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Ataques a obras de arte: ¿crean rechazo a la acción contra el cambio climático?

A estas alturas nadie ignora que los activistas climáticos…

Inciso: no los llamen ecologistas, por favor. Sin duda muchos de ellos lo serán, o quizá todos. Pero se supone que debería calificarse al sujeto de la noticia por el atributo que la motiva, y no por otros. Un maltratador puede ser ingeniero y un ministro puede ser aficionado a la filatelia, pero las informaciones deberían referirse a ellos como «el (presunto) maltratador» o «el ministro», no «el ingeniero» o «el filatélico».

…que los activistas climáticos están expresando sus protestas mediante ataques simbólicos a obras de arte; simbólicos, podríamos llamarlos, porque ninguna de las pinturas ha sufrido daños, aunque sí en algún caso los marcos, que también pueden llegar a ser muy valiosos.

Activistas de Just Stop Oil después de verter sopa de tomate sobre ‘Los girasoles’ de Van Gogh. Imagen de Twitter / Just Stop Oil / 20Minutos.es.

El rechazo de esta forma de protesta ha sido general. Pero dado el desastre que ha supuesto la conclusión de la COP27 de Egipto desde el punto de vista científico (es decir, los acuerdos relativos a compensaciones son un paso valioso, pero este es otro campo ajeno a la ciencia del clima; lo que dice la ciencia del clima es que hay que abandonar los combustibles fósiles, y en esto no ha habido el menor avance), no sería raro que asistiéramos a nuevas manifestaciones de este tipo.

Ahora bien, y estando (casi) todos de acuerdo en la repulsa de estas acciones, es fácil escuchar por ahí opiniones que tratan de reforzar este rechazo con ciertos tópicos argumentativos dudosos o falsos. Es decir, no es necesario añadir nada más al hecho de que a la inmensa mayoría no nos gusta que se ponga en riesgo el patrimonio cultural. Porque cuando se trata de añadir algo más para justificar este rechazo, es cuando suele caerse en algún cliché de lo que personalmente me gusta llamar pensamiento perezoso. Que es algo bastante similar a lo que se conoce popularmente como cuñadismo, pero incidiendo en el matiz de que cualquiera podría opinar razonablemente incluso sobre algo que desconoce, con que simplemente se molestara en informarse sobre lo que dicen al respecto quienes sí entienden de ello. Pero informarse da pereza. Leer da pereza. Pensar da pereza.

¿Cuántas veces hemos oído a alguien decirle a otro que, cuando cae en la defensa de su postura con insultos o gritos, pierde la razón? Y esto a pesar de que es evidente que no es así. No sé cómo ni por qué a alguien le dio por vincular la corrección o falsedad de una proposición, o su justicia o injusticia, con el modo en el que se defiende, cuando una cosa no tiene nada que ver con la otra; no hace menos sol ni llueve menos por el hecho de que agredamos a otro defendiendo que es así. Pero voy a explicar un ejemplo que viene muy al caso de lo que traigo hoy.

Con ocasión de los ataques a obras de arte por la causa climática, se ha comentado poco que esta forma de protesta tiene un precedente histórico. El 10 de marzo de 1914 una mujer llamada Mary Richardson apuñaló varias veces con un hacha de carnicero el cuadro de Velázquez La Venus del espejo en la National Gallery de Londres. Richardson pertenecía al movimiento sufragista británico Women’s Social and Political Union (WSPU). Su atentado contra la obra de Velázquez fue una protesta contra la detención de Emmeline Pankhurst, la líder del WSPU. Por suerte, la labor de los restauradores consiguió devolver la pintura a su estado original.

Así quedó la ‘Venus del espejo’ de Velázquez después del atentado de Mary Richardson en la National Gallery de Londres en 1914. Imagen de Wikipedia.

Pero si este ataque se ha recordado poco, aún menos se ha contado que no fue el único. En los cinco meses siguientes, otras 14 obras de arte fueron atacadas por las sufragistas en otros nueve incidentes. Y todavía menos se ha hablado de que los atentados del WSPU no se limitaron al arte: bajo el lema «Hechos, no palabras», las militantes de esta organización emprendieron una auténtica campaña terrorista con bombas y artefactos incendiarios en buzones de correos, estaciones, trenes, iglesias y edificios públicos. Entre 1913 y 1914, antes de que el WSPU abandonara su campaña por el estallido de la guerra mundial, se produjeron al menos 337 atentados de incendio o bomba. La táctica (por utilizar un término neutral) de embutir tornillos y tuercas como metralla en las bombas, cuya invención habitualmente se atribuye al IRA, fue empleada por primera vez por las sufragistas. En los atentados murieron cinco personas, 24 resultaron heridas y más de 1.300 fueron arrestadas (y este relato tampoco estaría completo sin mencionar que las mujeres arrestadas sufrieron represión, abusos y alimentación forzada).

Este es uno de los mejores ejemplos posibles de cómo los métodos y las maneras no quitan ni dan la razón a una causa. Pocas causas pueden imaginarse tan justas como conceder el voto a las mujeres cuando aún se les negaba. La violencia y la agresión descalifican a quienes las emplean, no a su causa. Y viceversa, las buenas maneras no le dan a nadie la razón. Que alguien se conduzca con educación y respeto no significa que lo que defiende sea cierto ni que su causa sea justa.

Lo anterior no es más que abundar en lo evidente. En cambio, el motivo por el que hoy traigo esto aquí es por un segundo bocado más interesante. De nuevo, pensamiento perezoso: «con esa forma de protestar solo crean rechazo a su causa». ¿Cuántas veces lo hemos oído?

Un ejemplo: después de que dos activistas arrojaran sopa de tomate a Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery londinense, el director del Museo del Prado, Miguel Falomir, dijo: «Haciendo las cosas de esta manera se consigue justo lo contrario».

Pero ¿es cierto?

En un reciente artículo en The Conversation, el psicólogo de la Universidad de Bristol Colin Davis escribía: «Muchos historiadores argumentan que la contribución de las sufragistas a conseguir el voto para las mujeres fue mínima o incluso contraproducente. Tales discusiones a menudo parecen confiar en corazonadas de la gente sobre el impacto de la protesta. Pero como profesor de psicología cognitiva, sé que no tenemos que confiar en la intuición; son hipótesis que pueden testarse».

Una de las cosas grandiosas que tiene la ciencia es que puede poner a prueba afirmaciones gratuitas como esta. Y cuando lo hace, a menudo surgen las sorpresas. Davis ha llevado a cabo varios experimentos para evaluar la influencia de las protestas por métodos drásticos, aunque no violentos, en la simpatía de la gente por la causa que las motiva. Para ello utiliza, dice, un efecto bien conocido, por el cual se trata de condicionar la opinión del público mediante el enfoque y la presentación de la información.

Por ejemplo: ¿alguien sabe qué reivindicaban las dos activistas de Just Stop Oil que lanzaron la sopa de tomate a Los girasoles? Sí, cambio climático y tal. Pero ¿alguien sabe realmente qué reivindicaban?

En octubre el gobierno británico, encabezado entonces por Liz Truss, anunció que iba a conceder unas 100 nuevas licencias para extracción de petróleo y gas en el mar del Norte. Como podía esperarse, la decisión se topó con la fuerte oposición de muchos sectores. En España, ¿cuántos medios, tertulias o columnas de opinión de comentaristas indignados han mencionado que la razón de la protesta era exigir la retirada de este plan —plan que avanza en la dirección opuesta a lo necesario y que además, en contra de lo que Truss pregonaba, no va a servir para contener a corto plazo la escalada de precios de la energía que los británicos, como nosotros, también están sufriendo (ya que, según Reuters, desde que comienza una nueva explotación hasta que empiezan a producirse petróleo o gas suelen pasar entre cinco y diez años)—?

Pues bien, utilizando técnicas de manipulación de la opinión como esta, Davis y sus colaboradores han analizado la relación entre las actitudes hacia los activistas y hacia su causa, bajo la premisa de que incitar el rechazo hacia los primeros, según lo que asume el pensamiento perezoso, debería provocar rechazo hacia la segunda.

«Pero no es eso lo que encontramos», escribe el psicólogo. Sus experimentos muestran que guiar al público hacia un rechazo a los activistas no perjudica en absoluto el apoyo a su causa. Davis añade que ha replicado estos experimentos para diferentes causas, no solo el cambio climático, sino también la justicia racial o el derecho al aborto, y en tres países, Reino Unido, EEUU y Polonia. Y en todos los casos la conclusión es la misma: «Apoyo tu causa, pero no me gustan tus métodos», precisa el investigador.

Davis añade que, desde el punto de vista de los activistas, ganarse el rechazo del público puede no ser el mejor modo de promover tu causa. Una de las autoras del ataque contra Los girasoles reconocía que su acción era ridícula, pero alegaba que habían conseguido mover el debate. La protesta influye en la agenda, dice Davis.

«Las protestas dramáticas no van a cesar», concluye el psicólogo. «Los protagonistas continuarán siendo el centro de la (mayoritariamente) negativa atención de los medios, lo que llevará a una reprobación pública generalizada. Pero cuando analizamos el apoyo público a las demandas de los manifestantes, no hay ninguna evidencia convincente de que las protestas no violentas sean contraproducentes. La gente puede matar al mensajero, pero —al menos a veces— escucha el mensaje».

Este es el límite de calor que puede aguantar el cuerpo humano

Es curioso cómo tenemos percepciones de distintos factores de riesgo para la salud que no se corresponden con su peligrosidad real. Fumar está prohibido en todas partes, y hay un gran revuelo social con el amianto cada vez que se revela su presencia en cualquier lugar. Pero, en cambio, tomar el sol continúa siendo deporte nacional, pese a que la radiación solar pertenece al mismo grupo de máximo riesgo de cáncer que el tabaco y el amianto. También pertenece a este grupo el alcohol, que bebemos generosamente, mientras al mismo tiempo se monta un gran aparato mediático y publicitario contra compuestos presentes en productos de consumo a los que ni siquiera se les ha demostrado claramente alguna toxicidad.

No seré yo quien vaya a abogar por prohibir el alcohol o tapar el sol a lo Montgomery Burns. Me limito a subrayar estas absurdas inconsistencias, instaladas y favorecidas por la publicidad, los medios y el entorno social. Otra más: parece que ahora acaba de descubrirse que el calor mata, cuando ya mataba a cientos de personas al año. Ha sido necesario que mueran trabajadores en el cumplimiento de sus funciones para que alguien empiece a darse cuenta de que realmente el calor es una amenaza para la vida, más allá del tratamiento ligero y festivo que tradicionalmente se le ha dado en los medios.

Unos jóvenes se refrescan en el río Iregua a su paso por Logroño. Imagen de EFE / Raquel Manzanares / 20Minutos.es.

Sí, hay un límite de calor incompatible con la vida humana. Un estudio publicado en 2010 en PNAS, que a menudo sirve como referencia sobre esos límites, decía: «a menudo se asume que los humanos podrían adaptarse a cualquier calentamiento posible. Aquí argumentamos que el estrés térmico impone un robusto límite superior a tal adaptación».

Los humanos somos eso que en la antigua EGB solía llamarse «animales de sangre caliente» (espero que hoy ya no, porque es nomenclatura anticuada y errónea); homeotermos, es decir, que somos capaces de mantener una temperatura corporal constante —37 °C, grado más, grado menos— con independencia de la ambiental, gracias a nuestro metabolismo y a una serie de maravillosos mecanismos evolutivos.

Contra el frío excesivo contamos además con otro sencillo mecanismo no metabólico ni evolutivo: el jersey. Pero contra el calor, si no podemos apartarnos de él, solo dependemos de nosotros mismos. Cuando el cuerpo se sobrecalienta, los sensores de temperatura de la piel y del interior del organismo envían una señal de alarma al hipotálamo, la central cerebral de regulación de la temperatura. El hipotálamo transmite entonces una orden de vuelta a la piel: sudar. El sudor es uno de esos maravillosos mecanismos, ya que la evaporación en la piel sirve para enfriarnos.

Al mismo tiempo, el hipotálamo ordena a los capilares sanguíneos de la piel que se dilaten para acoger más sangre, de modo que esta pueda enfriarse en la superficie del cuerpo. Entonces la presión sanguínea disminuye, y el corazón se ve obligado a bombear más fuertemente para mantener la circulación. Los músculos se ralentizan, lo que provoca una sensación de fatiga y somnolencia.

Si el calor es extremo y nada de esto consigue rebajar la temperatura corporal a valores normales, el sistema comienza a colapsar. El corazón se ralentiza, se detiene el enfriamiento de la sangre en la piel y se corta la sudoración. Entonces el cuerpo comienza a calentarse sin freno y empiezan a fallar el cerebro y el resto de órganos. En torno a 41 °C de temperatura interna se desata la catástrofe molecular: las proteínas empiezan a desnaturalizarse, a perder su forma. La vida depende de millones de interacciones entre las proteínas cada millonésima de segundo; si esto se para, todo el organismo falla. El ejemplo más típico de desnaturalización de las proteínas por el calor es la coagulación de la clara del huevo al hervirlo o freírlo.

Una vez que se ha llegado a estos extremos, ya no hay vuelta atrás. Ni hielo, ni sueros, ni nada. Se trata solo de qué órgano vital fallará primero. El inocente nombre de «golpe de calor» oculta algo que en realidad es un fracaso general del organismo sometido a estrés térmico extremo. Por eso parece inconcebible que esto no se haya tenido en cuenta como riesgo laboral, a juzgar por lo ocurrido en Madrid.

Pero ¿cuánto calor mata? Para evaluarlo, los científicos utilizan un parámetro estandarizado, que es la llamada temperatura de bulbo húmedo (wet-bulb temperature), o Tw. Esta es la temperatura que marca un termómetro envuelto en un paño empapado en agua, que es menor que la medida en el ambiente, debido al enfriamiento causado por la evaporación del agua del paño. La temperatura de bulbo húmedo Tw sería igual a la ambiental si la humedad relativa del aire fuera del 100% (recordemos que un 100% de humedad relativa no significa estar nadando en el agua, sino que es la máxima cantidad de vapor de agua que el aire puede contener).

El motivo de utilizar este valor de Tw es poder definir valores de temperatura máxima soportable por el ser humano sin que el mecanismo de sudoración pueda hacer nada para contrarrestarlo; con un 100% de humedad relativa el sudor no puede enfriar el cuerpo. A humedades relativas decrecientes, la diferencia entre Tw y la temperatura ambiental se va agrandando, de modo que es posible calcular a qué Tw equivale una temperatura ambiental concreta con un grado de humedad determinado.

El estudio citado de 2010 calculaba que en la Tierra la máxima Tw no suele superar los 31 °C, y que el límite posible para la vida estaría en una Tw de 35 °C. Para hacernos una idea, convirtiendo con otros niveles de humedad: con una humedad del 50%, como podría ser la de Madrid, esta Tw letal de 35 °C equivaldría a una temperatura ambiental de 44,8 °C; pero con una humedad del 90%, como podría ser un verano en Alicante, la temperatura ambiental equivalente a esa Tw de 35 °C sería de solo 36,5 °C.

Por cierto, consultando la web de la Agencia Estatal de Meteorología, la previsión hoy en Alicante es de una temperatura máxima de 34 °C y una humedad relativa máxima del 100%. Y aunque estos dos valores máximos no necesariamente tienen que coincidir en el mismo momento del día, si esto ocurriese los alicantinos estarían solo un grado por debajo del límite considerado compatible con la vida humana según el estudio de 2010. Con esto quizá se entienda mejor una de las razones por las que el acuerdo de París de 2015 contra el cambio climático advertía de lo catastrófico que resultará un aumento de 2 °C.

Pero ocurre que ese valor calculado en el estudio de 2010 era más bien teórico. Ahora, un equipo de investigadores de la Penn State University dirigido por el climatólogo Daniel Vecellio y el fisiólogo Larry Kenney ha puesto a prueba los límites reales en experimentos con voluntarios. Y la mala noticia es que ese límite real está por debajo de lo que decía el estudio de 2010.

Los investigadores reclutaron a un grupo de mujeres y hombres jóvenes y sanos, a quienes se les dio a tragar un pequeño termómetro telemétrico en forma de cápsula para poder monitorizar la temperatura interna de su cuerpo. Luego los voluntarios se encerraban en una cámara donde se les sometía a distintas condiciones de temperatura y humedad mientras hacían tareas ligeras como cocinar o comer.

Lo que descubrieron los científicos es que el límite del peligro, a partir del cual la temperatura interna de los voluntarios comenzaba a subir sin que la sudoración pudiese compensarlo, estaba en torno a una Tw de 31 °C. Esto equivaldría a 40,2 °C con una humedad del 50% (Madrid), o a solo 32,5 °C con una humedad del 90% (Alicante).

Es decir, con olas de calor como las que estamos sufriendo, ya estamos más allá del límite. Una exposición prolongada a estas condiciones puede matar, como se está demostrando en la práctica. El experimento de este estudio se hizo con personas jóvenes y sanas; las personas mayores son aún más sensibles al estrés térmico.

Este gráfico de los investigadores muestra el límite crítico de temperaturas y humedades, que sería la frontera entre la zona amarilla y la roja:

Límite crítico (entre la zona amarilla y la roja) de temperaturas y humedades para el cuerpo humano. Imagen de W. Larry Kenney, CC BY-ND.

Tocaría acabar este artículo con una mención sobre lo que se nos viene encima con el cambio climático, y con la previsión que comenté ayer de que estas olas de calor van a ser más frecuentes, duras y persistentes en los próximos años, porque nos ha tocado vivir en la región del hemisferio norte templado más propensa a estos azotes. Pero creo que ya está todo dicho.

Sí, el cambio climático es obra humana; no, no es el culpable de todo lo que pasa, hasta que la ciencia lo demuestre

Escucho esta mañana, en la tertulia radiofónica matinal de Onda Cero, la típica sucesión de especulaciones en torno al calor extremo que estamos sufriendo durante buena parte de lo que llevamos de verano, y en torno a la plaga de incendios forestales. Lo he llamado sucesión de especulaciones a falta de otro nombre mejor, por no llamarlo debate; por mi ya provecta edad llegué a ver en televisión aquellos antiguos programas de La Clave del recientemente fallecido José Luis Balbín. Aquello eran debates, con expertos hablando de su especialidad (aunque por entonces aquello para mí solo era el programa aburrido de gente mayor y seria que ponían un rato después de La pantera rosa). Lo de ahora, pues no.

Entre los tertulianos hay un periodista que avanza por la banda diciendo algo así como que él no va a entrar en si el cambio climático está provocado por los humanos o no, pero que lo importante es cómo está influyendo en todo lo antedicho, el calor extremo y los incendios.

Pues bien, es justo todo lo contrario.

Vaya por delante algo que quizá ya sepan quienes de cuando en cuando se dejen caer por este blog: cuando se trata de desmentir bulos o ideas erróneas, no suelo mencionar aquí el nombre del portavoz concreto que ha motivado el desmentido, y por al menos dos razones. Primera, no se trata de descalificar a una persona porque su ideología no nos gusta, sino solo de descalificar sus afirmaciones porque son erróneas. Los rifirrafes personales no conducen a nada más que el ruido y la furia, como vemos a diario en Twitter. Son la versión real de los Dos Minutos de Odio orwellianos.

Segunda, lo de menos es a quién le he escuchado decir algo que en realidad tampoco es su idea original; esto de, sí, hay un cambio climático que es evidente porque lo estamos viendo, pero no, no es culpa nuestra, es solo la enésima versión del negacionismo que actualmente triunfa. El negacionismo se ha ido adaptando y reformulando para continuar agarrándose desesperadamente a una apariencia de credibilidad, y ahora esta versión parece muy extendida.

Incendio forestal en Mijas (Málaga). Imagen de Daniel Pérez / EFE / 20Minutos.es.

El resumen de por qué es justo todo lo contrario es el que aparece en el título: sí, el cambio climático es obra humana. No, aún no podemos estar seguros de que estos calores sean parte del cambio climático, hasta que los científicos expertos nos digan que sus estudios lo confirman.

Con respecto a lo primero, muchos negacionistas ahora están sosteniendo esa misma versión defendida por el tertuliano; parece que con los extremos meteorológicos que sufrimos, y dado que la percepción de la gente naturalmente tiende a quedarse en lo más evidente e inmediato, ya que la gente no lee estudios científicos, a los negacionistas les resulta cada vez más difícil convencer a alguien de que esto no está pasando. Y por lo tanto, aceptan que está pasando, pero dicen que el ser humano no tiene nada que ver con ello, cosa que puede colar, ya que la gente no lee estudios científicos.

Ocurre que, como ya conté aquí, el consenso sobre el hecho de que el cambio climático es consecuencia de la acción humana actualmente lo apoya el 99,9% de la comunidad científica experta, según un estudio reciente. O sea, todos los científicos. Jamás ha existido un consenso científico sobre nada tan ampliamente ratificado de forma explícita. Los autores del estudio escribían que actualmente negar el cambio climático antropogénico equivale a negar la evolución biológica o la tectónica de placas. Pensamiento marginal acientífico que también tiene sus adeptos; en EEUU se niega la evolución en algunas escuelas.

En cambio, y aunque parezca paradójico, cuando salen tantas voces, incluyendo la del propio presidente del gobierno, culpando de todo al cambio climático, los científicos dicen: no tan deprisa.

Es natural que si un medio entrevista a un meteorólogo o climatólogo, este hable de todo lo que está ocurriendo en el contexto del cambio climático. Pero esto no significa que esté estableciendo una relación directa: si en algo insisten siempre los expertos, es en que no debemos confundir meteorología con clima. Los científicos son enormemente cautos a la hora de atribuir cualquier fenómeno meteorológico extremo al cambio climático; y cuando lo hacen, no es vía carajillo en la barra de un bar, sino vía estudios científicos que predicen y encajan esos fenómenos meteorológicos concretos dentro de los modelos matemáticos globales del clima.

Un ejemplo: a comienzos de este mes se publicaba en Nature Communications un estudio del Instituto de Investigación del Impacto del Clima de Potsdam (Alemania). A través de datos observacionales desde 1979 y de un modelo matemático basado en redes neuronales, los autores descubren que Europa occidental es especialmente propensa a las olas de calor extremo de un modo que durante los últimos 42 años ha crecido de 3 a 4 veces más que en otras latitudes medias del hemisferio norte.

A través de su modelo, explican este fenómeno por cambios en la dinámica atmosférica que incluyen un aumento en la frecuencia y persistencia de dobles corrientes en chorro sobre Eurasia, y muestran que este aumento es responsable de la totalidad de ese incremento de olas de calor en Europa occidental, y en buena medida también en el resto del continente.

Cambio climático, ¿no? Pues pese a todo, los autores del estudio no pueden afirmarlo, sencillamente porque no lo demuestran; su estudio no emplea modelos climáticos globales. Y los autores saben bien, como lo sabe cualquiera que haya publicado un estudio científico, que hay unas señoras y unos señores llamados referees que revisan el estudio antes de decidir si debe publicarse o no, y que la inmensa mayoría de las veces deciden que no. Y una de las razones por las que pueden decidir que no es esta: en la línea tal ustedes extraen una conclusión que no se apoya directamente en sus propios datos.

Por ello los autores sugieren, en base a otros estudios previos, que los cambios que reportan y analizan podrían ser consecuencia del cambio climático, pero no pueden afirmarlo sin más. Y concluyen: «Futuros estudios deberán investigar cómo los modelos climáticos capturan los vínculos entre los extremos de calor y las dobles corrientes en chorro, y si alguno de esos componentes cambia en diferentes escenarios forzados. Estos análisis permitirían evaluar si el aumento observado de las dobles corrientes es parte de la variabilidad natural interna del sistema climático o si es una respuesta al cambio climático antropogénico».

Y añaden: «Nuestros datos y otros análisis podrían ayudar a mejorar los modelos climáticos que actualmente están subestimando la observada tendencia al calentamiento en Europa occidental».

O sea, que será aún peor de lo que nos habían dicho. Una y otra vez ocurre que, si en algo están fallando las predicciones sobre el cambio climático, es en que se están quedando demasiado cortas.

El cambio climático, explicado de forma sencilla (o eso espero)

Como prometí ayer, hoy toca traer aquí una explicación del cambio climático que pretende detallar un poco mejor las causas, lo que muy a menudo se deja de lado en favor de los efectos. Primero, un par de disclaimers: aunque voy a explicarlo de forma sencilla, o eso espero, esto no van a ser dos minutos, o cinco párrafos; para una explicación algo detallada se requiere un poco más. Y segundo, pido perdón también por alguna sobresimplificación inevitable que solo busca precisamente eso, tratar de simplificarlo.

Los planetas duros como la Tierra o Venus se componen básicamente de dos tipos de rocas, carbonatos y silicatos (simplificación, pero lo demás no nos interesa ahora). Básicamente, lo que hacen estos dos tipos de rocas es pasarse el oxígeno entre ellas. El oxígeno es, con mucha diferencia, el elemento más abundante de la corteza terrestre (el segundo de la Tierra en general). El silicio es el segundo. En cambio, el carbono es extremadamente minoritario, tanto que en la composición general de la Tierra parecería irrelevante. Pero no solo es la base de todos los seres vivos, sino que, como vamos a ver, su papel en la Tierra es esencial.

Los carbonatos son rocas que contienen carbono, oxígeno y algo más, como calcio, otro de los elementos más abundantes en la Tierra. Ejemplo: carbonato cálcico (CaCO3), la roca caliza. Los silicatos también contienen silicio, oxígeno y algo más. Ejemplo, los silicatos de aluminio que forman la arcilla.

Así, y como hemos dicho que los carbonatos y los silicatos se pasan el oxígeno entre sí (y algo más), esto da lugar a un ciclo, llamado ciclo de los carbonatos-silicatos. El ciclo funciona así: los volcanes expulsan rocas silíceas y CO2. Este gas que pasa a la atmósfera crea un efecto invernadero, es decir, atrapa el calor del sol, aumentando la temperatura de la biosfera (la capa sólida, líquida y gaseosa de la Tierra que habitamos los seres vivos). El mar se traga una parte del CO2 atmosférico, por lo que actúa como regulador del efecto invernadero. Además, la lluvia también abate una parte del CO2 a la tierra y al mar. Entonces ocurren dos cosas.

Por un lado, el agua y el CO2 causan un proceso en los silicatos llamado meteorización, por el cual los elementos como el calcio se liberan, pasan a los ríos y llegan al mar. El silicio puede entonces formar minerales como la sílice, o cuarzo, es decir, arena. Por otro lado, al mar llega también ese CO2 de la atmósfera que hemos dicho.

En los mares ocurre que el CO2 y el calcio son utilizados por los seres vivos; entre otras cosas, para formar los carbonatos que componen las conchas y otras estructuras duras no vivas (inorgánicas) de los seres vivos. Los seres vivos mueren y caen al fondo en los sedimentos marinos, formando rocas sedimentarias. También los depósitos de organismos muertos, cuando quedan atrapados antes de descomponerse del todo, forman las bolsas de hidrocarburos: carbón, petróleo y gas natural. En torno a un 80% de las rocas de carbono proceden de los carbonatos, mientras que el 20% restante tiene su origen en los organismos vivos. En general, estas rocas sedimentarias penetran en el interior de la Tierra, por ejemplo a través de los contactos entre placas tectónicas, y allí los procesos magmáticos las transforman en silicatos y CO2, que se expulsan a través de los volcanes. Y el ciclo comienza de nuevo.

Esto que sigue es una ilustración del ciclo, que puede ayudar a entenderlo o lo contrario, complicarlo más. No es imprescindible, pero queda bien, y de todos modos estoy obligado a incluir alguna imagen, así que allá va:

Ciclo de carbonatos-silicatos. Imagen de John Garrett / Wikipedia.

Este ciclo de los carbonatos-silicatos, que se mueve en una escala de millones de años, es fundamental en la regulación del clima terrestre. Un ejemplo de cómo se regula este equilibrio: si crece el CO2 en la atmósfera y con él la temperatura, aumenta la evaporación del agua. El vapor de agua tiene un potentísimo efecto invernadero, pero entonces también aumentan la lluvia y la meteorización, lo que retira CO2 del aire y enfría el planeta. Si baja el CO2 en la atmósfera, ocurre lo contrario. Es decir, este ciclo es un sistema de climatización regulado por termostato que en la Tierra ha funcionado estupendamente durante miles de millones de años. Gracias a él se han mantenido las condiciones habitables. Gracias a él estamos aquí.

Pero imaginemos que prendemos un buen fuego en el salón de casa. El termostato saltará y pondrá en marcha el aire acondicionado. Pero por mucho que se esfuerce, no conseguirá rebajar la temperatura, y continuará funcionando a máxima potencia hasta que acabe averiándose. Es decir, la capacidad de los sistemas de regulación de la temperatura no es infinita. Si se fuerza el sistema, acaba colapsando.

El ejemplo de esto lo tenemos en Venus. La Tierra y Venus nacieron como planetas casi gemelos, pero Venus acabó muy mal. El origen de su desastre posiblemente fue el calor del sol, que aumentó durante la infancia del Sistema Solar, elevando la temperatura de Venus. El efecto invernadero aumentó por el CO2 y el vapor de agua en la atmósfera, lo cual a su vez liberaba más CO2 y más vapor de agua que aumentaban el efecto invernadero. Este círculo vicioso llegó a un punto en que ya no fue posible retirar el CO2 necesario para enfriar la temperatura, sobre todo cuando el agua se iba perdiendo por disociación en oxígeno e hidrógeno, y este último escapaba al espacio. Así, el planeta se iba calentando cada vez más, y secándose hasta que las placas tectónicas dejaron de funcionar y el ciclo se detuvo por completo. Resultado: Venus se convirtió en un infierno, más caliente que Mercurio, que está mucho más cerca del Sol, y con una presión atmosférica aplastante, casi todo ello CO2.

Este efecto invernadero catastrófico que hizo de Venus lo que es hoy ocurrirá también en la Tierra al final de la vida del Sistema Solar, cuando el Sol se convierta en una estrella gigante roja. Pero debe quedar claro que esto no va a ocurrir aquí en millones de años. No, la acción humana no va a convertir a la Tierra en Venus. Lo que sí está ocurriendo es que la acción humana está alterando el ciclo lo suficiente como para que sus efectos se noten, y sean irreversibles en un plazo de muchas generaciones.

También conviene aclarar que las glaciaciones son procesos naturales en los que desempeña un papel importante la variación de la órbita terrestre a lo largo del tiempo. Estos ciclos, llamados de Milankovitch, se basan en la variación de ciertos parámetros orbitales a lo largo de periodos respectivos de 100.000 años, 413.000, 41.000 y 25.771,5 años. Los efectos de estos ciclos se superponen a la regulación propia del clima terrestre y a otros factores implicados en ciclos de realimentación, pero son también a largo plazo y no tienen ninguna relación con el cambio climático actual. Tampoco los ciclos solares; la intervención de los ciclos orbitales y solares en la evolución del clima actual a corto plazo fue muy discutida durante gran parte del siglo XX, sin que se llegara a encontrar un encaje entre estos factores y las observaciones, ni siquiera en los modelos predictivos.

Cuando utilizamos los combustibles fósiles, no se trata solo de que al quemarlos estamos emitiendo CO2 a la atmósfera, que por supuesto que sí. Es que además estamos arrebatándole al ciclo una buena parte de su reserva de carbono. En lugar de dejar que esos depósitos de carbono sigan su recorrido de millones de años en el interior de la Tierra, los estamos sacando de ahí para inyectarlos en una vía acelerada, el ciclo rápido del carbono, que es el que se produce entre los seres vivos y la biosfera. Así, le estamos sustrayendo material al ciclo de carbonatos-silicatos, y al hacerlo estamos forzando el termostato. Y el termostato no está preparado para absorber esta demanda extra: se calcula que el CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles multiplica por 100 a 300 el expulsado por los volcanes en el ciclo natural de carbonatos-silicatos.

Pero ¿cuánto carbono supone esto, y es suficiente esta cantidad para alterar el clima terrestre? Recordemos que el carbono es un elemento extremadamente minoritario en la Tierra. Pero que, a pesar de ello, su papel en la regulación del clima es esencial. En una analogía biológica de la Tierra como un organismo, podríamos compararlo con las vitaminas, sustancias que necesitamos en muy poca cantidad, pero que son fundamentales para mantener el buen funcionamiento del cuerpo.

Y por lo tanto, esto ya da una idea de que incluso una pequeña alteración de carbono puede tener consecuencias graves, ya que quitar o añadir un poco a una cantidad pequeña tiene un efecto mucho mayor que quitar o añadir un poco a una cantidad grande. De esta pequeñísima cantidad del carbono terrestre, casi todo, el 99,6%, está secuestrado en las rocas del ciclo, y solo el 0,002% está en el ciclo de los seres vivos de la biosfera. Así que, si con esto alguien aún no entiende cómo es posible que solo un poco más de carbono en la atmósfera pueda tener consecuencias tan brutales en la regulación del clima, entonces ya no sé cómo explicarlo.

Los científicos comenzaron a sospechar de la importancia de estos procesos en el siglo XIX, con las aportaciones pioneras de nombres como Joseph Fourier, Eunice Foote, John Tyndall o Svante Arrhenius. Pero fue en 1958 cuando el científico atmosférico Charles David Keeling empezó a hacer algo que hasta entonces no se había hecho, medir de forma continua y homogénea los niveles de CO2 atmosférico en un lugar concreto, la cumbre del Mauna Loa en Hawái. Y aquellas mediciones, continuadas hasta hoy, han dado lugar a esta ya famosa curva:

Curva de Keeling. Concentración de CO2 en la atmósfera desde 1958 hasta hoy. Imagen de UC San Diego / Scripps.

Cuando Keeling comenzó sus observaciones, los científicos se preguntaban hasta qué punto el mar, pieza fundamental del termostato del ciclo de carbonatos-silicatos, podría absorber el exceso de CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles. Ya por entonces los modelos matemáticos, mucho más simples que los disponibles hoy, indicaban que no. No solo el mar almacena carbono: la materia vegetal captura también inmensas cantidades de carbono (la fotosíntesis ya mencionada). Hoy los científicos calculan que la tierra y el mar pueden absorber hasta un 50% del CO2 emitido por la quema de combustibles; la otra mitad queda en la atmósfera alterando la regulación térmica terrestre.

Y no solo emitimos CO2 por la quema de combustibles fósiles (ni tampoco este es el único gas de efecto invernadero, pero se trata de no alejarnos de la explicación sencilla): la deforestación y el cambio en los usos de la tierra añaden más liberación de CO2 a la atmósfera. Y no olvidemos el cemento: el hormigón es el segundo material más consumido en el mundo después del agua. Para fabricar cemento calcinamos piedra caliza, carbonato cálcico (CaCO3), lo que genera óxido de calcio (CaO) y CO2. Es decir, que no solo mediante la extracción de combustibles fósiles estamos vaciando las reservas de carbono del ciclo de carbonatos-silicatos e inyectando ese carbono en el ciclo rápido, sino también a través de la conversión de roca caliza en cemento.

Es importante señalar que los modelos actuales, aunque siempre imperfectos, son mucho más avanzados que hace medio siglo. Gracias a estas simulaciones informatizadas es como los científicos han podido determinar cuáles son los llamados tipping points, algo así como puntos de no retorno, a partir de los cuales ciertos efectos sobre el clima se manifiestan sin posibilidad de reversión. Cuando en el acuerdo de París de 2015 se fijaron los objetivos de un calentamiento máximo por debajo de 2 °C, preferiblemente un máximo de 1,5 °C, estas cifras no son producto de una negociación. En este caso se habla de cuáles son esos tipping points definidos por la ciencia, esas fronteras que es imprescindible no sobrepasar.

Así se calcula con precisión cuál es nuestro presupuesto de carbono, el máximo que aún podemos emitir, o cuánto necesitamos eliminar, para ceñirnos a esos objetivos. Y de estos presupuestos, que tienen cifras concretas, es de donde nacen las medidas destinadas a reducir las emisiones. No son caprichosas ni arbitrarias, sino que están avaladas por mucha ciencia detrás. Y lo que dice esa ciencia es que no solamente no podemos seguir quemando combustibles fósiles, sino que además debemos dejar los que aún quedan donde están, si queremos mitigar en la medida de lo posible esa alteración del sistema regulador del clima terrestre.

Por qué hay que explicar más el cambio climático

En internet pueden encontrarse toneladas de información sobre el cambio climático, si es que la información puede medirse al peso. Incluso un alienígena con acceso a Google que acabara de llegar a este planeta podría ponerse al día en unos pocos minutos sobre la amenaza que pesa sobre la biosfera en general, que nos incluye a nosotros en particular, si no se adoptan ciertas medidas urgentes.

Pero el alienígena, que evidentemente se habría perdido la historia anterior a su llegada a la Tierra, quizá no sería el único con la sensación de haber entrado en el cine a mitad de la película. En efecto, hay toneladas de información sobre los efectos que estamos sufriendo y sobre la amenaza que nos espera, es decir, sobre las consecuencias del cambio climático. Pero si alguien se pregunta el cómo y el porqué de todo esto, tal vez no lo tenga tan fácil para satisfacer su curiosidad. Porque la mayor parte de la información en internet se centra mucho más en los efectos que en las causas.

Es más, a veces incluso esta información no es del todo precisa, y aclaro: popularmente el cambio climático ha llegado a convertirse en una especie de mantra para todo: Filomena, el cambio climático. Ola de calor, el cambio climático. Sequía, el cambio climático. Inundaciones, el cambio climático. Por el contrario, los científicos son extremadamente prudentes a la hora de achacar fenómenos meteorológicos concretos al cambio climático, y solo lo hacen si los modelos matemáticos indican que existe esta relación.

Por ejemplo: en septiembre de 2021 hice dos reportajes sobre la relación entre las catástrofes naturales y el cambio climático. En uno de ellos pregunté a los expertos sobre cómo y cuánto el cambio climático puede influir en otros factores geodinámicos no estrictamente meteorológicos que provocan desastres naturales. Los estudios están consolidando ciertas relaciones, aunque aún falta mucha ciencia. Pero (en el otro reportaje) incluso en las catástrofes o anomalías estrictamente meteorológicas, como inundaciones, sequías, calores o fríos extremos, los científicos estudian cada uno de estos fenómenos en el contexto de los modelos antes de relacionarlos con el cambio climático. Perdón por citarme a mí mismo:

Lejos de asumir una culpabilidad general y por defecto del cambio climático en todas estas catástrofes, desde 2004 —cuando se publicó el primero de estos estudioshan proliferado las investigaciones que evalúan la posible atribución de desastres naturales concretos a los efectos del cambio climático (hasta un cierto grado), utilizando modelos mejorados que comparan los resultados en presencia o ausencia de este factor. Según publicaba Scientific American en 2018, esta es una de las áreas en mayor expansión de la ciencia del clima.

Así, la WMO repasa los estudios científicos relativos a diferentes desastres concretos, que cada año recoge el boletín de la Sociedad Meteorológica de EEUU y que emplean las herramientas científicas actuales para evaluar el impacto del cambio climático en los fenómenos extremos. Entre 2015 y 2017, 62 de los 77 eventos registrados muestran una influencia humana significativa. En general el vínculo causa-efecto entre el cambio climático y estos fenómenos es sólido para las olas de calor y temperaturas extremas, así como para algunos grandes ciclones y episodios de lluvias torrenciales; en cambio, no tanto para las sequías, ya que se ven afectadas también por fenómenos naturales variables como El Niño-Oscilación del Sur. No obstante, los modelos sí han detallado casos específicos, como la influencia del calentamiento antropogénico del océano Índico en la sequía de África Oriental en 2016-2017.

Pero como decía, centrémonos en las causas: incluso en las fuentes que pretenden explicar el cambio climático «de forma sencilla» (búsquedas hechas como comprobación, en español e inglés), en cinco párrafos o en dos minutos, a las causas apenas se les dedica una frase, o unos segundos. Suele ser algo del tipo «la quema de combustibles fósiles produce CO2, un gas de efecto invernadero que calienta el planeta». Punto. En el resto de los párrafos, o de los dos minutos, las fuentes se explayan con los efectos actuales y las predicciones sobre sus consecuencias futuras.

Cambio en las temperaturas medias en los últimos 50 años, un ejemplo de las consecuencias del cambio climático. Imagen de NASA’s Scientific Visualization Studio, Key and Title by Eric Fisk / Wikipedia.

Siendo esa frase innegablemente cierta, siempre tengo la sensación de que la explicación se queda muy coja. No contiene suficiente información para considerarse una explicación. Y, por lo tanto, más bien parece un dogma que debe creerse, y a muchas personas no les gustan los dogmas (o solo les gustan los que procedan de aquellos a quienes han conferido la autoridad del dogma). Quien no sepa nada sencillamente no va a entender qué problema hay en que el carbono esté aquí o esté allá. E incluso a quien tenga un mínimo conocimiento le surgirán mil preguntas y dudas: pero si el CO2 es un gas que expulsamos solo con respirar… Pero si el CO2 es bueno para las plantas, ya que lo utilizan para producir oxígeno en la fotosíntesis, y por lo tanto, a más CO2, más oxígeno… Pero si gracias al efecto invernadero existe la vida en la Tierra… Pero si los combustibles fósiles son una fuente natural de energía… Pero si su carbono procede de los seres vivos… Pero si los cambios climáticos han existido siempre, cuando no había combustibles fósiles o ni siquiera había humanos… Pero si los ciclos solares, la órbita de la Tierra…

Es obvio que ninguna explicación servirá para quien no quiera entender (o ni siquiera leerla), y por desgracia parece que muchos de quienes suscriben estas objeciones ya han decidido previamente que de ninguna manera van a cambiar de idea. En el último decenio el consenso sobre el cambio climático en la comunidad científica ha aumentado del 97% al 99,9%; es decir, que existía todavía una pequeña proporción de científicos a quienes las pruebas existentes hace diez años aún no les acababan de convencer, y que finalmente se han rendido a la evidencia de miles y miles de estudios.

No solo científicos: como conté anteriormente, un ejemplo de póster es Frank Luntz, durante muchos años consultor y estratega clave del Partido Republicano de EEUU. Luntz negaba el cambio climático, como muchos entonces en su partido y en su sector ideológico. En 2002 escribió un informe para el presidente George W. Bush en el que alertaba de que el debate científico se estaba cerrando en contra de ellos, y que para no perder la batalla de la comunicación debían centrarse en «desafiar la ciencia» y en insistir en la falta de certidumbre científica. De lo contrario, advertía Luntz, si los votantes sentían que la ciencia era unánime, aceptarían esta postura. Luntz aconsejó a la presidencia cambiar la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», que sonaba menos amenazante, y Bush así lo hizo.

Como persona inteligente y lúcida que ha demostrado ser, Luntz acabó también rindiéndose a la aplastante evidencia científica, y hace 14 años cambió su postura. Sigue siendo republicano, pero convencido de la necesidad de actuar urgentemente contra el cambio climático, y encaja tanto las críticas sobre su postura anterior como las críticas sobre su postura actual. En una reciente entrevista con motivo de su visita a España, decía: «No soy la misma persona con 60 que con 30. Ahora soy más tonto porque me he dado cuenta de todo lo que me queda por saber. Con 30, estaba convencido que tenía todas las respuestas».

Luntz acertaba en un argumento clave: en efecto, los científicos son más tontos que la población general; admiten su ignorancia. Pueden tener sus juicios prefabricados, como todo ser humano, pero un buen científico está dispuesto a cambiar su visión si las pruebas le convencen de que estaba equivocado. Reconoce que otros saben mucho más que él sobre muchas cosas. Y reconoce que lo que aún no sabe supera en mucho a lo que sabe.

Todo esto implica que, probablemente, a estas alturas ya sea muy difícil que quienes aún se aferran al bando del negacionismo vayan a cambiar de postura; poco a poco han ido quedando solo los más recalcitrantes, incombustibles a cualquier evidencia científica que se les ponga ante los ojos. El grupo antes llamado de los escépticos ha quedado reducido a un núcleo duro de quienes, parafraseando aquella cita mal atribuida a Groucho Marx, seguirán creyéndose a sí mismos (prejuicios) antes que a sus propios ojos (evidencias).

Por lo tanto, no sé si servirá de alguna utilidad real aportar una explicación algo más detallada y completa sobre por qué y cómo el cambio climático, dejando de lado las consecuencias sobre las que ya existen toneladas de información en miles de fuentes. Pero aunque esto no logre convencer a nadie, espero que al menos sea de interés para quienes quieran saber algo más. Mañana lo veremos.

«Emergencia climática», el consenso de 14.000 científicos

El negacionismo del cambio climático, como los demás negacionismos, o casi como cualquier otra cosa, viene en distintos niveles y colores. Desde el de tarjeta oro, el de «vale, pero eso está bien, más calorcito, más tiempo para ir a la playa», que incluye de regalo el «¡pero hombre, si el CO2 es bueno para las plantas!», pasando por el de tarjeta platino, el de «sí, hay un calentamiento, pero es por el ciclo solar o la órbita de la Tierra o nosequé» (la «evolución» del clima, lo llamaba uno en respuesta a un comentario mío en Twitter), hasta el de tarjeta black, el de «¿Calentamiento? ¡Ja! ¿Y Filomena?».

En honor a la verdad y en mi humilde opinión, debo decir que creo que a menudo el cambio climático no se explica lo suficiente. Por curiosidad he hecho alguna búsqueda en Google sobre el cambio climático «explicado de forma sencilla» (un amigo con un alto puesto en un medio nacional me decía recientemente que ahora triunfan los contenidos del tipo «loquesea explicado en dos minutos», y que nadie lee más allá del tercer párrafo), y casi siempre encuentro lo mismo: la explicación del cambio climático se liquida con una sola frase o en cinco segundos, al estilo de «la quema de combustibles fósiles emite CO2 que aumenta el efecto invernadero», y punto. El resto de los párrafos, o de los dos minutos, no se dedica realmente a explicar el cambio climático, sino sus efectos actuales y las predicciones sobre sus consecuencias futuras. Pero en fin, esto será materia de otro día.

El caso es que recientemente se ha puesto en evidencia el negacionismo por parte de ciertos sectores ideológicos que pretenden borrar el término «emergencia climática», porque, al parecer, creen que esto es un invento de ciertos sectores ideológicos contrarios (todo un clásico, proyectar en el otro el defecto propio). Como justificación políticamente presentable (para ocultar, me temo, lo que realmente piensan), alegan que no hay una emergencia como lo que se entiende por una emergencia, algo inminentemente amenazador que exija una acción inmediata. ¿La avería del Apolo 13 no era una emergencia, dado que los astronautas no iban a morir de inmediato, sino que iban a tardar algunos días en consumir el oxígeno y asfixiarse? Era la respiración de entonces la que iba a provocar su muerte en diferido.

Pancarta ante el Parlamento de Alaska. Imagen de Gillfoto / Wikipedia.

Desde 1992 la comunidad científica comenzó a organizarse para llamar la atención del mundo sobre el cambio climático y sus previsibles consecuencias. Después de otras iniciativas previas, en 2020 un grupo de científicos del clima publicó en la revista BioScience un artículo titulado «Aviso de los científicos del mundo sobre una emergencia climática», que fue actualizado después en 2021 y que ha sido ratificado con su firma por más de 14.000 científicos de todo el mundo; nunca un artículo científico recibió una adhesión tan masiva, y nunca ha existido un consenso científico explícitamente ratificado de forma tan abrumadora.

En el artículo los autores presentan un resumen de indicadores de los signos vitales del planeta en relación con el cambio climático, basado en el análisis de 40 años de datos, y escriben: «Los científicos tienen una obligación moral de advertir claramente a la humanidad de cualquier amenaza catastrófica y de decir ‘las cosas como son’. Basándonos en esta obligación y en los indicadores gráficos presentados, declaramos, con más de 11.000 científicos firmantes de todo el mundo [en el momento de la publicación], clara e inequívocamente que el planeta Tierra se enfrenta a una EMERGENCIA CLIMÁTICA» (las mayúsculas son mías).

En la actualización de la declaración en 2021, la que a fecha de hoy han firmado 14.664 científicos, los autores añadían: «Basándonos en las tendencias recientes de los signos vitales planetarios, NOS REAFIRMAMOS EN LA DECLARACIÓN DE EMERGENCIA CLIMÁTICA [otra vez, mayúsculas mías] y llamamos de nuevo a un cambio transformativo, que se necesita ahora más que nunca para proteger la vida en la Tierra y permanecer dentro del máximo número de fronteras planetarias [estas son las líneas rojas que los científicos han marcado] como sea posible. La velocidad del cambio es esencial, y las nuevas políticas climáticas deberían ser parte de los planes de recuperación de la COVID-19. Debemos unirnos ahora como comunidad global con un sentido compartido de urgencia, cooperación y equidad».

Y añaden: «Toda la acción transformadora sobre el clima debería enfocarse en la justicia social para todos priorizando las necesidades humanas básicas y reduciendo las desigualdades. Como prerrequisito para esta acción, la educación sobre el cambio climático debería incluirse en los currículos escolares fundamentales en todo el mundo. Esto resultaría en un mayor reconocimiento de la emergencia climática, empoderando a los alumnos para actuar».

Ahora, las objeciones. Pero no, las objeciones no lo son al sentido de la declaración. No hay ya una sola voz experta reconocida que cuestione de ninguna manera el consenso científico. Recientemente una revisión de miles de estudios científicos publicados revisados por pares cifraba el consenso científico actual sobre el clima en un 99,9%, en comparación con la cifra del 97% aportada anteriormente por otro análisis en 2013. «La cuestión ha quedado sobradamente establecida, y la realidad del cambio climático antropogénico no tiene mayor discusión entre los científicos que la tectónica de placas o la evolución», escriben los autores, para añadir: «No persiste ninguna incertidumbre científica sobre la urgencia y la gravedad de esta tarea». Lo cual se parece bastante a lo que entendemos por una «emergencia».

Las objeciones se refieren, en cambio, a la conveniencia de usar un lenguaje tan contundente, incluso si la realidad a la que se refiere lo es. En The Conversation, los expertos en lingüística Dimitrinka Atanasova y Kjersti Fløttum repasan cómo ha cambiado el lenguaje referente al cambio climático. «Cómo etiquetamos un asunto determina cómo lo afrontamos», escriben. En 2003 el estratega político republicano de EEUU Frank Luntz, entonces negacionista (hoy ya no lo es), convenció al presidente George W. Bush para cambiar la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», que sonaba menos amenazadora. Por motivos similares, la comunidad científica, junto con diversos medios de todo el mundo que se han sumado, abandona este término tramposamente aséptico en favor de otro que expresa más fielmente el cariz del problema.

Pero, argumentan los dos lingüistas, el lenguaje fuerte puede tener un efecto opuesto al buscado. Los políticos y los medios pecan en exceso del uso de un lenguaje grandilocuente y efectista; guerras contra la obesidad o la pobreza, crisis de todo tipo. La gente se desensibiliza y cae en la indiferencia y la apatía. «Cuando la gente ve un problema como demasiado grande, puede dejar de creer que hay un modo de solucionarlo».

En cambio, proponen los lingüistas, los medios deberían centrarse en las soluciones, en lo que puede hacerse y en cómo hacerlo con la participación de todos; optimismo y compromiso. Para ello, dicen, debe abordarse un enfoque de periodismo constructivo. Hace unos días mi vecino de blog César-Javier Palacios hablaba de esto mismo en su crónica de un seminario internacional sobre cambio climático y periodismo organizado por el Parlamento Europeo. Huir del periodismo policía, del periodismo que juzga, en favor de otro centrado en las soluciones, en la cooperación y no en la disensión, en el progreso y no en la amenaza.

No creo que nadie pueda cuestionar el valor de esta aportación. Pero el periodismo tampoco puede abdicar de su deber de denuncia. Y cuando existen estamentos en el poder que no solo niegan que el cambio climático —lo crean real o no— sea una emergencia, sino que además envían a sus millones de seguidores y votantes el mensaje de que todo reconocimiento de una emergencia climática es una toma de postura ideológica contraria a la suya, ni el periodismo ni la ciencia deberían permanecer callados. Taparse los ojos ante la desinformación es abandonar un espacio que esta ocupará para continuar subsistiendo.

«Las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas»

En la primera década de este siglo algunas organizaciones médicas, veterinarias y de conservación medioambiental comenzaron a promover una idea a la que se llamó One Health, y a la que pronto se sumaron organismos internacionales como Naciones Unidas, autoridades sanitarias como los centros para el control de enfermedades de EEUU o Europa, y numerosos investigadores e instituciones científicas. One Health no es una plataforma ni una entidad de ninguna clase, sino un enfoque: la visión de que hoy ya no es posible (si es que alguna vez lo fue) considerar por separado la salud humana, la de los animales y la del medio ambiente, ya que las tres están íntimamente conectadas, y lo que afecta a una se transmite a las demás.

One Health no es una pamplina teórica abstrusa para organizar conferencias y llenar informes de palabrería. Es un problema muy real, y la prueba la estamos sufriendo ahora: el SARS-CoV-2 surgió en el pool de coronavirus que infecta a los murciélagos y se transmitió a los humanos a través de una especie intermedia aún no determinada. El salto quizá se produjo en una granja, en un mercado de animales vivos (esta parece hoy la hipótesis más favorecida) o en un laboratorio (poco probable con las evidencias actuales). La falta de higiene y de controles sanitarios en las explotaciones y mercados de muchos países, junto con el tráfico ilegal de especies, facilitan las zoonosis, o transmisión de patógenos de animales a humanos.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

Un mercado en Shanghái, China. Imagen de Diana Silaraja / Pexels.

En cuanto al tercer factor de la ecuación, los ecosistemas son el campo de juego en el que se encuentran animales y humanos. La alteración de la naturaleza crea situaciones nuevas en las que estas interacciones se modifican, creando nuevas oportunidades de transmisión zoonótica que antes no existían o eran muy improbables.

Por ejemplo, la presión de la urbanización desplaza a muchos animales silvestres a los entornos urbanos, donde rebuscan en la basura, entran en contacto con las aguas residuales y reciben alimento de los humanos; se cree que estas situaciones pueden haber causado la gran expansión que ha alcanzado la COVID-19 entre los ciervos en EEUU, un problema preocupante (en Europa aún no se ha detectado esto). Por otro lado, la deforestación también obliga a muchos animales a moverse, ocupando regiones que antes no habitaban y donde pueden encontrarse especies que antes estaban separadas, facilitando nuevos intercambios de virus y posibles recombinaciones entre ellos. Además, la extinción de especies (aunque sea solo en entornos locales) provocada por estas agresiones facilita la proliferación de otras más resistentes y portadoras de patógenos, como las ratas o los murciélagos.

En agosto de 2020, en pleno auge de la pandemia, Nature publicaba un estudio, uno entre muchos otros, que alertaba de cómo la destrucción de los ecosistemas aumenta el riesgo de zoonosis. Los autores analizaban 6.801 ecosistemas y 376 especies de todo el mundo, mostrando cómo los entornos sometidos a la acción humana, como las ciudades y las zonas agrícolas y ganaderas, albergaban entre un 18 y un 72% más especies portadoras de patógenos humanos —sobre todo roedores, murciélagos y aves— y una población de dichas especies entre un 21 y un 144% mayor que los ecosistemas salvajes intactos. En un reportaje que acompañaba al estudio, la codirectora de este, la ecóloga del University College London Kate Jones, decía: «Llevamos décadas avisando de esto. Nadie nos prestó atención».

La atención llegó de la manera que nunca hubiéramos deseado, haciendo realidad los avisos de Jones y otros cientos de científicos con una pandemia que ha matado a millones. Ya no podemos reparar el desastre que ha dejado la COVID-19, pero quizá aún estemos a tiempo de evitar otras futuras pandemias, si el enfoque One Health se toma en serio por parte de quienes tienen que aportar fondos y apoyo a las investigaciones multidisciplinares que se necesitan para que el próximo virus zoonótico no nos pille desprevenidos.

Pero incluso con todo el apoyo posible, hay una amenaza contra la cual nada de esto sería suficiente, porque es mucho más grande que todas las demás, la madre de todas las amenazas: el cambio climático.

¿Puede el cambio climático aumentar el riesgo de zoonosis y llevarnos a futuras pandemias, más frecuentes y habituales de lo que nunca hemos conocido?

Como ocurre con la advertencia de Jones, también los científicos llevan décadas avisando de esto. Y tampoco se les ha prestado atención. Popularmente el cambio climático se asocia a los efectos directos, como el deshielo, la subida del nivel del mar, la ruptura de los patrones climáticos globales, fenómenos meteorológicos extremos, sequías, inundaciones… Pero no están tanto en la mente del público, aunque sí en la de los científicos, las derivadas, los efectos secundarios.

Y uno de ellos es el riesgo de que en los próximos 50 años, como consecuencia del cambio climático, aumenten en unos 15.000 los casos de saltos de virus entre especies de mamíferos. No todos estos virus serán peligrosos para nosotros, e incluso con los que sí lo son, esto no significa que vayamos a tener 15.000 zoonosis, ni mucho menos 15.000 pandemias. Pero el dato parece lo suficientemente alarmante como para tomarlo en serio.

Esta es la conclusión de un nuevo estudio de modelización ecológica dirigido por la Universidad de Georgetown (Washington DC) y publicado en Nature. Los autores han creado una simulación matemática de las redes geográficas de 3.139 mamíferos y los virus que albergan, y la han sometido a un escenario probable de cambio climático y transformaciones del uso de las tierras hasta 2070, ejecutando la simulación durante cinco años.

Lo que ocurre entonces, según el modelo, es que los animales emigran ante estas presiones medioambientales, concentrándose en cotas más elevadas (más frías), en focos de biodiversidad y en áreas muy pobladas de África y Asia, como el Sahel, India o Indonesia. El resultado es que las opciones de transmisión de virus entre especies susceptibles aumentan en miles de casos, ya que se reúnen en los mismos hábitats distintas especies que antes estaban separadas.

Los autores recuerdan que conocemos unos 10.000 virus capaces de infectar a los humanos, pero que la inmensa mayoría de ellos circulan de forma silenciosa en los mamíferos salvajes. Los murciélagos —que suman el 20% de todos los mamíferos— son uno de los mayores peligros, porque no solo albergan infinidad de virus, sino que además vencen fácilmente las barreras geográficas. Pero conviene subrayar aquí que no hay que convertir a los murciélagos en los malos de esta película; si hay que buscar algún malo, ya imaginan cuál es la especie candidata. Los murciélagos son enormemente beneficiosos para los ecosistemas, y no suponen ningún riesgo si se les deja vivir en los ecosistemas que ocupan. Si los destruimos, buscarán otros.

Para empeorar las noticias, los datos de los autores indican que este alarmante aumento de la transmisión viral entre especies ya puede estar ocurriendo, y que para prevenir el escenario definido por el modelo no bastará con mantener el calentamiento global por debajo de los 2 °C, según los objetivos del acuerdo de París de 2015.

En un reportaje que acompaña al estudio, Jones valora esta investigación como «un primer paso crítico en la comprensión del futuro riesgo del cambio climático y del cambio en los usos de la tierra de cara a la próxima pandemia». Aunque ya han sido muchos los estudios que han abordado el impacto de la crisis climática en el riesgo a la salud global, este es el primer modelo que relaciona directamente el cambio climático con los saltos de virus entre especies.

Naturalmente, todo estudio de este tipo tiene sus incertidumbres; la verdad absoluta sobre lo que va a ocurrir en el futuro solo la tienen los horóscopos, los videntes y los exégetas del Libro del Apocalipsis, no los pobres científicos con sus modelos matemáticos. En el reportaje de Nature el ecólogo Ignacio Morales-Castilla, de la Universidad de Alcalá de Henares, advierte de que las predicciones modelizadas a veces tienen que establecer condiciones hipotéticas; por ejemplo, cómo se dispersarán las especies o si se adaptarán a las nuevas condiciones ambientales o serán capaces de cruzar barreras geográficas. Pese a todo, Morales elogia el estudio como «técnicamente impecable».

Y, por supuesto, mucho menos predecible es el impacto que estas transmisiones virales entre especies tendrán en el riesgo de zoonosis; cuántos de esos virus saltarines serán peligrosos para los humanos, qué posibilidades habrá de que acaben llegando a nosotros, o mucho menos cómo esos virus podrán recombinar para producir nuevas variantes más nocivas. Pero en todo caso, el mensaje está claro, y es innegable. Según el codirector del estudio Gregory Albery, «este trabajo nos aporta más evidencias incontrovertibles de que las próximas décadas no solo serán más cálidas, sino también más enfermas». Y, por desgracia, su visión es pesimista: «Está ocurriendo y no es prevenible, ni siquiera en los mejores escenarios de cambio climático».

La ciencia actual es sostenible y social, y así debería enseñarse en los colegios

Se ha convertido en un meme que ciertos grupos ideológicos ya no solo rechacen, sino que incluso se burlen de todo discurso o iniciativa en torno a la sostenibilidad ecológica y social. Utilizo aquí «meme» en su sentido original, pre-internet; antes de ser una imagen con un texto pretendidamente gracioso, un meme —acuñado en analogía con «gene» por el biólogo Richard Dawkins en 1976— era un comportamiento adoptado por imitación entre personas que comparten una misma cultura.

En este caso, la cultura es una ideología reaccionaria y conservadora que niega y desconoce el impacto de la actividad humana sobre el clima terrestre y el medio ambiente en general. No lo sé, pero quizá el choteo sea algún tipo de mecanismo de defensa para compensar la inferioridad que supone no saber con la sensación de superioridad que proporciona burlarse de ello. Se diría que ocurre algo similar con los antivacunas cuando se mofan de las personas vacunadas que, como ellos, ignoran la ciencia de las vacunas pero la reconocen y la acatan; los antivacunas, que se niegan a acatarla, tratan de ocultar su ignorancia empleando ese recurso al escarnio y el sarcasmo para sentir que pertenecen a un nivel superior.

Sucede que estas posturas son negacionistas de la ciencia, y por lo tanto destructivas del conocimiento y del beneficio que este brinda a la sociedad. Y como no puede ser de otra manera, la ciencia responde contra ellas, lo que implica un posicionamiento político. Lo cual a su vez retroalimenta la actitud anticientífica de esos sectores opuestos, y así la bola de nieve va creciendo.

Un laboratorio escolar en México. Imagen de Presidencia de la República Mexicana / Wikipedia.

La relación entre ciencia y política siempre ha sido complicada y opinable. Históricamente, algunos científicos prominentes han expresado y practicado una filiación política. Otros, probablemente muchos más, se han mantenido al margen. Curiosamente, algunas de las instituciones y publicaciones científicas más antiguas y prestigiosas tuvieron originalmente una orientación más bien conservadora, en tiempos en que la ciencia era una ocupación más propia de las clases acomodadas. Dentro de la comunidad científica hay quienes siempre han defendido la necesidad de una implicación política, y quienes han sostenido lo contrario. Pero en tiempos recientes y debido a varios factores que han intensificado la interdependencia entre los estudios científicos y la práctica política, cada vez es más difícil —y también más objetable— que la ciencia se mantenga al margen de la política.

Un claro detonante de esta inflexión fue el ascenso de Donald Trump al poder. La amenaza de que tomara el mando de la primera potencia científica mundial una persona claramente hostil y contraria a la ciencia provocó un posicionamiento explícito entre investigadores, instituciones y revistas científicas que nunca antes se habían manifestado de forma tan expresa. El posicionamiento no era a favor de un candidato concreto, sino en contra de un candidato concreto. Esta línea continuó después cuando, como estaba previsto, el ya presidente Trump emprendió el desmantelamiento de la ciencia del clima en los organismos federales, además de debilitar de forma general la voz de la ciencia en el panorama político.

El posicionamiento de la ciencia se ha intensificado con acontecimientos recientes, como el Brexit o la pandemia, cuando el mismo Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y otros líderes políticos promovieron desinformaciones contrarias a la ciencia y enormemente perjudiciales en la lucha contra la crisis sanitaria global. La revista Nature nunca se ha mantenido ajena a la política, pero en octubre de 2020 publicaba un editorial titulado «Por qué Nature debe cubrir la política ahora más que nunca», en el que, después de explicar la larga y profunda simbiosis entre política y ciencia, decía: «La pandemia del coronavirus, que se ha llevado hasta ahora un millón de vidas [dato de entonces], ha impulsado la relación entre ciencia y política a la arena pública como nunca antes».

En abril de 2021 la misma revista publicaba otro editorial urgiendo a los científicos a implicarse en política en pro de la salud y el bienestar de la población: «[Los científicos] deben usar esa posición para abogar por políticas que mejoren los determinantes sociales de la salud, como los salarios, la protección del empleo y las oportunidades de educación de alta calidad. De este modo, los científicos deben meterse en política. Eso requerirá, entre otras cosas, que los científicos consideren cómo pueden alcanzar mejor un impacto político y una involucración en las políticas».

En EEUU, Science ha seguido un camino similar. Durante la pandemia han abundado los reportajes y los editoriales firmados por su director, H. Holden Thorp, en contra de las políticas de Trump y de su candidatura a la reelección. Incluso revistas médicas que en sus orígenes nacieron con un espíritu más bien conservador y marcadamente de clase —El British Medical Journal, hoy BMJ, detallaba entre sus misiones mantener «a los facultativos como una clase en ese escalafón de la sociedad al que, por sus consecuciones intelectuales, su carácter moral general y la importancia de los deberes asignados a ellos, tienen el justo derecho a pertenecer»— hoy se pronuncian políticamente sin ambages: «Donald Trump fue un determinante político de la salud que dañó las instituciones científicas», escribía en febrero de 2021 Kamran Abbasi, director del BMJ. The Lancet y su director, Richard Horton, se han manifestado repetidamente en la misma línea.

El último caso ha sido la elección a la presidencia en Francia. «La victoria de Le Pen en las elecciones sería desastrosa para la investigación, para Francia y para Europa», publicaba Nature antes de los comicios. «Marine Le Pen es un ‘peligro terrible’, dicen líderes de la investigación francesa — La comunidad científica llama a los votantes a no apoyar a la candidata del Frente Nacional», contaba Science. Una vez más, los posicionamientos no eran a favor de Macron, sino en contra de Le Pen.

Debe quedar claro que la ciencia no es una patronal ni un sindicato. Por supuesto que la comunidad investigadora defiende sus propios derechos y condiciones, como cualquier otro colectivo. Pero en estos posicionamientos políticos hay mucho más que eso, una toma de conciencia sobre el compromiso de que la investigación científica debe servir a la mejora de la sociedad. Y si en los colegios debe enseñarse la ciencia como es hoy, es necesario actualizar los currículos educativos con perspectivas ecosostenibles, sociales e igualitarias. La ciencia actual no son solo datos, conocimientos y fórmulas. Ya no. No en este mundo.

En un ejemplo muy oportuno, aunque casual y sin ninguna conexión con la actual reforma educativa en España, Nature publica esta semana un editorial titulado «La enseñanza de la química debe cambiar para ayudar al planeta: así es como debe hacerlo — La materia tiene una historia en la industria pesada y los combustibles fósiles, pero los profesores deberían enfocarla hacia la sostenibilidad y la ciencia del clima».

El artículo expone cómo la química ha ayudado al progreso de la sociedad por infinidad de vías, pero al mismo tiempo también ha propulsado la crisis medioambiental en la que estamos inmersos. «Y eso significa que los químicos deben reformar sus métodos de trabajo como una parte de los esfuerzos para solventarla, incluyendo un replanteamiento de cómo se educa a las actuales y futuras generaciones de químicos».

Nature apunta que esta transformación está teniendo lugar en la química profesional: de ser antiguamente una carrera muy orientada hacia los procesos industriales, los plásticos y los combustibles fósiles, hoy está en pleno auge la corriente de la «química verde», nacida en los años 90 y que aprovecha los recursos metodológicos e intelectuales —incluyendo los sistemas de Inteligencia Artificial— para desarrollar compuestos beneficiosos mitigando los efectos nocivos para el medio ambiente y la sociedad a lo largo de todo su ciclo de vida, desde la fabricación a la eliminación.

«Pero para que la investigación progrese más deprisa, se necesita también un reseteado en las aulas, desde la escuela a la universidad», dice el editorial. Muchos cursos universitarios, añade, ya incorporan «la química del cambio climático y los impactos en la salud, el medio ambiente y la sociedad». Pero, prosigue, «en muchos países la sostenibilidad no se trata todavía como un concepto clave o subyacente en los cursos de graduación y de enseñanza secundaria. Es preocupante que en muchas naciones los currículos de química en los colegios sigan siendo similares a los que se enseñaban hace varias décadas».

Nature comenta cómo algunos de esos cambios ya están teniendo lugar. El Imperial College London ha suspendido dos másteres en ingeniería y geociencias del petróleo que llevaban mucho tiempo impartiéndose allí. En EEUU, la American Chemical Society ha activado un programa sobre enseñanza de química sostenible, y en Reino Unido la Royal Society of Chemistry ha recomendado cambios en los currículos escolares para adaptarlos a la educación de una próxima generación de químicos «para un mundo dominado por el cambio climático y la sostenibilidad».

Esto es lo que hay. Así es la ciencia hoy. Para no dispersarnos, no entramos en la perspectiva igualitaria de género y LGBT, que también está muy presente en la ciencia de ahora. Pero cuando esos grupos ideológicos de los que hablábamos al comienzo se mofan de todo ello, tratando de despojar a la enseñanza de la ciencia de los compromisos que la propia ciencia ha decidido adquirir, lo único que demuestran es su completa y brutal ignorancia sobre el pulso, el sentido y el significado de la ciencia actual. Y quien no conoce la ciencia actual no debería de ningún modo tener el menor poder de decisión sobre cómo debe enseñarse actualmente la ciencia.

Don’t Look Up (No mires arriba): la distopía negacionista que no gusta porque vivimos en ella

Dado que este no es un blog de cine, sino de ciencia, y que yo no soy un crítico cinematográfico cualificado, sería ridículo por mi parte tratar de pontificar aquí sobre las virtudes o los defectos que hacen o dejan de hacer a Don’t Look Up (No mires arriba) una candidata adecuada a ganar el Óscar a la mejor película, al que ha sido nominada (junto con otras tres categorías, creo). Supongo que es poco probable que llegue a alzarse con el premio, dado que parece haber otras claras favoritas, según quienes entienden de esto.

Pero no creo que nadie discuta el hecho de que en muchas ocasiones una película es mucho más que una película; El retorno del rey no necesitó nada más que lo que era para convertirse en la mejor película de su año —aunque para mi humilde gusto no fuese la mejor de la trilogía—, pero si Green Book fuese una historia sobre un músico rechazado por llevar deportivas y calcetines blancos, o Platoon narrara la guerra entre los fraxmis y los bloxnos del planeta Auris, pues quizá ninguna de las dos habría llegado a donde llegó. Y si la nominación de Don’t Look Up, película que no ha gustado a todo el mundo, es un guiño a la ciencia en un momento en que es necesario, pues bienvenido sea, aunque los puristas del cine se indignen. Y sobre todo, si quienes se indignan no son los puristas del cine, sino quienes rechazan la película precisamente por su contenido.

Don't Look Up. Imagen de Netflix.

Don’t Look Up. Imagen de Netflix.

Es bien sabido que Don’t Look Up es una sátira sobre la indiferencia del mundo hacia el cambio climático; esto no es una libre interpretación, dado que la película fue concebida precisamente bajo esa premisa. Para quien aún no la haya visto y si queda alguien que no sepa de qué trata, contaré brevemente, sin spoilers, que dos astrónomos (Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence) descubren que un cometa de tamaño similar al que provocó la extinción de los dinosaurios va a colisionar con la Tierra; en seis meses se acabará el mundo. Pero en lugar de desatarse el terror y el caos, como es lo típico en otras versiones de esta misma trama, lo que ocurre es que nadie cree a los científicos, incluyendo al gobierno de EEUU y a los medios, mientras el público los ridiculiza y los convierte en objeto de memes.

Al parecer la idea nació de una conversación entre el director y guionista, Adam McKay, y el periodista y escritor David Sirota, en la que ambos se lamentaban de la poca repercusión de las advertencias de los científicos sobre el cambio climático en los medios y entre el público. Sirota lo comparó a un cometa acercándose a la Tierra que todo el mundo ignora, y McKay decidió que aquello era exactamente lo que quería contar.

Pero no hace falta un salto muy grande para extender el mensaje de Don’t Look Up al negacionismo de la ciencia en general; el cual, como ya conté aquí, ha tenido su propio recorrido histórico independiente (no posterior) del negacionismo histórico del Holocausto y otros. La película se ha rodado en plena pandemia, por lo que ha sido una triste y trágica casualidad que la realidad de estos dos últimos años se haya convertido en otro reflejo de la parodia retratada por McKay.

La película ha gustado a los científicos, y es lógico. Lo más evidente es que algunos, sobre todo los climáticos, se han sentido reivindicados. Pero hay otros motivos no tan obvios. A pesar del tono paródico, los científicos de la película son personas normales, no caricaturas; ni malvados villanos dispuestos a destruir el mundo, ni almas puras y benditas, ni ridículos nerds sin habilidades sociales y que no han echado un polvo en su vida. Y aunque retratar a los científicos normales como personas normales debería ser lo esperable y habitual, el cine tiene tradición de encontrar más fácil lo contrario; de hecho, algunas de las películas sobre ciencia que han llegado a los Óscar se basaban precisamente en científicos caracterizados por lo contrario, como Una mente maravillosa o La teoría del todo.

Pero además, los científicos normales de la película se ven en situaciones normales de los científicos que el público en general no advertirá, pero que los científicos reales verán como guiños: la publicación con revisión por pares (mal traducido en la versión española como revisión paritaria, un término que nadie utiliza), el conflicto de atribución del trabajo entre la estudiante predoctoral y su jefe, o la eterna lacra de que la ciencia se perciba como creíble solo si, y toda la que, proviene de una fuente prestigiosa (una pista: cuando un científico lee «la prestigiosa revista Nature» o «la prestigiosa Universidad de Harvard», piensa lo mismo que cualquier otra persona si leyera «el prestigioso club Real Madrid» o «la prestigiosa cantante Miley Cyrus»).

Pero como decía, la película no ha gustado a todos. Y por supuesto, habrá quienes simplemente la hayan encontrado aburrida, deshilachada, demasiado histriónica o lo que a cada uno le parezca. Que lo del bronteroc me parezca a mí una de las ocurrencias surrealistas más geniales que he visto en pantalla desde los tiempos de los Monty Python es algo que nadie más tiene por qué compartir.

Pero hay colectivos concretos a quienes la película podría no gustarles por razones específicas. Podría no gustar a los negacionistas del cambio climático o de la ciencia en general, dado que la película presenta una realidad nunca suficientemente bien comprendida, y es que las únicas conspiraciones son las de los propios negacionistas (algo que hasta ahora solo había visto retratado en otra película, Contagio de Steven Soderbergh).

Podría no gustar a los políticos. La inspiración de Donald Trump en la presidenta interpretada por Meryl Streep es algo que ya ha sido muy comentado, pero hay mucha más carne que sacar de este hueso. Sin entrar en otras facetas que escapan al prisma científico, el negacionismo no es únicamente el que dice «esto no está pasando»; en el personaje de la presidenta hay después una transición hacia otra forma de negacionismo, el de «esto sí está pasando, pero la economía». Y de esto hemos tenido por aquí algún que otro caso.

Podría no gustar a los periodistas, dado que el retrato de los medios es brutal: el desprecio por la información veraz, la ambición desmedida por las audiencias y los clics a costa de lo que sea necesario. Aquí es donde quizá pueda verse un inesperado parangón con lo que ha sucedido durante esta pandemia. Una cadena de TV nacional le da un programa sobre COVID-19 en prime time a un experto en… fenómenos paranormales. Su principal competidora tiene, en el mismo horario, a un presentador muy divertido lanzando a diario opiniones de barra de bar sobre epidemiología, gestión de pandemias y lo que haga falta. En los medios en general se rebotan a botepronto informaciones de cualquier procedencia sin la menor contrastación, contexto ni conocimiento de fondo, siempre que sean sensacionales. Columnistas y opinadores de primera fila difunden bulos y desinformaciones. Ciertos personajes del ámbito sanitario se convierten en referencias mediáticas sin ser epidemiólogos, inmunólogos ni virólogos.

Y en fin, podría no gustar al público en general, porque el público tampoco sale bien parado en esta sátira: frente al recurso habitual, seguramente más rentable en taquilla, de defender que la gente es maravillosa, pero que está mal gobernada y secuestrada por unos medios manipulados y manipuladores, la película presenta un dibujo mucho más nihilista; la idiocracia de los likes, los followers y los memes, donde entretenerse es informarse y reírse es pensar. The Daily Rip es un programa que se hace a diario también en las cadenas de TV de nuestro país a distintos horarios y bajo diversos nombres, y que todos los días marca tendencias en Twitter. Lo que viene a decir Don’t Look Up es que la sociedad tiene lo que pide, y obtiene lo que se merece.

Por todo ello, Don’t Look Up es una distopía. Pero con un twist. No es que las distopías clásicas como 1984, Un mundo feliz, Nosotros, Fahrenheit 451, La naranja mecánica, Blade Runner, THX1138, Gattaca, Soylent Green, etcétera, etcétera, ya no tengan cabida hoy. La tienen y mucha, pero precisamente porque las vemos como distopías, demasiado lejanas e imaginarias; son exageraciones extremas, tan excesivamente metafóricas que incluso cada cual puede escoger lo que le apetezca de ellas para defender tanto una postura política como la contraria. En cambio, Don’t Look Up no inventa una distopía lejana e imaginaria; lo que hace es retratar el mundo real de hoy mismo para a continuación decirnos: esto, damas y caballeros, es una distopía. Y eso, claro, es normal que no guste a casi nadie.

Un deseo para 2020: salvar el clima con progreso, no con la vuelta a las cavernas

No es ningún secreto que el problema del cambio climático se ha visto largamente enturbiado por intereses ajenos a la ciencia. Del lado del negacionismo, es evidente que durante años los intereses económicos y sus ideologías políticas asociadas han tratado de negar la realidad mostrada por la ciencia.

Pero no todos los mensajes equívocos o engañosos sobre el cambio climático llegan del bando del negacionismo. También del lado del activismo existen grupos que se amparan en una supuesta defensa del consenso científico sobre el clima para promover ideas que, o bien no se ajustan a esa realidad científica, o bien simplemente responden a una agenda particular no científica. Entre las primeras, el caso típico es la exageración del impacto de la ganadería; entre las segundas, la que motiva estos párrafos y que paso a explicar más abajo.

Esta brecha entre ecologismo y ecología no es una novedad: no todos los grupos ambientalistas han reconocido y defendido en todo momento lo que la ciencia dice. Muchos de ellos hoy continúan empeñándose en negar la avalancha de pruebas acumuladas sobre la inocuidad de los cultivos transgénicos, y siguen resistiéndose también a admitir que la energía nuclear pueda tener cabida en un mix de producción energética más compatible con la salud del clima terrestre. Con todo, hay que decir también que son muchos los científicos ecólogos que militan y trabajan en organizaciones ecologistas, y que tratan de hacer penetrar la ciencia en un universo a menudo permeado por pseudociencias e ideologías contrarias al progreso.

Y dada esta infiltración de las ideologías en el discurso sobre el clima, no es raro que ciertos grupos hayan aprovechado la COP25 de Chile recientemente celebrada en Madrid para difundir toda clase de mensajes ajenos a la ciencia y ni siquiera relacionados lo más mínimo con el clima. Al fin y al cabo, las COP climáticas no son congresos científicos, sino foros de negociación política.

Pero en estos tiempos en que a la amenaza del problema en sí se suma la confusión causada por ciertos mensajes erróneos o interesados, es esencial no perder de vista el único faro que puede guiarnos a través de esta crisis climática: escuchar a los científicos. La tan amada como odiada Greta Thunberg ha hecho de ello su lema. Y solo por ello, con independencia de las críticas razonables, su discurso ya merece más consideración que otras voces a las que se les da un micrófono sin que se entienda muy bien qué pueden aportar.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Imagen de Dcpeopleandeventsof2017 / Wikipedia.

Escuchar a los científicos no solamente es obligado por cuanto son ellos quienes tienen la herramienta para medir el estado del clima terrestre. Sino también porque son ellos quienes pueden aportar las mejores soluciones. El progreso científico y tecnológico nos ha traído las energías renovables y los sistemas de producción energética cada vez más limpios y eficientes. Ha conseguido que las emisiones directas de la ganadería se hayan reducido un 11,3% desde 1961, mientras que la producción de carne para consumo se ha duplicado con creces, según datos de la FAO para EEUU.

En contra de esta postura, hay quienes promueven acciones contra el cambio climático que quieren obligarnos a renunciar a los niveles de progreso y avance que la ciencia y la tecnología nos han proporcionado. Por ejemplo, y llego al ejemplo que quería traer aquí hoy: pretenden que dejemos de volar, o que nos avergoncemos y nos sintamos como criminales climáticos cuando lo hacemos.

Este movimiento anti-aviación está cobrando una fuerza preocupante. Existen plataformas organizadas y muy activas que perturban el funcionamiento normal de los aeropuertos, perjudicando a los sufridos viajeros, y que promueven ideas como la de freír a impuestos a la aviación comercial hasta que se convierta, como lo fue en sus orígenes, en un lujo solo accesible para los más pudientes. Y todo lo que fomenta la desigualdad es reaccionario y contrario al progreso.

Los activistas anti-aviación han manifestado que sus proclamas no van dirigidas contra quienes volamos una vez al año por vacaciones, sino contra quienes lo hacen regularmente y con mucha frecuencia por motivos de trabajo. Pero si se les supone la buena fe de quien no pretende engañar a los que les escuchan, entonces no queda más remedio que atribuirles la torpeza de quien se engaña a sí mismo: si alguien como un servidor puede coger un vuelo en sus vacaciones a un precio que un escritor y periodista pueda pagar, es gracias a que muchos otros vuelan mucho, sosteniendo una alta oferta que abarata los pasajes, obligando a las aerolíneas a competir. Reducir la oferta de vuelos y aumentar los impuestos nos devolverá a la época en que volar era el privilegio de unos pocos.

No es discutible que el transporte aéreo es uno de los grandes emisores de gases de efecto invernadero (GEI) responsables del cambio climático. Pero menos de lo que algunos creen. Pongamos las cifras en claro: los aviones generan el 2,4% de las emisiones globales de GEI, una cifra que crecerá en las próximas décadas incluso por encima de las previsiones de la ONU, según un estudio reciente. Pero que sigue siendo menor que las emisiones de otras fuentes, incluso algunas que han pasado ignoradas: como conté ayer, las emisiones debidas a las tecnologías digitales sumarán en 2020 el 3,5% del total global.

Que esta idea cale bien:

(Pausa valorativa)

El sector global de la aviación emite menos GEI que las tecnologías digitales, cuya mayor fuente de emisiones son los teléfonos móviles.

Así que, obviamente, es de suponer que quienes pretenden bloquear los aeropuertos antes habrán renunciado al uso del teléfono móvil, sobre todo teniendo en cuenta que para 2040 las tecnologías digitales crecerán hasta copar el 14% de las emisiones globales.

El avión es uno de los grandes inventos de la historia de la humanidad. Nos ha abierto la grandeza del mundo de un modo que nuestros ancestros no podían ni soñar. Somos afortunados de vivir en esta época y poder disfrutar de este nivel de progreso. Y algunos no estamos dispuestos a que nos cierren el mundo para devolvernos a otros tiempos ya superados, a la reclusión en la caverna de la tribu, la pequeñez y la ignorancia.

Pero no, del mismo modo que la solución contra las emisiones de las tecnologías digitales no es volver al tamtam y las señales de humo, tampoco la solución contra las emisiones de la aviación es regresar a las cuádrigas. La respuesta está, una vez más, en la ciencia y la tecnología, que trabajan para mejorar la eficiencia energética y reducir la huella ambiental. Los últimos modelos de aviones han mejorado la eficiencia en un 15% respecto a las versiones anteriores; una aeronave actual emite un 80% menos de CO2 que los primeros reactores de pasajeros. Científicos e ingenieros continúan trabajando en el diseño de nuevos aviones menos contaminantes. Hoy más que nunca, seguimos necesitando más ciencia y más tecnología.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

Un nuevo modelo de avión más eficiente, en desarrollo por la aerolínea holandesa KLM. Imagen de KLM.

En resumen, y frente a los nostálgicos que anhelan devolvernos a las cavernas, a ponernos plumas en la cabeza y a ofrecer sacrificios a los dioses que viven en los árboles del bosque sagrado, aquí hay uno, como muchos otros en muchos otros lugares, que cree firmemente en más ciencia, más tecnología, más innovación y más progreso como pilares de la lucha contra el cambio climático. La barbarie, el temor y la ignorancia no nos han llevado a ninguna parte. Ha sido la audacia del ingenio humano la que nos ha sacado de muchas antes, y la única que puede sacarnos también de esta.