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Así se forja un Ig Nobel: las ovejas reconocen a Obama y Emma Watson

Hace cosa de un par de meses contaba aquí el palmarés de este año de los premios Ig Nobel, entregados cada año por la web Improbable Research a investigaciones publicadas que «primero hacen reír y luego hacen pensar».

Acaba de publicarse un estudio que está pidiendo a gritos un premio en una próxima edición: las ovejas aprenden rápidamente a identificar a personajes como Barack Obama o la actriz Emma Watson (Hermione en Harry Potter), con un grado de acierto que se queda ligeramente por debajo del de nosotros los humanos. Que, dicho sea de paso, y con la excepción de los pastores, difícilmente somos capaces de diferenciar a una oveja de otra oveja.

Tres investigadoras del Departamento de Fisiología, Desarrollo y Neurociencias de la Universidad de Cambridge (Reino Unido) entrenaron a un grupo de ovejas de la raza galesa de montaña para reconocer fotos de Obama, Watson, el también actor Jake Gyllenhaal y la presentadora británica Fiona Bruce. En el dispositivo utilizado por las científicas, en primer lugar se mostraba a las ovejas una pantalla con la foto del personaje, junto a otra pantalla en negro. Cada vez que el animal escogía la imagen, recibía comida como recompensa.

Después del aprendizaje, las ovejas regresaban al recinto a hacer el test. En este caso se les volvían a presentar los rostros de los mismos personajes, pero en la otra pantalla se mostraba la cara de otra persona del mismo género y etnia. En el 80% de las ocasiones, las ovejas elegían la foto del personaje famoso. Ensayos similares realizados en humanos con imágenes de caras desconocidas –las ovejas no leen el New York Times ni van al cine– han dado tasas de reconocimiento del 90%.

Experimento de reconocimiento facial. Imagen de Knolle et al., Royal Society Open Science.

Experimento de reconocimiento facial. Imagen de Knolle et al., Royal Society Open Science.

Pero esperen, que aún hay más. Para comprobar si las ovejas en realidad reconocían a las personas o simplemente habían aprendido a distinguir una imagen concreta, a continuación las investigadoras repitieron la prueba, pero en este caso cambiando las fotos presentadas a los animales durante el entrenamiento por otras de los mismos personajes con la cara girada en un ángulo. Incluso en este caso, acertaron en el 66% de las ocasiones. En humanos, la tasa de acierto en esta prueba es del 76%, solo diez puntos por encima de las ovejas. Cuando las investigadoras hicieron el ensayo de reconocimiento con fotos de los cuidadores de las ovejas en el recinto de la Universidad, los animales acertaban en 7 de cada 10 ocasiones sin ningún entrenamiento previo.

Vean un resumen del experimento en este vídeo:

Por algún motivo, los humanos tendemos a pensar en las ovejas como animales estultos o simplones. Probablemente sea por nuestros criterios antropocéntricos: los animales que más se nos parecen tienden a percibirse como más a nuestra altura, y esos ojos de algunos herbívoros con sus pupilas horizontales nos resultan extraños y poco familiares. Confieso que creo haber empleado alguna vez la metáfora de la mirada ovina para describir a una persona con un aspecto poco avispado. Sin embargo, varias investigaciones anteriores han revelado que las ovejas son notablemente listas a la hora de reconocer no solo a sus semejantes, sino también caras humanas y objetos.

El nuevo estudio muestra por primera vez que también son capaces de interpretar los rasgos de un rostro humano cuando se presenta en una perspectiva diferente a la que han aprendido; esta capacidad de extrapolar una imagen de dos dimensiones a tres «anteriormente solo se había demostrado en los humanos», escriben la neurocientífica Jennifer Morton y sus colaboradoras en su estudio, publicado en la revista Royal Society Open Science. Las autoras concluyen que la capacidad de las ovejas de reconocer caras es comparable a la de los humanos y otros primates.

Pero más allá de lo anecdótico, el estudio tiene un propósito relevante no solo en el campo del comportamiento animal. Morton y su grupo se dedican a estudiar la enfermedad de Huntington, un mal neurodegenerativo que va socavando las capacidades mentales de quienes lo sufren. Morton emplea las ovejas como modelo para estudiar esta dolencia. De hecho, algunos de los animales de este peculiar rebaño universitario llevan una mutación que produce la enfermedad, y la investigadora espera poder estudiar el deterioro cognitivo con el fin de mejorar los tratamientos. Primero reír, luego pensar; por favor, marchando un Ig Nobel.

El moho es capaz de aprender y recordar

Decía Einstein que quien disfruta desfilando al son de la música no necesita un cerebro, ya que le basta con una médula espinal. Como ignoro en qué contexto lo dijo, no sé hasta qué punto pretendía o no resultar ofensivo ni hacia quiénes en concreto, pero lo cierto es que la afirmación es tan lúcida como merece, viniendo de quien viene: no todas las funciones que dependen del sistema nervioso están controladas por el cerebro. Y en efecto, para algunas de ellas basta con una médula espinal; por ejemplo, el patrón rítmico de la marcha.

Pero incluso más acá de las neuronas hay todo un mundo molecular capaz de desarrollar funciones básicas que tradicionalmente hemos entendido como típicas de algo parecido a un cerebro y, por tanto, exclusivas de los organismos que lo tienen. El descubrimiento de las capacidades cognitivas de las plantas, incluyendo la memoria, como conté aquí unos días atrás, está llevando a muchos científicos a abrir el concepto de inteligencia a otras formas de vida que no tienen neuronas, pero que llevan a cabo algunos de los cometidos de estas utilizando otros tipos de células. Si, como afirma una teoría, la memoria a largo plazo pudiera residir en los priones, proteínas infecciosas que saltaron a la infamia por culpa del mal de las vacas locas, todos los organismos que los poseen podrían expresar alguna forma evolutiva de memoria.

Y no solo: en 2008, un sorprendente experimento mostró que las bacterias son capaces de imitar a aquellos famosos perros de Pavlov que comenzaban a salivar al presentarles el estímulo que habían aprendido a asociar con la comida. Tradicionalmente se habla del sonido de una campana, aunque parece que esto podría formar parte de la leyenda popular.

La bacteria Escherichia coli, el ratón microbiano de los laboratorios, altera su metabolismo cuando se encuentra dentro del tubo digestivo para adaptarse a la ausencia de oxígeno. La falta de aire en esta situación viene acompañada por otra condición ambiental, una temperatura mayor que la del exterior. Tres investigadores de la Universidad de Princeton (EEUU) demostraron que es posible enseñar a las bacterias a prepararse para la vida sin oxígeno. Una vez entrenadas de esta manera, bastaba con subir la temperatura de los cultivos de 25 a 37 ºC para que cambiaran su metabolismo anticipando la falta de aire.

Hay una diferencia importante con los perros de Pavlov. Estos fijan lo aprendido mediante el refuerzo de conexiones neuronales, del mismo modo que hacemos nosotros para almacenar un recuerdo. En cambio, las bacterias aprenden a lo largo de muchas generaciones, siguiendo un camino evolutivo que las lleva a desarrollar una respuesta. Pero el concepto no es tan diferente: las bacterias aprenden retocando y reforzando conexiones entre distintos genes de su cromosoma. Y una vez que han adquirido esta capacidad, entran en modo anaerobio con solo simular la entrada en la boca aumentando la temperatura; ya saben lo que viene después.

¿Qué diablos es eso? El moho mucilaginoso 'Physarum polycephalum'. Imagen de Wikipedia.

¿Qué diablos es eso? El moho mucilaginoso ‘Physarum polycephalum’. Imagen de Wikipedia.

La última sorpresa sobre las capacidades de aprendizaje y memoria en organismos sin cerebro nos llega ahora por parte de un moho. Physarum polycephalum es lo más parecido a un vómito que podemos encontrar sin serlo. Pertenece a los mohos mucilaginosos o mucosos, un nombre con el que se conoce a varios grupos de organismos que antes solían clasificarse como hongos y que hoy se encuadran en el reino Protista, el de los protozoos.

Si algo tienen en común los mohos mucilaginosos es lo que podría decir cualquiera que se topara con uno de ellos: ¿qué diablos es eso? Para los aficionados al terror de serie B, un famoso pariente de ficción sería el protagonista de la película The Blob. Uno de los más conocidos y estudiados en el laboratorio es Physarum polycephalum, una masa amarillenta que suele crecer en la materia vegetal en descomposición, en zonas húmedas y sombreadas.

Physarum polycephalum es un microbio, algo parecido a una ameba, aunque enormemente peculiar. Tiene un ciclo de vida complejo, y durante una parte de él forma inmensas células con muchos núcleos y un solo cuerpo. Pero uno de los campos de investigación sobre este blob no estudia su fisiología puramente mecánica, sino lo que es capaz de hacer. Y en esto deja atrás al clásico circo de pulgas.

En 2010, a un equipo de investigadores japoneses se le ocurrió la delirante idea de construir una réplica de Tokio y sus alrededores, poniendo comida para Physarum en las 36 poblaciones circundantes para estudiar cómo este organismo conectaba los distintos núcleos. El resultado fue que el blob reprodujo con bastante fidelidad la red ferroviaria de Tokio, optimizada durante años por ingenieros. Y aún hay más: experimentos similares pusieron al blob a rediseñar las redes de autopistas de Inglaterra y de la Península Ibérica. En este último caso, los resultados fueron curiosos: Physarum reprodujo siete de las once principales vías romanas que existían en la península en el año 125.

El más difícil todavía nos llega ahora por parte de investigadores franceses y belgas. Los científicos situaron a la masa amarilla ante un desafío: cruzar un puente de agar (una especie de gelatina utilizada en los cultivos) para alcanzar la comida. Esto no representaba ningún problema para Physarum, a no ser que los investigadores envenenaran el camino con dosis molestas, pero no letales, de quinina o cafeína, que no le gustan nada. Al principio se mostraba reacio a cruzar, pero pronto aprendía que no había ningún peligro y atravesaba el puente casi con la misma facilidad que los controles.

Después de esta habituación, los investigadores retiraron los estímulos negativos, la quinina y la cafeína, durante dos días, para que olvidaran. Y así ocurría con la quinina: cuando después de los dos días de recuperación se les presentaba de nuevo esta sustancia, se comportaban como en la primera ocasión. Sin embargo, no era así en el caso de la cafeína; el blob que ya había sorteado antes esta amenaza aún recordaba que podía cruzar sin peligro, y lo hacía más rápidamente que otros no habituados antes a este obstáculo.

Sobre los mecanismos celulares que dirigen este aprendizaje, de momento los científicos solo pueden especular; no era el objetivo de este trabajo. Pero según escriben en su estudio, publicado en la revista Proceedings of the Royal Society B, hay una conclusión que nos empuja una vez más a abandonar nuestro concepto neurocéntrico de la inteligencia: «Muchos de los procesos que podríamos considerar rasgos fundamentales del cerebro, como la integración sensorial, la toma de decisiones y, ahora, el aprendizaje, se han demostrado todos ellos en estos organismos no neurales».