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Médicos antivacunas, más influidos por la ideología que por la ciencia

En 2004 el médico Richard Smith, entonces director del BMJ (antiguo British Medical Journal, una de las revistas médicas más importantes del mundo), publicó un artículo titulado «Los doctores no son científicos». Entre otras cosas, decía:

Algunos doctores son científicos —del mismo modo que algunos políticos son científicos—, pero la mayoría no lo son. Como estudiantes de medicina se les llenó de información sobre bioquímica, anatomía, fisiología y otras ciencias, pero la información no hace a un científico —de otro modo, podrías convertirte en científico viendo el Discovery Channel. Un científico es alguien que constantemente cuestiona, genera hipótesis falsables y recoge datos mediante experimentos bien diseñados —el tipo de gente que se cepilla los dientes solo en un lado de la boca para ver si cepillarse los dientes tiene algún beneficio. La mayoría de los doctores siguen patrones y reglas familiares, a menudo improvisando en torno a esas reglas. En sus métodos de trabajo se parecen más a los músicos de jazz que a los científicos.

Cuestionar si los doctores son científicos puede parecer ofensivo, pero la mayoría de los doctores saben que no son científicos. Una vez pregunté a una audiencia de quizá 150 docentes de medicina cuántos se veían como científicos. Unos cinco levantaron la mano.

La consecuencia inevitable es que la mayoría de los lectores de las revistas médicas no leen los artículos originales. Pueden mirar el abstract [resumen inicial], pero es raro el que lee un artículo de principio a fin, evaluándolo críticamente mientras lo hace. De hecho, la mayoría de los doctores son incapaces de evaluar críticamente un artículo. Nunca se les ha formado para hacer esto. En su lugar, deben aceptar el juicio del equipo editorial y de los revisores por pares, hasta que uno de esos raros escribe y apunta que un artículo es científicamente ridículo.

El artículo de Smith recibió respuestas, unas a favor de su visión, otras en contra. El alergólogo David Freed escribía: «Hay que tener agallas para que un editor médico desengañe a sus lectores de su más preciada suposición de que los doctores son científicos, pero es cierto que no lo son». Freed explicaba que los médicos tienen que ser convincentes en su apariencia de que siempre lo saben todo: «Resulta tan fácil para nosotros los doctores comenzar a creer que lo sabemos todo, y eso nos hace irracionalmente hostiles a nuevas ideas». En cambio, el científico vive en la incertidumbre. ¿A cuántos médicos oímos decir «no sé»? Sin embargo, esta es, o debería ser, la expresión de cabecera de todo científico.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Vacunación de COVID-19 en Madrid. Imagen de Comunidad de Madrid.

Probablemente a muchos les sorprenderá todo esto, y habrá quienes no estén de acuerdo. En cambio para otros será algo ya sabido, especialmente en los laboratorios. Durante mi etapa de investigación predoctoral estuve un tiempo trabajando en la sección de Inmunología del Hospital de la Princesa, en Madrid. Incluso en un departamento de investigación de un hospital, los médicos eran minoría; la mayoría éramos biólogos, incluyendo al jefe de la sección, Paco Sánchez-Madrid, que luego fue miembro de mi tribunal de tesis. Al menos por entonces, en la carrera de medicina no se enseñaba ciencia, método científico, enfoque científico. No se enseñaba a investigar, ni se orientaba la carrera hacia esta posibilidad. Ojalá ahora sí, no lo sé. Lo cierto es que, incluso si más médicos quisieran dedicarse a hacer ciencia, tampoco las obligaciones de su trabajo lo facilitan, y ese es un potencial que todos estamos perdiendo. Porque, como escribían en 2019 en el New York Times tres médicos de la Fundación de Apoyo a los Médicos-Científicos de EEUU, «necesitamos más médicos que sean científicos».

Un amigo farmacéutico decía que Medicina es una carrera de letras: del mismo modo que los abogados aprenden una tríada delito-ley-pena, los médicos aprenden síntomas-diagnóstico-tratamiento (este es el enfoque de exámenes como los de residencia). El autor de un estudio sobre la anti-ciencia que comenté aquí hace unos años explicaba que estas corrientes se basan precisamente en «pensar como abogados»: elegir solo aquellos argumentos seleccionados que apoyan su postura, como los estudios de casos frente a la más amplia evidencia de los ensayos clínicos aleatorizados.  Por ello y según Freed, «las disputas médicas se vuelven enconadas porque siempre en el fondo está el pensamiento de que el otro tipo está dañando a los pacientes». En cambio, un científico debe reunir toda la información relevante y sopesarla para llegar a una conclusión. Debe desafiar su propia creencia y aceptar lo que digan los datos, ya sea que avalen lo que él pensaba o lo contrario.

Si los médicos deberían o no ser científicos, es otro debate en el que cabría argumentar. Muchos profesionales dedican su trabajo a manejar desarrollos de la ciencia que no tienen por qué conocer en más detalle del que exige su tarea. Un excelente piloto de aviación no tiene por qué ser físico atmosférico ni ingeniero aeronáutico. Pero a ninguno se le ocurriría actuar en contra de las reglas que han establecido quienes sí son físicos atmosféricos o ingenieros aeronáuticos, y sí conocen profundamente toda la ciencia por la que se guían las reglas para elevar un avión y mantenerlo en el aire.

Del mismo modo, no existe ningún científico, médico o no, relevante en el campo, reputado y con credibilidad, que sostenga posturas negacionistas de las vacunas de COVID-19, porque los científicos han podido entender y analizar los datos de cientos de estudios publicados para llegar por sí mismos a la conclusión de que las vacunas son seguras y eficaces. Pero sí hay médicos antivacunas, como los hay que avalan pseudoterapias.

Los médicos antivacunas, siendo minoría, son una cuantiosa minoría: según un estudio en EEUU publicado ahora, dirigido por la Universidad de Texas A&M, un 10% de los médicos de atención primaria encuestados en aquel país no cree que las vacunas sean seguras, casi el mismo porcentaje no cree que sean efectivas, y algo más de un 8% no cree que sean importantes.

Además de revelar la extensión de esta corriente anticientífica, el estudio ha indagado en la tipología del perfil de estos médicos antivacunas, y ha encontrado que «algunos de los factores que influyen en la confianza en las vacunas en el público en general afectan de manera similar a la confianza en las vacunas entre los médicos», escriben los autores. Uno de estos factores principales, señalan, es la ideología política conservadora. Es bien sabido que en EEUU el movimiento antivacunas está alineado con la sintonía política del expresidente Donald Trump.

En aquel país ciertos médicos conocidos por sus apariciones en los medios han extendido desinformación y bulos sobre las vacunas. Algunas de las posturas antivacunas más beligerantes proceden incluso de organizaciones médicas, como la American Association of Physicians and Surgeons (AAPS), una asociación de ideología conservadora —del tipo de entidades gremiales y políticas que, también aquí, a menudo los medios no especializados etiquetan erróneamente como «sociedades científicas»— conocida por su desinformación médica, como el negacionismo del VIH-sida o la difusión de bulos como la relación entre el aborto y el cáncer de mama o entre el autismo y las vacunas. En cuanto a España, también aquí los datos indican que entre las corrientes antivacunas predominan las ideologías de derechas.

«Una proporción preocupante de médicos de atención primaria carece de altos niveles de confianza en las vacunas», concluye el estudio. Los autores comentan que tanto los medios de comunicación como los políticos están confiando en los médicos como la fuente primordial para impulsar la vacunación; y que, sin embargo, «estas observaciones sugieren que no siempre será posible confiar en los médicos para alentar a la vacunación de COVID-19, mucho menos para otras enfermedades evitables mediante vacunas», añadiendo que esto es especialmente acusado en las zonas rurales de lo que llamamos la América profunda, donde más coinciden la renuencia a las vacunas y la ideología conservadora.

En resumen, el estudio constata que la postura de los médicos antivacunas (al menos en EEUU) no nace de criterios científicos, sino ideológicos, y que se defiende no solo a pesar, sino en contra de la ciencia. Si ya se sabía que este es el retrato de los movimientos antivacunas en general, es mucho más grave en el caso de los médicos, ya que se les toma erróneamente como referentes de la ciencia por el mero hecho de ser médicos.

¿Cuántos médicos antivacunas existen en España? Que yo sepa, no tenemos datos. Pero sabemos que existen, los hemos oído. Incluso los hemos visto repartiendo panfletos a la entrada de los colegios, instando a los padres a no vacunar a sus hijos. Su voz es poderosa, porque no importa que sea minoritaria; la presunción de que todo médico es un científico, junto con esa falsa seguridad que transmiten, tienen una inmensa influencia sobre los pacientes. No sabemos cuánta enfermedad y muerte podrían haberse evitado si los pilotos de la salud se hubieran limitado a seguir lo que dice la ciencia que aplican. Porque, a diferencia de los aviones, en este caso es mucho más difícil evaluar las consecuencias trágicas de una decisión errónea; con la COVID-19, acaba muriendo gente que ni siquiera iba en ese avión.

Investigadores y divulgadores han sufrido acoso durante la pandemia

No es ningún secreto para todo el que durante estos 22 meses haya intentado acercar al público lo que la ciencia ha ido avanzando en el conocimiento del coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que causa. Pero también hay que contarlo.

El mes pasado, Nature publicaba un reportaje detallando hasta qué punto los científicos y divulgadores que han intervenido en los medios para informar sobre la COVID-19 han tenido que sufrir el acoso de los haters y negacionistas. El artículo se basa en una encuesta de la propia revista a 321 científicos que han concedido declaraciones sobre COVID-19 y han informado en las redes sociales. No es un estudio aleatorio; una parte de los científicos contactados prefirieron no responder a la encuesta para evitar más acoso.

Casi el 60% ha sufrido ataques a su credibilidad o insultos. Más del 20% ha recibido amenazas de agresiones físicas o sexuales. La tercera parte de los que han difundido informaciones en Twitter ha recibido ataques «siempre» o «habitualmente». El 15% ha llegado a soportar amenazas de muerte. A veces incluso por teléfono, como relata la especialista en enfermedades infecciosas Krutika Kuppalli, quien llevaba meses sufriendo ataques online. Seis han padecido agresiones físicas.

El virólogo Christian Drosten, la figura más destacada en Alemania con relación a la pandemia, recibió un paquete en su casa con un vial de líquido con la etiqueta «positivo» y una nota instándole a beberlo. En Bélgica, un francotirador amenazó con disparar a los virólogos. En EEUU, un investigador recibió sobres de polvo blanco. «Cómete un murciélago y muere, puta», «tú y tus hijos arderéis en el infierno», «si te veo te pego un tiro» o «espero que mueras» son algunas de las amenazas detalladas por los científicos, junto con imágenes de ataúdes o de cadáveres ahorcados.

A dos terceras partes de los que han sufrido algún tipo de amenaza o agresión, la experiencia les ha hecho cuestionarse sus apariciones en los medios, y muchos de ellos han decidido inhibirse de hacer declaraciones. Algunos han cerrado su cuenta de Twitter.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Manifestación negacionista contra la pandemia, el 1 de mayo de 2020 en Ohio. Imagen de Becker1999 / Wikipedia.

Según cuenta en Nature Fiona Fox, directora del UK Science Media Centre –una oficina de prensa independiente que ofrece testimonios de científicos y expertos–, de más de 20 científicos consultados para hacer una rueda de expertos sobre el origen del coronavirus, ninguno quiso participar. Esta cuestión en particular, junto con las vacunas, la ivermectina y la hidroxicloroquina –dos tratamientos ensayados que resultaron inútiles– han sido los temas recurrentes que han provocado las reacciones de los haters.

El estudio de Nature no encontró diferencias en el nivel de acoso a hombres y mujeres, pero sí que estas recibían frecuentemente burlas o amenazas de carácter sexual, del mismo modo que los investigadores de minorías étnicas han recibido insultos racistas.

La encuesta y el reportaje de Nature no son los primeros en sacar a la luz las amenazas e insultos que están recibiendo los científicos. Aquí ya he mencionado algún caso que ha ido publicándose sobre todo a raíz de las investigaciones sobre el origen del coronavirus. La iniciativa de Nature ha venido motivada por una encuesta previa en Australia que ya alertó del problema, y está en marcha un amplio estudio de la Universidad Johns Hopkins que ofrecerá un panorama más detallado.

Estos estudios se han centrado sobre todo en los países anglosajones, pero cualquiera que haya seguido los comentarios en los medios y en las redes sociales en nuestro país habrá podido observar que aquí ha ocurrido exactamente lo mismo. Esta semana, la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) publicaba un artículo comentando el reportaje de Nature y añadiendo experiencias personales de algunos investigadores de la UOC que se han visto en la misma situación. El biólogo molecular y divulgador Salvador Macip i Maresma denuncia haber sido víctima de una campaña organizada de odio basada en amenazas e insultos en las redes sociales; acusaciones falsas, ataques al honor, insultos, amenazas de muerte o de tortura. Algo similar relata Alexandre López Borrull, experto en fake news.

Incluso se da el caso, aunque esto no se ha publicado, de algún comunicador científico que durante la pandemia ha preferido abstenerse por completo de tratar la COVID-19, supuestamente por centrarse en el resto de la esfera científica que ha quedado muy olvidada durante estos casi dos años; en realidad, porque pasaba de meterse en este marrón. Y quién se lo puede reprochar.

Los científicos, ¿tan malvados como para hacerle eso a un pollo?

Aquí va una que llenará de alborozo a los anti-ciencia: un estudio revela que los científicos son percibidos como más propensos que la población general a fornicar con el pollo muerto que después se comerán para cenar. Tal cual. Pero si realmente les interesa saber de qué diablos estoy hablando y no quedarse solo en la anécdota, sigan leyendo.

Una de las posibles salidas profesionales del doctorado. Imagen de Marvel Comics.

Una de las posibles salidas profesionales del doctorado. Imagen de Marvel Comics.

Los psicólogos Bastiaan Rutjens y Steven Heine, respectivamente de las Universidades de Ámsterdam (Países Bajos) y Columbia Británica (Canadá), estaban interesados en indagar en la percepción social de los científicos, sobre todo en lo referente a sus principios morales. Pese a la creciente implicación de la ciencia y la tecnología en todos los aspectos de la vida diaria, es evidente que la visión percibida sobre los científicos es ambivalente, y en muchos casos tiende a dos extremos tan estereotipados como falsos: o santos laicos (boquiabierto me dejaron algunos tuits en el último cumpleaños de Isaac Newton) o lunáticos y amorales (el daño que hace el tópico del científico loco).

Para calibrar qué visión tiene la sociedad sobre la moralidad de los científicos, Rutjens y Heine lanzaron una amplia investigación sociológica compuesta por una serie de encuestas basadas en un paradigma llamado falacia de conjunción. Y explico. Imaginemos que tenemos un rebaño de cabras y ovejas, y que de ambas las hay blancas y negras. Supongamos la probabilidad de elegir una oveja; es evidente entonces que la probabilidad de elegir una oveja negra es menor, ya que hay menos ovejas negras que ovejas.

Apliquemos esto ahora a los rasgos que definen a una persona a la que asociamos un determinado comportamiento. Si por ejemplo preguntáramos qué tipo de perfil veríamos con más probabilidad en una manifestación por la igualdad de las mujeres, una cajera de banco o una cajera de banco con una activa participación en movimientos feministas, lo lógico parecería elegir a la segunda, ¿no?

Pues bien, los psicólogos razonan que esto es un error lógico, ya que la segunda población (cajera + feminista) es más pequeña y restringida que la primera (cajera). De ahí el nombre de falacia de conjunción: asociamos una mayor probabilidad a la conjunción de dos condiciones, a pesar de que la probabilidad es mayor para cada una de ellas por separado. Dicho en términos más llanos, tendemos a formar estereotipos de las personas a partir de algún dato suelto: si lleva coleta, votante de Podemos; pelo corto y gomina, del PP. Y sin embargo, sabemos que los estereotipos se equivocan; de ahí la falacia.

Este error es una fuente de revelación para los psicólogos: cuando caemos en la falacia, es debido a que estamos guiándonos por una fuerte convicción estereotipada que tal vez no manifestaríamos si se nos preguntara directamente. En el caso del estudio que vengo a contar, Rutjens y Heine propusieron una primera condición, por ejemplo aficionado a los deportes, y una segunda escogida de entre varias: científico, ateo, musulmán, cristiano, hispano, nativo americano, gay, psicólogo, profesor o abogado.

A los voluntarios se les presentaron diversos escenarios: un asesino en serie que ha matado a cinco personas sin techo, un hombre que se ha acostado con su hermana con consentimiento mutuo, el ya citado fornicador de pollos, un tipo que recibe un favor de un compañero de trabajo pero luego se escabulle de devolverlo y además hace trampas jugando a las cartas, otro que se burla de una mujer obesa y patea a un perro, y finalmente un sujeto que decide cenarse a su perro atropellado por un coche. No, no es que Rutjens y Heine diseñaran el experimento en uno de los famosos Coffee Shops de Ámsterdam (o quizá sí, no lo sé), sino que estos escenarios han sido previamente utilizados en otros estudios sobre moralidad.

Pues con todo esto, a encuestar, y a ver qué pasa. Y los resultados del estudio, publicado en la revista PLOS One, son para bebérselos: los participantes asocian de forma aplastante las conductas de todos los escenarios a los ateos, siempre muy por encima de los grupos de control. Los científicos ganan a los controles en incesto y asesinato en serie, pero se mantienen muy por debajo de los ateos. En cambio, y por razones que vaya usted a saber, los científicos ganan por paliza a los ateos (64,2% frente a 42,9%) en su probabilidad, a juicio de los encuestados, de mantener un encuentro amatorio con el pollo antes de meterlo en el horno; eso sí, usando un condón y lavándolo bien después, según describe el escenario del estudio.

Imagen de bigdogLHR / Flickr / Creative Commons.

Imagen de bigdogLHR / Flickr / Creative Commons.

Curiosamente, en cambio, los participantes en el estudio no ven a los científicos haciendo trampas a las cartas o maltratando a señoras o perros; en esto quedan al nivel de los grupos de control; y una vez más, muy por debajo de los ateos, que quedan retratados por los encuestados como la personificación absoluta del mal en la Tierra. El motivo de los autores para elegir esta población como comparación es que otros estudios previos ya habían revelado diferencias en la población general en cuanto a la percepción de los criterios morales sostenidos por personas religiosas y ateas. De hecho, uno de los terrenos en los que pica el estudio es el debate sobre la ciencia como nuevo sustrato de la moralidad.

En resumen, el estudio viene a sugerir que la gente percibe a los científicos como seres capaces de barbaridades, y no tanto de pequeñas infamias. «Mientras que los científicos gustan e inspiran amplia confianza, también son percibidos como un poco inhumanos y suficientemente obsesionados con la búsqueda del conocimiento como para ser capaces de conductas inmorales y potencialmente peligrosas», escriben Rutjens y Heine.

Los autores afirman que no se ve a los científicos como intrínsecamente malvados, sino como personas tan entregadas a un fin que llegan a justificar cualquier medio para alcanzarlo (¿el clásico villano de los cómics de superhéroes?). Como resultado, la percepción que existe de ellos es «una compleja mezcla de estereotipos y asociaciones positivas y negativas», y esto, concluyen los dos psicólogos, «ofrece nuevas pistas sobre el rechazo ideológico y la desconfianza en la ciencia y en sus descubrimientos por parte de muchos». Ahora, a ver cómo se arregla esto.