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Tonterías que se dicen: los desodorantes provocan cáncer

Me ocurrió hace unas semanas, cenando con unos amigos. No recuerdo a propósito de qué, arrojé a la conversación un comentario que había escuchado sobre la excéntrica moda entre ciertas estrellas de Hollywood de prescindir del aseo personal, entre ellos Leonardo DiCaprio y Matthew McConaughey, si la memoria no me falla. Mientras lo contaba, algunos reían, pero observé por el rabillo del ojo que una amiga conservaba un gesto plano. Hasta que, por fin, lanzó lo que estaba pensando, y era justamente lo que yo estaba pensando que ella estaba pensando:

–Es que los desodorantes provocan cáncer.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Así empezó otra conversación. Le expliqué a mi amiga el asunto de los desodorantes, los antitranspirantes, el aluminio y los parabenos, lo que se ha verificado sobre ellos frente a lo que se ha rumoreado sobre su presunto vínculo con el cáncer. Me llevé la sensación de que no sirvió de mucho. Y contradiciendo a Forrest Gump, mi amiga es de todo menos tonta. Trabaja en riesgos financieros, una materia complicada en la que la supongo experta, sobre la cual no tengo la menor idea y no osaría opinar, no digamos ya discutir. Por el contrario, cuando se trata de cuestiones con sustrato científico, se da la curiosa circunstancia de que el rumor es más poderoso que los hechos, y el mito que la ciencia, y la obcecación que la razón.

Tal vez nos estemos empeñando sin resultados esperables. La experiencia dice que es enormemente difícil, cuando no imposible, descabalgar a alguien de su creencia en las pseudociencias o en las leyendas urbanas, sobre todo cuando ayudan a sustentar una idea preconcebida o a alimentar una fe. Cuando falta la posibilidad de acceder a las fuentes originales, muchos se limitan simplemente a quedarse con aquella versión que mejor les encaja de entre las que circulan, sin importar su origen o credibilidad. Y cuando todo el mundo sabe algo porque lo dice un email, científicos, abandonad toda esperanza.

Prueba de ello es que el asunto de los desodorantes continúa vigente, a pesar de que ya es viejo y ha sido suficientemente desmentido. De él ya se ocupaba hace nada menos que 15 años la revista Journal of the National Cancer Institute, y por entonces decía sobre el rumor que ligaba los antitranspirantes con el cáncer de mama: «circulado vía email, el rumor ha estado presente durante meses, posiblemente años». En este caso, además, se ha creado un batiburrillo entre las proclamas originales de los antitranspirantes y la posterior entrada en acción de los parabenos, cuajando una mezcla explosiva que continúa triunfando.

Es difícil saber cómo comenzó todo, pero las primeras alarmas propagadas por email hace más de 15 años explicaban que las sales de aluminio presentes en los antitranspirantes, al taponar los conductos de las glándulas sudoríparas, impedían la expulsión de las toxinas y provocaban su concentración en los ganglios linfáticos de las axilas, donde causaban cambios celulares que conducían al cáncer. Además, añadían los rumores, los compuestos «químicos» de los desodorantes se absorbían a través de la piel e interferían con la acción de los estrógenos, hormonas que (esto sí es cierto) sostienen el crecimiento celular en la mayoría de los cánceres de mama. Las proclamas se apoyaban en el hecho de que la mayoría de los tumores mamarios brotan en la región más próxima a la axila. Al mismo tiempo, el aluminio se vinculaba también en otros foros con el desarrollo de alzhéimer.

Pero lo cierto es que ni entonces, ni ahora, existen estudios que asocien los antitranspirantes con el riesgo de padecer cáncer de mama. Un amplio estudio en 2002 y otro en 2006 no encontraron asociación entre ambos factores. En su día diversas organizaciones concernidas, como el Instituto Nacional del Cáncer de EE. UU. (NCI) o la Administración de Fármacos y Alimentos del mismo país (FDA), así como la Sociedad Americana del Cáncer y otros organismos, negaron la existencia de ningún vínculo. También la Asociación Española contra el Cáncer recogió la misma conclusión. La última revisión del conocimiento acumulado hasta hoy, publicada en 2014, concluye: «No hay pruebas convincentes ni consistentes que asocien el aluminio encontrado en la comida o el agua potable, a las dosis y en las formas químicas actualmente consumidas por las personas que viven en Norteamérica y Europa Occidental, con un aumento de riesgo de enfermedad de Alzheimer. Ni tampoco hay pruebas claras mostrando un aumento de riesgo de alzhéimer o cáncer de mama por el uso de cosméticos o antitranspirantes axilares con aluminio».

Y en esto llegaron los parabenos. Llegaron, aclaremos, a los emails virales, no a los productos de consumo. Los parabenos comenzaron a emplearse como conservantes en alimentos y cosméticos entre los años 20 y 30 del siglo pasado, al comprobarse sus potentes efectos bactericidas y fungicidas con una baja o nula toxicidad. Químicamente son parahidroxibenzoatos que existen en la naturaleza; se fabrican en el laboratorio porque resulta más fácil que extraerlos, pero algunos de los que se emplean son idénticos a los naturales.

Los parabenos se han utilizado durante décadas sin pruebas de efectos tóxicos relevantes en la población general. Hasta que en 2004 saltaron a la fama, o a la infamia, a raíz de un estudio dirigido por Philippa Darbre, de la Universidad de Reading (Reino Unido), en el que se demostraba la presencia de parabenos en 18 de 20 muestras de tejido de pacientes de cáncer de mama. Sumando que además los parabenos pueden imitar la función de los estrógenos y que se emplean también en los desodorantes, faltó tiempo para que una conclusión inflamara la red: los parabenos de los desodorantes provocan cáncer.

Mientras la alarma cundía, el estudio de Darbre empezaba a ser seriamente vapuleado por la comunidad científica, comenzando por cartas al director y respuestas de otros científicos en la misma revista que publicó el trabajo, Journal of Applied Toxicology (y que probablemente, gracias a Darbre, ganó algún punto en sus índices de impacto). No era para menos. Por no repetir los criterios que he expuesto aquí anteriormente, el trabajo era enormemente deficiente; para empezar, ni siquiera comprobaba los niveles de parabenos en mujeres sanas ni en otros tejidos diferentes del cuerpo. Un estudio sin controles no es un estudio. Pero además, la minúscula muestra de Darbre no demostraba absolutamente ningún tipo de causalidad, algo que he tratado en este blog en numerosas ocasiones (y por aportar un enésimo ejemplo más: un alienígena que aterrizara en nuestro planeta para estudiar las causas de los accidentes de tráfico podría llegar a la conclusión de que todos están provocados por el airbag, ya que aparece desplegado en todos los coches siniestrados). Por último, el estudio de Darbre tampoco indagaba en el origen de los parabenos encontrados en el tejido canceroso.

La plausibilidad biológica no se sostiene: la actividad estrogénica de los parabenos es de cientos a miles de veces menor que la de los estrógenos que fabrica el propio cuerpo. Del mismo modo, y atendiendo a la lógica del efecto dependiendo de la dosis y la actividad, el propio sistema hormonal sería un carcinógeno mucho más potente. Muchos otros compuestos ambientales imitan o interfieren con la función estrogénica. También lo hace la píldora anticonceptiva, para la que de hecho se ha sugerido un ligero aumento de riesgo de cáncer de mama, cervical y hepático (y una disminución para los de ovario y endometrio) que, aunque figura en las advertencias de administración, no se considera un riesgo serio.

Por su parte, Darbre no se rendía. En 2009 publicaba un artículo defendiendo su hipótesis, en el que afirmaba que la ubicación mayoritaria de los cánceres de mama “refleja el creciente uso de cosméticos en el área axilar”. La investigadora incluso pretendió avivar la polémica sobre el aluminio, publicando en 2005 otro estudio en el que, a partir de una interferencia in vitro de este metal con el mecanismo del estrógeno en una línea celular tumoral, se atrevía nada menos que a sugerir una implicación del aluminio en el cáncer.

Por desgracia para ella, pero como era de esperar, sus propias investigaciones posteriores no le dieron la razón: en 2012 publicaba (también en la revista Journal of Applied Toxicology) otro estudio en el que detectaba parabenos en muestras de tejido de 40 mujeres con cáncer de mama. Pero dado que muchas de las mujeres no utilizaban desodorantes, no le quedaba otro remedio sino descartar la asociación con estos productos.

Curiosamente, en esta ocasión descubría un nivel medio de parabenos cuatro veces superior al hallado en su estudio original; lo cual, una vez más, no apoya ningún efecto dependiente de dosis ni relación alguna causa-efecto. El coautor del trabajo Lester Barr declaraba: “Nuestro estudio parece confirmar la visión de que no hay una relación simple de causa y efecto entre los parabenos de los productos axilares y el cáncer de mama”. La propia Darbre admitía: “El hecho de que los parabenos se detectaran en la mayoría de las muestras de tejido de mama no implica que realmente causaran cáncer de mama en las 40 mujeres estudiadas”.

Mientras, el resto de los estudios han continuado corroborando lo que ya se conocía, que los parabenos no tienen efectos tóxicos significativos. Actualmente tanto la FDA como el NCI o la Unión Europea mantienen el mismo criterio sobre los parabenos que existía antes de Darbre: mientras nadie demuestre lo contrario, son seguros. En el caso de la UE, hubo una nueva revisión tras la aprobación de una ley en Dinamarca que aplicaba el principio de precaución para restringir dos tipos de parabenos en los productos destinados a los menores de tres años, por su posible interferencia con el sistema endocrino (no por ninguna sospecha de vínculo carcinogénico). Después de la revisión, el Comité Científico de Seguridad del Consumidor de la UE (SCCS) dictaminó que los parabenos continúan siendo seguros a las concentraciones autorizadas y en los casos en los que esta seguridad ha sido comprobada, lo que excluyó cinco compuestos concretos de la lista de productos autorizados por no existir datos sobre ellos. El documento del SCCS aseguraba haber empleado un criterio extremadamente cauto, aplicando “varias capas de supuestos conservadores”.

Resumiendo, y con toda la investigación ya acumulada, es extremadamente improbable que alguien llegue a demostrar un vínculo entre los desodorantes, el aluminio o los parabenos, y el cáncer. En este sentido merece la pena comentar un argumento que a menudo esgrimen quienes quieren ver en Darbre una Erin Brockovich enfrentada al poder de las compañías: “También decían que el tabaco no causaba cáncer hasta hace unos años”. Sencillamente, no es cierto: los efectos nocivos del tabaco se conocen desde que existe lo que podríamos llamar ciencia moderna. Comenzó a escribirse sobre ello ya a principios del siglo XIX, y eso que incluso ya en el año 1900 aún solo se habían descrito 140 casos de cáncer de pulmón en la literatura médica. El primer artículo científico sobre tabaco y cáncer de pulmón data de 1912. En la década de 1930 ya estaba científicamente establecido el vínculo carcinogénico del tabaco, lo que inspiró la primera gran campaña antitabaco de la era moderna, la de la Alemania nazi. Desde entonces miles de estudios (más de 34.000, según una búsqueda rápida) han mostrado, remostrado y demostrado los perjuicios del tabaco. Los parabenos también han estado presentes durante casi todo este tiempo y nadie ha podido imputarles un efecto carcinogénico, a pesar de que algunos lo han buscado con insistencia.

Tal vez alguien se esté preguntando, con lógico criterio: si los parabenos son inofensivos, ¿por qué muchas marcas los están retirando de su composición? La pregunta habría que formulársela a las compañías, pero es fácil imaginar el porqué: una vez que en la calle se han instalado las dudas sobre un producto, y diga lo que diga la ciencia, difícilmente hay vuelta atrás. Ninguna marca querría arriesgarse a perder a un solo consumidor reticente. Cuando un compuesto cae en desgracia, no corresponde a las compañías convencer de su seguridad, sino huir a toda prisa del ingrediente estigmatizado para poder ser los primeros en anunciar un desodorante “sin parabenos”. Un publicista decía que la publicidad es conservadora: se suma a la tendencia que en cada momento triunfa en la calle; se sube a la cresta de la ola, no trata de crear una ola.

Pero con ello surge un nuevo problema del que algunos expertos ya están advirtiendo, y es que los parabenos se están reemplazando por otros conservantes que no cuentan con un historial previo tan extenso y sólido de ensayos de eficacia y toxicidad. Algunas marcas han regresado al más clásico de los desodorantes naturales, el mineral de alumbre, uno de cuyos ingredientes principales es… ¿adivinan? Aluminio.