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Los humanos somos un mal alimento

Estarán de acuerdo en que hay pocos delitos más atroces que el canibalismo… si no fuera porque en general el canibalismo no suele ser realmente un delito. Probablemente no les suene el nombre de Armin Meiwes, pero tal vez sí lo que hizo: en 2001, este técnico de ordenadores alemán publicó un anuncio en internet en busca de un hombre que deseara ser comido, lo encontró en Jürgen Armando Brandes, lo mató y lo devoró, no precisamente en ese orden, y con el consentimiento de su víctima.

Saturno devorando a su hijo, de Goya. Imagen de Wikipedia.

Saturno devorando a su hijo, de Goya. Imagen de Wikipedia.

El llamado caníbal de Rotenburgo hoy cumple cadena perpetua por asesinato, pero antes de la apelación que amplió su condena fue sentenciado a ocho años por homicidio. La ley alemana, como la de otros países, no contemplaba específicamente el canibalismo como un crimen, por lo que su sentencia inicial era similar a la de cualquier otra persona que hubiera cometido un homicidio en circunstancias mucho menos atroces.

Pero el de Alemania no es un caso insólito de laguna legal. En otros muchos países sucede lo mismo, incluido el nuestro: como conté hace tiempo en un reportaje, no hay referencia al canibalismo en la legislación española.

La interpretación que apuntan los expertos es que se castiga por el artículo 526 del Código Penal, un breve parrafito que impone prisión de tres a cinco meses o multa de seis a diez meses para quien «faltando al respeto debido a la memoria de los muertos, violare los sepulcros o sepulturas, profanare un cadáver o sus cenizas o, con ánimo de ultraje, destruyere, alterare o dañare las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos».

Es decir, que si una persona se comiera a otra sin mediar otro delito, como un homicidio, recibiría legalmente el mismo castigo que alguien que hubiera dañado la lápida de un cementerio durante un botellón que se fue de las manos.

¿Y por qué? No tengo la menor idea, no soy abogado. Pero parece claro que los humanos tenemos una extraña relación con el consumo de nuestra propia especie. Hace tiempo también conté aquí que durante siglos en Europa se utilizaban partes humanas con fines medicinales. El canibalismo es uno de nuestros tabús culturales más extraños: al contrario que otros, el reconocimiento de su atrocidad va acompañado por una especie de morbo que suele conferir a las historias relacionadas con él una gran atracción popular. Ahí está el caso de los supervivientes del accidente aéreo de Los Andes en 1972, o en la ficción, el éxito del personaje de Hannibal Lechter.

Precisamente por ser un tabú, se ha violado repetidamente a lo largo de la historia como forma de humillar y someter a los vencidos o a las tribus rivales. A finales del mes pasado nos llegaba un estudio describiendo el hallazgo de signos de antropofagia datados en 10.000 años, ayer como quien dice, en la cueva de Santa Maira, en la localidad alicantina de Castell de Castells. En este y otros muchos casos de canibalismo antiguo, los científicos se preguntan y discuten si la práctica tenía motivos rituales o si era simplemente una manera de matar el hambre, a falta de osos o mamuts.

Ahora, el arqueólogo James Cole, de la Universidad de Brighton (Reino Unido), dice tener una respuesta. ¿Conocen esos recuadros en las etiquetas de los productos que informan sobre el contenido nutricional, carbohidratos, grasas, proteínas, calorías…? Pues en un curioso estudio, publicado en la revista Scientific Reports, del grupo Nature, Cole ha elaborado esa etiqueta para el ser humano; no como consumidor, sino como alimento.

El resultado global es que nutricionalmente no podemos competir con otras especies disponibles para los humanos prehistóricos. Cole ha calculado el alimento que proporciona un hombre delgado de 66 kilos, lo que podía ser un enemigo medio en tiempos ancestrales, y le salen en total 144.000 calorías; 32.000 de ellas procedentes del músculo, o lo que entendemos por carne cuando comemos carne.

Según Cole, el valor nutricional de los humanos se asemeja al de un antílope, quedando muy por debajo del de un caballo (200.100 calorías), un oso (600.000) o por supuesto un mamut (3,6 millones). Pero aunque la energía que puede aportar comerse a un enemigo no es algo a despreciar, Cole aporta un argumento razonable: es mucho más difícil cazar a un semejante que a un animal de otra especie. En los antiguos enfrentamientos tribales, los enemigos tenían igual capacidad física e intelectual que uno mismo, y las mismas armas. Una lucha de igual a igual es mucho más arriesgada que la caza de otra especie. Como método de alimentación, alega Cole, la caza humana no compensaba el esfuerzo y el riesgo.

El arqueólogo concluye que probablemente las razones por las que nos hemos comido unos a otros a lo largo de toda nuestra historia son las mismas hoy que en el principio de los tiempos: rituales, sociales, supervivencia en casos extremos… Aunque los signos de antropofagia hallados en otros yacimientos prehistóricos tiendan a anclarnos a la idea de que aquellos seres eran humanos solo en su aspecto, pero que internamente eran simples bestias sin pizca de humanidad, es bien posible que nunca haya sido así; que incluso en aquellos tiempos remotos, comerse a otro ser humano no fuera un simple acto de alimentación, sino que siempre haya tenido el aspecto desesperado o perverso de casos como el accidente de Los Andes, Armin Meiwes o Hannibal Lechter.