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Un 2023 sin Frank Drake: ¿el año en que haremos contacto?

Entre los personajes del mundo de la ciencia que hemos perdido en este 2022 destaca el nombre del radioastrónomo estadounidense Frank Drake, fallecido el pasado 2 de septiembre a los 92 años por causas que no se han especificado. Cuando alguien muere a edad tan avanzada, no se pregunta. Lo cierto es que Drake ha vivido una vida larga y plena en la que conquistó muchas metas profesionales. Pero a la que le faltó la aspiración que probablemente más deseaba. Porque el objetivo que centró la carrera de Drake, por el que será recordado, fue la búsqueda de vida alienígena inteligente.

En 1960 Drake apuntó por primera vez la antena de un radiotelescopio al cielo con el fin de escuchar si había alguien fuera de esta Tierra transmitiendo algo. Era la primera vez que esto se hacía de forma deliberada y planificada con tal objetivo. Así que hasta entonces era posible que hubiese por ahí millones de canales de Radiotelevisión Galáctica, pero que hasta entonces no hubiéramos sabido de ellos porque nadie los había intentado sintonizar.

Frank Drake en una conferencia en 2012. Imagen de Raphael Perrino / Flickr / CC.

En aquel primer intento Drake creyó haber encontrado algo, pero era una falsa alarma, una interferencia terrestre. No se escuchó nada, ni se ha escuchado nada desde entonces, más allá de otro pequeño puñado de falsas alarmas y alguna señal esporádica cuyo origen natural no se ha probado, pero se da casi por hecho.

Con aquel primer intento, Drake inauguró un campo de investigación que ha perdurado hasta hoy, la Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre, o SETI (en inglés). Drake participó también en el envío de mensajes al espacio, por señal de radio —el mensaje de Arecibo— o en forma de placas colocadas en las sondas Pioneer y de discos de oro en las Voyager.

Pero lo que más continuará citándose de él después de su muerte será su famosa ecuación, aquella en la que introdujo varios términos para estimar el posible número de civilizaciones en la galaxia. Por supuesto que la ecuación de Drake, tan aplaudida como criticada, no pretendía ser un cálculo riguroso ni fidedigno, sino solo un ejercicio de pensamiento, un razonamiento de servilleta de bar para defender la existencia de otros seres inteligentes por ahí.

Sin embargo, Drake ha dejado este mundo sin que la respuesta a su pregunta haya variado en 60 años: hasta donde sabemos, estamos solos.

Quien siga este blog desde hace años sabrá que aquí se espera y se desea el día en que hagamos contacto —parafraseando el título de 2010, la secuela de 2001 en el cine—, pero también que no se cree que ese día vaya a existir alguna vez.

No hay ninguna contradicción en esto, ni es solo la ciencia la que nos ofrece un retrato de la realidad al que le importa un pimiento lo que nosotros queramos o nos parezca bien. En los tiempos que vivimos parece que se enseña a la gente que todo responde a nuestros deseos y necesidades, de modo que basta con creer en algo o desearlo muy fuerte para que exista. Pero se ahorrarían muchas frustraciones y horas de terapia si se contara que, para nuestra desgracia, la realidad no funciona así.

Por cada persona que gana la lotería porque, según ella, lo necesitaba, lo deseó muy fuertemente y tuvo un pálpito (incluso los medios serios han prestado espacio gratuito a cualquier charlatán que aseguraba adivinar el número del Gordo de Navidad; en cambio, a los negocios serios y honestos se les exige que paguen la publicidad), hay otros millones de personas que pensaron lo mismo y no ganaron, y que no salen en los telediarios del 22 de diciembre para decir que eso del karma y del universo que se conjura finalmente resulta ser una chorrimemez. Y por cada persona que se cura del cáncer porque, según ella, lo deseó muy fuertemente y luchó mucho, hay otros muchos miles que mueren a pesar de desearlo y luchar tanto como ella.

No toca hoy abundar aquí en por qué me temo que ese día nunca llegará, a pesar de que no solo la gran mayoría del público, sino incluso muchos físicos creen en la existencia de civilizaciones alienígenas. Anteriormente ya he tratado mucho sobre esto. Baste decir que la primera razón, aunque no la única, se resume en una palabra: biología.

La ecuación de Drake y las especulaciones de muchos físicos implicados o interesados en SETI han ignorado por completo la biología, dando por hecho que la aparición de vida era automática, inevitable, dadas las condiciones adecuadas. Pero lo que sabemos sobre el origen y la evolución de la vida en la Tierra nos dice que, mal que nos pese, no es así, sino todo lo contrario: la vida es probablemente un fenómeno extremadamente raro. Hoy la astrobiología, que aún no existía en tiempos de la ecuación de Drake, busca respuestas basadas en el conocimiento y las técnicas actuales, pero la postura pesimista (realista, con lo que sabemos) está bastante extendida.

Y pese a todo esto, ojalá nos equivoquemos. A muchos nos encantaría reconocer que estábamos en un error y asistir al descubrimiento más importante de la historia de la humanidad. Y ¿por qué no en 2023?

Hay razones para que en este nuevo año quizá pudiéramos acercarnos a ello. O al contrario, resignarnos a que tal vez haya que tirar la toalla. Mañana repasaremos algún proyecto para el nuevo año que, como mínimo, nos mantendrá entretenidos.

¿Que la decoración de Navidad dispara las endorfinas?

Un telediario de mediodía emite un reportaje cuya premisa es la defensa de la decoración navideña por el beneficio que supuestamente aporta a nuestro organismo.

Quizá pensarán que difícilmente puede imaginarse un reportaje más innecesario, pero en fin, no seré yo quien critique esto. Quienes hemos trabajado en medios diarios sabemos que es bueno abrir la nevera y encontrar algo allí para los tiempos de escasez; en periodismo, la nevera son esos temas que no son de estricta actualidad del día y que se guardan ya preparados para cuando surja un hueco en las páginas o en los minutos que es necesario rellenar con algo. Todos hemos hecho temas de nevera, y a mucha honra. Dan ocasión de contar cosas más allá del insportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea. Por supuesto, nunca se deja saber que son temas hechos hace semanas, sino que se presentan como frescos del día, como si de otro modo perdieran valor; es uno de esos absurdos pudores de los medios, como los falsos directos en la radio, cuando antes de la entrevista te dicen «no digas buenos días, porque esto lo emitiremos por la noche».

Pero ocurre que cada uno tenemos ciertos detectores particulares que saltan ante determinados estímulos que, en cambio, a otras personas les resbalan. Un aficionado al fútbol se detiene ante la pantalla de un bar donde están dando un partido, mientras que quienes no lo somos pasamos de largo sin más. En mi caso, una alarma salta cuando escucho algo que suena a afirmación pretendidamente científica, pero que huele a que quizá no lo sea.

Y en este caso en concreto, el reportaje incluía la aportación de una psicóloga que afirmaba con aplomo que la decoración navideña nos hace sentir bien porque estimula nuestra producción de endorfinas, «las hormonas del bienestar».

Decoración de un árbol de Navidad. Imagen de LoMit / Wikipedia.

La psicología a menudo se mueve en un terreno pantanoso. Existe un viejo debate, con posturas encontradas y enconadas, sobre si la psicología es una ciencia o no lo es. Algunos defienden que sí, otros argumentan que es una ciencia social, y el resto defienden que no es una ciencia de ningún modo, e incluso que no tiene por qué serlo. El psicoanálisis ha sido frecuentemente calificado como pseudociencia. Por supuesto, la psicología es muy amplia; la psicología experimental trata de ceñirse al método científico, y las áreas más fronterizas como la neuropsicología han sido las menos cuestionables.

Pero la psicología ha sido uno de los campos más afectados por la llamada crisis de replicación o de reproducibilidad, un debate intenso en los medios científicos en los últimos años al constatarse que muchos estudios publicados, al repetirse, no han producido los mismos resultados que en su día se publicaron con todas las bendiciones de la revisión por pares. En el caso de la psicología, un gran estudio encontró que solo la tercera parte de los resultados publicados se repetían.

Pero más allá de la psicología publicada, que al menos pretende ser ciencia, está la otra. La psicología de gurú. Aquella cuyo discurso hoy ya no se diferencia mucho del de los videntes y adivinos, desde que estos se anuncian afirmando que son capaces de ayudar a la gente con sus problemas psicológicos. Aquella que jamás responderá a una pregunta con un «no lo sé», las tres palabras que mejor diferencian a un verdadero científico de quien no lo es. Algunos psicólogos publican libros de autoayuda que venden miles o millones de ejemplares. Pero cuando uno busca sus estudios en publicaciones académicas revisadas por pares, el resultado es sorprendente: cero.

De este problema son muy conscientes los psicólogos académicos: en un artículo de 2015 en la revista The American Psychologist, el psicólogo Christopher Ferguson escribía, con respecto a la idea popular de que la psicología no es una ciencia de verdad, que «problemas considerables surgen de la tendencia de la ciencia psicológica a sobrecomunicar conceptos mecanísticos basados en datos débiles y a menudo no replicados (o no replicables) que no resuenan con la experiencia diaria del público en general o con el rigor de otros campos académicos».

En otro artículo de este año en Royal Society Open Science, el psicólogo Gerald Haeffel escribe que, curiosamente, casi todos los estudios publicados en psicología arrojan resultados que apoyan las hipótesis previas de sus autores. «Esto es un problema, porque la ciencia progresa a base de equivocarse», dice. Haeffel apunta que «la ciencia psicológica aún no abraza el método científico de desarrollar teorías, conducir pruebas críticas de esas teorías, detectar resultados contradictorios y revisar (o descartar) las teorías en función de ello». Este es precisamente uno de los problemas más citados, y uno de los que descalifican el psicoanálisis: todo se explica siempre perfectamente a posteriori, pero sin teorías que permitan hacer predicciones a priori empíricamente testables. Haeffel concluye que los psicólogos «deben aceptar que se equivocan».

Por eso, cuando este discurso de los psicólogos televisivos o mediáticos se aventura en afirmaciones que sí son científicamente comprobables o refutables, saltan las alarmas. Si una psicóloga se limita a decir que la decoración navideña nos recuerda a nuestra infancia y por eso nos complace, bueno, a ver quién puede refutarlo; la ciencia se caracteriza porque debe ser refutable, y esto no lo es. Pero otra cosa es afirmar que ver los adornos de Navidad nos estimula la producción de endorfinas.

Porque, si las endorfinas son las hormonas del bienestar y ver la decoración navideña nos produce bienestar —salvando el hecho de que también hay quienes no soportan la Navidad—, parece lógico, ¿no?

Bueno, también parecía lógico que el colesterol ingerido en la dieta influyera en el colesterol circulante en la sangre, y esto es lo que se ha creído durante décadas, hasta que los estudios recientes vinieron a mostrar que en realidad no es así. La ventaja de la ciencia es que permite poner a prueba lo que damos por hecho sin más, y a menudo surgen las sorpresas. En psicología y como ya conté aquí, el psicólogo Colin Davis se hartó de escuchar eso tan repetido de que las protestas por una causa mediante métodos no violentos pero que indignan a muchos, como las recientes de los activistas climáticos, crean rechazo hacia esa misma causa. Lo puso a prueba en sus estudios. Salió que no.

En cuanto a las endorfinas, hay algo que conviene aclarar. Más allá de ese gancho periodístico de las «hormonas del bienestar», en realidad las endorfinas no existen para darnos gusto. Su función principal, la razón por la que han aparecido y se han mantenido en nuestra evolución, es ayudarnos a reaccionar en situaciones de estrés; entre otras cosas, elevan nuestro umbral del dolor, de modo que ante una agresión podamos seguir luchando contra el enemigo. Por lo tanto, no hay que afirmar que todo lo que nos gusta nos hace segregar endorfinas. Porque a menos que el árbol de Navidad se nos caiga encima, o se nos rompa una bola en la mano y nos clavemos los trozos, no hay motivo para que la decoración navideña provoque este efecto.

De hecho, resulta que se atribuyen a las endorfinas cosas que en realidad tienen otro mecanismo; por ejemplo, se creía que eran la causa de la llamada euforia del corredor. Pero una vez más, y cuando la ciencia lo ha puesto a prueba, ha descubierto que no son las endorfinas, sino otros compuestos llamados endocannabinoides.

Así, llegamos a la pregunta: ¿es cierto que ver la decoración navideña nos hace segregar endorfinas?

Por mi parte, solo puedo responder que no lo sé. Ni realmente parece saberse: después de dedicar un rato a buscar en las bases de datos de estudios científicos, no he conseguido encontrar ni uno solo que haya puesto a prueba esto. Lo que sí he podido encontrar, curiosamente, es un estudio según el cual la presencia de decoración navideña en una casa produce una impresión en otros de que sus habitantes son más sociables y amigables.

Pero de endorfinas, nada. Y en cambio, lo que sí he encontrado son varias referencias en la prensa popular que afirman cosas en esta línea. Curiosamente, como los caminos a Roma, todas ellas apuntan o acaban apuntando a una misma fuente original: la psicóloga Deborah Serani, académica —profesora de la Universidad Adelphi de Nueva York—, autora de varios libros de gran venta, y según la cual la decoración navideña estimula no las endorfinas, pero sí la dopamina, que Serani define también como «una hormona de bienestar» (en realidad lo que hace la dopamina en este sentido es distinguir el efecto que nos produce una experiencia y que nos lleva a querer repetirla o no, pero esto suena mucho menos sexy).

Y como suele ocurrir en internet, las palabras de Serani rebotan en otros artículos de medios populares que ya toman como dogma el pico de dopamina provocado por la decoración navideña. «La ciencia demuestra que la gente que pone antes su decoración navideña es más feliz», titula una web, citando, cómo no, a Serani. Serani es «la ciencia». También la revista Vogue cae en la misma trampa. Solo se salva un artículo en The Conversation de la neurocientífica Kira Shaw que apuntaba estos efectos como posibles, pero sin darlos por comprobados.

Ninguno de esos artículos cita ningún estudio real que relacione las endorfinas o la dopamina con la decoración navideña. Y hasta donde he podido saber, no existen. Seguramente es a cosas como esta a lo que se refería Ferguson.

En fin, ya lo saben. Decir que les gusta la decoración navideña porque les recuerda a la infancia, y por eso les hace sentir bien, es algo que se sostiene por sí mismo, sin necesidad de revestirlo con ninguna afirmación que suene a científico ni de incluir ningún término bioquímico para darle más empaque. Porque lo que se reviste de apariencia de ciencia sin serlo, tiene otro nombre: pseudociencia.

Y sí, puede que todo lo anterior les parezca completamente innecesario. Pero es lo que tiene la nevera. Al menos nos permite contar cosas más allá del insoportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea.

¿Debe importarnos que las moscas vomiten en nuestra comida?

Para muchas personas, quizá solo las cucarachas superen a las moscas en la escala de asquerosas criaturas domésticas que viven con nosotros. Las moscas son molestas, pero el mayor problema es que nunca sabemos de dónde vienen. Tal vez antes de visitarnos hayan estado saboreando deliciosa basura, excrementos o el cadáver de alguna criatura, con esa misma trompa que están posando en nuestra cena. Y lo peor es que, cuando se conoce la historia con más detalle, las cosas no mejoran, sino lo contrario.

La mosca tiene la suerte de poder saborear con las patas. Nosotros solo tenemos receptores del gusto en la lengua, pero otros animales los tienen más repartidos. Por ejemplo, los peces gato o siluros son los campeones del gusto, con hasta 175.000 quimiorreceptores —nosotros tenemos unos 10.000— distribuidos por toda su superficie. A un pez con los ojos pequeños y que nada en aguas turbias le resulta útil poder degustar con todo el cuerpo para localizar la comida. A nosotros, en cambio, no nos aportaría ninguna ventaja clara sentarnos en una silla —ropa mediante, claro— y saborear la parte de la persona que se sentó allí antes.

Una mosca sobre una musaraña muerta. Imagen de pxhere.

En el caso de las moscas, su aparente simpleza oculta en realidad un sistema muy preciso y perfeccionado. Cuando se posan en algún lugar y de inmediato alargan la trompa para aspirar algo de comida, es por la conexión directa entre sus receptores del gusto y el mecanismo para estirar la probóscide bucal. La mosca saborea con los pelillos que recubren su cuerpo, incluyendo las patas. Al detectar azúcar, la trompa se lanza automáticamente. Es más, algunas de estas neuronas gustativas están conectadas, por medio de un cordón nervioso análogo a nuestra médula espinal, con el sistema del movimiento, de modo que la mosca se detiene en cuanto pone las patas sobre la comida.

Este es el motivo por el que probablemente hacen eso tan inquietante de frotarse las patas entre sí, que nos recuerda a lo que hacemos nosotros mismos con las manos. Se cree que este gesto ayuda a la mosca a limpiar las terminaciones de las patas para tener siempre listos sus receptores del gusto.

Pero el apéndice bucal de la mosca es una trompa, como una pajita. Por lo tanto, no puede dar un bocado a nuestras patatas fritas. En lugar de eso, debe sorber. Y para eso tiene que vomitar.

Las moscas poseen un órgano digestivo llamado buche, que también tienen otros animales como las aves, y donde el alimento se almacena para ablandarse con la saliva antes de la digestión. Este invento les permite, por ejemplo, ingerir más alimento del que pueden digerir en el momento, para cuando haya escasez.

Para sorber, la mosca regurgita el contenido del buche (es posible también que hagan esto para evaporar parte del agua y así concentrar el alimento). Pero claro, cuando la mosca vomita, no solo expulsa restos de la comida anterior mezclados con saliva, sino también cualquier otra cosa que haya tragado antes. Incluyendo virus y bacterias que puede haber recogido de… en fin, ya saben.

El entomólogo John Stoffolano, de la Universidad de Massachusetts, acaba de publicar una revisión sobre cómo las moscas se alimentan, cuáles son sus fuentes de comida y cómo adquieren microorganismos que almacenan en el buche y luego expulsan sobre su siguiente snack. Según cuenta Stoffolano, los análisis previos de ADN del contenido del buche de las moscas han permitido identificar las especies de cuyas heridas, saliva, moco o heces se han alimentado. Y cuáles son los microbios que han ingerido con estas suculentas meriendas. Los estudios han encontrado bacterias, virus, hongos y parásitos, que pueden sobrevivir durante varios días en el aparato digestivo de la mosca. Aún peor, se ha documentado también que en el buche se produce transmisión de resistencias a antimicrobianos entre distintas bacterias.

Por todo esto y más allá del asco que pueda producirnos, Stoffolano advierte de que las moscas comunes «pueden ser incluso más importantes en la transmisión de enfermedades que las moscas chupadoras de sangre», pese a que siempre se pone el acento en los insectos que pican como posibles vectores de infecciones.

Todo esto no significa que debamos obsesionarnos con las moscas, ni muchísimo menos tirar los alimentos en los que se posen. Ni Stoffolano ni otros expertos consideran que generalmente, en condiciones normales, las moscas que rondan por nuestra comida representen un verdadero peligro para una persona sana.

Y por si alguien se pregunta qué demonios nos aporta la existencia de las moscas, lo cierto es que también tienen sus funciones, aparte, por supuesto, de servir de biomasa alimentaria a miríadas de otros animales; además ejercen un gran papel como polinizadoras que solo ha comenzado a apreciarse recientemente, ayudan a controlar las plagas gracias a sus larvas carnívoras… En fin, ocurre que en la naturaleza ningún bicho sobra, ni siquiera aquellos que preferimos tener lejos de nosotros.

Las picaduras de arañas no suelen ser de arañas

Ocurrió en el verano de 2021, y fue una de esas noticias que ningún medio se resistió a contar, porque sus responsables saben que son caramelitos que los visitantes devoran con ansia. Por supuesto, nada que objetar al hecho de que los medios cuenten algo que es noticia. Pero sí a cómo lo cuentan.

El relato fue más o menos este. Un turista británico de vacaciones en Ibiza sufrió un mordisco en la mano de una araña violinista o reclusa parda mediterránea (Loxosceles rufescens), que pasa por ser una de las más venenosas de España. Aunque recibió tratamiento a las pocas horas, la picadura le produjo una reacción necrótica en los dedos, dos de los cuales se le tuvieron que amputar. El turista regresó después a Reino Unido a completar su tratamiento. En algunos medios la noticia vino acompañada por informaciones de contexto sobre la araña en cuestión, a menudo pintándola como un monstruo peligroso y aterrador.

Sobre todo, lo que faltaba en esta información era salpicarla con algunas palabras: presunto/presuntamente, posible/posiblemente… Porque lo cierto es que, salvando una vaga referencia del propio afectado a que le pareció ver una araña, no hay absolutamente ninguna prueba de que una de esas criaturas fuese la responsable del suceso, mucho menos de que se tratara de esa especie concreta. Más que contar una noticia con los estándares de rigor que se aplican a otro tipo de informaciones, daba la sensación de que los medios estaban relatando no el hecho, sino lo que anteriormente otro medio —el primero que lo dio— había publicado sobre el hecho. Y si el primer medio dijo araña, pues araña.

Pero… un momento: si los médicos que le atendieron declararon que esa era la causa, se supone que debemos fiarnos, ¿no? Ellos sabrán.

Araña violinista o reclusa parda mediterránea (Loxosceles rufescens). Imagen de Antonio Serrano / Wikipedia.

Bueno… No necesariamente. Un estudio clásico citado a menudo llegó a la conclusión de que el 80% de 600 presuntas picaduras de araña reclusa no eran realmente tales, cuando quienes las examinaban eran expertos en arañas. En otro más reciente, de 2009, solo 7 de 182 presuntas picaduras de araña lo eran. El resto de las lesiones se debían a picaduras de otros animales o, sobre todo y en una abrumadora mayoría (el 86%), a infecciones.

En la revista Western Journal of Medicine, el entomólogo de la Universidad de California Richard Vetter también advertía de que la gran mayoría de las presuntas picaduras de araña diagnosticadas por los médicos no lo son, y que incluso le han llegado cientos de consultas de médicos por picaduras de araña reclusa… en lugares donde estas arañas no existen. Vetter enumeraba una lista de 14 causas distintas que suelen ser las verdaderas causantes de las lesiones necróticas atribuidas a las arañas, incluyendo infecciones bacterianas, víricas (como el herpes) o fúngicas, y enfermedades como la diabetes o algunos tipos de cáncer.

En la misma revista, el toxicólogo Geoffrey Isbister avala la misma tesis, que la mayoría de las picaduras de araña no son tales. Añade que generalmente las arañas a las que se les atribuye la culpa de lesiones necróticas no tienen en su veneno los componentes necesarios para causar este efecto —la reclusa mediterránea sí los tiene—, a pesar de que en su país (Australia) son frecuentes los diagnósticos de necrosis causadas por arañas. Entre las causas verdaderas de estas lesiones cita infecciones fúngicas como esporotricosis o candidiasis, bacterianas por estafilococos, Mycobacterium ulcerans (causante de la úlcera de Buruli) o Chromobacterium violaceum, por virus como el herpes zóster, enfermedades inflamatorias raras como el pioderma gangrenoso, o reacciones a picaduras de otros artrópodos.

Con respecto a los otros culpables, tengo una experiencia personal que aportar. Por eso de ser biólogo (aunque soy inmunólogo, no zoólogo ni experto en picaduras de bichos), a uno suelen enseñarle picaduras cuyos portadores atribuyen a alguna araña, dado que no es la típica de mosquito o avispa. Y casi en el cien por cien de los casos el aspecto es tan característico que no deja lugar a dudas: moscas negras. Lo más curioso es que en muchas ocasiones quien pregunta ni siquiera ha oído hablar de la mosca negra.

Tengo también otra anécdota en primera persona sobre las infecciones, la causa mayoritaria de esas picaduras aparentemente aparatosas. Este verano a mi hijo pequeño le picó una avispa en el pie, algo típico en la combinación de niños y verano. Pero a la mañana siguiente el pie se había hinchado y enrojecido, con zonas entre los dedos de un alarmante color violáceo. De inmediato, a Urgencias. La médica diagnosticó con todo acierto: infección causada por la picadura. Antibiótico, y a los dos o tres días el pie recuperó su aspecto normal. En muchos de estos casos el culpable es el estafilococo, una bacteria que solemos llevar en la piel. Por suerte contamos con esa maravilla de la ciencia, los antibióticos. Pero si por mala fortuna diéramos con una variedad resistente a antibióticos, las cosas podrían complicarse.

Volviendo al caso del turista británico, su compatriota y naturalista Molly Grace, residente en España y experta en arañas, descartaba en su blog que la culpable fuese una de estas criaturas, menos aún una reclusa, al menos sin pruebas al respecto. Lo más chocante de todo es que, según publicó algún medio, un médico que atendió al paciente afirmó que el caso era «uno entre un millón». ¿Cómo es que un médico está dispuesto a certificar alegremente un diagnóstico que ocurre una vez de cada millón sin basarse en otra cosa que una conjetura, una hipótesis sin absolutamente ninguna prueba? ¿Cómo era aquello? Ah, sí: afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.

Esto encaja perfectamente en el mensaje de un nuevo estudio publicado en Current Biology por un amplio grupo internacional de investigadores dirigido desde la Universidad de Helsinki. Los autores han rastreado los medios de 81 países en 40 idiomas en busca de noticias sobre picaduras de arañas publicadas de 2010 a 2020, recogiendo un total de 5.348 informaciones. Todo ello con el objetivo de comprobar hasta qué punto los medios son rigurosos cuando publican noticias sobre encuentros humano-araña, o no.

Y no: según los investigadores, el 47% de los artículos contenían errores, y el 43% podían calificarse de sensacionalistas. Los autores apuntan que «el flujo de noticias relacionadas con arañas ocurre por medio de una red global muy interconectada». Incluso un presunto incidente con arañas en una remota aldea de Australia puede propagarse por los medios de todo el mundo, que se limitan a copiar lo que otros han contado antes, sin molestarse lo más mínimo en cuestionar la información, contrastarla o buscar otras fuentes: si el Daily Bugle (por poner un medio ficticio) dice que la araña ha hecho tal cosa, pues sea.

Y así, dicen los autores, «el sensacionalismo es un factor clave que subyace a la propagación de la desinformación». Según el director del estudio, Stefano Mammola, «el nivel de sensacionalismo y desinformación cae cuando los periodistas consultan al experto adecuado, un experto en arañas y no un médico u otro profesional».

Podría parecer que todo esto no tiene la menor importancia. Salvo que las fake news son fake news, se trate de políticos o de arañas, y ningún medio que se precie está autorizado para criticar a otros si se las deja colar de este modo. Salvo que meter miedo a la gente pone en peligro especies que desempeñan funciones útiles en los ecosistemas. Las arañas no suelen morder a la gente. No obtienen ningún beneficio de ello, y en cambio es un desperdicio del veneno que necesitan para cazar. Solo atacan si se sienten amenazadas o si protegen su puesta de huevos. El hecho de que para la gran mayoría de la gente las arañas no sean cute no debería traducirse en una licencia para matarlas a diestro y siniestro.

El contacto sano con los microbios puede favorecer la respuesta contra la COVID-19

El ABC de la inmunología, del que casi todo el mundo tiene una vaga idea, dice que una infección o vacunación nos arma contra un futuro contacto con el mismo patógeno. En junio un estudio en The Lancet Infectious Diseases, que modelizaba matemáticamente la pandemia de COVID-19 simulando un mundo con y sin vacunas, estimaba que estas han salvado casi 20 millones de vidas.

Esto se logra gracias a una de las dos grandes fuerzas del sistema inmune, el llamado adquirido o adaptativo (el otro es el innato). Este a su vez tiene dos divisiones celulares, los linfocitos B y T. Los primeros se arman en su cubierta celular con los anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos dos rabitos superiores están recortados a la medida de los antígenos del patógeno en cuestión para que encajen con ellos como una llave en una cerradura. Un antígeno es, en general, cualquier molécula capaz de estimular esta respuesta. Y un patógeno, como un virus, suele tener varios antígenos diferentes; por ejemplo, la proteína Spike o S del coronavirus SARS-CoV-2 contra la cual nos hemos vacunado es uno de sus antígenos, pero tiene otros.

Además, las células B pueden soltar esos anticuerpos a la sangre y por los tejidos para que actúen como vigilantes; si alguno de ellos encuentra el antígeno y se une a él, otras células inmunitarias lo detectan y se activan. Por su parte, las células T se recubren de otro tipo de moléculas —llamadas receptores de células T, o TCR— que también reconocen los antígenos, aunque mediante otro mecanismo algo más complicado. Cuando las células T reconocen los antígenos contra los cuales están programados, hacen varias cosas diversas que pueden resumirse en un mismo objetivo: guerra al invasor.

También el ABC de la inmunología dice que tanto los anticuerpos como los TCR reconocen específicamente un, y solo un, antígeno. O más concretamente, solo una parte de él llamada epítopo; un antígeno puede tener varios epítopos, como distintas caras que pueden ser reconocidas por anticuerpos o TCR diferentes.

Niños jugando en un parque de agua. Imagen de needpix.com.

Pero cuando pasamos del ABC a una explicación algo más detallada y realista, ocurre que esto último no es exactamente así: resulta que los anticuerpos y los TCR pueden reconocer también, por error, otros antígenos diferentes a aquel contra el cual fueron programados. Sería como colocar una pieza de un puzle en otro puzle distinto al que esa pieza no pertenece, pero donde por casualidad encaja. Esto se llama reactividad cruzada.

Hemos dicho que esto se produce por error, pero lo he puesto en cursiva por una razón: lo consideramos un error del sistema, pero no sabemos hasta qué punto puede ser un inconveniente o una ventaja. De hecho, puede ser una cosa u otra, según el caso: la reactividad cruzada puede ser el origen de algunas alergias; por ejemplo, se ha descrito que este es el caso de algunas personas que son alérgicas al mismo tiempo al látex y al plátano. En ocasiones este fenómeno puede reducir o perjudicar la respuesta contra un antígeno. Pero en otras ocurre lo contrario: la reactividad cruzada posibilita que el organismo inmunizado contra una cepa de gripe responda contra otra cepa distinta.

Podría pensarse que esta reactividad cruzada sucede solo entre, por ejemplo, dos virus muy parecidos, como dos cepas de gripe. Pero este tampoco es siempre el caso: ocurre, por ejemplo, entre el virus de la gripe y el de la hepatitis C, muy distintos entre sí.

Hecha esta introducción, pasemos a lo que vengo a contar. Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha analizado muestras de sangre de 12 personas sanas recogidas antes de 2020, para asegurarse de que los donantes no hubieran estado expuestos al coronavirus SARS-CoV-2. En estas muestras han encontrado un total de 117 poblaciones de células T que reconocen el virus, en personas que no habían tenido contacto con él. Y pese a ello, estas poblaciones incluyen células T de memoria; es decir, células resultantes de un encuentro previo con el antígeno, a pesar de que es imposible que estas personas se hubiesen infectado con el coronavirus.

Este resultado no es sorprendente; se trata de reactividad cruzada. De hecho, varios estudios anteriores ya habían encontrado estas células T contra el virus en personas no expuestas a él. Pero ¿cuál es la reactividad original de estas células T? ¿Contra qué antígenos estaban programadas, y cuáles han sido los que las han activado previamente? Hasta ahora se ha asumido que estas células eran reactivas contra los coronavirus del resfriado, cuatro virus de la misma familia que el SARS-CoV-2, más o menos parecidos a este, que llevan mucho tiempo circulando entre nosotros y que nos provocan catarros, sobre todo en invierno.

Según lo dicho arriba sobre los efectos variables de la reactividad cruzada, los estudios no son unánimes respecto a si una inmunidad previa contra los coronavirus del resfriado ayuda al organismo a luchar contra la cóvid. Algunos estudios han encontrado que ayuda, otros que perjudica, y otros que ni una cosa ni la otra.

En su estudio, publicado en Science Immunology, los investigadores de Pensilvania han comprobado que sí, existe una cierta reactividad cruzada de estas células T anti-SARS-CoV-2 con los coronavirus del resfriado. Pero lo novedoso es que esta fuente de reactividad cruzada no parece ser la única, ni siquiera la más potente. En su lugar, los científicos han descubierto que estas células T responden contra ciertas bacterias que forman parte de la microbiota natural de nuestra piel, como Staphylococcus epidermidis, o del intestino, como Prevotella copri y Bacteroides ovatus.

Es decir, que en nuestro organismo existen células T programadas y activadas por las bacterias que forman parte de nuestra flora normal, pero casualmente esas células T tienen reactividad cruzada contra el coronavirus SARS-CoV-2, y por lo tanto nos ayudan a luchar contra esta infección incluso si nunca antes la hemos padecido. O dicho de otro modo, algo de lo que ya hay evidencias previas sobradas, que una flora bacteriana sana mantiene al sistema inmune preparado para responder mejor contra las amenazas peligrosas.

Cabe decir que, en realidad, los experimentos del estudio no pueden determinar cómo esta reactividad cruzada concreta afecta a la respuesta contra la cóvid. Pero los autores apuntan que, según estudios anteriores, «la frecuencia de células T preexistentes específicas contra el SARS-CoV-2 se asocia con efectos beneficiosos, como una enfermedad más suave y una infección fallida».

En resumen, los datos sugieren que un sistema inmune más entrenado y en funcionamiento normal puede ayudarnos también a luchar contra la cóvid. De forma más general, esto es precisamente lo que propone la mal llamada hipótesis de la higiene, más correctamente hipótesis de la microbiota: el sistema inmune necesita un contacto sano con los antígenos normales del entorno para funcionar de forma óptima. Intentar evitar este contacto, por ejemplo con desinfecciones innecesarias u otras medidas, puede perjudicarnos.

Se ha barajado la posibilidad de que los casos de hepatitis aguda grave en niños que se han detectado meses atrás estén relacionados con un entrenamiento deficiente del sistema inmune por un exceso de aislamiento. Ahora dos estudios en Reino Unido, aún sin publicar, han detectado en casi todos los niños afectados unos niveles anormalmente altos de Virus Adenoasociado 2 (AAV2), un pequeño parvovirus peculiar que no puede replicarse por sí mismo; necesita la coinfección con otro virus, que puede ser un adenovirus o un herpesvirus. El AAV2 es muy común y suele contraerse durante la infancia. Hasta ahora no se había asociado a ninguna enfermedad. Y si en efecto este virus es el responsable de los casos de hepatitis, en combinación con un adenovirus o quizá con el herpesvirus HHV6, aún no se sabe cuál puede ser el mecanismo implicado. Pero ambos grupos de investigadores han mencionado la posibilidad de que el descenso en la inmunidad de los niños por el aislamiento durante la pandemia haya provocado un posterior pico de infecciones por adenovirus que podrían estar relacionadas con las hepatitis.

En resumen, no solo el SARS-CoV-2 tiene un impacto sobre nuestra salud, sino también las medidas que tomamos contra él y que rompen la convivencia normal del sistema inmune con el mundo de antígenos que nos rodea. Salvando las precauciones debidas en las situaciones en las que exista un riesgo real de contagio, el sistema inmune también necesita volver a la normalidad para seguir protegiéndonos.

Tener un hijo de otra persona sin sus gametos: la biología lo está haciendo posible

Decíamos ayer que en los círculos jurídicos de bioética y privacidad se habla últimamente de los nuevos conflictos legales que pueden surgir si el ADN de una persona se usa sin su consentimiento. Y aunque pudiera parecer de sentido común que absolutamente ningún uso esté permitido sin esa autorización expresa y consciente, ¿hemos autorizado que nos frían a spam telefónico, por email o por apps de mensajería? Quizá resulte que, sin saberlo, lo hemos hecho. Lo peor de todo es que ni siquiera lo sabemos. Pero esto es solo un ejemplo de cómo realmente no tenemos control sobre nuestra privacidad online, incluso con leyes supuestamente cada vez más estrictas. Porque poco nos ayudan estas leyes si pulsamos «acepto» solo por no leernos los rollos del mar Muerto en versión «términos y condiciones», un error en el que todos caemos.

Es por esto que los expertos, alarmados por las posibilidades que ofrece y va a ofrecer aún más en el futuro la piratería genética, están clamando por la necesidad de leyes específicas. Un artículo escrito hace ya 12 años por la profesora de leyes de la Universidad de California Elizabeth Joh decía que generalmente, con los marcos legales actuales, «el robo de ADN no es un delito. Al contrario, la recolección no consensuada y el análisis del ADN de otra persona no tienen prácticamente ninguna restricción legal».

Planteemos un caso hipotético extremo. Ayer recordábamos el caso del extenista Boris Becker cuando culpó a una camarera de haber guardado su esperma en la boca para inseminarse, historia que el juicio desmontó en contra de Becker. Pero imaginemos ahora que una mujer, fan de tal celebrity, decide que quiere tener un hijo de esta. Recoge un vaso que el personaje en cuestión ha utilizado, y que contiene células de su piel. Lo envía a un laboratorio donde esas células de la piel se transforman en espermatozoides. Se insemina con ellos. Y tiene un hijo de su celebrity favorita.

Ahora, ricemos aún más el rizo: ni siquiera es necesario que la celebrity sea un hombre y su fan una mujer. Una fan de Madonna también podría pedir que las células de piel de la cantante se conviertan en espermatozoides. Y si el fan es un hombre, podría utilizar sus propios espermatozoides para fecundar un óvulo creado a partir de las células de la piel de su celebrity favorita, sea hombre o mujer, o bien, si le da el capricho, incluso pedir que las células de esta se transformen en espermatozoides y las suyas propias en óvulos. Aunque, claro, en cualquier caso necesitaría una gestación subrogada.

¿Suena suficientemente extremo? Pues todo esto ya es posible… en ratones. Y recientemente se ha conseguido también en ratas. Es lo que se conoce como gametogénesis in vitro (IVG, siglas en inglés), y se basa en la tecnología de células madre.

Fertilización in vitro. Imagen de DrKontogianniIVF / pixabay.com.

Un breve recordatorio. En 2006 el grupo dirigido por Shinya Yamanaka en la Universidad de Kioto consiguió, primero en ratones y después en humanos, obtener células madre a partir de células somáticas; es decir, tomar células de la piel y devolverlas a su estado desprogramado desde el cual puede obtenerse cualquier tipo de célula del organismo. Algo así como reconstruir el huevo a partir de la tortilla, o destallar una escultura para volver a obtener el bloque de piedra en bruto.

Estas iPSC (siglas en inglés de células madre pluripotentes inducidas) tienen una potencia similar a las embrionarias, mayor que la de otros tipos de células madre como las de cordón umbilical. Dado que las embrionarias se obtienen de los procedimientos de fertilización in vitro, de cigotos descartados y congelados que los padres donan voluntariamente, las iPSC son aceptables para los sectores de la sociedad opuestos a estos usos, y también compatibles con la regulación de los estados que no los permiten.

A partir de las iPSC se ha logrado obtener células y tejidos diferenciados que sirven como repuesto y tratamiento de numerosas enfermedades mediante trasplantes. Estas terapias ya se están aplicando con éxito, aunque dada su especialización y por lo tanto su coste, no se han generalizado, y es una incógnita si llegarán a hacerlo algún día.

Entre las células del organismo que pueden generarse a partir de las células madre están también los gametos o células germinales, es decir, óvulos y espermatozoides. Estas células son diferentes a todas las demás del organismo en un aspecto, y es que durante su maduración la cantidad de cromosomas se reduce a la mitad, para que la unión entre ambas restaure la dotación cromosómica completa. Además, los óvulos son células muy peculiares, complejas, las más grandes del organismo; son tan especiales que cada mujer nace con todo su repertorio completo de óvulos sin posibilidad de producir más.

Pero en ratones ya se han superado muchos de los grandes obstáculos. Se han obtenido espermatozoides y óvulos a partir de células de la piel, y crías sanas a partir de estos gametos generados in vitro. En estos animales se ha conseguido saltar la barrera del sexo, es decir, obtener óvulos de las células masculinas y espermatozoides de las femeninas. Estos casos son especialmente complicados: en el primero, el cromosoma masculino Y tiene genes que inhiben la generación del óvulo, mientras que en el segundo ocurre lo contrario, falta ese cromosoma que dirige la producción del esperma. En ratones se han vencido estas trabas mediante procedimientos muy complejos que difícilmente serían aplicables en humanos.

Ratones nacidos de óvulos creados in vitro a partir de células madre iPSC. Imagen de Katsuhiko Hayashi / Hayashi et al, Science 2012.

En infinidad de técnicas biológicas, el salto desde los roedores hasta los humanos requiere años de investigación adicional y nuevos desarrollos, y este es uno de esos casos. Ya se ha logrado convertir las iPSC en precursores de células germinales, pero aún falta superar el último paso para obtener espermatozoides y óvulos funcionales. Por el momento no se sabe con certeza si será posible producir in vitro gametos humanos del sexo contrario.

Pero ya hay compañías startup creadas para investigar y aplicar estas futuras tecnologías, y los expertos llevan años discutiendo cuáles serán las implicaciones éticas y dónde deberían establecerse las líneas rojas sobre sus usos aceptables: entre estos, la IVG revolucionará la medicina reproductiva al permitir concebir a parejas estériles sin aportación de otros donantes, o a las mujeres después de la menopausia. La técnica facilitaría además la obtención de embriones libres de enfermedades genéticas presentes en los padres.

Aunque la aceptación de otros usos variará con las ideologías y las creencias religiosas, otra aplicación obvia que generalmente se contempla es la concepción por parte de parejas del mismo sexo. Solo se necesitaría aplicar la IVG a una de las personas de la pareja para obtener espermatozoides, en el caso de dos mujeres, u óvulos si son dos hombres, pero estos además necesitarían una gestación subrogada, que en muchos países aún no es legal.

En cambio, otros casos suscitan mayores objeciones, como un hijo concebido por una sola persona que aporte las células para producir espermatozoides y óvulos (esto no sería una clonación), o la creación de bebés de diseño. Hay dudas respecto al caso de la participación de tres personas; hay un precedente de esto que hoy ya se aplica sustituyendo las mitocondrias enfermas del óvulo de una mujer por las de otra persona.

Y luego están los casos delictivos, la obtención de un hijo de alguien sin su consentimiento; lo planteado más arriba, y que algunos expertos llaman el «escenario celebrity«.

Todo esto no va a ocurrir de hoy para mañana; salvo avances inesperados, superar los obstáculos técnicos tardará años, pero es dudoso incluso cómo podría emprenderse el proceso necesario para certificar la seguridad del procedimiento sin sobrepasar los límites de lo aceptable. Y conseguir células de alguien, idóneas, viables y en número suficiente para aplicar estas técnicas tampoco es algo que pueda resolverse con unos restos dejados en un vaso o una servilleta. Aún.

Pero dado que la ciencia avanza en esa dirección, las reflexiones éticas y las leyes deberían anticiparse para que esos futuros logros no lleguen por sorpresa sin una regulación a la que acogerse. Parecería claro que crear un hijo de una persona sin su permiso siempre debería ser ilegal. Salvo que, recordando el caso de Boris Becker o muchos otros, esta no es una discusión nueva. ¿Qué ocurriría en un caso de fertilización por IVG? Si, como debaten los expertos en leyes, no es descartable que el ADN de un personaje famoso sea considerado dominio público (dado que no se puede condenar a alguien por recoger restos biológicos y procesarlos), ¿dónde comenzaría el delito? Y aunque llegar a la creación de ese hijo quebrante la barrera de lo legal, una condena no sería suficiente para arreglar el embrollo: ¿estaría obligado el padre o la madre a asumir la paternidad o maternidad legal, habiendo una persona afectada (el hijo) que no tiene culpa de nada?

El robo de ADN, el futuro de los ‘paparazzi’ genéticos

Los lectores de cierta edad recordarán una rocambolesca historia de hace veintitantos años que tuvo como protagonista a la vieja gloria del tenis Boris Becker, después involucrado en diversos escándalos y chanchullos financieros, y actualmente encarcelado y cumpliendo condena en Reino Unido. Por entonces ocurrió que una camarera rusa de Londres presentó una demanda de paternidad asegurando que Becker era el padre de su hija. El individuo alegó que la camarera le había felado (sí, ya sé que este verbo no existe) y que había guardado el esperma en su boca para inseminarse ella misma, lógicamente sin su consentimiento.

Tan burda patraña no coló, y finalmente el pájaro tuvo que admitir que sí, que había habido una estocada con todas las de la ley en el glamuroso escenario del armario escobero del restaurante donde trabajaba la camarera. Y las pruebas de ADN demostraron que la niña era su hija. Por cierto, aquel bumba-bumba, libre traducción aproximada de la definición del encuentro (no tenístico) que hizo el propio Becker (poom-bah-boom, en versión original), tuvo lugar mientras su esposa estaba de parto en el hospital.

Pero en fin, esta no es la página del corazón, salvo como órgano fisiológico. El caso es que por entonces se comentó si era posible o no aquello que el extenista, a quien ahora podemos llamar oficialmente delincuente, alegaba: guardar esperma en la boca y que conserve su actividad. Pues también hay algún estudio sobre esto. Y la conclusión es que ni sí, ni no. Es decir, la saliva deteriora la actividad y la motilidad de los espermatozoides, por lo que no debería usarse como lubricante cuando una pareja está intentando concebir. Pero sobre todo jamás debe usarse como método anticonceptivo, ya que no lo es; ese deterioro de la calidad del esperma es solo parcial. La saliva no mata los espermatozoides.

Todo esto viene a cuento de que, si en aquellos tiempos la alegación de Becker era técnicamente dudosa, en cambio tal vez hoy no estemos muy lejos del momento en que ni siquiera será necesario el esperma de otra persona para tener un hijo suyo; bastará con algunas células de la piel. O en un futuro más lejano, incluso quizá sea suficiente con una secuencia de ADN. En la era de la piratería genética sobre la que se está comenzando a alertar, no es descabellado pensar en un futuro en el que sea técnicamente posible que alguien tenga un hijo de, por ejemplo, su actor favorito, sin haberle conocido jamás. Incluso si quien quiere tener el hijo con su actor favorito es un hombre.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

ADN. Imagen de Nogas1974 / Wikipedia.

Comencemos por lo más sencillo, el robo de ADN. Quizá recuerden aquella visita del presidente francés Emmanuel Macron a Rusia, cuando se negó a hacerse la PCR que le pedía la regulación rusa, se dijo que por miedo a que se quedaran con su ADN para quién sabe qué propósitos. En una especie de rabieta escenificada, Vladimir Putin respondió con la ridiculez de aquella mesa exageradamente larga para mantener a Macron lejos de él y evitar el riesgo de contagio. Pero también el canciller alemán Olaf Scholz tomó la misma decisión en su viaje a Moscú. Y posiblemente ambos lo hicieron aconsejados por alguien que está al tanto de lo que hoy, y más en unos pocos años, puede hacerse con el ADN de otra persona.

Alguien que durante años ha sido consciente de esto, hasta extremos enfermizos, es Madonna. Hace años ya se publicaba que exigía una limpieza exhaustiva y una esterilización total de sus camerinos no antes de usarlos, sino después, para que nadie pudiese entrar en ellos y robar sus restos biológicos, como pelo o células de la piel, para usar su ADN con fines ocultos y malévolos.

Este comportamiento de Madonna recuerda a la película de 1997 Gattaca, cuando el personaje de Ethan Hawke limpiaba obsesivamente su puesto de trabajo para que nadie descubriese a través de su ADN que no era genéticamente apto. Pero en contra de lo que pudiera parecer, en realidad Gattaca —muy buena, por otra parte— no era una película de ciencia ficción, si entendemos este género como una especulación sobre las posibilidades futuras de la ciencia; «el arte de lo posible», en palabras de Bradbury. Más bien era una ficción social distópica basada en la ciencia de su momento, ya que desde el punto de vista tecnológico no planteaba nada radicalmente distinto de lo que ya podía hacerse entonces; Gattaca no hablaba de las posibilidades futuras de la genética, sino del mal uso de la genética actual.

Esa genética actual, ya disponible en tiempos de Gattaca (pero hoy mucho más fácil, rápido y barato que entonces), permite leer el ADN de una persona a partir de minúsculos restos biológicos, como pelo o células de piel, de forma mucho más extensa, completa y profunda que en las clásicas pruebas de paternidad. Por ello hoy se habla ya de los paparazzi genéticos: en lugar de ir armados con una cámara y un teleobjetivo potente, llevarán un kit de recolección de muestras para recoger cualquier resto que el famoso de turno haya dejado, un pelo, un vaso con restos de saliva, una colilla o una servilleta de papel.

¿Y luego qué?, se preguntarán. La prensa rosa paga fortunas por las fotos de fulano en su yate con una desconocida mientras su esposa está de gira o rodando una película. ¿Acaso no pagarían por publicar que el fulano en cuestión posee variantes genéticas relacionadas con el alcoholismo o las adicciones, o con ciertos trastornos mentales o enfermedades, o determinados rasgos de personalidad? ¿O que tal personaje conocido por sus ideas racistas o LGTBI-fóbicas tiene ancestros africanos o un cromosoma sexual de más? ¿O no pagarían por un retrato robot de cómo serán los hijos de tal pareja?

Conviene advertir que en el maravilloso mundo de la asociación entre genes y rasgos hay mucha pamplina. En general es muchísimo más lo que todavía se desconoce que lo que se sabe, e incluso en los casos en que se ha confirmado una correlación potente entre ciertas variantes genéticas y determinados rasgos, esto no quiere decir que no haya otros muchos genes implicados que todavía no se han detectado.

Las conclusiones de los test genéticos directos al consumidor que pueden comprarse online, tanto de salud como de ascendencia, pueden ser muy cuestionables; basta recordar el caso de aquel periodista que hizo la prueba con varios test de distintas compañías. Una de ellas le respondió que tenía grandes aptitudes para el deporte y que debía contratar a un entrenador personal. Pero pasó por alto el pequeño detalle de decirle que realmente era un labrador; no de los que labran el campo, sino de los que dicen «guau». El periodista había enviado el ADN de una perra, Bailey. En cuanto a los test de ascendencia, por mucho que la compañía nos asegure que tenemos un 10% de vikingo, otro tanto de masái y cuarto y mitad de vietnamita, no se lo crean demasiado. Como escribía en Scientific American el genetista Adam Rutherford, este tipo de resultados «son divertidos, triviales y tienen muy poco sentido científico».

Pero ¿acaso la prensa rosa va a tener escrúpulos de rigor científico si un autoproclamado experto consultor genético, a cambio de una buena suma, les asegura que tal celebrity tiene genes de agresividad incontenible o de infidelidad compulsiva? ¡Move over, horóscopos, cartas astrales y líneas de la mano! Si aún no hemos visto nada similar, no es porque técnicamente no sea posible, que lo es. Quizá sea que todavía nadie ha soltado esta liebre.

Pero hay quienes están alertando de que la liebre está a punto de saltar, y de que el sistema legal no está preparado: en The Conversation los profesores de Derecho Liza Vertinsky, de la Universidad de Maryland, y Yaniv Heled, de la Universidad Estatal de Georgia, escriben que «los paparazzi genéticos están a la vuelta de la esquina, y los tribunales no están preparados para enfrentarse al lodazal jurídico del robo de ADN».

Se refieren al sistema de EEUU; pero dados los frecuentes conflictos legales aquí con las fotos robadas a famosos, es de suponer que lo mismo podría aplicarse: si guardarse una servilleta de papel usada por la celebrity de turno no es ilegal, ¿dónde comienza la ilegalidad? ¿En extraer el ADN? ¿En secuenciarlo o testar sus marcadores genéticos? ¿En publicar los resultados? Las leyes de privacidad, y quienes las aplican, podrían encontrarse en el futuro con situaciones inéditas sobre las cuales quizá haya un vacío que deberá rellenarse.

Hasta aquí, lo fácil, lo actual, lo que ya puede hacerse hoy. Pero decíamos arriba que las posibilidades podrían llegar a unos extremos mucho más… extremos. Y si esto aún es ciencia ficción, lo es en sentido bradburyano: es posible, o lo será pronto. Mañana seguimos.

Uno de cada 500 hombres tiene un cromosoma sexual de más (X o Y)… y no lo sabe

No sé qué opinaría Clint Eastwood de que su imagen se haya convertido en un frecuente avatar de los sectores ultraconservadores en internet. Teniendo en cuenta que él es pacifista, defensor del control de las armas, del derecho al aborto y a la eutanasia, de la igualdad de las mujeres y del matrimonio igualitario, y que además no es creyente, posiblemente le parecería cuando menos chocante. Pero como es libertario y además parece un buen tipo, quizá diría simplemente aquello de Clark Gable al final de Lo que el viento se llevó: «Frankly, my dear, I don’t give a damn».

El motivo para traer aquí al bueno de Clint es por ser un ejemplo de cómo en ocasiones en la mente de las personas se sustituye algo por una caricatura de ese algo, un cliché prefabricado que en absoluto se corresponde con la realidad; por ejemplo, un personaje del actor. El resultado final es que se está utilizando la imagen de una persona para sostener ideas que esa persona jamás defendería. Luego, además, otros copian e imitan este meme (en su sentido original) perpetuando el error, como ocurre con esa ingente cantidad de citas falsas que circulan en internet y que sus presuntos autores jamás dijeron ni escribieron: lo del «ladran, luego cabalgamos» del Quijote, lo de Einstein sobre que la estupidez humana es infinita, lo de Bertolt Brecht de que primero vinieron a por los comunistas…

Y llego ya a lo que voy: quizá cuando alguien esgrime el nombre de la ciencia para negar la realidad de las personas trans, intersexuales y no binarias, para afirmar que según la biología solo hay dos clases de personas, hombres XY y mujeres XX, y que según la ciencia tener pene o vulva son condiciones necesarias y suficientes para ser niño o niña, respectivamente, quienes sí conocemos la ciencia y sabemos la enorme falacia que están propagando deberíamos simplemente don’t give a damn.

Pero si no podemos hacer esto es porque en este caso hay personas que resultan dañadas, excluidas, ridiculizadas y estigmatizadas por algo que, sencillamente, es mentira; por algo dicho por quienes esgrimen la ciencia por una vez en su vida ignorando por completo qué es o qué dice la ciencia, con una caricatura de la ciencia que no se corresponde en absoluto con la realidad, sino solo, si acaso, con un conocimiento científico de nivel EGB de hace cincuenta años.

La bandera arco iris. Imagen de Piqsels.

Ignoro por completo qué dice la nueva llamada ley trans en España; no la he leído ni pienso hacerlo, porque las leyes no son lo mío. No tengo el criterio jurídico o legal para opinar (y no soy el único, aunque quizá otros no lo admitan públicamente). Pero leí hace unos días un (otro más) comentario en Twitter de un periodista conservador opinando alegremente al respecto que el no binarismo, la transexualidad y el género son un invento ideológico de moda contrario a la ciencia. Y de esto sí sé: miren, ni puñeterísima idea.

No voy a extenderme hoy en explicar qué es realmente lo que dice la ciencia actual sobre esto. He hablado de ello aquí varias veces, la última hace unos meses. Quizá aún deba aquí una explicación más larga y detallada, pero si alguien está realmente interesado en conocer la ciencia real actual al respecto, Scientific American tiene un ebook de 2018 titulado The New Science of Sex and Gender, una completa colección de ensayos de algunos de los principales especialistas en los enfoques médico, biológico y psicológico sobre los muy complejos mosaicos genotípicos, epigenéticos y fenotípicos del sexo, la orientación sexual y la identidad de género.

Pero en estos días estamos celebrando la diversidad, la aspiración (todavía no la realidad, como demuestran comentarios como el citado) de que las personas pertenecientes a esas minorías puedan disfrutar de ser lo que son y expresarlo libremente sin negárselo a sí mismas, sin pensar que son un error o que están enfermas o que deberían forzarse a no ser ellas mismas, sin que nadie las rechace o se mofe de ellas; y sobre todo, sin pensar que tienen a la ciencia en contra, porque es justo lo contrario. En resumen, la aspiración de que puedan vivir su vida exactamente igual que quienes pertenecemos a la mayoría.

Y para traer aquí algo nuevo, me ha venido al pelo un nuevo estudio dirigido por las universidades de Cambridge y Exeter y publicado en Genetics in Medicine. Los autores han buceado en el UK Biobank, una base de datos genómica y de salud de la población británica que está resultando un filón científico para infinidad de estudios, y han reunido los datos de genomas de más de 207.000 hombres británicos de ascendencia europea, con el fin de estudiar la presencia de cromosomas sexuales extra, X o Y.

Estas condiciones son conocidas desde que se conocen los cromosomas humanos (o incluso antes). Tanto las personas con 47, XXY como las 47, XYY, es decir, que tienen un cromosoma Y y un cromosoma sexual de más, tienen genitales masculinos y son asignadas a este sexo al nacer. Las primeras, 47, XXY, suelen detectarse con cierta frecuencia, sobre todo en la pubertad, porque padecen una serie de síntomas que se conocen como síndrome de Klinefelter y que incluyen rasgos como poco vello, crecimiento de los pechos, testículos poco desarrollados, problemas de fertilidad y otros de coordinación motora y a veces de aprendizaje. Pero la visibilidad de los síntomas varía, y en muchos casos son tan sutiles que no llega a detectarse. En el caso de las personas 47, XYY, los síntomas pueden ser mucho menos aparentes y no se ve afectada su fertilidad, aunque pueden presentar ciertos problemas motores y de aprendizaje.

Lo que han descubierto los investigadores es que la presencia de un cromosoma sexual extra en los hombres es mucho más frecuente de lo que se creía: un 0,17%, o 1 de cada 580, si bien sospechan que probablemente el porcentaje real sea algo mayor, de un 0,2% o 1 de cada 500, ya que los voluntarios del UK Biobank tienen unos parámetros de salud superiores a los de la población general y menor incidencia de condiciones genéticas.

Lo más curioso es que la mayoría no tenían la menor idea de su cromosoma sexual extra: un 23% de los XXY lo sabían, pero solo un 0,7% de los XYY estaban enterados de ello.

Relacionando estos datos con los de salud, los investigadores han detectado que las personas de estos grupos podrían tener un riesgo algo más elevado de sufrir ciertas dolencias, como diabetes de tipo 2, aterosclerosis, trombosis, embolia pulmonar o enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Por lo tanto, la detección de la presencia de estos cromosomas extra puede servir para poner sobre aviso con respecto al riesgo de desarrollar enfermedades vasculares, metabólicas o respiratorias.

En fin, esto es solo una pequeña muestra más de lo diversos que somos los humanos, frente a quienes piensan que solo existen hombres XY y mujeres XX, y que todo lo demás es ideología. Y es inevitable pensar que, dada la frecuencia descubierta por los autores, es probable que alguno de quienes piensan así tenga un cromosoma sexual de más sin saberlo. Lo cual sería una fina ironía del azar genético.

¿Existe realmente un brote de hepatitis aguda grave infantil?

Uno de los aspectos en los que la COVID-19 ha cambiado el mundo es en que ahora los medios y el público prestan mucha más atención a las enfermedades infecciosas y a los presuntos brotes epidémicos extraños. Por ejemplo, las 6.300 muertes por gripe en España en la temporada 2018-2019, la última completa anterior a la pandemia, no parecían importar a casi nadie. Por ejemplo, los brotes de otros coronavirus previos al SARS-CoV-2, que también han causado sus cuotas de muertes, sobre todo cuando se han producido brotes en residencias de ancianos, eran tan desconocidos para la gente que incluso se encuentran por ahí graciosas conspiranoias de quienes ignoraban por completo la existencia de estos virus.

Por ejemplo, en este blog he seguido durante años los nuevos descubrimientos en torno al virus de Lloviu, ese pariente del ébola descubierto en una cueva asturiana, que durante años ha pasado inadvertido para el público. Hace algo más de un mes me escribía Félix González, codescubridor de los murciélagos en los que se halló el virus, alarmado porque de repente en un mismo día le habían llovido las llamadas de varios medios para preguntarle por ello. Y realmente no había ninguna noticia, nada nuevo; al parecer, alguien en un medio de gran difusión de repente descubrió que existía este virus (existe oficialmente para la ciencia desde 2011) y pensó que en estos momentos de histeria infecciosa era un buen reclamo para conseguir clicks.

Es por ello que algunos de quienes hemos estado profesionalmente involucrados en este campo reaccionamos con bastante escepticismo ante la oleada inicial de alarma desbocada sobre el SARS-CoV-2, a comienzos de 2020. Y sí, en este caso nos equivocamos. Pero en el extremo contrario, también es cierto que ahora cualquier pequeña posible alarma sanitaria es un imán de clicks, y los medios no van a resistirse a este caramelo. Por ello, probablemente en estos tiempos sería conveniente que el público leyera los titulares grandilocuentes sobre nuevas epidemias, brotes o infecciones con una ceja levantada. Sobre todo cuando incluso las propias fuentes sanitarias pueden propiciar alarmas sin una confirmación sólida.

Imagen de Pixabay.

Un posible caso de esto, aunque todavía confuso, es el supuesto brote de una hepatitis aguda grave en niños que se detectó en varios países europeos, incluyendo España, y en EEUU. El pasado abril, cuando estas alarmas saltaron, traté aquí este tema con las hipótesis que se estaban barajando, por separado o combinadas: una rara complicación o secuela de la COVID-19, un adenovirus, o incluso una reacción inmunitaria errónea o autoinmunitaria alimentada por un descenso de estimulación antigénica durante la pandemia. Un posible efecto secundario de las vacunas de la cóvid se descartó desde el primer momento, ya que los niños afectados no estaban vacunados.

Ahora, he aquí el plot twist: nuevos estudios en Europa y EEUU dicen que quizá no exista tal brote; los datos presentados indican que la incidencia de hepatitis aguda grave en niños se mantiene en los mismos niveles de antes.

El estudio europeo se ha publicado en Eurosurveillance, revista del Centro Europeo para el Control de Enfermedades (eCDC). Los autores han recabado datos de 34 centros de 22 países europeos e Israel (en España, de Madrid y Barcelona) que forman parte de la red de referencia europea de enfermedades hepáticas y que tratan a niños con hepatitis, entre el 1 de enero y el 26 de abril de 2022.

De los 34 centros, 22 dijeron que no han observado un aumento de niños con hepatitis grave. Los 12 restantes informaron de una sospecha de aumento de casos, pero lo cierto es que sus cifras no lo reflejaban. El número de trasplantes pediátricos de hígado en los centros consultados ha sido menor en los meses analizados de 2022 que en años anteriores: una media de 2,5 en 2022 frente a 4,9 en 2021, 3,7 en 2020 y 4,9 en 2019, con la salvedad de que en 2022 solo se incluyen los casos de 4 meses y no del año completo.

La conclusión de los investigadores: «En comparación con la media de casos en cada año completo previo de 2019-21, no hay un incremento absoluto de casos con los criterios considerados en el periodo de estudio, basado en los datos de los centros participantes. Sin embargo, los datos de 2022 comprenden solo los primeros 3,8 meses del año y deberían considerarse preliminares». Otro dato aportado por los autores es que en la mayoría de los niños no se detectó adenovirus, una de las posibles causas que se habían apuntado, ni ningún otro virus en particular.

Sin embargo y como subrayan los investigadores, los datos deben tomarse con precaución, ya que son incompletos: en el estudio solo se incluyeron centros especializados, no hospitales generalistas. En Nature la hepatóloga pediátrica de la Universidad de Birmingham (Reino Unido) Deidre Kelly, coautora de este estudio, afirma que el número de casos que ella ha visto este año ha sido anormalmente alto; este estudio europeo no incluye datos de Reino Unido. Y lo cierto es que en aquel país sí se ha observado un aumento de casos respecto a años anteriores.

Conclusiones parecidas, aunque distinto método, tiene el estudio estadounidense, publicado en Morbidity and Mortality Weekly Report, la revista del CDC de EEUU. En este caso los investigadores han reunido los datos sobre hepatitis aguda, inflamación hepática o trasplantes de hígado en niños en las consultas de Urgencias y hospitalizaciones, comparando el periodo de octubre de 2021 a marzo de 2022 con un intervalo desde 2017 anterior a la pandemia, para evitar posibles sesgos durante los peores tiempos de la COVID-19. Además, también han recolectado los datos sobre positividad a adenovirus.

La conclusión: «Los datos actuales no sugieren un incremento en hepatitis pediátricas o adenovirus de tipos 40/41 por encima de los niveles de base pre-pandemia de COVID-19». Pero como en el estudio europeo, los autores advierten de que son datos preliminares e incompletos, y que por lo tanto aún no puede llegarse a una conclusión definitiva.

En resumen, todavía no hay respuestas firmes. Pero lo que sin duda ahora sí hay es una duda que antes no existía, cuando se daba por hecho que estábamos ante una nueva y misteriosa pequeña epidemia.

Por mi parte, ya lancé aquí mi apuesta: durante la pandemia muchas personas, ante un miedo perfectamente comprensible, han tratando de encerrarse en una burbuja inmunitaria minimizando todo tipo de contacto con el entorno; muchos padres han actuado así con sus hijos, con el propósito de protegerlos al máximo (aunque en muchos casos cayendo en el error de tratar de sustituir así a la vacunación, que es la mejor protección, según toda la ciencia disponible). Pero un sistema inmune sano necesita un contacto sano con los antígenos del entorno. Y una carencia de este contacto puede dar lugar a reacciones inmunitarias erróneas o descontroladas, especialmente en los niños, cuyo sistema inmune está en proceso de maduración y necesita esos estímulos para madurar.

Curiosamente, el estudio europeo de Eurosurveillance aporta una pista en esta dirección: recuerda que en 1923, después de la gran pandemia de gripe de 1918, se registraron numerosos casos de hepatitis grave con síntomas abdominales que sugerían un virus gastrointestinal. «Se consideró entonces que estaba relacionado con la susceptibilidad a virus a los que la gente no había estado expuesta durante la contención social», escriben los autores, añadiendo que en este caso podríamos estar ante «una interacción entre el sistema inmune inmaduro o inexperto y el hígado», en el contexto de alguna posible infección viral.

Por último, en Nature la hepatóloga Deidre Kelly apunta la posibilidad de que, con independencia de cuáles sean las causas primarias, quizá estos casos de hepatitis infantil estén delatando la existencia de ciertos factores de riesgo en algunos niños que antes no se conocían. Y que tal vez este brote, si lo es, pueda ayudar a identificarlos, lo que serviría para prevenir futuros casos. Por el momento, todas las hipótesis siguen abiertas.

El cambio climático, explicado de forma sencilla (o eso espero)

Como prometí ayer, hoy toca traer aquí una explicación del cambio climático que pretende detallar un poco mejor las causas, lo que muy a menudo se deja de lado en favor de los efectos. Primero, un par de disclaimers: aunque voy a explicarlo de forma sencilla, o eso espero, esto no van a ser dos minutos, o cinco párrafos; para una explicación algo detallada se requiere un poco más. Y segundo, pido perdón también por alguna sobresimplificación inevitable que solo busca precisamente eso, tratar de simplificarlo.

Los planetas duros como la Tierra o Venus se componen básicamente de dos tipos de rocas, carbonatos y silicatos (simplificación, pero lo demás no nos interesa ahora). Básicamente, lo que hacen estos dos tipos de rocas es pasarse el oxígeno entre ellas. El oxígeno es, con mucha diferencia, el elemento más abundante de la corteza terrestre (el segundo de la Tierra en general). El silicio es el segundo. En cambio, el carbono es extremadamente minoritario, tanto que en la composición general de la Tierra parecería irrelevante. Pero no solo es la base de todos los seres vivos, sino que, como vamos a ver, su papel en la Tierra es esencial.

Los carbonatos son rocas que contienen carbono, oxígeno y algo más, como calcio, otro de los elementos más abundantes en la Tierra. Ejemplo: carbonato cálcico (CaCO3), la roca caliza. Los silicatos también contienen silicio, oxígeno y algo más. Ejemplo, los silicatos de aluminio que forman la arcilla.

Así, y como hemos dicho que los carbonatos y los silicatos se pasan el oxígeno entre sí (y algo más), esto da lugar a un ciclo, llamado ciclo de los carbonatos-silicatos. El ciclo funciona así: los volcanes expulsan rocas silíceas y CO2. Este gas que pasa a la atmósfera crea un efecto invernadero, es decir, atrapa el calor del sol, aumentando la temperatura de la biosfera (la capa sólida, líquida y gaseosa de la Tierra que habitamos los seres vivos). El mar se traga una parte del CO2 atmosférico, por lo que actúa como regulador del efecto invernadero. Además, la lluvia también abate una parte del CO2 a la tierra y al mar. Entonces ocurren dos cosas.

Por un lado, el agua y el CO2 causan un proceso en los silicatos llamado meteorización, por el cual los elementos como el calcio se liberan, pasan a los ríos y llegan al mar. El silicio puede entonces formar minerales como la sílice, o cuarzo, es decir, arena. Por otro lado, al mar llega también ese CO2 de la atmósfera que hemos dicho.

En los mares ocurre que el CO2 y el calcio son utilizados por los seres vivos; entre otras cosas, para formar los carbonatos que componen las conchas y otras estructuras duras no vivas (inorgánicas) de los seres vivos. Los seres vivos mueren y caen al fondo en los sedimentos marinos, formando rocas sedimentarias. También los depósitos de organismos muertos, cuando quedan atrapados antes de descomponerse del todo, forman las bolsas de hidrocarburos: carbón, petróleo y gas natural. En torno a un 80% de las rocas de carbono proceden de los carbonatos, mientras que el 20% restante tiene su origen en los organismos vivos. En general, estas rocas sedimentarias penetran en el interior de la Tierra, por ejemplo a través de los contactos entre placas tectónicas, y allí los procesos magmáticos las transforman en silicatos y CO2, que se expulsan a través de los volcanes. Y el ciclo comienza de nuevo.

Esto que sigue es una ilustración del ciclo, que puede ayudar a entenderlo o lo contrario, complicarlo más. No es imprescindible, pero queda bien, y de todos modos estoy obligado a incluir alguna imagen, así que allá va:

Ciclo de carbonatos-silicatos. Imagen de John Garrett / Wikipedia.

Este ciclo de los carbonatos-silicatos, que se mueve en una escala de millones de años, es fundamental en la regulación del clima terrestre. Un ejemplo de cómo se regula este equilibrio: si crece el CO2 en la atmósfera y con él la temperatura, aumenta la evaporación del agua. El vapor de agua tiene un potentísimo efecto invernadero, pero entonces también aumentan la lluvia y la meteorización, lo que retira CO2 del aire y enfría el planeta. Si baja el CO2 en la atmósfera, ocurre lo contrario. Es decir, este ciclo es un sistema de climatización regulado por termostato que en la Tierra ha funcionado estupendamente durante miles de millones de años. Gracias a él se han mantenido las condiciones habitables. Gracias a él estamos aquí.

Pero imaginemos que prendemos un buen fuego en el salón de casa. El termostato saltará y pondrá en marcha el aire acondicionado. Pero por mucho que se esfuerce, no conseguirá rebajar la temperatura, y continuará funcionando a máxima potencia hasta que acabe averiándose. Es decir, la capacidad de los sistemas de regulación de la temperatura no es infinita. Si se fuerza el sistema, acaba colapsando.

El ejemplo de esto lo tenemos en Venus. La Tierra y Venus nacieron como planetas casi gemelos, pero Venus acabó muy mal. El origen de su desastre posiblemente fue el calor del sol, que aumentó durante la infancia del Sistema Solar, elevando la temperatura de Venus. El efecto invernadero aumentó por el CO2 y el vapor de agua en la atmósfera, lo cual a su vez liberaba más CO2 y más vapor de agua que aumentaban el efecto invernadero. Este círculo vicioso llegó a un punto en que ya no fue posible retirar el CO2 necesario para enfriar la temperatura, sobre todo cuando el agua se iba perdiendo por disociación en oxígeno e hidrógeno, y este último escapaba al espacio. Así, el planeta se iba calentando cada vez más, y secándose hasta que las placas tectónicas dejaron de funcionar y el ciclo se detuvo por completo. Resultado: Venus se convirtió en un infierno, más caliente que Mercurio, que está mucho más cerca del Sol, y con una presión atmosférica aplastante, casi todo ello CO2.

Este efecto invernadero catastrófico que hizo de Venus lo que es hoy ocurrirá también en la Tierra al final de la vida del Sistema Solar, cuando el Sol se convierta en una estrella gigante roja. Pero debe quedar claro que esto no va a ocurrir aquí en millones de años. No, la acción humana no va a convertir a la Tierra en Venus. Lo que sí está ocurriendo es que la acción humana está alterando el ciclo lo suficiente como para que sus efectos se noten, y sean irreversibles en un plazo de muchas generaciones.

También conviene aclarar que las glaciaciones son procesos naturales en los que desempeña un papel importante la variación de la órbita terrestre a lo largo del tiempo. Estos ciclos, llamados de Milankovitch, se basan en la variación de ciertos parámetros orbitales a lo largo de periodos respectivos de 100.000 años, 413.000, 41.000 y 25.771,5 años. Los efectos de estos ciclos se superponen a la regulación propia del clima terrestre y a otros factores implicados en ciclos de realimentación, pero son también a largo plazo y no tienen ninguna relación con el cambio climático actual. Tampoco los ciclos solares; la intervención de los ciclos orbitales y solares en la evolución del clima actual a corto plazo fue muy discutida durante gran parte del siglo XX, sin que se llegara a encontrar un encaje entre estos factores y las observaciones, ni siquiera en los modelos predictivos.

Cuando utilizamos los combustibles fósiles, no se trata solo de que al quemarlos estamos emitiendo CO2 a la atmósfera, que por supuesto que sí. Es que además estamos arrebatándole al ciclo una buena parte de su reserva de carbono. En lugar de dejar que esos depósitos de carbono sigan su recorrido de millones de años en el interior de la Tierra, los estamos sacando de ahí para inyectarlos en una vía acelerada, el ciclo rápido del carbono, que es el que se produce entre los seres vivos y la biosfera. Así, le estamos sustrayendo material al ciclo de carbonatos-silicatos, y al hacerlo estamos forzando el termostato. Y el termostato no está preparado para absorber esta demanda extra: se calcula que el CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles multiplica por 100 a 300 el expulsado por los volcanes en el ciclo natural de carbonatos-silicatos.

Pero ¿cuánto carbono supone esto, y es suficiente esta cantidad para alterar el clima terrestre? Recordemos que el carbono es un elemento extremadamente minoritario en la Tierra. Pero que, a pesar de ello, su papel en la regulación del clima es esencial. En una analogía biológica de la Tierra como un organismo, podríamos compararlo con las vitaminas, sustancias que necesitamos en muy poca cantidad, pero que son fundamentales para mantener el buen funcionamiento del cuerpo.

Y por lo tanto, esto ya da una idea de que incluso una pequeña alteración de carbono puede tener consecuencias graves, ya que quitar o añadir un poco a una cantidad pequeña tiene un efecto mucho mayor que quitar o añadir un poco a una cantidad grande. De esta pequeñísima cantidad del carbono terrestre, casi todo, el 99,6%, está secuestrado en las rocas del ciclo, y solo el 0,002% está en el ciclo de los seres vivos de la biosfera. Así que, si con esto alguien aún no entiende cómo es posible que solo un poco más de carbono en la atmósfera pueda tener consecuencias tan brutales en la regulación del clima, entonces ya no sé cómo explicarlo.

Los científicos comenzaron a sospechar de la importancia de estos procesos en el siglo XIX, con las aportaciones pioneras de nombres como Joseph Fourier, Eunice Foote, John Tyndall o Svante Arrhenius. Pero fue en 1958 cuando el científico atmosférico Charles David Keeling empezó a hacer algo que hasta entonces no se había hecho, medir de forma continua y homogénea los niveles de CO2 atmosférico en un lugar concreto, la cumbre del Mauna Loa en Hawái. Y aquellas mediciones, continuadas hasta hoy, han dado lugar a esta ya famosa curva:

Curva de Keeling. Concentración de CO2 en la atmósfera desde 1958 hasta hoy. Imagen de UC San Diego / Scripps.

Cuando Keeling comenzó sus observaciones, los científicos se preguntaban hasta qué punto el mar, pieza fundamental del termostato del ciclo de carbonatos-silicatos, podría absorber el exceso de CO2 emitido por la quema de combustibles fósiles. Ya por entonces los modelos matemáticos, mucho más simples que los disponibles hoy, indicaban que no. No solo el mar almacena carbono: la materia vegetal captura también inmensas cantidades de carbono (la fotosíntesis ya mencionada). Hoy los científicos calculan que la tierra y el mar pueden absorber hasta un 50% del CO2 emitido por la quema de combustibles; la otra mitad queda en la atmósfera alterando la regulación térmica terrestre.

Y no solo emitimos CO2 por la quema de combustibles fósiles (ni tampoco este es el único gas de efecto invernadero, pero se trata de no alejarnos de la explicación sencilla): la deforestación y el cambio en los usos de la tierra añaden más liberación de CO2 a la atmósfera. Y no olvidemos el cemento: el hormigón es el segundo material más consumido en el mundo después del agua. Para fabricar cemento calcinamos piedra caliza, carbonato cálcico (CaCO3), lo que genera óxido de calcio (CaO) y CO2. Es decir, que no solo mediante la extracción de combustibles fósiles estamos vaciando las reservas de carbono del ciclo de carbonatos-silicatos e inyectando ese carbono en el ciclo rápido, sino también a través de la conversión de roca caliza en cemento.

Es importante señalar que los modelos actuales, aunque siempre imperfectos, son mucho más avanzados que hace medio siglo. Gracias a estas simulaciones informatizadas es como los científicos han podido determinar cuáles son los llamados tipping points, algo así como puntos de no retorno, a partir de los cuales ciertos efectos sobre el clima se manifiestan sin posibilidad de reversión. Cuando en el acuerdo de París de 2015 se fijaron los objetivos de un calentamiento máximo por debajo de 2 °C, preferiblemente un máximo de 1,5 °C, estas cifras no son producto de una negociación. En este caso se habla de cuáles son esos tipping points definidos por la ciencia, esas fronteras que es imprescindible no sobrepasar.

Así se calcula con precisión cuál es nuestro presupuesto de carbono, el máximo que aún podemos emitir, o cuánto necesitamos eliminar, para ceñirnos a esos objetivos. Y de estos presupuestos, que tienen cifras concretas, es de donde nacen las medidas destinadas a reducir las emisiones. No son caprichosas ni arbitrarias, sino que están avaladas por mucha ciencia detrás. Y lo que dice esa ciencia es que no solamente no podemos seguir quemando combustibles fósiles, sino que además debemos dejar los que aún quedan donde están, si queremos mitigar en la medida de lo posible esa alteración del sistema regulador del clima terrestre.