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Buceando en el hielo hacia el origen de la vida en la Tierra

El ser humano conoce los fósiles desde que tenemos registro histórico de nuestras andanzas por esta roca mojada, aunque al principio se confundieran con cosas tan exóticas como huesos de dragones o restos del diluvio universal. Y el hecho de que incluso se intentara explotarles un presunto poder afrodisíaco demuestra la indómita tendencia del ser humano a pensar en el sexo incluso cuando no viene a cuento para nada.

De no ser por los fósiles, solo podríamos imaginar cómo fue la vida terrícola que nunca conocimos. Haciendo un pequeño y rápido experimento mental en el que los fósiles no existen, los estudios genéticos (filogenéticos) nos desvelarían las relaciones de parentesco entre las especies existentes hoy y con ello podríamos estimar los momentos históricos de divergencia entre las distintas ramas evolutivas, aunque no tendríamos patrones de calibración biológicos fiables. Y puede que esto nos ayudara a averiguar qué formas de ciertos genes y qué rasgos fenotípicos son más ancestrales que otros. Y quizá incluso podríamos reconstruir virtualmente fragmentos de secuencias genéticas representativas de antiguas especies extinguidas.

Reconstrucción de una 'Titanoboa' devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Reconstrucción de una ‘Titanoboa’ devorando un cocodrilo en el Museo de Historia Natural Smithsonian de Washington. Imagen de Ryan Quick / Wikipedia.

Pongamos un ejemplo: gracias a las secuencias de ADN y a los rasgos fenotípicos podríamos calcular las distancias genéticas entre dos tipos de lagartos, y entre estos y, respectivamente, las serpientes y las culebrillas ciegas (anfisbenios). Sabríamos entonces que estas últimas están evolutivamente más próximas a los lagartos que las serpientes. Podríamos llegar a la conclusión de que estos tres grupos tuvieron un último ancestro común con patas, dado que las culebrillas ciegas del género Bipes aún conservan las delanteras, mientras que las serpientes las han perdido. La anatomía y la embriología nos ayudarían, ya que los embriones de las serpientes llegan a desarrollar unas yemas de patas traseras que luego se reabsorben; excepto en especies primitivas, como boas y pitones, que conservan vestigios de la pelvis y el fémur.

Pero es evidente que sin los fósiles jamás habríamos sabido de la existencia de Titanoboa, una bestia de casi 15 metros y más de una tonelada de peso que vivió hace 60 millones de años y que, según sus descubridores, apenas habría pasado por una puerta doméstica estándar, y podría haber engullido un bisonte si por entonces hubieran existido.

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Las heces de un koala dan pistas sobre la historia temprana de la vida en la Tierra

La ciencia, al contrario que la política, la justicia, la economía, la religión, el fútbol, la publicidad, el periodismo, la venta por teléfono y casi todo lo demás en este planeta, no teme reconocer que no posee todas las respuestas. Un viejo y sabio inmunólogo decía que lo primero que debe aprender un científico es a decir «no sé». El dogmatismo es enemigo del conocimiento. Y una de esas respuestas que (aún) escapan a la ciencia y que (quizá) siempre escaparán es cómo comenzó la vida en la Tierra, cuál fue la chispa que dio origen al primer saquito vivo llamado célula.

Podemos asumir que los primeros organismos vivos fueron bacterias y arqueas, las formas más simples de existencia, pero la época de su primera aparición aún está en disputa entre quienes defienden fechas más antiguas, en torno a 3.800 millones de años atrás, y quienes recortan la cifra hasta los 2.700 millones de años, una horquilla temporal de más de 1.000 millones de años. La discrepancia nace de la diferente opinión sobre la intervención de procesos biológicos en la formación de ciertas rocas, los únicos signos perdurables de aquellos minúsculos y primitivos bichos.

Cianobacterias del género 'Anabaena'. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Cianobacterias del género ‘Anabaena’. Instituto Nacional de Ciencias Ambientales de Japón.

Algo que sí dejó un rastro inequívoco en las rocas fue el hito que permitió la posterior explosión de la vida: la aparición del oxígeno en la atmósfera, sucedida hace unos 2.400 millones de años en lo que se denomina el Gran Evento de Oxidación (GEO). Las responsables de esta innovación atmosférica, a la que debemos nuestra presencia aquí, fueron las cianobacterias fotosintéticas. Estas prodigiosas criaturas inventaron un nuevo metabolismo que prescindía del sulfuro de hidrógeno de sus abuelas para utilizar otro alimento alternativo, el óxido de hidrógeno, es decir, agua. Con un sorbito y una bocanada de dióxido de carbono eran capaces de fabricar moléculas orgánicas, liberando un curioso residuo: oxígeno. Y todo ello, además, propulsado por energía solar.

Tampoco existe acuerdo sobre cuándo surgieron las primeras cianobacterias, pero cada vez se acumulan más pruebas, la última hace solo unos días, de que ya estaban presentes hace al menos 2.700 millones de años. Siendo así, las cuentas no salen: ¿Por qué ese retraso de al menos 300 millones de años hasta que el oxígeno empezó a notarse en la composición de la atmósfera? Esta es una incógnita que lleva años rondando entre la comunidad científica y a la que aún no se ha dado respuesta definitiva. Varias teorías se han propuesto para explicar esta enorme demora, e incluso ciertos investigadores sugieren que no hay tal: Birger Rasmussen, de la Universidad Tecnológica de Curtin en Australia Occidental, publicó en Nature en 2008 que no existe huella confirmada de fotosíntesis en la historia geológica de la Tierra hasta hace solo 2.200 millones de años. ¿Cómo resolver este enredo?

Un nuevo estudio, aún pendiente de publicación, viene a aportar una interesante conclusión que podría colocar alguna pieza del puzle. Y el lugar donde se ha encontrado esta pista es insólito: las heces de un koala. La historia comienza el año pasado, cuando un grupo de investigadores dirigido por las microbiólogas Ruth Ley, de la Universidad de Cornell (EE. UU.), y Jill Banfield, de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.), puso nombre a un difuso grupo de bacterias que llevaba circulando un tiempo por la literatura científica y que se había aislado de hábitats tales como los acuíferos, el suelo o las heces. El estudio de Ley y Banfield, publicado en 2013 en la revista eLife, analizó los genomas de estos microbios y descubrió que eran muy similares a las cianobacterias pero sin maquinaria fotosintética, algo que les sería poco útil en lugares como el intestino. Los investigadores concluyeron que se trataba de un grupo hermano de las cianobacterias que tuvo un ancestro común con estas en los primeros tiempos de la vida en la Tierra, y propusieron para este grupo el nombre de melainabacterias en referencia a Melaina, la ninfa griega de las aguas negras.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Un koala en el santuario de Healsville (Australia). Summi.

Mientras tanto, en Australia, un grupo de microbiólogos de la Universidad de Queensland se dedicaba a «perfilar las comunidades [bacterianas] fecales de los koalas», según explica a Ciencias Mixtas el director del equipo, Philip Hugenholtz. ¿Y por qué koalas? «¿Por qué no?», responde el científico. Los investigadores recogieron heces de Zagget, un anciano macho de 12 años que vive en el santuario de Lone Pine, en la ciudad de Brisbane, y realizaron un estudio metagenómico, consistente en leer todas la secuencias de ADN presentes en la muestra y que incluyen la mezcla de genomas de las bacterias que viven en el intestino del animal. El paso siguiente es procesar estas secuencias mediante complejas herramientas informáticas para separarlas en genomas individuales.

La primera autora del nuevo estudio, Rochelle Soo, detalla que el propósito de todo esto era «tratar de rellenar el árbol de la vida con secuencias genómicas representativas».»Nos interesaban las cianobacterias basales [primitivas] que solo se han encontrado en hábitats afóticos [sin luz], lo que nos hacía pensar que podría haber cianobacterias no fotosintéticas», agrega Soo. «Obtuvimos varias secuencias y concluimos que, en efecto, no son fotosintéticas». Y había algo más: las nuevas bacterias identificadas se parecían muchísimo a las melainabacterias.

Estos parecidos genéticos son los que hoy emplean los científicos para establecer la clasificación de los seres vivos en especies y en los grupos que las relacionan, como familias, órdenes y clases. Las semejanzas o diferencias entre sus genomas permiten definir sus relaciones evolutivas e incluso estimar en qué época sus ramas se separaron del tronco común, por ejemplo, los humanos y los grandes simios. Basta pensar en el caso de los parentescos: dos hermanos tendrán genomas más parecidos entre sí que a los de sus primos. Si a partir de numerosos casos se logra definir una regla que relacione el grado de diferencia genética con la distancia genealógica, la comparación entre los genomas de dos personas emparentadas permite deducir si el ancestro que comparten fue un abuelo, un bisabuelo o un tatarabuelo. Lo mismo se aplica a la taxonomía de las especies.

Gracias a esta metodología, los investigadores concluyen que las melainabacterias no son un grupo hermano de las cianobacterias, sino que son cianobacterias. «Deberían ser una clase dentro del filo Cianobacterias, y no un filo separado», apunta Soo. Los autores proponen que el filo de las cianobacterias debe remodelarse para incluir dos clases, las melainabacterias, no fotosintéticas, y las oxifotobacterias, lo que hasta ahora se conocía simplemente como cianobacterias. Sin embargo, no les está resultando fácil convencer a otros expertos de que acepten una propuesta que supone modificar la definición de las cianobacterias que figura en todos los libros de texto y enciclopedias del mundo. «Es un desafío directo a un dogma largamente establecido en microbiología, que todas las cianobacterias son fotosintéticas». Por este motivo, el estudio aún está en proceso de revisión. «Estamos encontrando mucha resistencia debido a su naturaleza controvertida», dice Soo.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Un estromatolito, roca formada por la fosilización de tapices de microbios, entre ellos cianobacterias. Este se encontró en la región de Pilbara (Australia) y su edad se estima en unos 3.500 millones de años. Didier Descouens.

Hasta aquí, la cuestión no pasaría de ser un simple cambio de nombres. Pero otra consecuencia del estudio va más allá. En consonancia con trabajos previos, los autores sugieren que la adquisición de la maquinaria fotosintética fue algo tardío en la evolución de las cianobacterias, y que esto ocurrió después de que ambas ramas se separaran de su ancestro común, a saber, una bacteria no fotosintética que dependía de la energía química, no solar. Es decir, que mientras un grupo aprendía a vivir del Sol y a producir oxígeno, sus hermanas melainabacterias conservaban el modo de vida ancestral de sus antepasados. Y aquí vienen las grandes consecuencias del estudio: por un lado, esto deja a las melainabacterias, descubiertas en los últimos años, entre los organismos más cercanos que existen hoy al primer ser vivo que jamás habitó la Tierra. Y algunas de ellas viven en nuestro intestino.

Pero además este esquema, de ser validado, podría aportar una pista a la demora entre la aparición de vida en la Tierra y la oxigenación de la atmósfera. Si las primeras cianobacterias que dejaron registro en la roca terrestre hace entre 3.500 y 2.700 millones de años atrás eran melainabacterias no fotosintéticas, no es de extrañar que la huella del oxígeno en la atmósfera se retrasara hasta cientos de millones de años después, quizá el tiempo preciso para que las dos líneas evolutivas se separaran y una de ellas, las oxifotobacterias, llegara a perfeccionar la maquinaria necesaria para la fotosíntesis. Lo que, además, cuadraría con lo defendido por Rasmussen si antes del GEO solo hubieran existido melainabacterias no fotosintéticas. Con todo, Soo se muestra cauta y no se aventura a suscribir esta hipótesis. De momento, bastante tarea tiene con tratar de convencer al mundo de que es necesario tirar los libros de texto y hacer otros nuevos. Falta comprobar si finalmente la comunidad científica prefiere aferrarse al dogma o reemplazarlo por un humilde «no sé».

NOTA: Después de publicado este artículo, Rochelle Soo, autora principal del estudio mencionado, me comunica que su trabajo ha sido aceptado para publicación en la revista Genome Biology and Evolution.