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Ada Lovelace, el genio que nos perdimos

¿Qué importancia tendría haber creado el primer programa rudimentario de ordenador frente a poseer lo que Ada Lovelace tenía?

Ada Lovelace (por entonces aún Ada Byron) a los 17 años, en un retrato de autor desconocido. Imagen de Wikipedia.

Ada Lovelace (por entonces aún Ada Byron) a los 17 años, en un retrato de autor desconocido. Imagen de Wikipedia.

Juzguen ustedes por este ejemplo: cuando solo había cumplido 12 años, Ada decidió dedicarse a estudiar científicamente el problema del vuelo. Según cuenta su biógrafa Betty Alexandra Toole, autora de Ada, the Enchantress of Numbers, examinó la anatomía de las aves para diseñar las alas, estudió distintos materiales, hizo bocetos, planificó el equipo necesario (incluyendo una brújula) y comenzó a construir su ingenio con cuerdas y poleas. El siguiente paso era integrar la máquina de vapor, que iría en el interior de un fuselaje con forma de caballo, cuyo piloto se sentaría a su grupa. Este gran proyecto nunca llegó a término: fue interrumpido por la madre de Ada cuando supo que la niña estaba descuidando sus estudios por aquella manía de volar.

Repito, con 12 años. ¿Qué hacen otros niños a los 12 años?

Ada tenía la sustancia reservada a los grandes genios, esa emulsión de imaginación y raciocinio de la que han surgido muchos grandes avances científicos de la historia. En su mecanismo mental se engranaron dos ruedas que giraban en perfecta coordinación: por una parte, la educación científica que su madre le procuró; y por otra, haber heredado la mitad de su ser de un enorme poeta que la abandonó nada más nacer –lo cabrón no quita lo genial, véanse Céline, Kazan, Pound…–, pero al que ella siempre profesó un extraño afecto. El sumatorio de todo esto fue lo que ella misma llamaba «ciencia poética». En un mundo de ciencias contra letras, razón contra emoción, personajes mixtos como Ada son raros e imprescindibles.

En mi artículo anterior y en el reportaje que escribí con motivo del bicentenario ya hablé de aquello por lo que hoy se recuerda a Ada, su colaboración con el matemático Charles Babbage a propósito de la primera computadora mecánica de uso general. Pero los intereses de Ada no acababan ahí. A lo largo de su vida se impregnó de los avances de su época como la fotografía, el ferrocarril, la telegrafía, la teoría de la probabilidad, el magnetismo o la electricidad, además de buscar la relación entre matemáticas y música o de apreciar otras novedades que por entonces se presentaban con una pátina científica, como la frenología y el mesmerismo.

Pero entre todo ello, uno de los afanes que más atrajeron a Ada fue el de elaborar un «cálculo del sistema nervioso». «Mi propio gran objetivo científico es el estudio del sistema nervioso y sus relaciones con las más ocultas influencias de la naturaleza», escribió. Ada quería verse a sí misma como «una Newton del universo molecular» de la mente, desentrañando matemáticamente el funcionamiento del cerebro como otros habían hecho con el movimiento de los cuerpos celestes. Tuvo la (correcta) intuición de que la electricidad resolvería los misterios del cerebro. En 1844, un año después de sus famosas notas sobre la máquina de Babbage, y con el fin de progresar en su conocimiento de la electricidad, Ada visitó a Andrew Crosse.

Andrew Crosse era todo un personaje, un científico autodidacta que vivía recluido en su mansión donde conducía extraños experimentos eléctricos para los que reunía miles de pilas voltaicas. En 1836 Crosse fue objeto de fama y controversia a causa de un experimento de electrocristalización en el que, según se contaba, habían aparecido insectos. Aunque al parecer Crosse nunca sugirió que aquellos insectos habían surgido espontáneamente por acción de la electricidad, en su época fue precisamente esta la idea que trascendió.

Hay quienes dicen que Crosse pudo servir de inspiración a Mary Shelley para su Victor Frankenstein, ya que consta que ella y su marido, Percy Bysshe Shelley, asistieron a una conferencia de Crosse en Londres el 28 de diciembre de 1814, dos años antes de que la autora comenzara a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. Y ello a pesar de que, curiosamente, el libro no especifica que fuera la electricidad la que animaba a la criatura (fue el cine el que popularizó esta idea); solo hay una oscura referencia a «infundir una chispa de ser», lo que podría ser solo una metáfora. Y por cierto, es bien conocido que Shelley empezó a componer su novela durante un verano que ella y Percy pasaron en Ginebra en compañía de Byron, padre de Ada. El mundo de la alta sociedad inglesa era un pañuelo.

El caso es que Ada no solo visitó a Crosse, sino que a partir de entonces desarrolló una relación con su hijo John cuya naturaleza no ha quedado históricamente aclarada. Ada estaba casada desde varios años antes; pero a su muerte, John Crosse heredó algunos de sus bienes y destruyó la correspondencia que había mantenido con ella.

Ni el cálculo del sistema nervioso ni el resto de proyectos de Ada llegaron jamás a concretarse. Los más críticos la acusan de haber sido víctima de delirios de grandeza, y lo cierto es que no le faltaba megalomanía cuando en una ocasión propuso una colaboración al electrocientífico Michael Faraday diciendo de sí misma que esperaba «morir como la Suma Sacerdotisa de la obra de Dios manifestada en la Tierra». Pero tanto en sus frecuentes grandilocuencias como en sus no menos habituales caídas pudo tener algo que ver el opio que los médicos le suministraron durante la mayor parte de su vida. Ada siempre tuvo una salud frágil, que se quebró definitivamente en 1852 a causa de un cáncer de útero.

Su muerte prematura a los 36 años nos dejó sin saber qué habría podido lograr si hubiera disfrutado de una vida larga. Es cierto que, sobre todo en tiempos pasados, 36 años de vida eran suficientes para dejar un legado perdurable. Pero Ada además era mujer, en una época en que la academia no admitía fácilmente a científicos con falda. El matemático Augustus de Morgan, impresionado por el talento de Ada, dijo sin embargo que un exceso de matemáticas podía ser extenuante para el delicado sistema nervioso femenino, y la propia Ada atribuía parte de sus males a «demasiadas matemáticas».

Eso sí; tampoco caigamos en la idolatría. No podemos dejar de lado que, como madre, Ada Lovelace fue lo peor, en la estela de sus propios progenitores: confesó que carecía de todo amor natural por los niños y que para ella sus tres hijos no eran sino «deberes fastidiosos». Pero centrándonos en su trabajo y dejando aparte su aureola como profeta de la computación, un gran logro fue sencillamente ser ella misma; ser como era, porque pocos eran como ella. Porque aún hoy, pocos son como ella.

Para celebrar el interés de Ada por la electricidad, dejo aquí una muestra de uno de sus más sublimes usos. No hace falta más presentación.

Ada Lovelace no fue la primera programadora, pero vio el futuro de las computadoras

No crean todo lo que lean por ahí. Internet es un medio fantástico de difusión de información, pero también puede serlo de desinformación. Y cuando una versión de una historia cuaja y se copia y recopia en miles de webs, es muy difícil llegar a derribarla, por muy equivocada que esté.

Detalle del retrato de Ada Lovelace pintado por Margaret Carpenter en 1836. Imagen de Wikipedia.

Detalle del retrato de Ada Lovelace pintado por Margaret Carpenter en 1836. Imagen de Wikipedia.

Hace unos días el historiador de la computación Doron Swade me escribía en un correo: «Si puedes corregir las innumerables equivocaciones que abundan sobre la reputación de Lovelace, habrás hecho más que ningún otro periodista con el que haya tenido el placer de relacionarme». ¿A qué se refería Swade? A esto: «Si como periodista levantas alguna duda sobre la proclama de la primera programadora, no digamos si la rebates, habrás hecho más que nadie que conozco con proyección pública para realinear las pruebas históricas con la percepción pública, y te deseo suerte en ello».

Ada Lovelace, de cuyo nacimiento hoy se cumplen 200 años, fue la única hija legítima de Lord Byron, un tipo tan agraciado por su talento poético como desgraciado en su vida amorosa. Es curiosa la riqueza del castellano cuando una palabra puede significar algo y su contrario. En el caso de «desgraciado», el diccionario recoge dos significados contrapuestos: el que padece desgracia, o el que la provoca a otros. Byron repartió mucha desgracia amorosa y, con ella, dejó por ahí un número de hijos que ni siquiera se conoce con exactitud. Solo una vez se casó, con Annabella Milbanke, y de este matrimonio nació una niña, Ada. Byron y Annabella rompieron cuando la niña solo tenía un mes.

Ada se crió con sus abuelos y con su, al parecer, poco afectuosa madre, que se preocupó de que aprendiera matemáticas y lógica para evitar que sufriera los delirios de su padre. Desde pequeña, la futura condesa de Lovelace destacó por su inteligencia y por su interés en los números, que la llevarían a relacionarse con Charles Babbage, el creador de las primeras calculadoras mecánicas; un trabajo por el que Babbage suele recibir el título de padre de la computación.

Ada se encargó de traducir al inglés un artículo que resumía una conferencia pronunciada por Babbage en Italia. Al final del texto, añadió unas extensas notas que incluían un algoritmo que permitiría a la máquina calcular los números de Bernoulli, una serie de fracciones con diversas aplicaciones matemáticas. Y es este algoritmo el que ha servido para promocionar mundialmente a Ada Lovelace como la autora del primer programa informático de la historia, un título que suele acompañar a su nombre en innumerables reseñas biográficas.

No se trata de que aquel algoritmo no pueda definirse exactamente como un programa informático. Es evidente que aún quedaba un siglo por delante hasta la existencia de verdaderas computadoras que trabajaran con programas tal como hoy los entendemos. Pero aquel algoritmo era una descripción paso a paso de los cálculos que realizaría la máquina, por lo cual los expertos reconocen en aquel trabajo el primer precursor de la programación.

El problema es que, según parece, no fue el trabajo de Lovelace, sino de Babbage. Durante años, los expertos han discutido hasta qué punto aquellas notas escritas por Ada fueron realmente producto de su mente o fueron más o menos dirigidas por Babbage. Si abren la página de la Wikipedia sobre Ada Lovelace en inglés (la entrada en castellano no recoge la controversia), comprobarán que existen versiones contradictorias. Pero en general, los historiadores de la computación favorecían la versión de que Babbage era quien mejor conocía la máquina que él mismo había ideado, y que los primeros programas fueron obra suya. En palabras de Swade: «La idea de que Babbage inventó una computadora y no sabía que podía programarse es de risa».

A esto se añaden los nuevos datos aportados ahora por Swade en el simposio celebrado esta semana en Oxford con motivo del bicentenario de Ada Lovelace. Según me contaba por email antes del simposio, tiene las pruebas documentales de 24 programas creados por Babbage seis o siete años antes de las famosas notas de Lovelace, y ha rastreado en ellos la procedencia original de cada uno de los rasgos que aparecen en el programa de los números de Bernoulli del escrito de Ada; lo que parece zanjar definitivamente el debate. He explicado los detalles en este reportaje.

Queda una cuestión por resolver, y es que según parece los programas no están escritos de puño y letra por Babbage. Sin embargo, Swade apunta que el matemático solía emplear escribientes y dibujantes, y que de hecho gran parte del material por el que es reconocido tampoco corresponde a su escritura. La posibilidad de que estos primeros programas fueran escritos por Lovelace queda descartada, según Swade, por otras pruebas indirectas: en primer lugar, de ser así habría correspondencia al respecto entre ambos, que no existe. Y tal vez más importante, de las cartas que Babbage y Lovelace intercambiaron más tarde, en la época de las notas, se deduce que por entonces Ada solo estaba comenzando a comprender los fundamentos de la máquina, lo que no cuadraría con el hecho de que hubiera escrito programas para ella varios años antes.

Pese a todo lo anterior, Swade quiere dejar claro que no pretende de ningún modo desmontar la figura de Ada Lovelace, sino solo el mito: «El propósito de mi derribo de la ficción de la primera programadora no es desacreditar a Lovelace; ella nunca hizo tal proclama. El derribo se dirige hacia aquellos que han confeccionado y perpetuado la ficción».

De hecho, Swade lleva años defendiendo que la verdadera y valiosa aportación de Ada Lovelace, y aquella por la que debería ser celebrada y recordada, fue su capacidad de ver más allá: «Babbage no vio en ningún momento que las computadoras pudieran operar fuera de las matemáticas», dice el historiador, mientras que «fue Lovelace, no Babbage ni sus contemporáneos, quien vio que los números podían representar entidades diferentes de las cantidades: notas de música, letras del abecedario o más cosas, y que el potencial de las computadoras residía en el poder de representación de los símbolos, en su capacidad de manipular representaciones simbólicas del mundo de acuerdo a unas reglas».

Ada Lovelace continuará siendo lo que siempre ha sido, pionera de la computación, una figura brillante y adelantada a su época que combinó maravillosamente su vocación científica con la herencia poética que le venía de familia; un espléndido ejemplo para las Ciencias Mixtas. Mañana contaré algún aspecto más de su vida, igualmente insólito.