilla que guardamos en la jaula de huesos del pecho. Tal vez no suelan pensar en ello, pero su corazón no ha dejado de contraerse y expandirse a un ritmo preciso ni un solo momento en todos los años que han vivido.

Sí, es cierto que en una persona sana el resto de sus órganos también trabajan durante décadas. Pero a diferencia de otros, como el hígado o el riñón, el corazón es una máquina electromecánica, con partes móviles. Y todos los demás órganos dependen de este movimiento: si el corazón se detiene, aunque sea por un ratito, se acabó todo lo demás.

Hace unos tres meses, un análisis publicado en Nature sostenía que hay un límite máximo para la longevidad humana, y que ya lo hemos alcanzado: unos 115 años. Cuidado, no confundir longevidad con esperanza de vida. Esta última se refiere a la posibilidad de evitar la muerte por enfermedad u otro motivo mientras nuestro cuerpo aún podría seguir funcionando.

La longevidad planteada por los autores, de la Facultad de Medicina Albert Einstein de Nueva York, se refiere a la (posible) existencia de un límite biológico intrínseco que no puede romperse. Un cuerpo humano no puede vivir 150 años, del mismo modo que un nuevo récord de los 100 metros lisos arañará alguna centésima a la marca previa, pero un cuerpo humano no puede correr esa distancia en dos segundos (odio las metáforas deportivas, pero viene muy al pelo).

La longevidad máxima propuesta por los autores es un techo que no puede romperse simplemente progresando en la lucha contra la enfermedad y en los estándares de salud. Aunque ellos no lo ponían de este modo, en cierto modo seríamos víctimas de una obsolescencia programada, en nuestro caso genéticamente programada.

El artículo fue controvertido, ya que otros expertos en envejecimiento no están de acuerdo; al contrario que los autores, piensan que es demasiado pronto para fijarnos una fecha de caducidad, y que los avances científicos en este campo pueden ser hoy insospechados. Algunos de los críticos incluso afirmaban que el artículo no alcanzaba la categoría necesaria para haber sido aceptado por la revista Nature.

En el extremo opuesto al de los autores de este artículo se encuentran personajes como Aubrey de Grey, el gerontólogo británico que vive de afirmar que el ser humano alcanzará los mil años, y que el primer milenario del futuro ya está hoy caminando sobre la Tierra.

Ya he expresado antes mi opinión sobre las proclamas de De Grey, así que no voy a insistir en lo mismo, sino solo recordar un hecho inopinable: las Estrategias para la Senescencia Mínima por Ingeniería (SENS, en inglés), como De Grey denomina a su proyecto, aún no han logrado alargar la vida de ningún ser humano o animal. La propuesta de De Grey es actualmente tan indemostrable como irrefutable, lo que la deja en un limbo que muchos identificarían con la seudociencia. De Grey es un científico que no se gana la vida con lo que hace, sino con lo que dice que va a hacer.

La ciencia ficción nos deja imaginar cómo cualquiera de nuestras piezas defectuosas podría reemplazarse por una nueva gracias a la medicina regenerativa, hasta hacernos dudar de cuándo dejamos de ser nosotros mismos. Es la vieja paradoja del barco de Teseo (¿cuándo el barco de Teseo deja de ser el barco de Teseo a medida que se le van reemplazando piezas?), que la ficción ha explorado una y otra vez: en El mago de Oz, el Hombre de Hojalata era originalmente un humano que vio todo su cuerpo sustituido por piezas de metal… y que encontraba a su novia casada con el hombre construido con las partes del cuerpo que él perdió.

Claro que pasar de la ficción a la realidad puede ser no solo difícilmente viable, sino también espantoso; cada cierto tiempo resurge en los medios la historia del neurocirujano italiano que pretende llevar a cabo el primer trasplante de cabeza (o de cuerpo, según se mire), una propuesta increíble que nos recuerda otro hecho increíble, pero cierto: hay empresas de crionización que ofrecen a sus clientes la posibilidad de congelarse… solo la cabeza.

¿A dónde nos lleva todo esto? Tal vez a lo siguiente: antes de tratar de prolongar la vida más allá de lo que actualmente se nos presenta como un límite de longevidad, sea este límite quebrantable o no… ¿no sería más deseable alcanzar el ideal de que la esperanza de vida fuera una esperanza real para todos? Un cuerpo humano de 100 años de edad está esperando a ver cuál de sus órganos vitales es el primero en fallar. En lugar de suspirar por el hombre bicentenario, ¿y si pudiéramos evitar el fallo de un órgano vital cuando todos los demás aún están en perfecto funcionamiento?

Un ejemplo: de los millones de personas que cada año mueren por enfermedad cardiovascular, muchas de ellas sufren parada cardíaca. Otras sufren infartos de miocardio o cerebrales. Pero los infartos, provocados por un bloqueo arterial, pueden conducir también a un paro cardíaco, al cese de esa máquina aparentemente incesante. Estas muertes serían evitables si se pudiera mantener artificialmente el bombeo del corazón, pero lo normal es que la posibilidad de reiniciar esa máquina llegue demasiado tarde, cuando ya el daño en el resto del sistema es irreparable.

Un estudio publicado esta semana en la revista Science Translational Medicine describe una nueva tecnología que está muy cerca de evitar estas muertes. Investigadores de EEUU, Irlanda, Reino Unido y Alemania han creado una especie de funda robótica que envuelve el corazón y lo hace bombear artificialmente, sin perforarlo de ninguna manera ni entrar en contacto con la sangre, a diferencia de otros sistemas ya existentes. La funda está compuesta por músculos artificiales de silicona que se accionan por un sistema de aire comprimido, imitando el latido normal del corazón. Los investigadores lo han probado con corazones de cerdo y en animales vivos, con gran éxito.

Hoy los científicos tratan de reparar con células madre los daños en el corazón provocados por los infartos, lo que puede dar nueva vida al órgano de las personas que han sufrido daños en el músculo cardíaco. Incluso se apunta al objetivo final, aún lejano, de fabricar un corazón completo con células madre. Pero cuando un corazón se detiene, nada de esto sirve de mucho. Donde existe un órgano intacto, aunque incapaz de cumplir su función por sí mismo, una prótesis de bioingeniería como la del nuevo estudio podría permitir que una persona por lo demás sana pueda vivir muchos años más de lo que su corazón le permitiría.

Ya hay otros avances previos en esta misma línea. Naturalmente, desde el laboratorio hasta el hospital hay un larguísimo camino que no admite atajos. Pero este camino es genuinamente el de la ciencia de la prolongación de la vida: lograr que cumplir los 80 no sea un sueño inalcanzable para una gran parte de la humanidad. Lo de llegar a los 150, qué tal si lo dejamos para después. Y en cuanto a los mil años, hoy ni siquiera podemos saber si es ciencia ficción o solo fantasía, pero me vienen a la memoria las palabras de un personaje novelesco llevado al cine que vio pasar los siglos por delante de sus ojos:

To die,

To be really dead,

That must be glorious!

(Conde Drácula / Bela Lugosi)