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Una droga y un veneno, ¿el origen de la vida?

La gran pregunta entre las grandes preguntas de la biología es cómo comenzó la vida en la Tierra. Desde los tiempos en que los biólogos evolutivos comenzaron por primera vez a buscar una explicación natural a este inmenso misterio, la respuesta a este conundrum ya no solo atañe a la comprensión de nuestro propio origen, sino a la posibilidad de que haya alguien más por ahí fuera rascándose su alienígeno coco al respecto de la misma pregunta.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de la Tierra temprana. Imagen de Wikipedia.

Como ya he comentado aquí anteriormente, la famosa ecuación de Drake, la que arroja una serie de términos para estimar el número de civilizaciones con capacidad de comunicación interestelar en nuestra galaxia, es un interesante ejercicio de especulación para la reflexión planteado por un físico. Se trata de un producto de varios términos, entre los cuales algunos conciernen a la física y tienen una posibilidad de estimación real; por ejemplo, la fracción de estrellas que contienen planetas.

Pero uno de esos términos, designado fl, expresa la fracción de planetas que desarrollan vida. Y sobre esto no tenemos ni la más mínima puñetera idea. Si es cero, el resultado final de la ecuación es cero. Sabemos que no es cero porque nosotros estamos aquí; pero bien podría ser algo tan próximo a cero que el resultado final fuera uno, es decir, nosotros y punto.

Resumiendo; para un biólogo, la ecuación de Drake es una tautología: estima la vida alienígena a través de un término que estima la vida alienígena. Este término no es una variable, sino la incógnita. ¿Para qué sirve entonces la ecuación de Drake?, se preguntarán.

Lo cierto es que Drake, un tipo muy lúcido, jamás ha pretendido que su ecuación se tomara al pie de la letra –como a menudo hace la divulgación popular– para calcular realmente la población alienígena de la Vía Láctea, sino que la propuso como materia de reflexión. Como bien explican aquí los amigos de SETI League, «la importancia de la ecuación de Drake no está en la resolución, sino en la contemplación; no se escribió en absoluto con propósitos de cuantificación»; y añaden con gran acierto que, si algo cuantifica la ecuación de Drake, es solo «nuestra ignorancia».

El motivo de que aún desconozcamos por completo esta fl es precisamente que no sabemos cómo surgió la vida en la Tierra. Y por tanto, aventurar que fl es muy alta o muy baja depende de la intuición personal de cada cual sobre la probabilidad de que las moléculas adecuadas reaccionen espontáneamente en condiciones determinadas para formar unidades de información autorreplicativas que conduzcan a su propagación, que estas unidades de información se traduzcan en funciones biológicas y que estas se individualicen en compartimentos separados autónomos, o células. Nada menos.

Desde hace más de medio siglo, los biólogos han tratado de lograr reacciones químicas en el laboratorio que simulen lo que pudo suceder hace unos 4.000 millones de años, cuando la vida en la Tierra comenzó a gestarse. Uno de los primeros, y tal vez el más famoso, fue el que hicieron Miller y Urey en 1952, en el que lograron generar aminoácidos (moléculas orgánicas complejas, los componentes de las proteínas) a partir de fuentes de carbono, nitrógeno e hidrógeno. Pero aún hay mucho camino por recorrer.

Hace casi un año conté aquí un precioso experimento elaborado por investigadores de Georgia Tech (EEUU) que demostró la posibilidad de formación espontánea de cadenas de aminoácidos en condiciones compatibles con las de la Tierra primitiva. La vía de aparición de las primeras proteínas sobre la Tierra es fundamental porque algunas de ellas, las llamadas enzimas, son imprescindibles para la vida. Por ilustrarlo con el primer ejemplo que me viene, las enzimas son como ministros matrimoniales que materializan la unión productiva entre otras proteínas.

Pero hay otra vía esencial sobre la cual los experimentos de Miller-Urey y Georgia Tech no aportan nada: la de los ácidos nucleicos, las moléculas como el ADN y el ARN encargadas de codificar la información, conservarla, perpetuarla y proporcionarla para que las enzimas puedan facilitar los procesos biológicos. Muchos biólogos piensan que el primer ácido nucleico pudo ser, antes del ADN, un ARN, ya que este puede actuar además como enzima. Es decir, el ARN puede ser un dos en uno, lo que simplificaría el proceso necesario para el arranque de la vida.

Pero aún es necesario demostrar cómo podría haberse formado espontáneamente un ARN en la Tierra primitiva. El ARN es una cadena compuesta por unidades llamadas nucleótidos (más concretamente, ribonucleótidos, frente a los desoxirribonucleótidos del ADN). Estos nucleótidos se representan por esas «letras» de las que habrán oído hablar: A, C, G, T. Solo que en el ARN la T, timina (o timidina), se sustituye por U, uracilo (o uridina). Así pues, habría que demostrar la formación de cadenas de A, C, G y U de manera espontánea en un ambiente de laboratorio que emule las condiciones de la Tierra primigenia.

Lo que vengo a contar después de esta larga introducción es que el mismo equipo de Georgia Tech que consiguió ligar cadenas de aminoácidos ha logrado ahora la formación de algo muy parecido a una cadena de ARN. Y los eslabones que han empleado para ello son curiosos: ácido barbitúrico y melamina.

Sin duda les sonará el ácido barbitúrico. No es una droga en sí, pero es el precursor de infinidad de ellas, todas las que terminan en -barbital. Marilyn Monroe, Elvis, Judy Garland y Jimi Hendrix son solo algunas de las numerosas estrellas que se apagaron a causa de estas sustancias. En cuanto a la melamina, tal vez recuerden el terrible caso en 2008 de las muertes de bebés en China por leche adulterada. La melamina es la base de la formica de las cocinas, pero en el organismo reacciona con el ácido cianúrico para formar cristales que se acumulan en el riñón y lo atascan.

Pues bien, resulta que el ácido barbitúrico y la melamina son muy similares a las moléculas que sirven de base a los nucleótidos del ADN y el ARN, de modo que podrían contemplarse como una especie de ancestros químicos de estas moléculas. Pero tienen una peculiaridad: cuando los investigadores los colocan simplemente en agua y en presencia de los componentes necesarios, todos ellos fácilmente presentes en la Tierra primitiva, reaccionan espontáneamente para convertirse en algo muy parecido a los nucleótidos biológicos.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una doble hélice de proto-ARN formada por nucleótidos de ácido barbitúrico y melamina. Imagen de Georgia Tech.

Una vez obtenidos estos por separado, ambos se unen para formar uno de esos peldaños típicos que vemos en la escalera del ADN. Después, y también de manera espontánea, los peldaños se ligan unos a otros para crear una doble hélice que recuerda muchísimo a una cadena de ADN, o ARN en este caso. Todo ello por sí mismo, sin intervención de enzimas, y en condiciones que podrían haberse dado perfectamente en los charcos de la Tierra antigua.

Por supuesto, aún sigue habiendo mucho camino por recorrer. Lo que han obtenido los investigadores no es un ARN, sino algo que tiene el mismo aspecto físico y una estructura química muy parecida. Pero el ácido barbitúrico y la melamina aún deberían sustituirse por los nucleótidos biológicos, como adenina y uracilo. Y uno de los coautores del trabajo, Ramanarayanan Krishnamurthy, ha dejado claro: «Es un camino complejo que aún tendríamos que diseñar al menos sobre el papel, y aún no estamos ahí». Pero también añade: «Nos estamos acercando a moléculas que se parecen a lo que pudo ser la vida en sus etapas tempranas».

Como dice el codirector del estudio, Nicholas Hud, «la Tierra temprana era un laboratorio desordenado donde probablemente se producían muchas moléculas como las necesarias para la vida». De este juego de azar depende la fl de la ecuación de Drake que aún no estamos ni cerca de estimar. Pero si la línea de investigación que siguen Hud y Krishnamurthy llegara a demostrar una ruta biológica plausible, podríamos llegar a tener un argumento teórico para sostener que fl es distinta de cero. El hecho de que estemos aquí es un argumento práctico, pero en ciencia un caso anecdótico (nuestra existencia) no basta para justificar una teoría (la existencia de otros).

Y como acabo de caer en que hace tiempo que no les dejo con algo de música, aquí viene Hendrix.

¿Puede el ébola mutar y contagiarse por el aire?

En estos días en que rueda la bola del ébola, todos los medios de comunicación disparan intensas ráfagas de declaraciones procedentes de las fuentes más variopintas. A veces da la sensación, y esta es una humilde opinión personal que puede discutirse (aunque no creo que merezca la pena hacerlo), de que muchos medios corren como pollos sin cabeza, recurriendo a voces que, siendo relevantes, no son necesariamente las mejor informadas.

Pongo un ejemplo: para comentar los resultados de fútbol, a ninguna redacción de deportes se le ocurriría llamar al presidente de la Federación Española (creo que se llama así, y me disculpo si me equivoco; ya he dejado claro aquí que no practico esa religión), sino a los jugadores y entrenadores de los equipos. ¿No? Y sin embargo, en varios medios he visto/oído/leído cómo las redacciones recurren para hablar del ébola al presidente de nosequé, o al expresidente de tal y rector de cuál universidad. No pongo en duda la autoridad de estos augustos señores, como tampoco al presidente de la federación de fútbol le cuestionaría, supongo, su conocimiento de la religión a la que representa. Pero podremos coincidir en que los portavoces más apropiados son los que están, como suele decirse, hands-on, y estos difícilmente suelen ejercer como presidentes de nada, porque están demasiado ocupados investigando o curando enfermos.

El problema con las fuentes verdaderamente relevantes se resume en un símil maravilloso que leí recientemente: cuando un científico habla «on the record«, no especula ni sobre el color de sus calcetines sin mirarse antes los tobillos. Acostumbrada la población a las verdades de los políticos, que responden con categóricos «siempre», «nunca jamás» o «puedo prometer y prometo», el lenguaje de todo buen científico nunca puede ir más allá del «tal vez», «posiblemente», «sería raro», «hasta donde sabemos» o incluso el viejo y simple «no lo sé».

Fotografía de falso color un virión del ébola al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Wikipedia.

Fotografía de falso color un virión del ébola al microscopio electrónico. Imagen de CDC / Wikipedia.

El problema es que, en tiempos convulsos como estos, el público quiere respuestas contundentes. Pero la ciencia no puede darlas. Una de las preguntas más escuchadas estos días se refiere a la posibilidad de que el ébola «mute» y llegue a contagiarse por vía aérea. Y ante esta pregunta, los científicos no aseguran ni sí ni no, ni blanco ni negro. Nadie puede poner en riesgo su credibilidad por una cuestión de probabilidades, aunque esto no quepa en la visión del mundo de los políticos.

Vayan aquí unas ideas básicas para llevar. Primero, y al contrario de lo que nos presenta la cultura popular, ningún organismo muta para hacerse más fuerte, más peligroso o para hacer más la puñeta a otros. La mutación (cambio en el ADN) es un proceso ciego y básicamente aleatorio. Siempre que se produce una mutación, lo que ocurre con enorme frecuencia, el resultado puede favorecer la supervivencia o la reproducción del organismo en su entorno, o perjudicarla, o no tener consecuencia alguna, opción que según muchos científicos es la mayoritaria. Si la mutación es ventajosa y existe una presión selectiva exterior, es posible que este cambio acabe predominando en la población.

Un ejemplo de esto último son las resistencias a antibióticos que surgen en las bacterias, quizá el ejemplo más clásico y sencillo de evolución exprés en el laboratorio. Si a un cultivo de bacterias se le añade uno de estos fármacos, es posible que algunas bacterias resistentes logren crecer. Pero no es la adición del antibiótico lo que provoca en las bacterias una voluntad de sobrevivir que las obliga a mutar. Como ya propuso Darwin (con otras palabras, ya que en su época no se conocían aún los genes) y han demostrado innumerables experimentos, la mutación es preadaptativa; es decir, preexistente, y solo se manifiesta al aplicar una presión ambiental que favorezca el crecimiento de las bacterias capaces de sortear la agresión.

En el caso del ébola, primero habría que determinar si existe una trayectoria de mutación (o combinación de mutaciones en el orden correcto) que pudiera conferir al virus la capacidad de transmitirse por el aire y que debería producir, como mínimo, una infección masiva de las vías respiratorias. Esta es una pregunta para los virólogos especialistas en filovirus (y no para el presidente o expresidente de nada); pero aunque la respuesta fuera afirmativa, y volviendo al ejemplo de las bacterias y el antibiótico, hace unos años un experimento publicado en la revista Science determinó que, de 120 trayectorias posibles para que una bacteria concreta adquiriera resistencia a un antibiótico, solo cuatro o cinco de ellas eran realmente viables. Y conviene destacar que, aunque el virus del ébola es especialmente propenso a mutar por la naturaleza de su material genético (ARN en lugar de ADN), cualquiera de estas rutas mutacionales es como una combinación de una caja fuerte.

Una razón importante para lo anterior es que las mutaciones también producen otros efectos secundarios. Por ejemplo, hace un par de años un controvertido experimento publicado también en Science logró producir (nota: no por mecanismos naturales, sino por mutaciones específicas forzadas por los investigadores) un virus de gripe A H5N1 transmisible por el aire entre hurones, levantando un gran revuelo azuzado por ciertos medios. Lo que muchos de estos no contaron es que, al mutar, el virus dejó de ser letal en los hurones.

Incluso si existiera esa combinación de mutaciones para el ébola y no lo inactivara ni apagara su agresividad, otro factor a tener en cuenta es que, para que un fenotipo se extienda en una población, hace falta una presión selectiva. En el caso de las bacterias, es el antibiótico el que selecciona a las bacterias resistentes impidiendo crecer a las demás. Pero en el caso del ébola, no hay tal presión: el virus se las arregla muy bien sin necesidad de transmitirse por el aire. Prueba de ello es que sigue existiendo, al contrario que las bacterias sensibles al antibiótico en presencia de este.

Y por si a alguien le quedara alguna duda de esto, se le borrará de un plumazo cuando comprenda que esto mismo es aplicable a otros muchos virus que llevan largo tiempo entre nosotros y que nunca han generado mutantes transmisibles por el aire: el VIH/sida, el virus de la hepatitis C, el del papiloma o el de la fiebre amarilla, por citar cuatro ejemplos muy conocidos. Es más: según escribe en su blog el virólogo de la Universidad de Columbia Vincent Racaniello, en más de cien años que el ser humano lleva estudiando los virus, jamás se ha encontrado un solo caso de cambio en la forma de transmisión. Así que, en lo que respecta a ese apocalíptico augurio de la mutación, que circula por ahí como tantas otras tonterías, podemos estar tranquilos. Como siempre, mirándonos los tobillos.