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2016, año bisiesto… pero ¿por qué?

Todo el mundo sabe que los años múltiplos de cuatro, como este 2016, tienen un día más: febrero se alarga hasta el 29, los nacidos en esta extraña fecha tienen la rara ocasión de celebrar su cumple-cuatrienios, y el 31 de diciembre hace el día número 366. Lo que quizá sea menos conocido es que no todos los años divisibles por cuatro son bisiestos; los del cambio de centena, que terminan en doble cero, solo llevan el día de propina si son múltiplos de 400. Es decir, que el 2000 fue bisiesto, pero no lo fue el 1900 ni lo será el 2100.

Reloj de la Puerta del Sol (Madrid). Imagen de Albeins / WIkipedia.

Reloj de la Puerta del Sol (Madrid). Imagen de Albeins / WIkipedia.

Tal vez cabría pensar que detrás de esta aberrante regla de los cientos y los cuatrocientos hay una razón astronómica, pero lo cierto es que la norma es completamente arbitraria; se trata simplemente de tratar de ajustar la duración media de nuestro año artificial en el calendario al año natural solar.

De pequeñitos aprendemos unos pocos principios básicos para navegar a través del tiempo: un día es lo que tarda la Tierra en dar una vuelta completa sobre sí misma, y un año es lo que dura el viaje de nuestro planeta alrededor del Sol. Pero la situación real no es tan sencilla; de hecho, una de las principales motivaciones del nacimiento de la astronomía fue el intento de construir algo tan aparentemente sencillo, y en realidad tan complicado, como es un calendario.

Algunas culturas antiguas, como las orientales, encontraron más práctico regirse por un calendario lunar. El tiempo medio de luna a luna, o mes lunar, es de 29,5 días. Pero dado que sería incómodo manejarse con fracciones de días, los calendarios lunares alternan los meses de 29 y de 30 días.

Este sistema falla cuando hay que contar los años, ya que la suma de los meses lunares no se corresponde con un año natural. Antes de que la mecánica celeste explicara el movimiento de los planetas, los antiguos astrólogos se fijaban en el recorrido solar a través del cielo: un año era el tiempo que transcurría hasta que el Sol regresaba a la misma posición; por ejemplo, de solsticio de verano a solsticio de verano. Y dado que esta cantidad de tiempo no se corresponde con un número completo de meses lunares, algunos calendarios se convirtieron en lunisolares. Esto fue lo que sucedió con el primer calendario romano, originalmente lunar y transformado en lunisolar por el poco ingenioso sistema de añadir varios días que se asignaban a un engendro llamado mes intercalar, entre febrero y marzo, con el fin de adaptarse al año solar.

Fue Julio César quien vino a poner un poco de orden en este embrollo. El Calendario Juliano abandonó las referencias lunares en favor de un sistema cien por cien solar, que eliminaba el mes intercalar y definía el año como hoy lo conocemos: doce meses de 30 o 31 días excepto febrero, con 28. En tiempos de César ya se sabía que el año solar tampoco duraba exactamente 365 días, sino que su duración media era de aproximadamente un cuarto de día más. Para compensar esta desviación, el Calendario Juliano introdujo el año bisiesto: un día más cada cuatro años, lo que daba al año una duración media de 365,25 días, o 365 días y 6 horas.

El problema es que esta cifra tampoco se corresponde con la realidad: el año solar dura en promedio algo así como 365 días, 5 horas, 48 minutos y unos 45 segundos; o dicho de otro modo, 365,2421891 días, según cálculos actualizados. Y los decimales son muy importantes a largo plazo, ya que el error se va acumulando. Tanto que en el siglo XVI la primavera ya se había adelantado hasta el 10 de marzo, motivo que indujo al Papa Gregorio XIII a introducir una nueva reforma en 1582. Su calendario, el Gregoriano, es el que hoy tenemos.

La extraña norma de los cientos y los cuatrocientos para los bisiestos consigue una duración media del año de 365,2425 días, o 365 días, 5 horas, 49 minutos y 12 segundos. Al reducir el desfase medio anual de más de 11 minutos a solo unos 27 segundos, el resultado es que para acumularse un día de error deberán transcurrir más de 3.200 años desde que el Calendario Gregoriano entró en vigor. Así que ya se preocuparán de ello nuestros descendientes en el siglo XLVIII.

Pero más difícil todavía: en realidad la duración media del año apuntada arriba corresponde al llamado año tropical, la descripción clásica del año según la posición del Sol en el cielo; si nos atenemos a la definición que aprendimos de pequeñitos, la vuelta completa de la Tierra en torno al Sol, este llamado año sideral dura como media 365,25636 días, o unos 20 minutos y 24,5 segundos más que el año tropical. La diferencia se debe a que el eje de rotación de la Tierra no permanece fijo en su orientación, sino que va describiendo un cono en el espacio que se completa cada 25.776 años.

Las irregularidades en la rotación de la Tierra son también las causantes de que el día no dure exactamente los 86.400 segundos contenidos en 24 horas, según la definición de segundo que actualmente se basa en los relojes atómicos. Es por este motivo que cada cierto número de meses se introduce un segundo intercalar, lo que se ha hecho en 26 ocasiones desde que se introdujo esta corrección en 1972; la última vez, en la medianoche del 30 de junio de 2015.

Todo lo anterior nos lleva a una conclusión: los humanos necesitamos sistemas nítidos de medición del tiempo, pero la naturaleza es borrosa. No podemos forzarla a ajustarse a nuestros calendarios artificiales, y poco le importa si todos nuestros ordenadores se colapsan por la introducción de un segundo no programado. Nosotros solo estamos aquí de paso, y el tiempo seguirá transcurriendo cuando ya no estemos aquí para medirlo.