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Esta película de 1900 es la más antigua que existe de un eclipse de sol

Hace unos días, el pasado 29 de mayo, hemos celebrado el centenario de un fenómeno cuyo estudio científico convirtió a Albert Einstein en lo que es hoy; no en lo que él fue, sino en lo que es hoy. El alemán no necesitó otros argumentos que sus propios méritos para encumbrarse como uno de los mayores físicos de todos los tiempos. Pero en cambio, sus biógrafos tienden a coincidir en que el salto para convertirse en un icono (pósteres, camisetas) y en una antonomasia («este niño es un Einstein») se produjo gracias a un empujoncito mediático.

De hecho, suele decirse que Einstein fue el primer científico mediático de la historia, y no cabe duda de que es el más popular: todo el mundo sabe quién es Einstein, incluso quienes no tienen una idea clara de quiénes fueron los nueve físicos que le siguen en la encuesta publicada por la revista Physics World en 2000: Isaac Newton, James Clerk Maxwell, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Galileo Galilei, Richard Feynman, Paul Dirac, Erwin Schrodinger y Ernest Rutherford.

Ese salto de Einstein a la inmortalidad popular nació el 29 de mayo de 1919, cuando dos expediciones británicas a Brasil y a la isla de Príncipe, en la costa africana, fotografiaron un eclipse de sol con el fin de comprobar una predicción de la relatividad general: si la gran masa del Sol doblaba la luz de las estrellas cercanas –desde nuestro punto de vista–, desplazando sus posiciones en el cielo (Newton también había predicho esta curvatura, pero con un valor mucho menor).

Aquellas expediciones y experimentos contaron con el concurso de varias personas, pero su principal impulsor fue el astrónomo Arthur Eddington. Cuando Eddington y sus colaboradores confirmaron la predicción de Einstein, el diario The Times publicó un titular en portada a tres columnas calificando el hallazgo de “revolución en la ciencia”, con declaraciones de Joseph John Thomson, codescubridor del electrón y entonces presidente de la Royal Society, elogiando la teoría general de la relatividad como “uno de los pronunciamientos más trascendentales, si no el más trascendental, del pensamiento humano”.

El eco de aquella noticia rebotó por todo el mundo, con la colaboración esencial del New York Times, que tampoco se quedó corto en alabanzas a Einstein. Y todo aquel revuelo, dicen sus biógrafos, fue lo que convirtió al físico alemán en la primera superestrella de la ciencia, a pesar de que, según se decía entonces, pocos entendían realmente de qué iba su teoría. O quizás precisamente por ello.

Con ocasión de la celebración del centenario, que se ha conmemorado en todo el mundo con diversos actos, hemos recibido además un regalo histórico-científico por cortesía de la Royal Astronomical Society (RAS) y el British Film Institute (BFI): la primera película jamás rodada y que hoy se conserva de un eclipse total de sol. No se trata de aquel eclipse de Eddington, sino de otro acaecido casi dos décadas antes, en 1900.

Un fotograma del eclipse de sol rodado por Nevil Maskelyne en 1900. Imagen de BFI.

Un fotograma del eclipse de sol rodado por Nevil Maskelyne en 1900. Imagen de BFI.

El metraje es obra del mago británico Nevil Maskelyne. El ilusionismo en la época victoriana se convirtió en un punto de colisión entre la ciencia y lo paranormal; los magos, con el ejemplo de Harry Houdini a la cabeza, se convertían a menudo en detectives de los fraudes orquestados por médiums y demás espiritistas. Por entonces fue muy sonado el enfrentamiento entre Houdini y Arthur Conan Doyle, paradójicamente uno de los más prominentes paladines del espiritismo, a pesar de que su hijo literario, Sherlock Holmes, era un modelo de empirismo racional. Hasta tal punto llegaba la confusión entre lo científico y lo paranormal que lo segundo contaba incluso con el apoyo de notables científicos como Alfred Russell Wallace, coautor de la teoría de la evolución.

Uno de aquellos magos desmontadores de fraudes espiritistas fue John Nevil Maskelyne, quien al parecer fue también el inventor de los baños públicos de pago. Maskelyne tuvo un hijo también mago llamado Nevil Maskelyne, y por desgracia en la información publicada por la RAS no queda del todo claro quién de los dos fue el autor de la película del eclipse; padre e hijo vivían en 1900. Algunos medios han dado por hecho que fue el propio padre, John Nevil, mientras que otros lo atribuyen al hijo, Nevil.

Fuera quien fuese de los dos, su trabajo cinematográfico fue verdaderamente pionero: la histórica película de los trabajadores abandonando la fábrica Lumière se rodó en 1895. Pero además de mago y cineasta, Maskelyne era un apasionado de la astronomía. Utilizando para su cámara un adaptador telescópico de su invención, en 1898 filmó por primera vez un eclipse en India, pero la película fue robada durante el viaje de vuelta. Dos años después volvía a intentarlo, esta vez con motivo de una expedición de la Asociación Astronómica Británica a Carolina del Norte.

El 28 de mayo de 1900 rodó la breve película que ha permanecido olvidada, sufriendo el deterioro del tiempo en los archivos de la RAS, hasta que ha sido rescatada, escaneada y restaurada por los expertos del BFI para traernos esta joya del pasado, uno de los ejemplos más tempranos de cine científico.

Esto es, según la ciencia, lo que pudo pasarle al avión de ‘Manifest’

Imagino que incluso quienes no somos adictos a las series hemos echado de menos aquella virtud que tenía Perdidos de sorprendernos en cada nuevo episodio, dejarnos hambrientos con cada cliffhanger y mantenernos ocupados rascándonos la cabeza con la incógnita de si debajo de todas aquellas capas de misterio encontraríamos una historia de ciencia ficción o una mera fantasía sobrenatural (en las que, por definición, anything goes).

Por supuesto, todo duró hasta que J. J. Abrams y Damon Lindelof decidieron que su final no debía coincidir con ninguno de los propuestos por los fanes, y solo les quedó la opción de aquello. Pero a pesar del monumental descalabro final, desde entonces hemos tratado de encontrar los mismos ingredientes en otras imitaciones, sin éxito.

Por desgracia, tampoco parece que vayamos a encontrarlos en Manifest, la nueva serie estrenada esta semana, ya que quienes la han visto entera nos aconsejan que no nos hagamos ilusiones. La serie viene lastrada por un bajón de audiencia en EEUU tras los primeros episodios, y por el momento hemos podido comprobar la flojedad de los personajes y de sus soportes físicos reales, insoportablemente inferiores a Jack/Matthew Fox, Kate/Evangeline Lilly, Sayid/Naveen Andrews, Sawyer/Josh Lee Holloway, Locke/Terry O’Quinn, Hurley/Jorge García…

Pero a quienes nos fijamos en la ciencia incluso dentro de la ducha nos divierte buscar lo científico que subyace a las historias de ficción. Y lo cierto es que la ciencia tiene una explicación a lo que le sucedió al vuelo 828 de Montego Air con el que arranca el episodio piloto de Manifest.

Para quienes no lo hayan visto, resumo que los protagonistas de la serie suben a un avión que parte de Jamaica con destino a Nueva York. Durante la travesía, experimentan unas violentas turbulencias no anticipadas por las lecturas de los instrumentos, y en especial un extraño fenómeno de luces y estrépito durante unos segundos. Después, el vuelo prosigue sin más incidencias… hasta que, a su llegada a Nueva York, los ocupantes del avión descubren que durante su viaje de unas pocas horas han transcurrido más de cinco años para el resto del mundo.

Un fofograma de la serie 'Manifest'. Imagen de Compari Entertainment / Jeff Rake Productions / Universal Television / Warner Bros. Television.

Un fofograma de la serie ‘Manifest’. Imagen de Compari Entertainment / Jeff Rake Productions / Universal Television / Warner Bros. Television.

Naturalmente, no tengo la menor idea de cuál será el desarrollo posterior de la serie ni la explicación imaginada por los guionistas. Pero por pura curiosidad, la ciencia tiene un argumento para explicar teóricamente (repito, teóricamente) la asombrosa anomalía que sirve de premisa para la serie: se conoce como dilatación del tiempo y es una consecuencia de la teoría de la relatividad especial de Einstein.

A finales del siglo XIX, Albert Michelson y Edward Morley demostraron que la luz se movía a la misma velocidad en todas direcciones, Hendrik Lorentz propuso que los objetos se contraían en la dirección de su movimiento, y Hermann Minkovski describió un espacio-tiempo de cuatro dimensiones (tres en el espacio y una temporal) aplicando las ecuaciones del electromagnetismo concebidas por James Clerk Maxwell.

Todas estas ideas confluyeron en la cabeza de Albert Einstein: el espacio y el tiempo estaban ligados a través de una constante universal, la velocidad de la luz, lo que implicaba que no eran absolutos, sino que podían deformarse dependiendo del sistema desde el cual se observaran; si se tiraba de esta manta espacio-temporal desde una esquina de la cama, los efectos se notarían en la esquina contraria para que las ecuaciones de Maxwell continuaran cumpliéndose. Estas deformaciones en el espacio y el tiempo podían predecirse por un factor matemático que Lorentz había introducido en su hipótesis de la contracción, y que se llamó transformación de Lorentz.

Pero el hecho de que la velocidad de la luz en el vacío, c, fuera una constante universal, de valor igual a casi 300.000 km/s (hoy su valor estándar es de 299.792,458 km/s), resultaba en unas consecuencias bastante exóticas. Imaginemos que una nave vuela por el espacio a una velocidad constante cercana a la de la luz, y que el piloto decide encender los faros delanteros. ¿Qué ocurre con la luz de los faros?

Dado que la luz no puede viajar más rápido que la luz, un observador sentado en un asteroide inmóvil que viera pasar la nave debería observar que el chorro luminoso apenas logra salir de los faros. Y sin embargo, el piloto vería algo muy diferente: puesto que su sistema de referencia es tan válido como el del habitante del asteroide (un curioso ejemplo que expliqué aquí es el de la mosca que vuela dentro del coche), él debería contemplar el chorro de luz de los faros proyectándose hacia delante exactamente del mismo modo que si su nave estuviera parada en el suelo.

Antes incluso de que Einstein formulara su relatividad especial, este y otros experimentos mentales llevaron a los científicos a proponer que el tiempo (y el espacio, ya que ambos están ligados en esa manta del cosmos) se comporta de forma distinta según la velocidad relativa entre un observador y otro: el piloto vería que en su nave todo transcurre de forma normal; enciende los faros, y alumbran. En cambio, el habitante del asteroide vería que esto ocurre muy despacio: se encienden los faros y la luz va avanzando poco a poco, poco a poco, mientras observa cómo el piloto parece moverse a cámara lenta.

Esto se llama dilatación del tiempo, y tomó cuerpo y coherencia gracias a la relatividad de Einstein: cuando una nave se mueve a velocidades relativísticas, próximas a la de la luz, las agujas de su reloj corren más despacio que las de otro situado en tierra; todo se ralentiza. A la vuelta de su viaje, el piloto de la nave comprobará que, durante su vuelo de unas horas, en la Tierra han transcurrido días, meses o años. Así, la dilatación del tiempo permite viajar al futuro (no al pasado).

Este recurso se ha explotado a menudo en la ficción. Uno de los ejemplos más conocidos es la primera versión de El planeta de los simios, la de 1968 con Charlton Heston (el libro original era algo diferente). Quizá no sea el mejor ejemplo, ya que en la película parecían ser los habitáculos de la nave los que protegían a los tripulantes del paso del tiempo, algo que no tiene el menor sentido; pero durante la misión espacial de Heston/Taylor y sus compañeros, en la Tierra habían transcurrido miles de años. Aquí he contado también un bonito ejemplo musical, ’39, un tema de Queen compuesto –cómo no– por el astrofísico y guitarrista Brian May.

En resumen, la dilatación del tiempo según la relatividad de Einstein podría explicar teóricamente el viaje temporal de los protagonistas de Manifest. Pero para no dejar la explicación a medias, hagamos algunos números. La dilatación del tiempo se calcula aplicando un factor de transformación llamado factor de Lorentz, o γ (la letra griega gamma minúscula):

t’ = γ . t

En la fórmula, t’ es el tiempo transcurrido en tierra, t es el tiempo transcurrido en el avión y γ es el factor de Lorentz, que se expresa así:

γ = 1 / √ (1 − v²/c²),

donde c es la velocidad de la luz y v es la velocidad (constante) del avión. Es decir, que nos queda así:

t’ = t / √ (1 − v²/c²)

A partir de aquí podemos calcular a qué velocidad tendría que volar el avión para que los pasajeros del vuelo 828 de Montego Air descubrieran que, a la llegada de su viaje de Jamaica a Nueva York, ya no estuvieran en abril de 2013, sino en noviembre de 2018.

A las velocidades normales a las que estamos acostumbrados, la dilatación del tiempo casi no se nota. Como se ve en este gráfico, es solo a partir de aproximadamente la tercera parte de la velocidad de la luz (unos 100.000 km/s, o 360.000.000 km/h) cuando el efecto en el reloj comienza a hacerse ostensible (el eje vertical representa la relación entre el tiempo en tierra y el tiempo en el avión, mientras que el eje horizontal muestra la velocidad del avión en fracciones de la velocidad de la luz).

Gráfico de la dilatación del tiempo en función de la velocidad. Imagen de Zayani / Wikipedia.

Gráfico de la dilatación del tiempo en función de la velocidad. Imagen de Zayani / Wikipedia.

Así pues, y dado que la mayor parte del vuelo transcurre normalmente –a velocidades no relativísticas–, el tiempo t del avión en el que ocurre la magia es cuando tiene lugar el fenómeno extraño de las turbulencias y las luces; se supone que es en ese momento cuando el avión se catapulta a velocidad relativística. No recuerdo exactamente de cuánto tiempo se trataba, pero supongamos que son unos 10 segundos (el resultado no variará demasiado). Mientras, el tiempo t’ en tierra es de unos 5 años y 7 meses, o unos 173.664.000 segundos. Así es como nos queda la ecuación de la dilatación del tiempo, con el valor estándar de la velocidad de la luz:

173.664.000 = 10 / √ (1 − v²/299.792,458²)

De aquí podemos despejar la incógnita, v, para averiguar así la velocidad del avión. Y el resultado es que durante esos 10 segundos de turbulencias el avión volaba a 299.792,4579999995 km/s, o 1.079.252.848,799998 km/h. O sea, a más de mil setenta y nueve millones de kilómetros por hora.

Si lo expresamos como fracción de la velocidad de la luz, v/c, es un 0,9999999999999983 de la velocidad de la luz, o un 99,99999999999983% de la velocidad de la luz.

Claro que, como ya he dicho, todo esto es teórico. En primer lugar, durante esos 10 segundos el avión habría recorrido, despreciando otros efectos, 2.997.924,579999995 de kilómetros, es decir, casi tres millones de kilómetros, o algo menos de ocho veces la distancia de la Tierra a la Luna. Claro que por la contracción del espacio de Lorentz, los pasajeros habrían visto la Luna mucho más cerca de lo normal; y por el mismo efecto, quien estuviera mirando hacia el cielo en ese momento habría observado cómo la longitud del avión se acortaba.

Pero además habría otros efectos colaterales, también consecuencia de la relatividad: los pasajeros apenas habrían notado nada raro (si es que sus cuerpos hubieran podido soportar una aceleración instantánea hasta casi la velocidad de la luz), pero para un observador externo la masa del avión y de sus ocupantes se habría multiplicado enormemente (la masa también se ve afectada por la transformación de Lorentz), lo cual haría más difícil que el aparato se mantuviera en vuelo.

Además, dado que masa y energía son proporcionales por la ecuación de la relatividad einsteniana E = mc², siendo E la energía, m la masa y c la velocidad de la luz, esto implica que también se habría disparado la cantidad de energía necesaria para hacer volar el avión; no le habría bastado con el combustible de sus depósitos. Lo cual nos lleva a la conclusión de que algo o alguien debería ser el responsable de esta jugarreta a los pasajeros del vuelo 828. ¿Alienígenas? ¿Un experimento a manos de una civilización avanzada que ha roto el espacio-tiempo de los pasajeros, y de ahí las voces, las premoniciones…?

Ah, no, espera. Olvidaba que se trata de imitar a Abrams y Lindelof. Y ellos ya optaron por el espiritismo…

¿Realmente Einstein se equivocó?

Cuando en 1919 las fotografías de un eclipse de sol demostraron que la luz de las estrellas se curvaba al interponer la pesada masa del sol, como había predicho la relatividad general de Einstein, la prensa británica y estadounidense anunció una revolución científica liderada por aquel físico que hoy habría cumplido 138 años. A pesar de que pocos realmente entendían en qué consistía: en EEUU, el diario The New York Times publicaba la noticia señalando que «no más de 12 personas en todo el mundo podrían entenderla».

Albert Einstein en 1921. Imagen de Wikipedia.

Albert Einstein en 1921. Imagen de Wikipedia.

Por fortuna, hoy no solo son miles los físicos en todo el mundo que entienden a la perfección el trabajo de Albert Einstein y han construido sobre los cimientos que él sentó, sino que además hay también miles de canales por los que cualquier persona interesada sin conocimientos de física puede hacerse con unos conceptos básicos sobre la relatividad especial y la general.

Y sin embargo, los especialistas continúan hoy desgranando la obra de Einstein, desde sus artículos científicos a su correspondencia, para entender y explicar cuál era su visión de la naturaleza, ese objeto del que trata el estudio de la física. No todo está dicho sobre el trabajo de Einstein. Y de hecho, en algún sentido aún no se le ha entendido bien, a decir de algunos expertos.

Uno de los aspectos más discutidos del pensamiento del científico más famoso de todos los tiempos es su relación con la mecánica cuántica, una disciplina que él contribuyó a crear cuando explicó el efecto fotoeléctrico, lo que le valió el Nobel; pero con cuya interpretación mayoritaria siempre mantuvo una seria discrepancia.

En un reportaje publicado hoy con motivo del aniversario he explicado con más detalle en qué consistía la objeción de Einstein hacia la física cuántica. En pocas palabras y según la versión más corriente, el físico pensaba que la dependencia de la cuántica del concepto de probabilidad revelaba en realidad un agujero en la teoría, un territorio en el que debían existir variables ocultas no contempladas por la interpretación manejada por sus contemporáneos y que eran fundamentales para explicar cómo funcionaba la realidad. En resumen, Einstein no pensaba que la cuántica estuviera equivocada, pero sí incompleta.

Un ejemplo estaba en el principio de incertidumbre o de indeterminación de Heisenberg, según el cual no era posible medir la posición y la velocidad de una partícula al mismo tiempo, dado que la intervención del observador modifica las propiedades del sistema observado. La física cuántica resultaba extraña en su día, y todavía hoy, porque es diferente a la clásica; esta es determinista, mientras que la cuántica es probabilista. El comportamiento de las cosas grandes, que la experiencia nos hace interpretar como de sentido común, no funciona con lo infinitamente pequeño, y viceversa. Pero Einstein pensaba que algo estaba escapando a los teóricos para poder explicar también el funcionamiento de las cosas pequeñas desde una visión realista.

En 1935, y junto a sus colegas Nathan Rosen y Boris Podolsky, el físico publicaba un artículo bajo un título en forma de pregunta que claramente sugería la respuesta: ¿Puede considerarse completa la descripción mecano-cuántica de la realidad física? En aquel trabajo, los tres científicos planteaban un experimento mental que más tarde se conocería como la Paradoja Einstein-Podolsky-Rosen (EPR).

Suponiendo dos partículas que interaccionan entre ellas antes de separarse y cuya interacción vincula entre sí las propiedades de ambas, sería posible conocer la segunda propiedad de una partícula midiéndola en la otra, ya que una vez separadas no hay posibilidad de que la observación de una influya sobre la otra; a menos, claro, que existiera lo que Einstein denominaba una «truculenta acción a distancia» instantánea; pero no hay nada instantáneo, ya que cualquier posible interacción está limitada por la velocidad de la luz.

La Paradoja EPR fue discutida durante décadas, pero hoy hay una potente corriente entre los físicos que considera probada la «truculenta acción a distancia», el fenómeno llamado entrelazamiento cuántico (más detalles aquí y aquí). En los últimos años varios experimentos cada vez más finos y blindados parecen demostrar que las predicciones de la cuántica se cumplen, que las partículas se comunican entre ellas a pesar de estar separadas y que, en consecuencia, Einstein acertó al describir un fenómeno, pero se equivocó al creer que tal fenómeno no era posible.

Sin embargo, tal vez no todo es realmente lo que parece, o lo que asume la versión corriente. Hace unos días estuve hablando con Don Howard, profesor de filosofía de la Universidad de Notre Dame (EEUU) especializado en filosofía de la ciencia, y en concreto en el pensamiento de Einstein. Howard me contaba un detalle tal vez poco conocido, y es que en realidad la mayor objeción del alemán a la cuántica no era la ausencia de determinismo; pero es que su mayor objeción no estaba reflejada en el estudio EPR por una razón: «como sabemos por su correspondencia posterior, Einstein de hecho no escribió el EPR, sino que lo hizo Podolsky, y realmente no le gustaba el estudio».

Según Howard, «en una carta a Schrödinger poco después de la publicación del estudio EPR, Einstein explicaba que el punto principal quedaba enterrado por la erudición o por el excesivo formalismo del estudio». Para Einstein, el artículo se había centrado en justificar que la cuántica estaba incompleta basándose en la existencia de un caso especial de la realidad física que no tenía cabida en la teoría, pero su verdadera objeción era más profunda y general; la cuántica no era incompleta por no poder explicar algo muy concreto, sino más bien por no poder explicarlo todo en su conjunto.

Einstein veía más bien que la cuántica solo podía explicar la realidad si se prescindía de rasgos esenciales de la realidad tal como es, tal como él la había descrito a través de la relatividad aplicable a las cosas grandes. Podría decirse que los cuánticos describían retratos mediante ecuaciones, pero no narraban el relato de la realidad; por ejemplo, no tenía cabida hablar del pasado de una partícula; no sale en el retrato.

¿Estaba Einstein realmente equivocado? Desde luego, no creía en el entrelazamiento cuántico entre partículas separadas (que los físicos llaman no-localidad). Y para Howard, en esto hoy se habría rendido a las pruebas: «creo que habría cedido, por dolorosa que fuera esa concesión», dice. «¿Por qué? Porque, como dejó claro en muchas ocasiones, al final es la prueba empírica la que decide las cuestiones sobre la elección de teoría». Einstein era un realista, y hoy parece cada vez más claro que el entrelazamiento cuántico es real.

Pero según la visión de Howard y otros pensadores sobre cuál era el verdadero sentido de la objeción de Einstein a la cuántica, se entiende que históricamente tal vez un solo árbol, la paradoja EPR, ha tapado todo un bosque. Lo cierto es que hoy los físicos aún continúan batallando por darse la mano uniendo los dos túneles perforados desde ambos extremos, el de la cuántica y el de la relativística. Y está claro que Einstein acertó cuando escribió:

En cualquier caso, en mi opinión, uno debería guardarse de comprometerse dogmáticamente con el esquema de la teoría actual en la búsqueda de una base unificada para la física en su conjunto.

El primer Einstein fue quemado vivo

Nada mejor para colocar el chorro final de nata a esta semana dedicada a Einstein que una vuelta a los orígenes. El otro día conté que, según el punto de vista del propio físico alemán, la que hoy se recuerda como su genialidad individual era realmente una consecuencia directa del trabajo de otros antes que él; esa imagen clásica en ciencia de ver más allá aupándose sobre los hombros de gigantes. O en otra más pop a lo Indiana Jones, recorrer el último tramo hasta el escondite del Santo Grial gracias a que otros fueron resolviendo las pistas del mapa. Lo cual no oscurece el mérito de Indy, ni el de Albert.

Retrato de Giordano Bruno (1548-1600). Imagen de Wikipedia.

Retrato de Giordano Bruno (1548-1600). Imagen de Wikipedia.

En el caso de Einstein, él mismo citó a Faraday, Maxwell y Lorentz. En el principio hubo un londinense inigualable llamado Michael Faraday, un humilde aprendiz de encuadernador que nunca fue a la Universidad y que a pesar de ello descubrió el electromagnetismo; de él deberíamos acordarnos cada vez que pulsemos un interruptor y se haga la luz. Su relevo lo recogió un aristócrata escocés llamado James Clerk Maxwell que tradujo a ecuaciones lo que Faraday había descubierto.

Poco después el holandés Hendrik Lorentz comenzó a trabajar sobre las ecuaciones de Maxwell, descubriendo que se podía aplicar a ellas un tipo de transformaciones para hacerlas funcionar en cualquier sistema de referencia. Dicho de otro modo, que las leyes eran siempre válidas si dejamos de contemplar el espacio y el tiempo como términos absolutos; si olvidamos la ficción de que en el espacio existe algo que lo rellena y que permite definir un punto fijo. Lo que Einstein empleó como premisa, la constancia de la velocidad de la luz en el vacío, era una consecuencia del trabajo de Lorentz sobre las ecuaciones de Maxwell que explicaban las observaciones de Faraday.

Los sistemas de referencia a los que se aplicaban las transformaciones de Lorentz son aquellos que se mueven uno respecto al otro a una velocidad constante. Este es el escenario de la relatividad especial, descrito por Einstein en 1905 y que diez años más tarde amplió al caso más general que incluye la aceleración, en el que por tanto encajaría la gravedad y, con ella, todo el universo.

Pero fijémonos en esta situación de dos sistemas que se mueven uno respecto al otro a velocidad constante. No es un concepto físico abstracto. Cuando volamos en un avión, si no miramos por la ventana, y si no fuera por el ruido de los motores y las posibles turbulencias, parecería que en realidad no estamos moviéndonos. Si dentro del avión pudiéramos lanzar hacia la proa a velocidad constante a una mosca dentro de una caja de cerillas (algo hoy ya imposible debido a las normas de seguridad), la mosca tampoco notaría su movimiento. La mosca y nosotros somos víctimas de una ilusión, porque en realidad nos desplazamos cuando creemos estar quietos. ¿O es al revés?

Mientras, la estela de nuestro avión en el cielo capta la atención de un turista, que reposa apaciblemente sobre una hamaca en una playa ecuatorial. Pero ¿en realidad reposa apaciblemente? El turista no cae en la cuenta de que él, su tumbona, la playa con sus palmeras y todo lo demás están desplazándose a una disparatada velocidad de 1.600 kilómetros por hora, la de la rotación de la Tierra en el Ecuador. Pero el turista no cae en la cuenta de esto porque la Tierra no lleva motores ni sufre turbulencias. Y cuando mira hacia lo que existe fuera de su enorme nave, observa que en apariencia son el Sol y las estrellas los que se mueven.

Todo esto nos lleva a la conclusión de que el movimiento es siempre relativo y que para un observador es imposible tener una constancia real (=física) de su movimiento. El siguiente vídeo lo ilustra de una manera impecable. En este programa de la BBC, el físico Brian Cox deja caer desde lo alto una bola de bolos y una pluma dentro de una cámara de vacío, para eliminar la interferencia del aire. Ambos objetos caen exactamente al mismo tiempo, dado que experimentan la misma aceleración debida a la gravedad, y por ello los dos llevan la misma velocidad en cualquier momento concreto de su caída.

Con esto se comprende por qué algo hoy obvio para nosotros, que la Tierra gira en torno al Sol, fue históricamente tan difícil de entender y de demostrar. Aristóteles lo dejó claro: si la Tierra se moviera, una piedra lanzada hacia arriba debería caer en trayectoria oblicua, y no en vertical, ya que el suelo avanzaría mientras la piedra está en el aire. Costó mucho demostrar que Aristóteles se equivocaba.

Los libros de ciencia le atribuyen este mérito a Galileo Galilei. El italiano aportó pruebas de observación que demostraban el modelo astronómico de Copérnico, según el cual la Tierra giraba en torno al Sol. Pero sobre todo, Galileo consideraba que tanto podía decirse que, para nosotros, el universo entero se movía respecto a la Tierra, como lo contrario: introdujo el concepto de relatividad.

En su obra Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo Tolemaico, e Coperniciano (Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo), publicado en 1632, Galileo exponía el caso de un barco que se mueve a velocidad constante y sobre un mar en calma: alguien que estuviera experimentando con el movimiento de cualquier objeto en el interior del barco no notaría ninguna diferencia entre sus observaciones y las de alguien repitiendo los mismos experimentos en tierra.

Regresando brevemente hacia delante, la relatividad de Galileo sería el punto de partida que permitió a Isaac Newton formular sus leyes del movimiento, y siglos más tarde a Einstein recoger las transformaciones de Lorentz sobre las ecuaciones de Maxwell del fenómeno descrito por Faraday para concluir que la naturaleza se explicaba mejor suponiendo que las leyes físicas son inmutables y que, por tanto, son el espacio y el tiempo los que se deforman.

Volvamos ahora de nuevo hacia atrás. Lo cierto es que, como en el caso de Einstein, en realidad tampoco lo de Galileo fue un chispazo de genialidad individual. Desde Aristóteles, que puso los deberes, hubo otros gigantes que prestaron sus hombros, aunque Galileo no era demasiado propenso a reconocerlo: en 1610, su amigo Martin Hasdale le escribió una carta en la que decía:

Esta mañana tuve la oportunidad de hacerme amigo de Kepler […] Le pregunté qué le gusta de ese libro tuyo y me respondió que durante muchos años ha intercambiado cartas contigo, y que está realmente convencido de que no conoce a nadie mejor que tú en esta profesión […] Respecto a este libro, dice que realmente mostraste la divinidad de tu genio; pero estaba en cierto modo molesto, no solo por la nación alemana, sino por ti mismo, ya que no mencionaste a aquellos autores que iniciaron el asunto y te dieron la oportunidad de investigar lo que has hallado ahora, nombrando entre ellos a Giordano Bruno entre los italianos, a Copérnico y a sí mismo.

La carta figura en la colección de la correspondencia de Galileo, según recoge un estudio firmado por Alessandro De Angelis y Catarina Espirito Santo que se publicará próximamente en la revista Journal of Astronomical History and Heritage. Pero dejando aparte el censurable comportamiento de Galileo, y el hecho de que otros estudiosos como Jean Buridan o Nicole Oresme ya habían reflexionado en torno a las ideas que el italiano desarrollaría más tarde, De Angelis y Espirito Santo destacan un nombre que aparece en la carta de Hasdale y cuya contribución al principio de la relatividad no se ha reconocido: Giordano Bruno.

En 1584, Bruno publicó una obra titulada La cena de le ceneri (La cena del Miércoles de Ceniza) en la que empleó antes que Galileo el ejemplo del barco para enunciar que el avance de este era irrelevante de cara a cualquier observación del movimiento de las cosas en su interior. Esto lo atribuyó a una «virtud» por la cual todos los objetos del barco toman parte en su movimiento, estén en contacto con él o no. Según el estudio, Bruno estaba anticipando el concepto de inercia, la innovación introducida por Galileo (aunque acuñada por Kepler) que diferenciaba su visión de la de autores anteriores; para estos, el hecho de que un objeto suspendido dentro de un barco se moviera junto con la nave se debía a que era el aire el que lo arrastraba.

Según De Angelis y Spirito Santo, es probable que Galileo estuviera enterado del trabajo de Bruno e incluso que ambos llegaran a conocerse, ya que coincidieron en Venecia durante largos períodos. Pero aparte de que Galileo nunca admitiera esta influencia, los autores opinan que el hecho de que Bruno fuera quemado en la hoguera por sus ideas teológicas ha devaluado su contribución a la física. Así que por mi parte, y para cerrar esta semana de relatividad, vaya aquí mi recuerdo a Giordano Bruno, el primer Einstein, quemado vivo en Roma el 17 de febrero de 1600, en una época de matanzas auspiciadas por el fanatismo religioso. Y mi deseo de que ojalá esa época termine algún día.

El cosmos celebra a Einstein y Alicia con un gato de Cheshire relativista

Es una pena que el centenario de la relatividad general de Einstein, celebrado esta semana, haya eclipsado parcialmente otro aniversario: este jueves, 26 de noviembre, se cumplía el sesquicentenario (siglo y medio) del debut en las librerías de Alicia en el País de las Maravillas.

El gato de Cheshire, en la versión de Disney. Imagen de WIkipedia.

El gato de Cheshire, en la versión de Disney. Imagen de WIkipedia.

El libro de Lewis Carroll (junto con su continuación, A través del espejo) no solo es uno de los pocos cuentos infantiles que probablemente conoce todo espécimen humano que ha tenido la suerte de una infancia con cuentos; además es quizá uno de los más imaginativos e inspirados, sobre todo para haber sido escrito en una época en la que el género aún no acababa de escapar del corsé de la princesa suspirante y de las moralejas ejemplares.

Personalmente siempre me intrigó aquella historia plagada de situaciones surrealistas, personajes delirantes y diálogos con tan exceso o ausencia de lógica que, y no es broma, obligatoriamente debían llamar la atención del mismísimo Wittgenstein, gran admirador del cuento. Años después supe que los peculiares recursos narrativos de Carroll, de nombre real Charles Dodgson, se debían a su formación como matemático, la profesión que le dio de comer; por supuesto, hasta que los libros de Alicia se convirtieron en best-sellers. Pero ni siquiera entonces abandonó su puesto de profesor en el Christ Church College de Oxford.

Sobre las referencias matemáticas escondidas en la trama de Alicia, y la controversia sobre si realmente son tales, ya he escrito en otro lugar. Pero la disciplina científica que cultivó Dodgson no es la única que de una manera u otra se ha relacionado con Alicia. Claro que sugerir una posible inspiración del autor en, por ejemplo, principios físicos, no dejaría de ser una salvaje especulación sin fundamento.

Y sin embargo, no cabe duda de que en Alicia la realidad es relativa, ya que el tiempo y el espacio son volubles: en el episodio de la fiesta del té, el Sombrerero Loco y sus dos acompañantes están anclados en las 6 de la tarde porque el cuarto componente del grupo, el Tiempo, les abandonó. La Reina Blanca le cuenta a Alicia que la memoria corre en doble sentido, mientras que la Reina Roja le descubre que en su país suceden varios días a la vez, y que es necesario correr muy aprisa para quedarse en el mismo lugar.

Tal vez por todo esto, Alicia ha servido como referencia a muchos físicos para explicar fenómenos naturales. Algunos autores han recordado la caída libre de Alicia a través de la madriguera del Conejo Blanco a propósito de la idea similar que inspiró a Einstein, sustituyendo a la niña por un pintor que trabajaba en una fachada. Otros han empleado la carrera de la Reina Roja como ilustración de la imposibilidad de viajar más rápido que la luz.

Alicia y Einstein se funden en una imagen que la NASA ha publicado esta semana y que condensa los dos aniversarios que celebramos. En Alicia, el Gato de Cheshire desaparecía dejando colgada en el aire su sonrisa fosforescente. La formación que aparece en la foto es el grupo de galaxias Cheshire Cat, formado por la fusión de dos conjuntos más pequeños.

En la vista capturada por el telescopio espacial Hubble, los ojos corresponden a grandes galaxias que están curvando la luz de otras cuatro más externas y lejanas, las que forman la sonrisa y el contorno, debido a un efecto llamado lente gravitatoria y que Einstein predijo en 1915 en su relatividad general. Esta curvatura de la luz fue confirmada cuatro años después en fotografías astronómicas tomadas durante un eclipse de Sol que permitía estudiar las estrellas visualmente próximas a la masa solar sin que su brillo las ocultara.

En la imagen de la NASA, el resplandor violeta es la emisión de rayos X tomada por el observatorio Chandra, y que revela la presencia de gas caliente en la colisión entre ambos grupos. Dentro de unos 1.000 millones de años, estiman los científicos, los dos ojos se fundirán en uno, quedando una sola masa ciclópea. Entonces, como en Alicia, la expresión del Gato de Cheshire se desvanecerá.

Grupo de galaxias Cheshire Cat. Imagen de NASA/CXC/UA/J.Irwin et al/STScI.

Grupo de galaxias Cheshire Cat. Imagen de NASA/CXC/UA/J.Irwin et al/STScI.

Einstein: cien años no es nada (según el punto de vista del observador)

Hoy parece curioso que Einstein no considerara la relatividad una idea revolucionaria, adjetivo que reservaba solo para su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico; gracias al cual, por cierto, recibió el Nobel en 1921. Estas reflexiones de Einstein las detallaba Abraham Pais en su libro El Señor es sutil: La ciencia y la vida de Albert Einstein, que muchos físicos consideran la mejor biografía científica del alemán.

Albert Einstein en 1921. Imagen de F. Schmutzer / Wikipedia.

Albert Einstein en 1921. Imagen de F. Schmutzer / Wikipedia.

Einstein supo que su descubrimiento de que la luz venía en pequeños paquetes de energía, o cuantos, que más adelante se denominarían fotones, y que por tanto la luz se propagaba como una onda, pero que interaccionaba con la materia como una partícula, era un descubrimiento esencial para la teoría cuántica que empezaba a tomar forma a principios del siglo XX. En cambio la relatividad, tanto la especial como la general, fue en palabras de Pais una «transición ordenada». Einstein quitó importancia a su hallazgo, presentándolo como una «consecuencia directa» y una «terminación natural» del trabajo previo de otros científicos como Faraday, Maxwell y Lorentz.

Evidentemente, el juicio de Einstein era demasiado modesto, teniendo en cuenta que su teoría es hoy uno de los dos pilares de la física moderna, junto con la mecánica cuántica. Pero sí es cierto que quizá el público en general, el que naturalmente conoce de sobra el nombre de Einstein, posiblemente ignora los de Faraday, Maxwell y Lorentz, así como otros que han sido fundamentales en el desarrollo moderno de otras disciplinas científicas. Y es que si Einstein fue tan popular como para haberse convertido en un icono, o en un meme, tal vez esto ha sido hasta cierto punto independiente del verdadero peso científico de sus aportaciones.

[TRIVIAL: ¿Cuánto sabes sobre Einstein?]

Esto interesará especialmente a los periodistas: Einstein fue posiblemente (a su pesar) el primer científico mediático de la historia, o el primer caso de un científico convertido en famoso (en cursiva, en el sentido de los famosos del ¡Hola!, no de los de Nature) gracias a, o por culpa de, la prensa. Esta idea, que no es mía ni es nueva, queda profusamente desarrollada en la reciente obra del alemán Jürgen Neffe Einstein: A Biography, lamentablemente no traducida al castellano.

Primera página del manuscrito de Einstein explicando la teoría general de la relatividad (1915). Imagen de Wikipedia.

Primera página del manuscrito de Einstein explicando la teoría general de la relatividad (1915). Imagen de Wikipedia.

Neffe inicia su relato el día en que la vida de Einstein cambió para siempre, el 7 de noviembre de 1919. Aquella mañana el periódico The Times dio cuenta de un experimento que demostraba por primera vez la teoría de la relatividad general de Einstein, gracias a las fotografías que un equipo de astrónomos británicos había tomado de un eclipse de sol y que confirmaban la curvatura de la luz de las estrellas debida a la masa solar, como el físico había predicho. El Times calificó la relatividad como una «revolución de la ciencia» y «uno de los pronunciamientos más trascendentales, si no el más trascendental, del pensamiento humano».

Esta euforia del diario londinense apenas tuvo eco en España o Francia, pero en los países anglosajones provocó una reacción en cadena. Según Neffe, la prensa de Gran Bretaña y Estados Unidos de inmediato se subió con entusiasmo al carro de la revolución científica abanderada por aquel físico alemán que ya gozaba de gran prestigio entre sus colegas, pero que hasta entonces era un perfecto desconocido para el público. «Albert Einstein renació como leyenda y mito, ídolo e icono de toda una era», escribe Neffe.

Y todo ello, a pesar de que pocos se hacían la menor idea sobre qué demonios decía aquella teoría revolucionaria. Según Neffe, el diario The New York Times advertía a sus lectores de que «nadie se molestara en tratar de comprender la nueva teoría», porque «solo doce hombres sabios eran capaces de entenderla».

Este lunes leí un estupendo reportaje en El País de mi colega y amigo Manuel Ansede sobre la visita de Einstein a España en 1923. Conozco a Manolo y su afición por las historias de berlanguismo científico, aquellas que marcan el contraste de los avances de la modernidad occidental con la España cañí. Aunque es dudoso que el sueco medio tuviera (o incluso tenga ahora) un mejor conocimiento de ello que el español de a pie, lo cierto es que las reacciones en la sociedad y en la prensa españolas durante aquellas dos semanas «surrealistas» ilustran perfectamente cuál era la idea general sobre el trabajo de Einstein; o más bien la falta de ella.

El libro en el que se basa el reportaje de Manolo, Einstein y los españoles: ciencia y sociedad en la España de entreguerras, de Thomas F. Glick, incluye también una anécdota que plasma cuál fue y es la comprensión (errónea, anticipo) que ha quedado a pie de calle de lo que Einstein aportó a la ciencia. Como en toda anécdota, hay varias versiones, pero me quedo con la que parece más fiel a la realidad, la que aparece en la tesis doctoral del filólogo Samuel Michael Weis Bauer, leída en la Universidad Autónoma de Barcelona en 2012.

La anécdota tiene como protagonista al dibujante y humorista Antonio de Lara Gavilán (1896-1978), más conocido como Tono. En 1931, Tono viajó a Estados Unidos para probar suerte en Hollywood, y allí conoció a Charlie Chaplin, pero también a Einstein. Cito las palabras de Tono según la tesis de Weis:

A Einstein lo conocí poco después, y en casa de Charlot. Era un hombre sencillo y con gran sentido del humor… Estuve más de una hora charlando con él, a pesar de que yo no sabía inglés ni alemán, ni él sabía español ni francés… Cuando Neville y López Rubio me preguntaron de qué habíamos hablado, les respondí, naturalmente: “Le he dicho que todo es relativo”.

Y aquí está el problema. Igual que ya desde tiempos de Darwin algunos tergiversaron interesadamente la «supervivencia del más apto» para convertirla en un equivocado «solo los fuertes sobreviven» que fue la raíz del darwinismo social, también hay un einstenismo social basado en algo que Einstein jamás dijo y que, de hecho, está muy lejos de sus teorías: «todo es relativo». La frase aparece citada, atribuyéndola a Einstein, casi en cualquier artículo en el que venga a cuento, normalmente para favorecer las tesis del articulista.

Ahora que se celebra el centenario de la teoría de la relatividad general (1915), muchos medios ya han aprovechado para explicar algunos de sus aspectos, el tejido del espacio-tiempo, su curvatura, la luz que se dobla, el principio de equivalencia entre gravedad y aceleración… No veo necesario insistir en todo esto. Pero sí hay algo que creo conveniente destacar: la teoría de la relatividad no dice que todo es relativo. Sino más bien lo contrario.

Desde Galileo (o incluso antes, pero ya hablaré de esto otro día) se consideraba que el tiempo y el espacio eran absolutos, y que la definición física de la naturaleza dependía del observador: un hombre caminando hacia la proa sobre la cubierta de un barco en movimiento tenía en realidad una velocidad igual a la suya sumada a la de la nave. Había un marco de referencia preferido sobre otro, el del muelle frente al del propio barco. Einstein le dio la vuelta a esto al postular que era al contrario: las leyes físicas son invariantes, inmutables, y es la realidad la que se deforma, por lo que el espacio y el tiempo no son absolutos. Una nave en movimiento rápido acorta su longitud, su masa se hace infinita al aproximarse a la velocidad de la luz, y el reloj corre de distinta manera dentro y fuera de ella.

De hecho, cuentan que Einstein se refería a su teoría como Invariententheorie, o «teoría de los invariantes», y que fue Max Planck quien eligió el nombre que ha perdurado. Precisamente Einstein venía a decir que las leyes físicas eran las mismas en cualquier lugar del universo, en cualquier instante y a cualquier velocidad, que no había un marco de referencia privilegiado sobre otro, y que las mismas ecuaciones debían servir en todas las situaciones posibles de un observador. Sin embargo, triunfó el nombre que hace alusión al hecho de que, como consecuencia de esto, el espacio y el tiempo son relativos.

Ortega y Gasset (primero por la izquierda) con Einstein (cuarto por la izquierda) en Toledo, en 1923.

Ortega y Gasset (primero por la izquierda) con Einstein (cuarto por la izquierda) en Toledo, en 1923.

Volviendo a la visita de Einstein a España en 1923, hubo alguien ajeno a la física que comprendió perfectamente este sentido que subyacía a la teoría del alemán. Claro que no era un cualquiera: Ortega y Gasset se entrevistó con Einstein, lo presentó en su conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid, tradujo sus palabras del alemán al castellano y al día siguiente acompañó al físico y a su mujer en una visita a Toledo. La visión de Ortega sobre la relatividad quedó explicada en su ensayo El sentido histórico de la teoría de Einstein, en el que escribía:

¿Cómo la teoría de Einstein, que, según oímos, trastorna todo el clásico edificio de la mecánica, destaca en su nombre propio, como su mayor característica, la relatividad? Este es el multiforme equívoco que conviene ante todo deshacer. El relativismo de Einstein es estrictamente inverso al de Galileo y Newton. Para éstos las determinaciones empíricas de duración, colocación y movimiento son relativas porque creen en la existencia de un espacio, un tiempo y un movimiento absolutos.

[…]

La más trivial tergiversación que puede sufrir la nueva mecánica es que se la interprete como un engendro más del viejo relativismo filosófico que precisamente viene ella a decapitar. Para el viejo relativismo, nuestro conocimiento es relativo, porque lo que aspiramos a conocer (la realidad tempo-espacial) es absoluto y no lo conseguimos. Para la física de Einstein nuestro conocimiento es absoluto; la realidad es la relativa.

Así que ya lo saben: la próxima vez que oigan o lean eso de «como dijo Einstein, todo es relativo», no se dejen engatusar.

Para terminar, ¿qué tal un poco de música? ’39, de Queen, compuesta por el eminente músico y astrofísico Brian May, es una canción que retrata el efecto de la dilatación del tiempo según la teoría de la relatividad. ’39 es un tema de inspiración country-folk, como aquellos que recitaban los largos peregrinajes de los colonos irlandeses a través del océano con la esperanza de hallar en América su tierra prometida. Y esto es precisamente lo que relata ’39, pero con un giro: en este caso, los pioneros viajan al espacio en busca del nuevo mundo. Un año después regresan con buenas noticias, solo para descubrir que en la Tierra ha transcurrido tanto tiempo que apenas queda ya nada de lo que conocieron. La versión que traigo es post-Mercury; pertenece al doble álbum en directo Live in Ukraine (2009), grabado en septiembre de 2008 en Járkov (Ucrania). ’39 es un himno evocador y emocionante, de esos que se cantan a grito ronco con un brazo alrededor del hombro de un amigo y el otro haciendo bailar una pinta de cerveza. Espero que lo disfruten.

El breve instante en que estamos aquí, y tal vez solos

Quizá hayan oído que estamos de aniversario. Este miércoles se cumplen cien años desde que Einstein culminó su presentación de la teoría general de la relatividad a la Academia Prusiana de Ciencias. Mañana contaré alguna cosa sobre Einstein y su trabajo, pero hoy quiero aprovechar la ocasión para traer aquí otro asunto que guarda cierta relación con uno de los conceptos einstenianos, el distinto transcurrir del tiempo según la situación del observador.

Muchas fuentes atribuyen a Einstein una cita sobre la relatividad, comparándola con la distinta percepción del tiempo según que uno lo pase con una «mujer hermosa», suele decir la frase, o bien sentado sobre un fogón ardiente. Internet convierte en verdad que Fulano dijo X, y ya puede Fulano abandonar su pretensión de que jamás lo hizo. Pero aún queda alguna fuente rigurosa por ahí, como el blog Quote Investigator (QI), que rastrea los orígenes de presuntas citas. En este caso, QI llegó a la conclusión de que no hay ninguna prueba de la veracidad de la cita, pero concede que tal vez Einstein pudo dar esta explicación a su secretaria, Helen Dukas, quien le hacía de escudo frente a los molestos requerimientos de la prensa y el público, y que ella pudo transmitir esta idea a los medios.

Fotograma del vídeo de Business Insider.

Fotograma del vídeo de Business Insider.

Bien, a lo que iba. Obviamente, Einstein sabía mejor que nadie que la relatividad no trata de la percepción subjetiva del tiempo, sino que este transcurre de hecho de forma diferente en distintos sistemas. Pero si hablamos de esa impresión del correr del reloj, hoy les hablo de un vídeo que les ayudará a situar el tiempo en su justa perspectiva. Concretamente, el breve instante que ocupamos los humanos en todo esto.

Les hablo, porque lamentablemente no puedo insertarlo aquí, ya que el formato en su página original no lo permite. El medio que lo ha creado, Business Insider, suele colgar después sus vídeos en YouTube, pero aún no lo ha hecho con este. Se trata de un vídeo que muestra la historia de la Tierra como si fuera la distancia en línea recta de un viaje desde Los Ángeles hasta Nueva York. Las 2.450 millas (3.943 kilómetros) que separan ambas ciudades son los 4.540 millones de años de edad de esta roca mojada. El hecho de relacionar espacio y tiempo se convierte así también en un homenaje a Einstein, aunque no creo que fuera el propósito de sus autores.

A lo largo del viaje encontramos en qué momentos/puntos kilométricos van ocurriendo los distintos acontecimientos de la historia del planeta. Y por si les interesa, los humanos modernos aparecemos ya una vez que hemos llegado a Manhattan, a 570 pies (174 metros) del destino final. Toda nuestra historia registrada como especie ocupa solo los últimos 15,7 pies, menos de 5 metros. Desde la Segunda Guerra Mundial hemos recorrido 2,6 pulgadas, 6,6 centímetros. Pueden encontrar el vídeo aquí.

No es el primer ejercicio de este tipo que sitúa en perspectiva nuestra ínfima existencia como especie en la larga historia de la Tierra, pero quizá la analogía de las distancias nos facilita la imagen mental, ya que resulta muy fácil hacerse una idea sobre qué representan 174 metros, o 6 centímetros, en el recorrido total entre ambas ciudades.

Entre las muchas reacciones y reflexiones que el vídeo puede inspirar a cada cual, yo me quedo con una, la relativa a la vida alienígena. Recientemente escribí un reportaje dando voz a los científicos que sostienen la hipótesis pesimista de nuestra posible soledad en el universo. La idea es impopular, pero es tan científicamente argumentable como la contraria, aunque el público general tienda a descartarla bajo el sesgo geocéntrico. En realidad no tenemos ecuaciones que nos predigan de una manera solvente cuáles son las posibilidades reales de vida en otros lugares del universo; las únicas disponibles, como la famosa Ecuación de Drake, son puramente especulativas.

El caso es que ciertos físicos y filósofos de la ciencia tratan de parametrizar las variables implicadas con el fin de acercarse a una conclusión más fundamentada. La buena noticia (para quien le parezca tal, como a mí) es que algunos de ellos dan casi por segura la existencia de otras civilizaciones. La mala es que ahora han desplazado el foco tradicional, que solo se fijaba en el momento presente, a la historia completa del universo, o incluso a todo su pasado y todo su futuro. Me encantaría ver un vídeo como el de Business Insider, pero que mostrara toda la vida del universo, desde el Big Bang hace 13.800 millones de años, hasta que muera la última estrella del universo dentro de unos 100 billones de años. ¿Imaginan a cuánto quedaría reducida la presencia del ser humano?

No imaginen; ya se lo digo yo. Si las cuentas no me fallan, 7,9 milímetros. Más o menos la longitud de una mosca. Eso es lo que la existencia del ser humano representa en toda la trayectoria del universo desde el Big Bang (Los Ángeles) hasta que se agote el combustible de la última estrella (Nueva York). Con la salvedad, claro, de que nuestra extinción no es algo hoy previsible, pero sería muy optimista confiar en que aún estemos por aquí dentro de millones de años.

Así, si existiera al menos otra civilización tecnológica a lo largo de toda la vida del universo, un supuesto que algunos autores dan por estadísticamente muy probable, imaginen las posibilidades de que la suya y la nuestra coincidamos en algún momento de nuestra historia; es decir, que dos moscas situadas al azar entre Los Ángeles y Nueva York solapen al menos parcialmente. No imaginen; ya se lo digo yo: empleando una fórmula de probabilidad de intervalos solapantes, el resultado es más o menos de 0,000000004; o dicho de otro modo, de una posibilidad entre 250 millones.

No pretendo que estos cálculos sean impecables, y por supuesto que deberían tenerse en cuenta muchos otros factores. Pero estas cuentas de servilleta de bar (o más pomposamente, problema de Fermi) nos dan una aproximación útil de la que podemos concluir esto: si suponemos que el universo alumbra en toda su historia otra civilización inteligente además de la nuestra, la posibilidad de que coincidamos en el tiempo ellos y nosotros es de una entre 250 millones. Un poquito desolador, ¿no?