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«Secundinus, eres un cagón»

Los seguidores más críticos de este blog (pero de los respetuosos y bien intencionados) me han reprendido por el hecho de que esto, que nació hace ya más de ocho años con vocación de ser un espacio de ciencias mixtas —no solo variadas, sino mezcladas con las imprescindibles letras y humanidades—, en los últimos dos años y pico se ha convertido prácticamente en un monográfico pandémico. Pero si cada uno intenta aportar donde más puede hacerlo, un inmunólogo no podía sustraerse de esto cuando el mundo estaba sufriendo una catástrofe infecciosa como nunca antes en las vidas de los que hoy vivimos. Y qué demonios, la cabra tira al monte. Pero es cierto; ahora que la pandemia ya no es el terror que ha sido, hay que abrir de nuevo el foco y recuperar el espíritu original. Y ese espíritu original incluía temas como el que traigo hoy, así que, que nadie se sorprenda.

¿Alguien más se ha preguntado alguna vez lo siguiente? Los arqueólogos y los antropólogos nos han enseñado la importancia que los cultos y los rituales han tenido para los humanos desde que los humanos somos humanos, e incluso tal vez antes, y hasta hoy. Esto es indudable. Pero ¿es que los humanos antiguos, incluso los ancestrales, nunca hacían nada por simple diversión, para pasar el rato o reírse un poco? ¿Todos los restos y artefactos arqueológicos encontrados tienen que tener necesariamente un sentido ritual y trascendente? ¿No trabajaban los zurullos de coña, como aquel vendedor ambulante?

Bueno, sí, por supuesto que lo hacían. En el periodo que comprende lo que comúnmente se llama historia, es decir, desde que hay escritura, hoy se sabe que han existido el humor y los chistes. En 2008 un grupo de historiadores británicos dirigido por Paul McDonald, de la Universidad de Wolverhampton, emprendió el proyecto de reunir los chistes más antiguos de la humanidad. El primero de todos ellos que se conoce se escribió en Sumeria hacia el año 1900 a.C., y dice: «Algo que nunca ha ocurrido desde tiempo inmemorial… Una mujer joven no se ha tirado un pedo en el regazo de su marido».

Sí, no parece que los sumerios fuesen muy graciosos. O quizá era un in-joke y había que ser sumerio para entenderlo.

Y qué me dicen del segundo más antiguo, hallado en el papiro egipcio Westcar de tiempos del faraón Khufu, o Keops: «¿Cómo entretienes a un faraón aburrido? Llenas una barca en el Nilo con mujeres jóvenes vestidas solo con redes y urges al faraón a ir de pesca». Puro landismo egipcio. Aparte de que hay que ser muy tonto para reírse con esto.

Pero cuando se habla de prehistoria, en cambio, y dado que para ese periodo ya no existe rastro escrito, parece que siempre todo tiene que tener un significado sagrado, ritual, trascendente. Siempre he pensado en la imagen de un tipo pintando los bisontes de Altamira o tallando la Venus de Willendorf, y su hija le pregunta: «¿qué haces, papá?». Y él responde: «nada, pinto». O «nada, hago una figurita».

Lo cierto es que, incluso si en efecto todas esas representaciones artísticas prehistóricas tenían significados mágicos y chamánicos, siempre ha existido un cliché que retrata a los humanos antiguos como brutos estúpidos, prácticamente incapaces de comunicarse excepto por gruñidos. Esto está muy lejos de la realidad.

El mes pasado un interesante estudio en Nature infería el nivel de inteligencia de los humanos de hace más de 4.000 años a partir de las más de 12.000 variantes génicas implicadas que hoy se conocen, llegando a la conclusión de que no eran menos inteligentes que nosotros. Y aunque no han podido hacerlo con genomas más antiguos, otras técnicas han mostrado, por ejemplo, que los Homo erectus ya contaban con las regiones cerebrales que se activan al tocar el piano. Tampoco los neandertales eran lo que popularmente se cree; cuando se insulta a una persona zafia, grosera o retrógrada llamándola «neandertal», solo se demuestra la ignorancia de quien insulta: los neandertales probablemente eran tan inteligentes como nosotros, o incluso más que los sapiens de su época.

Pero vamos a lo de hoy: nos quedamos en la Roma clásica, y en uno de esos ejemplos de cómo no todo lo que se dejaba para la posteridad en tiempos antiguos era grandilocuente y egregio; no todo era «veni, vidi, vici» o «timeo danaos et dona ferentes».

El lugar donde ocurre esta historia es Vindolanda, un antiguo enclave romano justo al sur de la muralla de Adriano en el norte de Inglaterra, en el actual condado de Northumberland. Allí un equipo de arqueólogos excava el antiguo castrum romano, que estuvo ocupado desde el siglo I hasta el IV de nuestra era.

Entre los voluntarios que colaboran en la excavación se encuentra el galés Dylan Herbert, un bioquímico jubilado. El pasado 19 de mayo Herbert estaba removiendo escombros del antiguo asentamiento cuando observó una piedra grande, que sacó de la trinchera. Parecía una piedra normal, pero cuando le dio la vuelta, distinguió algunas letras grabadas y la limpió de barro, se encontró esto:

Piedra hallada en Vindolanda. Imagen de The Vindolanda Trust.

Eso, lo que se observa abajo a la izquierda, es lo que parece que es. Y lo que reza la inscripción es «SECVNDINVS CACOR», que los especialistas en epigrafía romana Alexander Meyer, Alex Mullen y Roger Tomlin identificaron como una contracción de «Secundinus cacator»; traducido, «Secundinus, cagón» o «Secundinus, mierdero», o algo similar.

«Me quedé absolutamente encantado», ha dicho Herbert, en declaraciones muy comedidas.

«Recuperar una inscripción, un mensaje directo del pasado, siempre es un gran acontecimiento en una excavación romana, pero esta realmente nos levantó las cejas cuando desciframos el mensaje en la piedra», dice el director de la excavación y CEO del Vindolanda Trust, Andrew Birley, también muy correcto. «Su autor claramente tenía un gran problema con Secundinus y tenía la suficiente seguridad como para anunciar sus pensamientos públicamente en una piedra. No tengo duda de que a Secundinus no le habría divertido demasiado ver esto cuando caminara por el enclave hace más de 1.700 años».

Y luego, sí, cómo no, está la explicación de que los romanos representaban penes como símbolo de fertilidad y buena suerte, para alejar los malos espíritus y blablablá. Pero en Vindolanda debían de tener muy pocos hijos, muy mala suerte o muchos malos espíritus, ya que es el enclave de la muralla de Adriano en el que se han encontrado más penes representados, 13 contando el dirigido a Secundinus, en estatuillas, cajas o incluso en equipamiento ecuestre.

Uno de ellos es este pene de madera de 16 centímetros del que los investigadores dicen que su superficie es muy suave, y que muestra signos de «haber sido manipulado con frecuencia». Y luego se preguntan: «¿De dónde vendría?». Pero no, no hacen el menor comentario sobre para qué podría servir, así que nos quedamos con la intriga.

Pene de madera hallado en Vindolanda. Imagen de The Vindolanda Trust.

En fin, que Secundinus ha pasado a la historia, aunque probablemente no como a él le hubiese gustado. Para ello su hater se tomó el trabajo de tallar el grafiti en lugar de pintarlo. Lo cual inevitablemente trae a la memoria aquel «Romanes eunt domus» de Brian cuando aspiraba a ser admitido en el Frente Popular de Judea:

Así es como Thomas Cook impulsó el conocimiento

En las películas sobre el futuro se muestran a veces marcas comerciales que nos resultan conocidas. Imagino que, lógicamente, se trata de patrocinios a golpe de dólar, pero supongo también que los productores tratan con esto de acercar más la historia al espectador para que le resulte más realista. Claro está, debe tratarse de marcas incombustibles, eternas. Pero el tiempo nos ha enseñado que no las hay. Imagino que los productores de 2001: Una odisea del espacio y Blade Runner nunca habrían imaginado entonces que la todopoderosa Pan Am, la mayor aerolínea del mundo, cuya marca aparecía en ambas películas, desaparecería del mapa en 1991.

No recuerdo si Thomas Cook ha llegado a figurar en alguna película futurista. Pero para quienes somos adictos a los viajes, la idea de que la primera agencia turística de la historia y del mundo haya desaparecido de la noche a la mañana es toda una conmoción. Aunque sus problemas vinieran ya de lejos, uno, ignorante en cosas de economía y negocios, siempre espera que aparezca algún salvador al rescate, sobre todo por el bien de sus empleados y clientes.

Thomas Cook inventó el turismo de masas. Y bueno, a nadie nos gusta el turismo de masas. Pero si no fuera por el turismo de masas, quienes no somos millonarios no podríamos viajar a donde lo hacemos a los precios a los que lo hacemos. El mundo sería un lujo económicamente inalcanzable para nosotros. Y por tanto, en lo que vale, le debemos algo de gratitud a aquel ebanista inglés del siglo XIX.

Sin embargo, este no es un blog de viajes, por mucho que esta sea una de las debilidades de su autor. Pero lo que hoy vengo a contarles es una de las historias menos divulgadas en la historia de Thomas Cook y su legendaria, ya difunta, compañía de viajes: cuál fue su papel decisivo en el impulso a la investigación arqueológica en el Oriente Próximo. Incluso aunque sus intenciones fueran realmente otras.

Petra en 1917. Imagen de Wikipedia.

Petra en 1917. Imagen de Wikipedia.

Cook no era un viajero, ni un aventurero, ni un explorador, ni mucho menos un científico. Si dos palabras le definían, eran estas: religioso y abstemio. Baptista estricto, y activista en contra del consumo de bebidas alcohólicas. En 1841 se le ocurrió la idea de organizar el viaje en tren de 500 enemigos del alcohol desde Leicester para un mítin en Loughborough, a solo 11 millas de distancia. Y así fue como comenzó: unos años más tarde ya estaba organizando viajes por Europa y EEUU.

Pero en las décadas posteriores, lo que hizo crecer la compañía de Cook como un hojaldre en el horno fue el destino estrella en la Gran Bretaña victoriana: Egipto. Y sin embargo, aunque el país de los faraones era la fuente más jugosa de ingresos para la compañía, el propio Cook tenía un mayor interés personal en otra región: Oriente Próximo. O sería más adecuado decir Tierra Santa, ya que ese interés no era geográfico, sino religioso: Cook quería utilizar su oferta de viajes a aquella región como una vía de expresión y expansión de sus creencias.

Según contaba Felicity Cobbing en un artículo publicado en 2012 en la revista Public Archaeology, en 1865 se fundó en Londres el Palestine Exploration Fund (PEF), una organización dedicada, escribía Cobbing, a «explorar, mapear y estudiar la Tierra Santa, su historia antigua, arquitectura y arqueología, su historia natural y su población».

En el último cuarto del siglo XIX, el PEF produjo un valioso volumen de documentación sobre toda la región de Tierra Santa, incluyendo mapas, descripciones y estudios sobre todos los aspectos históricos, arqueológicos, antropológicos y naturales. Aunque los intereses del PEF eran sobre todo religiosos y, cómo no, coloniales, aquellos trabajos fueron fuentes imprescindibles para los viajeros, exploradores y científicos que abrieron aquellas tierras al conocimiento occidental.

Pero aunque por entonces las actuales Palestina e Israel eran frecuentemente visitadas por viajeros y estudiosos, en cambio existía un gran desconocimiento sobre la región al otro lado del río Jordán; Transjordania, la actual Jordania. El Oriente Próximo se hallaba bajo el dominio del imperio Otomano. Pero la zona oriental, desde el Jordán hasta el Éufrates, era territorio inexplorado, desconocido, abandonado por las autoridades otomanas y controlado por las tribus locales, en permanente conflicto. Todo esto hacía de la región un lugar extremadamente peligroso, como atestiguan las historias de la época de los pocos pioneros que se atrevían a aventurarse por aquel territorio.

Y entonces llegó Thomas Cook. El ya exitoso empresario de viajes era un devoto miembro del PEF. En 1874, Cook pasó los trastos del negocio a su hijo, John Mason Cook. Durante aquella época, padre y después hijo comenzaron a ocuparse de organizar los viajes del PEF a Tierra Santa, y a proporcionar a sus miembros los famosos cheques de viaje. En 1868, los Cook organizaron la primera expedición a Transjordania, dirigida por el ingeniero militar Charles Warren. Aquella expedición mapeó las ruinas de Jerash (Gerasa) y Amán, pero sobre todo estuvo involucrada en el hallazgo y la investigación de la estela de Mesha o piedra moabita, una valiosa pieza del siglo IX a. C. hoy conservada en el Museo del Louvre.

Posteriormente, la compañía fue extendiendo sus operaciones al este del Jordán. Y tras las expediciones de arqueólogos y cartógrafos, comenzaron a llegar los viajeros de a pie, los primeros turistas. La guía de Cook de Palestina de 1876 ya incluía dos itinerarios en Transjordania, pero fue a partir de 1890 cuando aquella región empezó a convertirse en foco de atracción. A partir de 1907, ya era posible contratar en Thomas Cook & Son un viaje a lugares como Petra, Amán o Jerash. En 1922, la compañía abrió el primer hotel al este del Jordán, el Philadelphia, en la nueva capital de Amán. Al mismo tiempo, la apertura de la región también facilitó a los arqueólogos un estudio más detallado de los restos.

Así pues, quien hoy se acerque a conocer maravillas como la soberbia Petra, las ruinas de Jerash, el desierto de Wadi Rum o el castillo de Kerak (Karak), haría bien en recordar que la posibilidad de visitar aquellos lugares y lo que hoy conocemos sobre ellos se la debemos en parte a un hombre. De no haber sido él, lo habría hecho otro, pero lo hizo Thomas Cook.

¿De verdad se ha descubierto una nueva especie humana?

Cuando hace unos días leí la noticia de que se ha descubierto una nueva especie humana, Homo luzonensis, que vivió hace al menos 67.000 años y cuyos restos se han hallado en una cueva de Filipinas, me vinieron a la cabeza dos pensamientos. En concreto, dos nombres: denisovanos y Darren Curnoe.

Dientes del Homo luzonensis. Imagen de Callao Cave Archaeology Project (Florent Détroit).

Dientes del Homo luzonensis. Imagen de Callao Cave Archaeology Project (Florent Détroit).

Los denisovanos son los eternos aspirantes a nueva especie humana que nunca terminan de conseguir este estatus; algo así como el príncipe Carlos de la paleoantropología. Su primer resto se desenterró en una cueva de Siberia en 2008, un fragmento de hueso de un dedo meñique de un niño o niña. En 2010 se publicó y se nos presentó a los medios como «mujer X», no porque los investigadores supieran que se trataba de una niña, sino porque el estudio analizó la secuencia de su genoma mitocondrial, que se transmite por línea materna.

Aquel estudio marcaba un nuevo hito en la paleoantropología: por primera vez se presentaba un humano antiguo solo por una secuencia de ADN; de hecho, el único resto, aquel trozo de dedo, fue destruido para obtener el genoma mitocondrial. De este ADN se obtuvo mucha información; la suficiente para saber que aquel individuo, contemporáneo de humanos modernos y neandertales, era diferente de estos.

Sin embargo, no se le podía dar el estatus de nueva especie porque no había suficientes restos para establecer un holotipo, el espécimen al que se refieren los estudios posteriores. La paleoantropología tiene sus normas, y en una ciencia en la que tradicionalmente se ha estimado el volumen cerebral de los fósiles llenando el cráneo con semillas, los denisovanos quedaban como algo parecido a una especie virtual, sin un sustrato físico tangible.

Pero con el paso del tiempo se han desenterrado más restos: piezas dentales y fragmentos de hueso de extremidades, de un total de cuatro individuos. Posteriormente se ha podido también secuenciar el genoma nuclear de los denisovanos, y el pasado febrero se informó por fin del hallazgo de dos pedazos de hueso parietal de un quinto individuo. Los fragmentos de cráneo son como la regla de oro de los paleoantropólogos. Cuando por fin se publiquen formalmente estos resultados, ¿entrarán por fin los denisovanos en la categoría de nueva especie? ¿O deberán seguir esperando… hasta cuándo?

Por el contrario, el Homo luzonensis se ha publicado como nueva especie con todas las bendiciones de Nature, a pesar de que no existen fragmentos de cráneo, sino solo algunos dientes y pedazos de extremidades. Evidentemente, corresponde a los expertos decidir si estos restos son suficientes como para admitir la denominación de nueva especie, y parece que así ha sido. Pero se me ocurrió que tal vez no todos estarían de acuerdo. Y fue así como me vino a la memoria el segundo nombre, Darren Curnoe.

Curnoe es un paleoantropólogo australiano que en 2012 describió un intrigante hallazgo, un cráneo parcial descubierto en una cueva de China, datado en menos de 15.000 años y que presentaba una mezcla de rasgos arcaicos y modernos, como si fuera un híbrido entre sapiens y otra especie humana más primitiva. Respecto a la posible identidad de esta última, las posteriores excavaciones de Curnoe dieron sus frutos: en 2015 publicaba el descubrimiento de un fémur de hace 14.000 años que perteneció a un tipo de humano más parecido a especies arcaicas como el Homo habilis o el Homo erectus que a nosotros.

Cráneo del pueblo de la cueva del ciervo rojo. Imagen de Curnoe, D.; Xueping, J.; Herries, A. I. R.; Kanning, B.; Taçon, P. S. C.; Zhende, B.; Fink, D.; Yunsheng, Z. / Wikipedia.

Cráneo del pueblo de la cueva del ciervo rojo. Imagen de Curnoe, D.; Xueping, J.; Herries, A. I. R.; Kanning, B.; Taçon, P. S. C.; Zhende, B.; Fink, D.; Yunsheng, Z. / Wikipedia.

Curnoe llamó a estos humanos el pueblo de la cueva del ciervo rojo. A pesar de tratarse de los humanos arcaicos más recientes que se conocen, el paleoantropólogo se ha mostrado muy prudente a la hora de asignarles una identidad: podrían ser denisovanos, o un cruce entre estos y los humanos modernos, o una especie totalmente nueva, o simplemente sapiens con una anatomía peculiar. Curnoe piensa que aún es pronto para saberlo, y por ello ha preferido mantener una postura discreta.

Pero frente a esta extrema prudencia del australiano, llama la atención cómo los descubridores del Homo luzonensis se han lanzado directamente a la audaz hipótesis de proponer una nueva especie con restos tan relativamente escasos. Y se me ocurrió que tal vez Curnoe tendría algo que decir al respecto.

Y en efecto, así es. En un artículo publicado en The Conversation, Curnoe deja clara su postura desde el título, en forma de pregunta: «¿Cuántas pruebas son suficientes para declarar una nueva especie humana de una cueva de Filipinas?». El investigador aclara que se sitúa en un término medio entre quienes «saludan la publicación [del Homo luzonensis] con entusiasmo» y quienes «aúllan furiosamente, opinando que la declaración va demasiado lejos con muy pocas pruebas».

«Debemos mantener la cabeza fría, porque la designación de una nueva especie todavía es una hipótesis científica, de obligada comprobación y lejos de estar inscrita en piedra, incluso si se publica en las apreciadas páginas de una revista como Nature«, escribe Curnoe. El investigador objeta que el holotipo está representado solo por unos pocos dientes de la mandíbula superior, «todos los cuales están fuertemente desgastados o rotos». «No hay mucha anatomía conservada aquí, y esto me deja con la sensación de que el caso para nombrar una nueva especie es un poco endeble», dice.

«Creo que preferiría dejar el fósil en lo que el arqueólogo y antropólogo keniano Louis Leakey solía llamar la cuenta del suspense hasta que tengamos muchas más pruebas», concluye Curnoe. Porque, y esto no lo dice él pero lo sabe cualquier científico, mucho peor que no publicar jamás un Nature es publicarlo y luego tener que retractarse.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (II)

Ayer conté aquí que hoy existen parientes vivos por línea materna de Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, y que por tanto el ADN mitocondrial de estos familiares serviría de patrón de comparación para estudiar si los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne (Francia) son los del escritor.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry. Imagen de Zyephyrus / Wikipedia.

Pero ¿qué posibilidades habría de recuperar ADN mitocondrial viable de la tumba de Carqueiranne? Siempre que los restos del aviador desconocido no fueran incinerados, es posible que aún quede algún fragmento de hueso o algún diente que pudieran servir para la identificación. Una dificultad añadida es que probablemente el cuerpo se enterró junto a otros, ya que se trataba de una fosa común; en este caso un resultado positivo sería una confirmación, mientras que uno negativo no refutaría la posibilidad de que St-Ex fuera enterrado allí, ya que los restos analizados podrían ser los de otro cadáver sepultado en la misma tumba.

Respecto a la posibilidad de que quede algún fragmento del que pueda extraerse material, hay precedentes en los que se ha logrado rescatar y analizar ADN mitocondrial de restos aún más antiguos y conservados en condiciones parecidas. Uno de los casos más notables es el del «niño desconocido» del Titanic, el cadáver de un bebé que se recuperó del mar a los pocos días del naufragio y que fue enterrado en Halifax (Canadá), donde permaneció sin identificar hasta hace solo unos años.

Aunque el clima en Halifax es más frío que en el sur de Francia, lo que favorece la conservación, en su contra tenía el hallarse en una zona permeada por aguas subterráneas, que en combinación con los ácidos del suelo disolvieron la mayor parte de los restos. Cuando se abrió la tumba en 2001, se recuperaron tres piezas dentales y un fragmento de 6 centímetros de un hueso del brazo, suficiente material para extraer ADN mitocondrial que llevó a la identificación del niño como Sidney Leslie Goodwin, un bebé inglés de 19 meses (este estudio rectificaba un análisis anterior que resultó erróneo).

El "niño desconocido" del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

El «niño desconocido» del Titanic, Sidney Goodwin. Imagen de Wikipedia.

Por lo tanto, es posible que a pesar del tiempo transcurrido aún quede algún fragmento recuperable en la tumba de Carqueiranne que permitiera un análisis de ADN mitocondrial. Pero si persistiera algún resto, incluso no sería descartable que pudiera además extraerse algo de ADN nuclear. En 2013, un estudio estableció un protocolo para extraer y secuenciar ADN cromosómico de restos sumergidos en agua de mar durante ocho meses, a pesar de que el material se encontraba altamente degradado y con un número de copias muy escaso. Incluso en algún caso se ha logrado un análisis de ADN nuclear de restos hallados en el mar después de 10 años; concretamente, huesos del pie en una bota de goma.

Si pudiera extraerse algo de ADN nuclear, quizá podría compararse con los parientes vivos actuales, pero de esas secuencias también podría obtenerse información complementaria de cara a una identificación. Por ejemplo, hoy los genetistas tienen localizadas ciertas regiones del genoma que pueden relacionarse con rasgos físicos como el color del pelo o de los ojos.

Es más, el análisis de los restos antiguos hoy tampoco se limita al ADN, sino que el estudio de los isótopos (variantes concretas de los átomos) presentes en huesos y dientes puede revelar pistas que no bastan para una identificación, pero que pueden servir como indicios adicionales. Los isótopos presentes en el esmalte dental, que se forma durante la infancia, permiten conocer detalles sobre el lugar geográfico donde se crió el personaje y cuál era su dieta predominante durante sus primeros años de vida, mientras que los huesos desvelan datos sobre ubicación y alimentación también en la edad adulta, ya que el tejido óseo se renueva a lo largo de la vida.

Un ejemplo brillante del uso de estas técnicas fue la investigación que en 2014 llevó a la identificación de los huesos del rey inglés Ricardo III, que vivió en el siglo XV y cuyos restos yacían bajo un aparcamiento en Leicester. Gracias al análisis de isótopos los investigadores pudieron saber que el personaje allí enterrado se crió en Northamptonshire, que a los siete años había emigrado hacia el oeste del país y que en sus últimos años bebía mucho vino y comía sobre todo peces de río y aves de caza. Estos detalles cuadraban con los datos históricos, lo que sirvió para confirmar los resultados de las pruebas de ADN.

Claro que, para que todo esto pueda hacerse, es necesario que alguien esté interesado, y no parece que sea el caso: hasta donde he podido saber, no ha existido siquiera una insinuación de practicar un análisis a los restos del aviador desconocido enterrados en Carqueiranne. Aún más, y como conté hace unos días, parece que en varias ocasiones los herederos de Saint-Exupéry han tratado de boicotear las investigaciones encaminadas a esclarecer el misterio de su desaparición en el mar. En primer lugar trataron de desacreditar al pescador que halló la pulsera del escritor, y posteriormente lograron bloquear durante años el examen de los restos del avión.

¿Cuál es el motivo de esta oposición? En 2004, tras el hallazgo de los restos del avión en el Mediterráneo, uno de los buceadores que participaron en la operación dijo a la agencia France Press: «no había una hélice doblada ni agujeros de bala… Viendo los fragmentos, pensamos en una hipótesis de una caída casi vertical a alta velocidad. Pero es solo una conjetura».

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

Dibujo del Lockheed P-38 F-5 Lightning que Saint-Exupéry pilotaba cuando desapareció. Imagen de Cédric Chevalier / Wikipedia.

La teoría principal hasta entonces proponía que el avión de St-Ex, un aparato de reconocimiento sin armas, había sido abatido por un caza alemán. Por ello, en 1948 sus herederos obtuvieron para el escritor el reconocimiento legal de Mort pour la France, muerto por Francia. Sin embargo, a raíz de las pruebas halladas en 2004, cobró fuerza la hipótesis de que St-Ex había decidido poner fin a su vida, una idea defendida por el historiador de la aviación Bernard Mark.

Deprimido por los problemas con su esposa, las deudas y las falsas acusaciones de colaboracionismo con los nazis, bebía en exceso, y «ocho días antes de su última misión había dado pistas de que pensaba en el suicidio», dijo Mark. La noche antes de aquel vuelo final no durmió. Había dejado sus papeles en orden, había regalado su máquina de escribir y su juego de ajedrez, y había escrito sobre su indiferencia hacia la vida. Cuando el comandante de su escuadrilla supo aquella mañana que había partido, reprendió al personal de tierra: «¿Por qué diablos le habéis dejado volar?».

A raíz de todo aquel revuelo, un sobrino del escritor, Jean d’Agay, dijo que «las leyendas como Saint-Exupéry no deberían tocarse». Al parecer, incomodaba la posibilidad de que la reputación del héroe quedara deteriorada. Para dar carpetazo al asunto, el gobierno francés se adhirió a la hipótesis de que St-Ex había caído al mar debido al agotamiento del suministro de oxígeno, una idea sin prueba alguna.

Pero la historia dio un curioso giro en 2008, cuando un expiloto de la Luftwaffe alemana llamado Horst Rippert dio un paso al frente afirmando que él había derribado a St-Ex aquel 31 de julio de 1944. La historia de Rippert fue entonces cuestionada por la prensa francesa. Sin embargo, en octubre del pasado año se publicaba el libro Saint-Exupéry, révélations sur sa disparition, en el que Luc Vanrell (el buceador que encontró los restos del avión) y tres colaboradores dicen presentar pruebas de que Rippert abatió el aparato del escritor. Los autores explican la ausencia de agujeros de proyectil alegando que la parte del avión que recibió los balazos no se ha conservado.

¿Caso resuelto? Tal vez. O tal vez no. Al menos el libro quizá contribuya a que la leyenda no se toque, como deseaba Jean d’Agay. Evidentemente, una eventual identificación de los restos de Carqueiranne no aportaría nada respecto a si St-Ex fue abatido o se suicidó, pero removería un pasado que algunos prefieren dejar como está.

Sin embargo, llama la atención que uno de los firmantes del nuevo libro sea François d’Agay, otro sobrino del escritor. A esto se le pueden poner muchos nombres, pero el más aséptico de ellos es «conflicto de intereses». Aunque solo sea por el hecho de que, cuando a un artista se le concede la designación de Mort pour la France, sus herederos reciben una extensión de copyright de 30 años para sus obras en Francia. Lo que, sumado a los 70 años habituales, aún les deja a los d’Agay un par de décadas por delante para seguir percibiendo derechos por las ventas de El principito y por el uso del personaje en su país.

¿Podría hacerse un test de ADN a los presuntos restos del autor de ‘El principito’? (I)

Como conté hace unos días, en el cementerio de Carqueiranne (Francia) reposan los restos de un aviador desconocido que apareció muerto en la costa unos días después de la desaparición en vuelo del escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. ¿Sería posible averiguar si aquel cuerpo era el del autor de El principito?

Y en primer lugar, ¿a alguien le importa? Las actitudes con respecto a esto son diversas: para algunos, más aferrados a una mentalidad tradicional, el análisis de los restos humanos es una quiebra del respeto al difunto, mientras otros opinan que precisamente el respeto a la persona fallecida exige la identificación de su cadáver por los medios técnicos disponibles.

En cualquier caso y como explicaré mañana, es improbable que alguien vaya a promover el examen de los restos de Carqueiranne. Y tal vez ni siquiera quede nada que analizar. Pero si lo hubiera, ¿sería posible practicar una prueba de ADN después de tantas décadas? ¿Habría alguien con quien compararla?

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Antoine de Saint-Exupéry, en Canadá en mayo de 1942. Imagen de Wikipedia.

Hoy los expertos en ADN antiguo son capaces de recuperar material legible de miles de años, o incluso cientos de miles de años. Pero los científicos especializados en este campo suelen coincidir en dos cosas: una, que el éxito del test no depende tanto de la edad de las muestras como de su estado de conservación; las muestras más antiguas de ADN que han podido secuenciarse se extrajeron de cadáveres conservados en suelos congelados o de huesos encontrados en cuevas frescas y secas.

En el caso de St-Ex, como se le conoce en Francia, un cuerpo que flotó en el mar durante varios días y después permaneció enterrado durante más de siete décadas, con un traslado de restos incluido, no es desde luego la fuente óptima para obtener una muestra viable. Pero la segunda cosa en la que coinciden los expertos es: hasta que no se intenta, no se sabe si será posible; y si no se intenta, nunca se sabrá.

Una breve explicación sobre los test genéticos. Nuestras células contienen ADN en dos lugares distintos. Por un lado, el núcleo celular alberga los cromosomas que heredamos de nuestros progenitores, 22 del padre y 22 de la madre (llamados autosomas), y un par de cromosomas sexuales; XX en las mujeres, XY en los hombres.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Cromosomas humanos: pares de autosomas (1-22) y cromosomas sexuales (un par de X y una copia de Y). Los hombres llevan XY, las mujeres XX. Imagen de Nami-ja / Wikipedia.

Los test genéticos clásicos, inventados en los años 80 por el británico Alec Jeffreys y que se han empleado desde entonces para las pruebas de paternidad y los estudios forenses, se basan en el análisis de ciertas regiones de los autosomas –llamadas microsatélites– que varían en distintas personas, y que son muy diferentes entre los sujetos no emparentados. Pero este método, llamado Huella Genética o DNA Fingerprinting, es poco útil cuando se trata de muestras antiguas; en los espermatozoides y los óvulos, los pares de cromosomas paterno-materno se intercambian fragmentos entre sí, por lo que la huella genética de una persona se va diluyendo en las generaciones sucesivas.

En cambio, esto no sucede con el cromosoma sexual masculino Y, que no tiene pareja y por tanto no intercambia fragmentos con otro. Por ello, este cromosoma suele servir como referencia válida para comprobar el parentesco incluso entre dos personas separadas por muchas generaciones. Pero para que este análisis sea posible, es necesario que esas dos personas compartan el mismo cromosoma Y. Dado que este se hereda de padre a hijos varones, se incluyen en este caso los hermanos y sus ascendientes y descendientes por línea paterna masculina.

St-Ex no tuvo hijos, y su único hermano varón, François, murió a los 15 años; por cierto, sirviendo de inspiración para el personaje del principito. Para comprobar si existe hoy algún patrón de comparación del cromosoma Y sería necesario estudiar si queda algún otro descendiente masculino de sus ancestros por línea paterna; básicamente se trataría de buscar a algún pariente varón que hoy lleve el Saint-Exupéry como primer apellido. De lo contrario, si no existe, el cromosoma Y del escritor se habría extinguido con él, por lo que no habría hoy ningún familiar que sirviera como patrón de comparación.

De todos modos, la mayor dificultad con el ADN antiguo es recuperar muestras viables de los cromosomas nucleares, ya que solo hay una copia por cada célula y el material genético tiende a degradarse con el tiempo. En cambio, la probabilidad de obtener una muestra válida aumenta enormemente con el segundo lugar de nuestras células que alberga ADN, las mitocondrias.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Esquema de la célula, la mitocondria y el ADN mitocondrial. Imagen de National Human Genome Research Institute / Wikipedia.

Las mitocondrias son las pilas de la célula. Son los orgánulos que proporcionan la energía necesaria para todos los procesos celulares. Hoy se piensa que originalmente, hace miles de millones de años, eran bacterias de vida libre, que en algún momento se fusionaron con otras células para vivir en simbiosis, aportando energía y recibiendo cobijo a cambio. Como herencia de aquel pasado independiente, las mitocondrias conservan su propio ADN, que sirve para producir componentes de consumo propio. Dado que cada célula contiene cientos o incluso miles de mitocondrias, y que cada una de ellas lleva entre 2 y 10 copias de su ADN, esto significa cientos o miles de copias del ADN mitocondrial en una sola célula, lo que mejora inmensamente las perspectivas de conseguir una muestra analizable.

Sin embargo, como ocurre con el cromosoma Y, el ADN mitocondrial tampoco sirve para estudiar el parentesco entre dos personas cualesquiera, sino que deben estar relacionadas por las reglas de la herencia de este material genético. Cuando un espermatozoide fecunda un óvulo, del primero solo se conserva el núcleo, mientras que el segundo aporta la mayor parte de las estructuras celulares. Por lo tanto, hombres y mujeres llevamos el ADN mitocondrial de nuestra madre. Así, para que este genoma secundario confirme el parentesco entre dos personas, es necesario que ambas estén relacionadas por línea materna.

St-Ex tuvo tres hermanas, Marie-Madeleine, Simone y Gabrielle, con quienes compartía el ADN mitocondrial de su madre. Que yo haya podido encontrar, al menos una de ellas, Gabrielle, tuvo dos hijas, Marie Magdeleine y Mireille, y estas a su vez han tenido un total de cinco hijas (además de algún varón que, de seguir vivo, llevaría también el mismo ADN mitocondrial), por lo que parece que el ADN mitocondrial del escritor sigue vivo y que por tanto en este caso sí habría un patrón de comparación.

(Continuará mañana)

La historia humana se complica: a cambiar los libros de texto

Los libros de texto de ciencias deberían imprimirse a lápiz, para que el profesor pudiera indicar a los alumnos qué deberían borrar y qué deberían escribir sobre lo borrado. No, es broma, pero no lo es tanto. Lo cierto es que el conocimiento científico avanza todos los días, a veces matizando o incluso rectificando ideas básicas, y sería de esperar que cada año se revisaran las ediciones de los libros de texto para incluir lo nuevo.

Esto justificaría que los hermanos no puedan heredar los libros y que deban comprarse nuevos cada año. Pero lamentablemente, no parece que sea el caso. Ya conté aquí que al menos un libro de texto de primaria de una de las principales editoriales, aunque imagino que ocurrirá lo mismo con otros, emplea una clasificación de los seres vivos en cinco reinos que está obsoleta desde hace décadas.

Otra de esas ideas básicas es: ¿desde hace cuánto tiempo existe nuestra especie? Cuando yo era estudiante, aprendíamos que el Homo sapiens surgió hace unos 100.000 años en África. Después, nuevos descubrimientos en Etiopía duplicaron la historia de los humanos modernos: 200.000 años. Y cuando ya nos habíamos acostumbrado a esta cifra, se nos cae de nuevo.

Esta semana, dos estudios publicados en Nature (uno y dos) describen nuevos huesos humanos y restos de industria lítica hallados en un enclave conocido desde los años 60, Jebel Irhoud, un afloramiento rocoso unos 100 kilómetros al oeste de Marrakech que antiguamente formaba una cueva. Los huesos incluyen parte de un cráneo con ciertos rasgos arcaicos, como la forma de la caja encefálica, pero cuyos rostro y dientes son inequívocamente Homo sapiens.

Reconstrucción del cráneo de Homo sapiens de 300.000 años de edad hallado en Jebel Irhoud (Marruecos). Imagen de Philipp Gunz / MPI EVA.

Reconstrucción del cráneo de Homo sapiens de 300.000 años de edad hallado en Jebel Irhoud (Marruecos). Imagen de Philipp Gunz / MPI EVA.

La clave de los resultados está en la datación de los restos. La nuevas tecnologías de fechado por métodos físicos avanzados están permitiendo datar muestras allí donde la cronología de los estratos del terreno no es una referencia fiable. Hace unas semanas conté aquí cómo estas técnicas han revelado que el Homo naledi, una especie hallada en Suráfrica, vivió hasta hace algo más de 200.000 años, y que este posible solapamiento histórico de una especie humana primitiva con los sapiens en África era hasta entonces algo totalmente inesperado.

Ahora parece confirmarse que los sapiens y los naledi coincidieron en África: según las técnicas de datación utilizadas por los investigadores, los restos de Jebel Irhoud tienen una antigüedad de unos 300.000 años. Esta es la nueva cifra que desde ahora deberemos citar sobre la edad de nuestra especie.

Pero sus implicaciones van mucho más allá: no solo tendremos que acostumbrarnos a la nueva idea de que nuestros ancestros sapiens compartían el continente africano al menos con otra especie humana más, si no con varias; además, los restos de Marruecos, los más antiguos de Homo sapiens conocidos ahora, están muy lejos de África Oriental, que se consideraba la cuna de la humanidad. ¿Qué hacían aquellos sapiens precoces tan lejos de su presunta cuna?

Obviamente, la respuesta es que la idea de la cuna, otro de los pilares clásicos de la paleoantropología, también se tambalea. Según escriben los investigadores, encabezados por el Instituto de Antropología Evolutiva Max Planck de Alemania y el Instituto Nacional de Ciencias de la Arqueología y el Patrimonio de Marruecos, los resultados «muestran que los procesos evolutivos detrás de la aparición del Homo sapiens implicaron a todo el continente africano». «Estos datos sugieren un origen a mayor escala, potencialmente panafricano», concluyen.

Y eso, si es que nuestro origen africano no acaba también cayéndose. Hoy está generalmente aceptado que el Homo sapiens surgió en África (a diferencia del neandertal, de origen europeo), y nadie podrá defender algo diferente con pruebas en la mano mientras no se hallen claros restos de nuestra especie anteriores a los 300.000 años de antigüedad fuera de aquel continente.

Pero otra cosa es que sus ancestros también fueran africanos. Hasta ahora se asumía que era así; al menos hasta que el mes pasado dos controvertidos estudios (uno y dos) afirmaran que el hominino más antiguo conocido hasta hoy (los homininos incluyen a los humanos y sus parientes antiguos más próximos que no eran simios) es una especie llamada Graecopithecus freybergi, de más de siete millones de años de antigüedad y hallada en un lugar tan inesperado como Grecia.

En resumen, y si añadimos otros estudios que he comentado recientemente aquí, como el que atribuye al hobbit de Flores un origen africano y el que ha empujado la edad de los primeros restos humanos en América desde los 24.000 años a los 130.000, este está siendo un año especialmente intenso para la paleoantropología, con descubrimientos que están resquebrajando algunos de los muros que hasta ahora sostenían el edificio de la evolución humana.

Hace tiempo, un eminente genetista evolutivo se me quejaba de la aparente tendencia que tenemos los periodistas de ciencia a caer en ese tópico de «esto obligará a reescribir…». Pero qué le vamos a hacer: con cierta frecuencia, en ciencia hay que demoler lo resquebrajado para construir algo nuevo. Podemos llamarlo reconstruir, reconfigurar, reformular, o todos los res que a uno se le puedan ocurrir, pero en el fondo no dejan de ser lo mismo: reescribir. Y por eso, la ciencia hay que escribirla a lápiz.

Los humanos somos un mal alimento

Estarán de acuerdo en que hay pocos delitos más atroces que el canibalismo… si no fuera porque en general el canibalismo no suele ser realmente un delito. Probablemente no les suene el nombre de Armin Meiwes, pero tal vez sí lo que hizo: en 2001, este técnico de ordenadores alemán publicó un anuncio en internet en busca de un hombre que deseara ser comido, lo encontró en Jürgen Armando Brandes, lo mató y lo devoró, no precisamente en ese orden, y con el consentimiento de su víctima.

Saturno devorando a su hijo, de Goya. Imagen de Wikipedia.

Saturno devorando a su hijo, de Goya. Imagen de Wikipedia.

El llamado caníbal de Rotenburgo hoy cumple cadena perpetua por asesinato, pero antes de la apelación que amplió su condena fue sentenciado a ocho años por homicidio. La ley alemana, como la de otros países, no contemplaba específicamente el canibalismo como un crimen, por lo que su sentencia inicial era similar a la de cualquier otra persona que hubiera cometido un homicidio en circunstancias mucho menos atroces.

Pero el de Alemania no es un caso insólito de laguna legal. En otros muchos países sucede lo mismo, incluido el nuestro: como conté hace tiempo en un reportaje, no hay referencia al canibalismo en la legislación española.

La interpretación que apuntan los expertos es que se castiga por el artículo 526 del Código Penal, un breve parrafito que impone prisión de tres a cinco meses o multa de seis a diez meses para quien «faltando al respeto debido a la memoria de los muertos, violare los sepulcros o sepulturas, profanare un cadáver o sus cenizas o, con ánimo de ultraje, destruyere, alterare o dañare las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos».

Es decir, que si una persona se comiera a otra sin mediar otro delito, como un homicidio, recibiría legalmente el mismo castigo que alguien que hubiera dañado la lápida de un cementerio durante un botellón que se fue de las manos.

¿Y por qué? No tengo la menor idea, no soy abogado. Pero parece claro que los humanos tenemos una extraña relación con el consumo de nuestra propia especie. Hace tiempo también conté aquí que durante siglos en Europa se utilizaban partes humanas con fines medicinales. El canibalismo es uno de nuestros tabús culturales más extraños: al contrario que otros, el reconocimiento de su atrocidad va acompañado por una especie de morbo que suele conferir a las historias relacionadas con él una gran atracción popular. Ahí está el caso de los supervivientes del accidente aéreo de Los Andes en 1972, o en la ficción, el éxito del personaje de Hannibal Lechter.

Precisamente por ser un tabú, se ha violado repetidamente a lo largo de la historia como forma de humillar y someter a los vencidos o a las tribus rivales. A finales del mes pasado nos llegaba un estudio describiendo el hallazgo de signos de antropofagia datados en 10.000 años, ayer como quien dice, en la cueva de Santa Maira, en la localidad alicantina de Castell de Castells. En este y otros muchos casos de canibalismo antiguo, los científicos se preguntan y discuten si la práctica tenía motivos rituales o si era simplemente una manera de matar el hambre, a falta de osos o mamuts.

Ahora, el arqueólogo James Cole, de la Universidad de Brighton (Reino Unido), dice tener una respuesta. ¿Conocen esos recuadros en las etiquetas de los productos que informan sobre el contenido nutricional, carbohidratos, grasas, proteínas, calorías…? Pues en un curioso estudio, publicado en la revista Scientific Reports, del grupo Nature, Cole ha elaborado esa etiqueta para el ser humano; no como consumidor, sino como alimento.

El resultado global es que nutricionalmente no podemos competir con otras especies disponibles para los humanos prehistóricos. Cole ha calculado el alimento que proporciona un hombre delgado de 66 kilos, lo que podía ser un enemigo medio en tiempos ancestrales, y le salen en total 144.000 calorías; 32.000 de ellas procedentes del músculo, o lo que entendemos por carne cuando comemos carne.

Según Cole, el valor nutricional de los humanos se asemeja al de un antílope, quedando muy por debajo del de un caballo (200.100 calorías), un oso (600.000) o por supuesto un mamut (3,6 millones). Pero aunque la energía que puede aportar comerse a un enemigo no es algo a despreciar, Cole aporta un argumento razonable: es mucho más difícil cazar a un semejante que a un animal de otra especie. En los antiguos enfrentamientos tribales, los enemigos tenían igual capacidad física e intelectual que uno mismo, y las mismas armas. Una lucha de igual a igual es mucho más arriesgada que la caza de otra especie. Como método de alimentación, alega Cole, la caza humana no compensaba el esfuerzo y el riesgo.

El arqueólogo concluye que probablemente las razones por las que nos hemos comido unos a otros a lo largo de toda nuestra historia son las mismas hoy que en el principio de los tiempos: rituales, sociales, supervivencia en casos extremos… Aunque los signos de antropofagia hallados en otros yacimientos prehistóricos tiendan a anclarnos a la idea de que aquellos seres eran humanos solo en su aspecto, pero que internamente eran simples bestias sin pizca de humanidad, es bien posible que nunca haya sido así; que incluso en aquellos tiempos remotos, comerse a otro ser humano no fuera un simple acto de alimentación, sino que siempre haya tenido el aspecto desesperado o perverso de casos como el accidente de Los Andes, Armin Meiwes o Hannibal Lechter.

¿Mató el humano al hobbit? Su codescubridor dice que no

El llamado hobbit de la isla de Flores, más formalmente conocido en sociedad como Homo floresiensis, es una china fósil en el zapato de los paleoantropólogos.

Recientemente publiqué un reportaje sobre hallazgos recientes que han venido a sacudir las ramas del árbol de la evolución humana, nunca bien definido, pero que cada vez es menos árbol y más otra cosa. Y entre todas estas piezas que empujan a las ya existentes, un clásico bicho raro en la familia humana es el Homo floresiensis, un hombrecillo de un metro que vivió en la isla de Flores, en Indonesia.

El paleoantropólogo australiano Peter Brown, codescubridor del hobbit de Flores. Imagen de P. B.

El paleoantropólogo australiano Peter Brown, codescubridor del hobbit de Flores. Imagen de P. B.

Sus restos fueron descubiertos en 2003 en la cueva de Liang Bua por un equipo bajo la dirección del australiano Mike Morwood y el indonesio Raden Soejono, ambos arqueólogos y ambos ya fallecidos. No buscaban nuevos humanos, sino restos de la migración desde Asia hacia Oceanía. Cuando se toparon con aquel cráneo minúsculo, aquello resultaba tan incomprensible y extravagante que de inmediato llamaron al paleoantropólogo australiano Peter Brown.

Brown viajó a Jakarta más por el interés del viaje que por la esperanza de que Morwood hubiera hallado algo serio. Pero cuando vertió sus semillas de mostaza en la cavidad del cráneo, un método clásico para medir la capacidad craneal, se quedó atónito: tenía allí delante un humano primitivo y diminuto que, según las dataciones, había vivido en aquella isla hace solo 18.000 años. «La última vez que caminó algo con ese tamaño de cerebro fue hace 2,5 o 3 millones de años. No tenía ningún sentido», decía Brown en un artículo publicado en Nature.

La hipótesis de Brown fue que el hombre de Flores, bautizado popularmente como el hobbit, era un descendiente directo del Homo erectus que redujo su tamaño por un proceso evolutivo denominado enanismo insular, o tal vez era un sucesor de una especie primitiva de menor tamaño como los australopitecos. «Mi propia visión apoya una conexión con un antecesor de cuerpo y cerebro pequeños, más que el enanismo insular», me decía Brown con ocasión del reportaje mencionado más arriba. «No veo que la combinación de cerebro pequeño y rasgos primitivos del H. floresiensis pudiera resultar del enanismo de un ancestro H. erectus«.

Pero el H. floresiensis no fue aceptado de inmediato: durante años, otros científicos han alegado que se trata de un humano moderno con alguna enfermedad deformante. Hoy se diría que la idea del hobbit como una especie diferenciada va imponiéndose. Y justo cuando sus asuntos se iban asentando, llega algo que vuelve a mover las piezas.

La semana pasada, un estudio en Nature ha presentado una datación corregida del hobbit. En su día se fechó el sedimento circundante, ya que los huesos eran demasiado frágiles y preciosos. Pero los investigadores, básicamente el equipo del difunto Morwood sin la participación de Brown, han descubierto que las rocas originales habían sido reemplazadas por otras más recientes. La nueva datación sitúa el fin de los hobbits hace unos 50.000 años.

Cráneos de 'Homo floresiensis' (izquierda) y 'Homo sapiens'. Imagen de Peter Brown.

Cráneos de ‘Homo floresiensis’ (izquierda) y ‘Homo sapiens’. Imagen de Peter Brown.

Y dado que esto coincide con las fechas en que los humanos modernos se extendieron por la zona, los investigadores sugieren que fue la llegada de los sapiens la que acabó con los hobbits. «No puedo creer que sea una pura coincidencia, basándonos en lo que sabemos que ha pasado cuando los humanos modernos han accedido a una nueva área», decía en Nature el codirector del estudio Richard Roberts.

Sin embargo, Brown no está tan convencido. Según me cuenta, él ya conocía el error de datación desde hace tres años, pero no está tan seguro de que las nuevas fechas «sean más significativas que las originales». La cueva, explica, ha sufrido varias inundaciones históricas y tiene una estructura compleja en sus capas de roca.

Lo que no le encaja de ninguna manera a Brown es la hipótesis del exterminio del hobbit por los sapiens: «Mientras que los humanos modernos habían llegado a Australia hace 45.000 años, no hay pruebas de que estuvieran en Flores por esas fechas». De hecho, añade, los restos más antiguos de nuestra presencia descubiertos en la isla solo alcanzan los 8.000 años de antigüedad. «No hay pruebas que apoyen esta especulación», subraya Brown.

Hay algo que a Brown sí le gusta del nuevo estudio: «Cuanto más viejas sean las pruebas del H. floresiensis, menos probable es que fuera un humano moderno con alguna enfermedad».

Maravillosa la Neocueva de Altamira, pero…

En esta Semana Santa he visitado por primera vez la Neocueva de Altamira, la réplica de la joya cántabra del Paleolítico que se abrió al público en 2001. Me dice mi madre que de pequeño pisé la original, antes de que se cerrara a los visitantes, pero no guardo recuerdo de aquello; lo más próximo de lo que encuentro material en mi archivo neuronal es el fresco tridimensional del Museo Arqueológico Nacional, adonde llevé a mis hijos tras la reapertura y que ya de por sí obliga a todo forastero a no marcharse de Madrid sin tacharlo de su lista.

Vista parcial del techo policromado. Imagen del Museo de Altamira.

Vista parcial del techo policromado. Imagen del Museo de Altamira.

A la Neocueva le sucede lo que a ciertas películas como Lawrence de Arabia o Grita libertad, por citar dos ejemplos que ahora mismo me cruzan la memoria. Son magníficas obras maestras del cine por sí solas, sin necesidad de recurrir a ningún otro argumento que desborde los cuatro límites de la pantalla; pero el hecho de que además las historias narradas sean verídicas añade una capa más de valor, como aquel personaje de Proust que solo compraba fotografías de pinturas de monumentos para añadir una capa más de arte.

Quiero decir que la Neocueva sería una maravilla por sí misma incluso si no reprodujera a la perfección un escenario real, si tan solo fuera un pastiche concebido por un creador moderno destinado a homenajear a los primeros artistas de nuestra especie cuyos nombres nunca conoceremos. De hecho, la primera asociación de ideas que se me presentó a la mente al girar el cuello hacia el techo rocoso fue, antes que otros ejemplos de arte rupestre, la bóveda de la sala del Palacio de Naciones Unidas en Ginebra que Miquel Barceló pintó y decoró con un encaje multicolor de chupones de piedra. Las cuevas siempre tienen un algo de claustro uterino para mí y supongo que para otros humanos; tal vez por eso nos atraen.

Pero es que la cueva reproduce fielmente una historia real, una que jamás llegaremos a desentrañar y que nos achicharra la cabeza con preguntas sin respuesta: ¿qué tenía de especial aquel lugar? ¿Por qué tantos artistas diferentes durante miles de años dejaron su impronta en el mismo techo? ¿Aquella cueva tenía algún significado ritual o religioso? ¿O era una especie de cine prehistórico, donde las pinturas servían para narrar las hazañas de caza al resto del clan? ¿Acaso es una obra colectiva nacida del impulso de imitación, como el puente de los candados de París o las paredes de la Bodeguita del Medio de La Habana? ¿Quiénes eran los pintores? ¿Los propios cazadores? ¿Protohistoriadores encargados de conservar la memoria de la tribu? ¿Chamanes? ¿Qué significado tenían los símbolos geométricos? ¿Dónde aprendían sus técnicas, o de dónde nacía su inspiración para innovar?

Vista de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Vista de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Además de todo lo referente al modelo original, la Neocueva apabulla por el titánico y minucioso trabajo de reproducción, cuyos autores sí tienen nombres conocidos que debo destacar en mayúsculas y negritas en señal de aplauso y admiración: la pareja formada por PEDRO ALBERTO SAURA RAMOS y MATILDE MÚZQUIZ PÉREZ-SEOANE, ambos de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, ella por desgracia ya fallecida. Y por su dedicación y empeño para que hoy todos podamos disfrutar de esta delicia, debo añadir al director del Museo de Altamira, JOSÉ ANTONIO LASHERAS CORRUCHAGA. Ellos, junto con, imagino, todo un equipo de apoyo, han logrado hacer realidad una soberbia locura. La Neocueva no es una imitación ni un remedo, no es un sucedáneo para conformarnos con la gula del norte mientras intentamos convencernos de que comemos angulas de verdad. La Neocueva es caviar del bueno. Según dicen, es más parecida a la original que la propia original, ajada por el paso del tiempo y por el paso de los visitantes. La Neocueva es lo más parecido a la contemplación de un milagro que podemos comprar por unos cuantos euros.

Altamira en su conjunto es también uno de los ejemplos que mejor encajan en el territorio de las Ciencias Mixtas, el preferido de este blog. Allí se funden la paleoantropología, la arqueología, el arte, la cultura primitiva, la pretecnología, la química, la ingeniería. El descubrimiento de técnicas de impresión con la capacidad de pervivir a través de los siglos, y el hallazgo de enfoques de representación pictórica que después desaparecerían de todo rastro artístico humano hasta el Renacimiento. ¿Cómo demonios inventaron aquellos tipos la pintura tridimensional aprovechando el relieve de la roca? ¿Cómo diablos aprendieron a aerografiar, a representar el movimiento e incluso a escorzar sus figuras?

Plano de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Plano de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Al prodigio se añade el uso de la tecnología actual: al entrar en la Neocueva, nos topamos primero con el campamento paleolítico, un abrigo recreado en roca donde cobra vida una familia de cazadores magdalenienses gracias a una proyección sobre una luna de cristal. Más allá, el pasillo serpea para mostrarnos la excavación arqueológica y el taller del pintor, antes de desembocar en la sobrecogedora gran sala con sus casi 200 metros cuadrados de techo pintado y repintado. Por último, la galería final rescata algunas de las pinturas y grabados hallados fuera de la cavidad principal. Y en cuanto al aspecto más práctico, quien planee visitar la Neocueva en fechas de gran afluencia, como Semana Santa o algún puente, haría bien en comprar las entradas por anticipado para evitar esperas y asegurar la visita, ya que el aforo es limitado. Quien sea más de improvisar, puede comprar las entradas directamente en taquilla. Y los horarios, aquí.

Me habría encantado acompañar este artículo con un vídeo mostrando las maravillas de la Neocueva. Pero tratándose de una visita familiar, no viajé como periodista. Y mi primera crítica al Museo de Altamira es la absurda y anacrónica prohibición al público de tomar fotografías y vídeos en el interior, por lo que me veo ilustrando este post con fotos enlatadas. Dado que la excusa de los flashes ya no es válida, y en tiempos en que llevar un móvil con cámara es obligado incluso para quienes criticamos la alienación de la era digital y jamás nos hemos hecho un selfie, prohibir la toma de imágenes solo se entiende como burda argucia comercial para que compremos postales. Y tratándose de un museo público y, por tanto, de un patrimonio de todos, el veto a las fotos es sencillamente un abuso contractual sin ninguna justificación razonable.

Mi segunda crítica se refiere a un panel en el museo adjunto donde se muestran algunos recortes de prensa. Allí figura de forma prominente un reportaje publicado en El País en el que se defiende que la reciente reapertura de la cueva original no afectará a su conservación. Pero se omiten los muchos otros artículos en los que innumerables expertos han aconsejado mantener la clausura del recinto para asegurar su perpetuidad. Y antes que condicionar la opinión de los visitantes con un ejercicio de propaganda, la dirección del museo debería ayudar a promover el debate sobre una controversia que aún no está zanjada.

Hace un año conté aquí la apertura del facsímil de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes. Los autores de la réplica expresaban que su intención era dejar a los propios visitantes la posibilidad de concienciarse sobre la necesidad de cerrar el sepulcro original para garantizar su preservación. Y a medida que los propios turistas eligieran visitar solo la reproducción, decían, el gobierno egipcio iría ganando argumentos para limitar el acceso a la tumba auténtica sin que la decisión resultara traumática ni el turismo en Luxor se resintiera. ¿No es más honesto este enfoque, al tiempo que más astuto, que tratar de fabricar una verdad silenciando al oponente? ¿Es que esto último ha funcionado a largo plazo alguna vez desde el Paleolítico?

El circo de Cervantes frente a la ciencia de Ricardo III

Cuánto daño ha hecho el CSI, solía lamentarse un amigo de formación también científica. Él era devoto de la serie, que por otra parte presenta un bien sostenido sustrato de ciencia. Pero las exigencias del guión, que incluyen la resolución de (casi) todos los crímenes en los 45 minutos que dura un episodio –imagino que los policías de verdad también tendrán algo que decir al respecto–, obligan a acelerar los tiempos de las pruebas experimentales de una manera ridículamente irreal. Quienes esperaban, en la rueda de prensa sobre el proyecto Cervantes celebrada esta semana, que una investigación iniciada en enero iba a presentarse en marzo con conclusiones, estudios de ADN y todo, tal vez hayan visto mucho de CSI, pero no tanto de ciencia real.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, y el antropólogo Francisco Etxeberria, director del proyecto Cervantes, presentan los resultados de la investigación en Madrid el pasado 18 de marzo. Imagen de EFE / Sergio Barrenechea.

No culpo a mis compañeros de Cultura, sino a sus jefes. Sencillamente, ellos no debían estar allí. Como veterano del periodismo y de la ciencia, hace años comprendí la idea que los directores de los medios de comunicación suelen tener sobre lo que debe ser una sección de ciencia: algo que cualquier lector pueda saltarse olímpicamente y aun así permanecer debidamente informado. No estoy exagerando: en un medio para el que trabajé, las pocas ocasiones en que los mandamases consideraban que alguna noticia científica era una parte imprescindible de la actualidad informativa –como la puesta en marcha del LHC o su descubrimiento del bosón de Higgs–, la noticia se sacaba de la sección y se llevaba a portada, para mantener el principio de que cualquier lector podía utilizar la sección de ciencia para envolver el pescado y aun así permanecer debidamente informado.

Para sostener la tesis que vengo a traer, voy a comparar el caso de Cervantes con otro parecido, el del rey Ricardo III de Inglaterra. En 2012, un nutrido equipo de investigadores, bajo el mando de la Universidad de Leicester, comenzó a rastrear el subsuelo de un aparcamiento de aquella localidad británica en busca de los restos perdidos de Ricardo III, el que en la obra de Shakespeare ofrecía su reino por un caballo. Lo último que se supo del monarca fue que nadie atendió su súplica y que por ello murió en combate, siendo su cadáver enterrado en un monasterio franciscano. Aquel edificio desapareció largo tiempo atrás, y en su lugar se puso un aparcamiento. De ahí el inusual lugar de la búsqueda.

No fue hasta más de un año después que los investigadores anunciaron el hallazgo confirmado de los restos del rey, y este es casi un plazo récord (nota: allí estaba chupado; encontraron solo un esqueleto, y entero). Otro año después, todos los resultados se publicaban en la revista Nature Communications. El proyecto, en el que participaron algunos de los mejores investigadores europeos de todas las disciplinas involucradas, desde la historiografía a la química de isótopos, cuenta con una página web bien estructurada e informativa. Los resultados del mismo fueron difundidos y comentados en todas las webs internacionales de ciencia y en las secciones de ciencia de todos los medios digitales.

Pasemos al caso de Cervantes. Mi primera pregunta es por qué un proyecto de tamaña relevancia mundial discurre bajo la batuta de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, a la que la Wikipedia define como «una de las entidades de mayor significación en el campo de las Ciencias Naturales y Antropológicas del País Vasco». Con todo mi respeto hacia esta noble y antigua institución, de cuyos méritos no dudo, me atrevo a citar la existencia de alguna alternativa: por ejemplo, en España contamos desde hace ya algunos años con un organismo, bastante ignorado por el público, conocido como Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que reúne algunos de los mejores centros científicos en todas las disciplinas imaginables, desde la historiografía a la química de isótopos.

Gloria González-Fortes es una genetista gallega que ha participado en el proyecto de Ricardo III durante su estancia en la Universidad de York, ocupando un rutilante segundo puesto en la lista de firmantes del estudio en el que se publicaron los resultados. Durante una conversación con ella motivada por un reportaje que he escrito para otro medio, ambos nos lamentábamos comparando el penoso circo de Cervantes con la ciencia de Ricardo III. «En Inglaterra, en general, hay más interés por temas de ciencia», me comentaba Gloria. «En otro país, el de Cervantes sería un proyecto estrella. En Leicester están montando un museo, y hubo polémica entre Leicester y York porque ambas querían llevarse los restos. Aquí hay menos interés, y las autoridades tampoco lo hacen atractivo para el público», añadía.

Y una muestra, causa o consecuencia de todo esto, es el hecho de que España tampoco disponga de infraestructuras suficientes para abordar de principio a fin un proyecto como el de Cervantes. «En España faltan laboratorios potentes para tratar la parte molecular de la arqueología, que suele hacerse en colaboración con grupos como los de Leipzig o Copenhague, y eso a pesar del patrimonio arqueológico que tenemos». «Sería bueno que no dependiéramos siempre del extranjero, que no sea una total dependencia en la que solo aportamos las muestras», opinaba Gloria.

En el fondo de todo esto, yace enterrado un concepto decimonónico de la arqueología. «Aquí es una especialización de historia, mientras que en Inglaterra tiene muchas materias de biología molécular, isótopos, ADN, como una herramienta más en la investigación arqueológica. Aquí hay una tradición más de letras en estudios arqueológicos», valoraba Gloria. Lo que me devuelve a, y explica, el revuelo en la rueda de prensa de esta semana cuando los periodistas de Cultura esperaban, supongo, una verdad científica. Parece que entre la gente se entiende el concepto de verdad científica como absoluta e incontestable. Pero verdad científica es, de por sí, un oxímoron. Las verdades de verdad podrán ser políticas, judiciales o religiosas. Si queremos llamar verdad científica a algo, será una verdad que pueda falsarse al día siguiente. Eso es el método científico.

Decimonónico ha sido también el tratamiento del proyecto Cervantes de cara al público. Un empeño de tal trascendencia no parece contar con una página web que informe sobre sus objetivos, planificación, financiación, participantes y resultados. Uno debe emprender oscuras búsquedas en la web del Ayuntamiento de Madrid para encontrar alguna información al respecto. Una página, destacada esta semana, está dedicada a contarnos lo que la alcaldesa tenía que opinar sobre la cuestión. Mucho más enterrada está la única página, hasta donde he podido saber, en la que se detalla la composición del equipo investigador a propósito del inicio de la segunda fase del proyecto el pasado 23 de enero; página que viene titulada erróneamente como «Ayuntamiento de Madrid – La Noche en blanco: dispositivo policial, sanitario y de movilidad». Y en cuanto a los planes previstos y su financiación, lo único que sabemos es que la alcaldesa dijo que, tranquilos, «habrá dinero». Como a un niño se le promete la paga para el fin de semana.

Quizá algún lector esté descubriendo la conclusión de que el objetivo de este post es arremeter contra el Ayuntamiento de Madrid y el partido que lo gobierna. Error. Tal conclusión sería precisamente una muestra más de lo que vengo a vilipendiar. Quien haya leído unos cuantos posts de este blog ya estará advertido de que la política me importa tres rábanos. En Reino Unido, potencia científica envidiable, sería inconcebible que el asunto de Ricardo III se convirtiera en materia de rabietas partisanas, o que existiera la mínima discusión sobre la necesidad o no de financiar un proyecto así. Aquí, las soflamas a favor o en contra de la financiación del proyecto Cervantes han ardido en internet, tanto por parte de los columnistas como del público en general, y normalmente motivadas por su apoyo o no al partido político que gobierna la capital.

Por no hablar, o mira, sí, de las manifestaciones hostiles a la ciencia por parte de determinados personajes públicos. Francisco Rico, académico de la RAE, atacó el proyecto hablando de los ejemplares de El Quijote que se podrían haber comprado con el presupuesto invertido en la búsqueda de los restos de Cervantes, y declaró que «el cadáver es el excremento del cuerpo». Me pregunto si al señor Rico le agradaría que, cuando su vida llegue a un fin que espero muy lejano, sus propios restos sean tratados como tal.

Pero las de Rico no han sido, ni mucho menos, las únicas manifestaciones en esta línea. En las redes sociales y en los comentarios a las noticias en los medios he encontrado incontables descalificaciones del proyecto bajo el denominador común del insoportable gasto –más o menos lo que cuestan cuatro metros de ferrocarril de alta velocidad, o sea, de lado a lado del salón– y concluyendo con distintas variaciones de una sentencia lapidaria: «dejad que los muertos descansen en paz». Y durante la menstruación no hay que lavarse la cabeza. Y masturbarse te deja ciego. Caspa, superstición, caverna y cuentos de viejas. El mismo aire viciado de siempre, la llengua al cul, Basora, César, Kubala, Moreno i Manchón. El eterno hámster español corriendo en su propia rueda y creyendo que así avanza kilómetros. Pan y fútbol.

Epílogo: en junio, Gloria vuelve a marcharse fuera, a la Universidad de Ferrara, en Italia. Tratándose de ciencia, en ningún sitio como lejos de casa.