Ataques a obras de arte: ¿crean rechazo a la acción contra el cambio climático?

A estas alturas nadie ignora que los activistas climáticos…

Inciso: no los llamen ecologistas, por favor. Sin duda muchos de ellos lo serán, o quizá todos. Pero se supone que debería calificarse al sujeto de la noticia por el atributo que la motiva, y no por otros. Un maltratador puede ser ingeniero y un ministro puede ser aficionado a la filatelia, pero las informaciones deberían referirse a ellos como «el (presunto) maltratador» o «el ministro», no «el ingeniero» o «el filatélico».

…que los activistas climáticos están expresando sus protestas mediante ataques simbólicos a obras de arte; simbólicos, podríamos llamarlos, porque ninguna de las pinturas ha sufrido daños, aunque sí en algún caso los marcos, que también pueden llegar a ser muy valiosos.

Activistas de Just Stop Oil después de verter sopa de tomate sobre ‘Los girasoles’ de Van Gogh. Imagen de Twitter / Just Stop Oil / 20Minutos.es.

El rechazo de esta forma de protesta ha sido general. Pero dado el desastre que ha supuesto la conclusión de la COP27 de Egipto desde el punto de vista científico (es decir, los acuerdos relativos a compensaciones son un paso valioso, pero este es otro campo ajeno a la ciencia del clima; lo que dice la ciencia del clima es que hay que abandonar los combustibles fósiles, y en esto no ha habido el menor avance), no sería raro que asistiéramos a nuevas manifestaciones de este tipo.

Ahora bien, y estando (casi) todos de acuerdo en la repulsa de estas acciones, es fácil escuchar por ahí opiniones que tratan de reforzar este rechazo con ciertos tópicos argumentativos dudosos o falsos. Es decir, no es necesario añadir nada más al hecho de que a la inmensa mayoría no nos gusta que se ponga en riesgo el patrimonio cultural. Porque cuando se trata de añadir algo más para justificar este rechazo, es cuando suele caerse en algún cliché de lo que personalmente me gusta llamar pensamiento perezoso. Que es algo bastante similar a lo que se conoce popularmente como cuñadismo, pero incidiendo en el matiz de que cualquiera podría opinar razonablemente incluso sobre algo que desconoce, con que simplemente se molestara en informarse sobre lo que dicen al respecto quienes sí entienden de ello. Pero informarse da pereza. Leer da pereza. Pensar da pereza.

¿Cuántas veces hemos oído a alguien decirle a otro que, cuando cae en la defensa de su postura con insultos o gritos, pierde la razón? Y esto a pesar de que es evidente que no es así. No sé cómo ni por qué a alguien le dio por vincular la corrección o falsedad de una proposición, o su justicia o injusticia, con el modo en el que se defiende, cuando una cosa no tiene nada que ver con la otra; no hace menos sol ni llueve menos por el hecho de que agredamos a otro defendiendo que es así. Pero voy a explicar un ejemplo que viene muy al caso de lo que traigo hoy.

Con ocasión de los ataques a obras de arte por la causa climática, se ha comentado poco que esta forma de protesta tiene un precedente histórico. El 10 de marzo de 1914 una mujer llamada Mary Richardson apuñaló varias veces con un hacha de carnicero el cuadro de Velázquez La Venus del espejo en la National Gallery de Londres. Richardson pertenecía al movimiento sufragista británico Women’s Social and Political Union (WSPU). Su atentado contra la obra de Velázquez fue una protesta contra la detención de Emmeline Pankhurst, la líder del WSPU. Por suerte, la labor de los restauradores consiguió devolver la pintura a su estado original.

Así quedó la ‘Venus del espejo’ de Velázquez después del atentado de Mary Richardson en la National Gallery de Londres en 1914. Imagen de Wikipedia.

Pero si este ataque se ha recordado poco, aún menos se ha contado que no fue el único. En los cinco meses siguientes, otras 14 obras de arte fueron atacadas por las sufragistas en otros nueve incidentes. Y todavía menos se ha hablado de que los atentados del WSPU no se limitaron al arte: bajo el lema «Hechos, no palabras», las militantes de esta organización emprendieron una auténtica campaña terrorista con bombas y artefactos incendiarios en buzones de correos, estaciones, trenes, iglesias y edificios públicos. Entre 1913 y 1914, antes de que el WSPU abandonara su campaña por el estallido de la guerra mundial, se produjeron al menos 337 atentados de incendio o bomba. La táctica (por utilizar un término neutral) de embutir tornillos y tuercas como metralla en las bombas, cuya invención habitualmente se atribuye al IRA, fue empleada por primera vez por las sufragistas. En los atentados murieron cinco personas, 24 resultaron heridas y más de 1.300 fueron arrestadas (y este relato tampoco estaría completo sin mencionar que las mujeres arrestadas sufrieron represión, abusos y alimentación forzada).

Este es uno de los mejores ejemplos posibles de cómo los métodos y las maneras no quitan ni dan la razón a una causa. Pocas causas pueden imaginarse tan justas como conceder el voto a las mujeres cuando aún se les negaba. La violencia y la agresión descalifican a quienes las emplean, no a su causa. Y viceversa, las buenas maneras no le dan a nadie la razón. Que alguien se conduzca con educación y respeto no significa que lo que defiende sea cierto ni que su causa sea justa.

Lo anterior no es más que abundar en lo evidente. En cambio, el motivo por el que hoy traigo esto aquí es por un segundo bocado más interesante. De nuevo, pensamiento perezoso: «con esa forma de protestar solo crean rechazo a su causa». ¿Cuántas veces lo hemos oído?

Un ejemplo: después de que dos activistas arrojaran sopa de tomate a Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery londinense, el director del Museo del Prado, Miguel Falomir, dijo: «Haciendo las cosas de esta manera se consigue justo lo contrario».

Pero ¿es cierto?

En un reciente artículo en The Conversation, el psicólogo de la Universidad de Bristol Colin Davis escribía: «Muchos historiadores argumentan que la contribución de las sufragistas a conseguir el voto para las mujeres fue mínima o incluso contraproducente. Tales discusiones a menudo parecen confiar en corazonadas de la gente sobre el impacto de la protesta. Pero como profesor de psicología cognitiva, sé que no tenemos que confiar en la intuición; son hipótesis que pueden testarse».

Una de las cosas grandiosas que tiene la ciencia es que puede poner a prueba afirmaciones gratuitas como esta. Y cuando lo hace, a menudo surgen las sorpresas. Davis ha llevado a cabo varios experimentos para evaluar la influencia de las protestas por métodos drásticos, aunque no violentos, en la simpatía de la gente por la causa que las motiva. Para ello utiliza, dice, un efecto bien conocido, por el cual se trata de condicionar la opinión del público mediante el enfoque y la presentación de la información.

Por ejemplo: ¿alguien sabe qué reivindicaban las dos activistas de Just Stop Oil que lanzaron la sopa de tomate a Los girasoles? Sí, cambio climático y tal. Pero ¿alguien sabe realmente qué reivindicaban?

En octubre el gobierno británico, encabezado entonces por Liz Truss, anunció que iba a conceder unas 100 nuevas licencias para extracción de petróleo y gas en el mar del Norte. Como podía esperarse, la decisión se topó con la fuerte oposición de muchos sectores. En España, ¿cuántos medios, tertulias o columnas de opinión de comentaristas indignados han mencionado que la razón de la protesta era exigir la retirada de este plan —plan que avanza en la dirección opuesta a lo necesario y que además, en contra de lo que Truss pregonaba, no va a servir para contener a corto plazo la escalada de precios de la energía que los británicos, como nosotros, también están sufriendo (ya que, según Reuters, desde que comienza una nueva explotación hasta que empiezan a producirse petróleo o gas suelen pasar entre cinco y diez años)—?

Pues bien, utilizando técnicas de manipulación de la opinión como esta, Davis y sus colaboradores han analizado la relación entre las actitudes hacia los activistas y hacia su causa, bajo la premisa de que incitar el rechazo hacia los primeros, según lo que asume el pensamiento perezoso, debería provocar rechazo hacia la segunda.

«Pero no es eso lo que encontramos», escribe el psicólogo. Sus experimentos muestran que guiar al público hacia un rechazo a los activistas no perjudica en absoluto el apoyo a su causa. Davis añade que ha replicado estos experimentos para diferentes causas, no solo el cambio climático, sino también la justicia racial o el derecho al aborto, y en tres países, Reino Unido, EEUU y Polonia. Y en todos los casos la conclusión es la misma: «Apoyo tu causa, pero no me gustan tus métodos», precisa el investigador.

Davis añade que, desde el punto de vista de los activistas, ganarse el rechazo del público puede no ser el mejor modo de promover tu causa. Una de las autoras del ataque contra Los girasoles reconocía que su acción era ridícula, pero alegaba que habían conseguido mover el debate. La protesta influye en la agenda, dice Davis.

«Las protestas dramáticas no van a cesar», concluye el psicólogo. «Los protagonistas continuarán siendo el centro de la (mayoritariamente) negativa atención de los medios, lo que llevará a una reprobación pública generalizada. Pero cuando analizamos el apoyo público a las demandas de los manifestantes, no hay ninguna evidencia convincente de que las protestas no violentas sean contraproducentes. La gente puede matar al mensajero, pero —al menos a veces— escucha el mensaje».

Estas son las vacunas de COVID-19 que necesitamos ahora (y no son las que ya tenemos)

Decíamos el otro día que sería indeseable encontrarnos en la situación de que fuese necesario un segundo refuerzo de las vacunas de COVID-19, cuarta dosis total, a toda la población. Esta situación podría darse, por ejemplo, si los contagios se desbocaran de nuevo de tal modo que una revacunación general fuese la única manera admisible de contener la transmisión. Como dijimos, inesperadamente ha resultado que las vacunas están reduciendo los contagios, aunque no fueron diseñadas ni testadas para este fin.

Esta semana Scientific American publicaba un artículo haciendo notar que «aunque el número total de muertes por cóvid ha caído, la carga de mortalidad se está desplazando aún más a las personas mayores de 64 años». Los datos que cita el artículo se refieren solo a EEUU, pero incluso si no fuesen aplicables a otros países, deberían servir de aviso: las muertes por cóvid entre las personas de 65 y más se duplicaron con creces (aumentaron un 125%) de abril a julio de este año. La proporción de los fallecimientos totales correspondiente a esta franja de edad es mayor de lo que ha sido nunca durante la pandemia.

Las vacunas protegen mejor de los síntomas graves a las personas más jóvenes. Y aunque las personas no vacunadas por encima de los 50 años corren un riesgo de muerte 12 veces mayor que las vacunadas de la misma edad, también hay personas vacunadas que mueren. Podría llegar el caso de que el único modo admisible de proteger a las personas más vulnerables incluso vacunadas fuese un nuevo refuerzo general para contener la transmisión. Y lo de «admisible» va en cursiva porque existen otras posibles medidas, pero a estas alturas de ninguna manera querríamos volver a otras restricciones más drásticas.

Pero, como decíamos, una revacunación general con estas mismas vacunas no es lo ideal, cuando el beneficio se reduzca de tal modo que los costes ya no lo compensen. Esto se aplica también, en principio, a las vacunas en desarrollo que no aporten nada sustancialmente nuevo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay 374 vacunas contra la cóvid en desarrollo, 199 de ellas en ensayos preclínicos (en animales) y 175 en clínicos (humanos). De estas últimas, 158 son inyectables, como las que ya tenemos.

Las vacunas inyectables han hecho un trabajo increíble cuando las necesitábamos, incluso superando las expectativas, ya que la protección dura más de lo esperado gracias a una respuesta potente y duradera de células T. Inducen una buena inmunidad sistémica, la vigilancia que circula por el organismo. Pero no son buenas estimulando inmunidad en la mucosa nasal y bucal, por donde entra el virus, y por esto no evitan la infección.

Las vacunas que impiden la infección se llaman esterilizantes. Aunque quizá la idea popular, promovida por el retrato erróneo de las infecciones y las vacunas en el cine y los videojuegos (por cierto, otro día podríamos hablar de los errores sobre infecciones y vacunas que se cometen en las películas, incluso en las buenas), es que una vacuna es una especie de coraza invulnerable, en la realidad no es así. Conseguir una vacuna esterilizante es muy difícil. La mayoría de las que tenemos y utilizamos normalmente no lo son (incluyendo las de la gripe), pero no importa tanto, porque las claves de su efectividad son la prevención de los síntomas que confieren y la inmunidad grupal cuando hay gran parte de la población vacunada.

Cuando se trata de un virus que entra por las vías respiratorias, como el coronavirus SARS-CoV-2, una inmunidad esterilizante requeriría una potente y duradera inmunidad local en las mucosas respiratorias. Las mucosas tienen su propia subsección del sistema inmune que incluye una clase distinta de anticuerpos llamados IgA, presentes en las secreciones.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Las vacunas inyectables no inducen esta inmunidad en las mucosas. Los estudios han mostrado que la inmunidad sistémica es tan buena en una persona vacunada y no infectada como en una persona recuperada de la infección. Pero mientras que esta segunda sí tiene respuesta preparada en sus mucosas, en cambio la persona vacunada no. Sin embargo, quienes confiaban en quedar protegidos a largo plazo por haberse recuperado de la infección sin necesidad de vacunarse se habrán desengañado al ver que vuelven a reinfectarse, porque la inmunidad mucosal que provoca la infección no es suficiente ni suficientemente duradera; son las personas infectadas y después vacunadas quienes desarrollan una mejor protección en las mucosas, ya que la vacunación reestimula toda su respuesta de memoria, incluida la que la infección dejó en las mucosas.

Es curioso que muchas personas sin formación en inmunología hayan picado en un bulo que ha circulado durante la pandemia, la idea errónea de que la infección era su vacuna. Creer en esto parece entroncar con lo que defiende el creacionismo del diseño inteligente, cuyos defensores afirman, por ejemplo, que en la naturaleza existen compuestos para curar todas las enfermedades, ya que el gran diseñador colocó la enfermedad al mismo tiempo que su cura. En esta misma línea de pensamiento, es coherente creer que el diseñador hizo los virus junto al mecanismo capaz de neutralizarlos.

Pero la realidad biológica, que conocemos ya desde el siglo XIX, no funciona así. La relación entre el parásito y su hospedador es un tira y afloja evolutivo en el que ambos están sometidos a la posibilidad de encontrar variaciones genéticas que mejoren su armamento. El virus es un producto de la naturaleza que busca, por así decirlo, encontrar el modo de silenciar la inmunidad. Y dado que es capaz de evolucionar más deprisa que nosotros, nos lleva una gran ventaja. Pero nosotros tenemos otra frente a él: el conocimiento. Lo que nuestra inmunidad no puede proporcionarnos, podemos suplirlo mediante productos de biotecnología que nos permitan optimizar la defensa.

Y en la situación actual, lo que necesitamos son vacunas que añadan a la inmunidad sistémica que ya tenemos una inmunidad mucosal más potente y duradera que la que provoca la infección, o la que reestimula la vacunación intramuscular en las personas previamente infectadas. Necesitamos refuerzos vacunales intranasales u orales. Los estudios han mostrado que la combinación de las vacunas inyectables que ya hemos recibido y un refuerzo intranasal u oral son la mejor manera de prepararnos contra futuras reinfecciones. Esto no quiere decir que vayamos a conseguir una inmunidad esterilizante, pero sí lo más cercano a ello a lo que podemos aspirar. Algunos científicos piensan que si la inmunidad en las personas recuperadas no es esterilizante en las mucosas, tampoco una vacuna lo va a conseguir. Pero no lo sabremos hasta que se pruebe, como todo en ciencia.

El pasado julio el genetista Eric Topol y la inmunoviróloga Akiko Iwasaki hacían un llamamiento en Science Immunology a la necesidad de una nueva operación Warp Speed para acelerar la puesta a punto de las vacunas nasales. Conviene recordar que la clave para que pudiéramos tener vacunas en tiempo récord durante la pandemia se resume solo en dos palabras: mucho dinero. Las vacunas de la primera generación no eran un problema científico, sino un desarrollo tecnológico. No se «descubren», como suele decirse, sino que simplemente se «crean», del mismo modo que se crea un puente o una autopista. Ya se sabe cómo hacerlas. Pero el proceso desde el diseño sobre el papel hasta el mercado es enormemente costoso: más dinero, más rápido; menos dinero, más lento. Igual que un puente o una autopista.

Todas las vacunas aprobadas en la Unión Europea se beneficiaron de los 10.000 millones de dólares (presupuesto inicial que luego se sobrepasó con creces) que la administración Trump inyectó en su desarrollo mediante la llamada Operación Warp Speed, en alusión al propulsor más rápido que la luz de Star Trek (y es una curiosa paradoja histórica que le debamos a Donald Trump algo que es rechazado fundamentalmente por quienes comparten su línea ideológica). Pero ese generoso grifo ya se cerró. Y hemos vuelto a lo de antes, cuando el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años.

«Ahora necesitamos urgentemente una iniciativa acelerada similar para las vacunas nasales», escribían Topol e Iwasaki. «Una nueva operación a la velocidad del rayo nos ayudaría a adelantarnos al virus y a construir sobre el éxito inicial de las vacunas de COVID-19». Iwasaki es la responsable en la Universidad de Yale del desarrollo de una nueva vacuna intranasal como refuerzo, que ha funcionado muy bien en los ensayos con ratones. Pero según contaba a la revista Politico, las decenas de millones de dólares que necesitaría para acelerar los ensayos clínicos no están al alcance de un laboratorio académico sin un nuevo programa similar a Warp Speed.

Sin embargo, no parece haber ningún signo de que esto vaya a ocurrir. El motor ahora funciona al ralentí; y en este caso, además, el problema es más complicado, porque las vacunas nasales en general están menos desarrolladas y estudiadas, y son más complicadas de testar. Para humanos solo se utiliza una contra la gripe, además de un puñado más orales contra la polio o el cólera.

Desde que escribí aquí por última vez sobre esto, el pasado marzo, ha habido algún progreso. Se han aprobado vacunas nasales u orales en China e India. La china no es nueva, sino una versión nasal de la vacuna de vector adenoviral (un virus inofensivo que lleva la proteína S o Spike del SARS-CoV-2) que ya se estaba empleando, y se está utilizando como refuerzo. La india sí es nueva, también de vector adenoviral, y se está aplicando como doble dosis inicial. De ninguna de las dos se han publicado resultados de ensayos de fase 3, aunque las compañías dicen haberlos completado con éxito, lo cual no puede verificarse. Estas dos se suman a otras tantas ya aprobadas en sus respectivos países, la versión intranasal de la Sputnik rusa y otra en Irán.

Pero salvando estos esfuerzos de algunos países por potenciar sus vacunas, el progreso es lento. Algunas ya se han quedado por el camino, porque en algunos casos las vacunas intranasales que han funcionado bien en ensayos preclínicos en animales luego fracasan en humanos. Es el caso de la vacuna de Oxford-AstraZeneca que anteriormente se ha administrado por inyección y que se estaba ensayando ahora por vía intranasal. Había buenas expectativas depositadas en ella, pero por desgracia la fase 1 del ensayo clínico ha sido decepcionante, ya que no se logra inducir una buena inmunidad, ni mucosal ni sistémica. Ahora los investigadores deberán buscar una nueva formulación antes de reiniciar todo el proceso.

Según Nature, citando a una consultora, actualmente hay un centenar de vacunas mucosales en desarrollo contra la COVID-19. La inmensa mayoría aún están en preclínicos, por lo que les queda un largo camino por delante. Los experimentos de algunas de ellas con ratones y monos son alentadores, pero una vez más esto no garantiza en absoluto que logren lo mismo en humanos. Las grandes farmacéuticas no han apoyado con entusiasmo el desarrollo de las vacunas mucosales, porque el riesgo es grande. Y mientras los contagios prosiguen a altos niveles, se facilita la aparición de nuevas variantes que perpetúan la pandemia. Las vacunas mucosales no garantizan su fin, pero ahora son nuestra mejor opción para lograrlo.

El primer retrato completo de la Tierra desde una nave habitable en medio siglo

Sé que hoy debía contar aquí algo sobre las vacunas, pero lo dejaremos para el próximo día, porque se ha interpuesto en el camino otra cosa que merece ser comentada. Y es esto:

Imagen de la Tierra en blanco y negro captada por la misión Artemisa 1 de camino hacia la Luna. Imagen de NASA / JSC.

Bueno, una foto más de la Tierra, como miles de otras, dirán algunos.

Esta semana los medios han hablado del lanzamiento de la largamente esperada y retrasada misión Artemisa 1 de la NASA, la primera del programa sucesor del Apolo que llevará a los humanos de vuelta a la Luna. Pero se ha contado de una forma algo confusa. Se ha dicho que el primer alunizaje tripulado, Artemisa 3, se llevará a cabo en 2024, cuando esta fecha se retrasó el año pasado a 2025, este año se ha dicho que no antes de 2026y contando.

Se ha dicho, ante la pregunta de «¿para qué volver a la Luna?» —la cual es muy legítima, aunque es curioso que nadie esté preguntando «¿para qué un Mundial de fútbol?» que va a costar en unas semanas más del doble que todo el programa Artemisa a lo largo de 13 o 15 años—, que la razón de este nuevo programa lunar es dar después el salto a Marte.

Pero lo cierto es que la NASA no tiene dinero para viajar a Marte. De hecho, que yo sepa y a riesgo de haberme perdido algo, solo las tres primeras misiones de Artemisa están presupuestadas. La NASA tampoco tiene la tecnología necesaria para viajar a Marte (y sobrevivir allí). Y no es probable que vaya a tener nada de esto en un futuro previsible. A menos que muchas cosas cambien rápida y sorpresivamente, Marte aún está a décadas de distancia, si es que llega a estar. Hablar ahora de Artemisa como peldaño hacia Marte es una carta a los Reyes Magos. Cuando no un gancho publicitario, como dicen otros.

Entonces, ¿para qué Artemisa? Ciencia. Exploración. Desarrollo tecnológico. Aprovechamiento de recursos. Puesta a prueba de un nuevo modelo de colaboración público-privada con proyección que permita que la futura exploración espacial se pague sola (o al menos tienda a ello). Hay muchas razones para ello, aunque su valoración dependerá de las inclinaciones de cada cual.

Pero hoy quiero quedarme con una en concreto, quizá algo cursi en apariencia, pero en absoluto en el fondo:

Inspiración.

El día de Nochebuena de 1968 el astronauta William Anders, a bordo de la misión Apolo 8 en la órbita lunar —el primer alunizaje no llegaría hasta el año siguiente con el Apolo 11—, tomó esta foto, bautizada después como Earthrise (la salida de la Tierra):

Earthrise. Imagen de NASA.

No fue la primera imagen de la Tierra completa desde el espacio, algo que ya habían hecho antes algunos satélites y los propios astronautas del Apolo 8 en los días anteriores. Fue, eso sí, la primera imagen en color de la Tierra completa tomada por un humano desde las proximidades de otro cuerpo celeste, la Luna.

Al día siguiente, el día de Navidad, el diario The New York Times publicó su crónica de la misión Apolo 8 junto al comentario de quien pensaron que mejor podía expresar lo que la información no llegaba a transmitir: un poeta. El trabajo se encargó a Archibald MacLeish, ganador de tres premios Pulitzer. Lógicamente MacLeish no había visto la imagen Earthrise, que no se revelaría hasta el regreso de los astronautas a la Tierra; solo había visto las transmisiones por televisión. Pero cuando posteriormente el comandante del Apolo 8, Frank Borman, declaró ante el Congreso de EEUU, hizo suyas las palabras de MacLeish que el Times publicó aquel día:

Ver la Tierra como realmente es, pequeña y azul y preciosa en ese eterno silencio en el que flota, es vernos a nosotros mismos como jinetes juntos sobre la Tierra, hermanos en esa hermosura brillante en el frío eterno —hermanos que saben ahora que son verdaderamente hermanos.

Cuatro años después, en 1972, los tripulantes del Apolo 17, Gene Cernan, Ronald Evans y Harrison Schmitt, tomaron esta otra foto en ruta de la que sería la última misión lunar tripulada hasta hoy:

The Blue Marble. Imagen de NASA.

Esta imagen, la primera y única jamás tomada por un humano que muestra el disco terrestre completo, se llamó The Blue Marble (la canica azul). Se ha dicho que quizá sea la imagen más reproducida de la historia, aunque probablemente otras puedan disputarle este título.

Pero Earthrise primero, y después The Blue Marble, no solo inspiraron a poetas como MacLeish. Ambas se han reconocido como inspiración clave para el movimiento medioambiental que por entonces cobraba fuerza en el mundo occidental. Ambas imágenes despertaron en millones de personas la conciencia de vivir en un hogar común tan grandioso como frágil y delicado, y una u otra fotografía se convirtieron en símbolos asociados a la defensa de la conservación ambiental, una influencia que se ha prolongado hasta la batalla actual contra el cambio climático.

Pero estas imágenes no solo han inspirado a poetas y ambientalistas, sino que también han hecho nacer vocaciones científicas. No es raro hablar con astrónomos, científicos planetarios, biólogos y especialistas en otras disciplinas que confiesan cómo en aquel tiempo la increíble aventura espacial del ser humano prendió en ellos el deseo de descubrir el universo y sus moradores.

Y estas imágenes no solo han inspirado a poetas, ecologistas y científicos. Volvamos a aquella Nochebuena de 1968 en la que Anders tomó la foto Earthrise. Aquel mismo día, Anders y sus dos compañeros, Borman y Jim Lovell, quedaron tan estremecidos con la visión de la Tierra desde el vacío frío y lejano que aprovecharon la ocasión de la fecha para leer el comienzo del Génesis bíblico, retransmitido por radio a todo el mundo. Aquella grabación, que por cierto aparece parcialmente reproducida al comienzo del álbum de Mike Oldfield The Songs of Distant Earth, es conmovedora como simple apelación a la condición humana, incluso sin necesidad de profesar una religión o creer en un creador. La visión de nuestro mundo desde el espacio también ha sido inspiración para las personas religiosas, como tradicionalmente lo eran entonces los astronautas de la NASA.

Y, por todo ello, esto:

Imagen de la Tierra en blanco y negro captada por la misión Artemisa 1 de camino hacia la Luna. Imagen de NASA / JSC.

Esta imagen tomada por la misión Artemisa 1 tal vez no pase a la historia como las anteriores. Todo sea dicho, tampoco es la primera fotografía de la Tierra completa captada desde 1972. Ha habido muchas otras, todas ellas tomadas desde satélites, aunque quizá no tantas como cabría pensar: los objetos que circulan en la órbita baja terrestre, como la Estación Espacial Internacional, a solo 400 kilómetros de altura, están demasiado cerca como para encuadrar el disco terrestre completo. Solo pueden hacerlo los que ocupan órbitas mucho más lejanas, y de estas hay sobre todo dos opciones: la órbita geoestacionaria, a 36.000 kilómetros, una órbita terrestre preferida por su estabilidad, si bien los satélites que la ocupan tienen la limitación de que siempre ven la misma cara de la Tierra, ya que se mueven en sincronía con la rotación. La otra opción son los puntos lagrangianos, en realidad órbitas alrededor del Sol; el satélite climático DSCOVR es un ejemplo de estos que toma constantes imágenes de la Tierra. Por supuesto, también las sondas que se envían a otros mundos del Sistema Solar pueden mirar hacia atrás y tomar imágenes de la Tierra, y algunas lo han hecho.

Pero todas esas fotos se han tomado desde artefactos automáticos, digamos drones espaciales. Aunque los tripulantes de Artemisa 1 son de plástico, el comandante Moonikin Campos —»Mannequin Skywalker» ya estaba cogido, lo usó Jeff Bezos para una prueba de su Blue Origin— y sus compañeras Helga y Zohar, esta es la primera imagen de la Tierra completa tomada desde una nave habitable desde 1972. Porque es la primera vez que una nave habitable, que puede alojar humanos, escapa más allá de la órbita baja terrestre desde 1972. Nos recuerda que estamos de nuevo ahí, llamando a la puerta de nuestra próxima frontera natural. Y esto a algunos nos resulta inspirador.

¿Sirven los refuerzos de las vacunas para mejorar la protección contra la COVID-19?

Decíamos ayer que el transcurso de la pandemia de COVID-19 va planteando nuevas incógnitas que la ciencia trata de resolver. Los gobiernos aspiran a tener respuestas inmediatas e irrefutables para tomar decisiones que no pueden esperar. Pero los resultados científicos no son inmediatos ni irrefutables. Y a falta de consensos, los países van tomando decisiones que ya no son tan unánimes como lo eran al comienzo de la pandemia o de las campañas de vacunación: con respecto a las dosis de refuerzo de las vacunas, algunos países como España y otros de Europa las están recomendando solo a personas mayores y colectivos vulnerables, mientras que en EEUU se aconsejan para toda la población.

Pero ¿cuál es la vía correcta? ¿Deberemos revacunarnos cada cierto tiempo de aquí en adelante, una y otra vez, con actualizaciones de las mismas vacunas adaptadas a las variantes que vayan surgiendo, o con nuevas vacunas esencialmente similares?

No parece que este sea el camino. Las vacunas que tenemos han cumplido su propósito, salvando millones de vidas. Pero su potencial ya está prácticamente agotado, y el beneficio general de estas revacunaciones es dudoso. Aquí, la explicación.

Vacunación de COVID-19. Imagen de Comunidad de Madrid.

A lo largo de la pandemia hay dos enfoques que han ido guiando las decisiones de los gobiernos sobre las campañas de vacunación: uno, epidemiológico, los resultados de los ensayos clínicos de eficacia de protección (lo que incluye el balance del beneficio frente a los efectos secundarios adversos); dos, inmunológico, el efecto de las vacunas sobre la respuesta inmune.

En lo que se refiere a este segundo, prácticamente toda la atención se ha centrado en los efectos de las vacunas sobre los niveles de anticuerpos neutralizantes, esas moléculas fabricadas por las células (linfocitos) B activadas que circulan por el organismo y se unen al virus, bloqueándolo. Los estudios en los que se han basado las decisiones de revacunación describían cómo el nivel de anticuerpos neutralizantes descendía al cabo del tiempo tras la vacunación, y cómo el refuerzo de la vacuna le daba un nuevo empujón.

El descenso de los niveles de anticuerpos unos meses después de la vacunación es algo con lo que ya se contaba, porque así es como funciona el sistema inmune. Los anticuerpos son proteínas, que como todas las demás tienen una vida media limitada en el organismo y se acaban degradando, reciclándose para formar nuevas proteínas. La producción de nuevos anticuerpos depende de lo que dure la estimulación del sistema inmune. Pero la proteína S (Spike) del virus que nuestras células producen utilizando el ARN de la vacuna solo dura unos días, por lo que una vez que se acaba este estímulo, la producción de anticuerpos comienza a descender, y los que ya existen van desapareciendo con el paso del tiempo.

Esto no quiere decir ni mucho menos que volvamos a la casilla de salida. Lo esencial de las vacunas es que, como consecuencia de esta simulación de un ataque infeccioso, se induce la maduración de una población de células B de memoria que quedan durmientes, preparadas para activarse y lanzar una nueva remesa masiva de anticuerpos ante una reestimulación, por ejemplo cuando nos contagiamos. No todos los estudios analizan la población de células B de memoria que queda después de la respuesta inicial. Pero los que sí lo han hecho han encontrado que existe y es potente. Estas células B de memoria son las responsables del nuevo aumento de anticuerpos que experimentan las personas vacunadas cuando después se contagian.

Y esto es solo la mitad del sistema inmune específico. La otra mitad son las células T, que no producen anticuerpos pero también reconocen el virus, y que desempeñan distintas funciones, como estimular la producción de anticuerpos por las células B y matar las células que ya se han infectado.

Medir los niveles de células específicas contra el virus, B o T, es más complicado y requiere equipos más costosos que comprobar los niveles de anticuerpos, por lo que esto no suele hacerse en los seguimientos clínicos rutinarios. Pero sí se ha hecho en varios estudios, según los cuales las vacunas están induciendo una respuesta de células T potente y duradera, y probablemente este componente esté asumiendo una gran carga de la protección a largo plazo.

A todo esto hay que añadir la aparición de Ómicron. Esta variante redujo el poder neutralizante de los anticuerpos inducidos por la vacuna, ya que las mutaciones en su proteína S le permitían evitarlos, pasar desapercibido ante los ojos de esta vigilancia que circula por nuestras venas. Así, las personas con pauta completa (doble dosis) neutralizaban peor esta variante. En cambio varios estudios mostraron que el refuerzo de la vacuna, la tercera dosis, no solo elevaba de nuevo el nivel general de anticuerpos contra el virus de modo similar a como antes lo había hecho la doble vacunación, sino que además multiplicaba por más de 20 veces el nivel de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Dado que esta tercera dosis era idéntica a las anteriores —es decir, estaba diseñada contra el virus original, no contra la propia Ómicron—, no era algo previsible que esto fuera a ocurrir; como ya conté aquí, los inmunólogos han propuesto un mecanismo para explicarlo.

Pero los estudios han revelado también que, con independencia del refuerzo, la efectividad de la vacuna contra los síntomas apenas descendía. Es decir, la pauta completa continuaba protegiendo también contra la enfermedad causada por Ómicron, aunque el nivel de anticuerpos capaces de neutralizar esta variante fuera bajo. Esta protección se ha atribuido a las células T, al comprobarse que la respuesta de este componente inmunitario permanece alta también contra Ómicron después de la doble dosis de vacuna, sin necesidad del refuerzo.

Todo lo cual nos lleva a la pregunta: ¿realmente necesitábamos refuerzo? Las recomendaciones de vacunación han estado sobre todo guiadas por el estudio de los niveles de anticuerpos, especialmente cuando la respuesta de las células T contra la infección ya se conocía bastante, pero aún no tanto la provocada por las vacunas. Entonces tenía sentido restaurar los niveles de anticuerpos neutralizantes con este refuerzo, aún más cuando se descubrió la potente respuesta anti-Ómicron que inducía. En su momento, el primer refuerzo parecía una buena idea.

La cuarta dosis es otra historia. En este caso se está aplicando una vacuna bivalente, contra el virus original y las subvariantes BA.4 y BA.5 de Ómicron. Los estudios han revelado que este segundo refuerzo eleva de nuevo la presencia de anticuerpos a un nivel similar al de después de recibir la tercera dosis. Pero no por encima de este nivel, al contrario de lo que hacían las dosis anteriores. Es decir, que el refuerzo es comparativamente menos potente.

En el caso de las personas mayores, inmunodeprimidas y enfermos crónicos, tiene sentido recomendar la cuarta dosis. Estos grupos siguen corriendo un riesgo mayor; son habitantes de ese porcentaje de resto a quienes la vacuna protege menos, en un momento en el que todos hemos vuelto a una ansiada normalidad. No solamente ya no existen restricciones de ninguna clase (salvo por el absurdo guiñol de las mascarillas en el transporte público, un escenario que nunca ha sido de alto riesgo), lo cual es de agradecer, sino que además, y esto ya no es en absoluto de agradecer, también se han relajado precauciones voluntarias que deberían mantenerse. Buena parte de la población parece haber decidido olvidar que el virus existe; como conté recientemente, un estudio descubría que casi la mitad de los encuestados prefiere ignorar sus síntomas y no testarse, o testarse y mentir a su entorno, prefiriendo no ver alterada su libertad a tomar precauciones para evitar poner en riesgo a otros.

Pero para el resto de la población, la cuarta dosis no tiene mucho sentido. Incluso siendo una vacuna específica contra Ómicron, la respuesta que induce contra esta variante no es mejor que la de la tercera dosis.

Un nuevo estudio publicado ahora en Science Immunology debería ser la tumba de los refuerzos con las vacunas actuales para la población general. Los investigadores, de la Universidad de Tubinga (Alemania), han detallado la respuesta de las células T contra la proteína S completa y contra Ómicron, después de los distintos regímenes de vacunas que se han aplicado en Europa: pauta completa (doble dosis) de vacuna de ARN (Pfizer o Moderna), lo mismo con refuerzo (tercera dosis), una dosis de Oxford-AstraZeneca seguida de una o dos de Pfizer o Moderna, dos dosis de Oxford-AstraZeneca, o una de Johnson & Johnson.

Los resultados muestran que todos los regímenes de vacunas inducen una respuesta duradera de células T de memoria contra el virus, incluyendo Ómicron, similar a la que produce la infección con el propio SARS-CoV-2, aunque la respuesta inicial es mejor en los que han recibido vacunas de ARN en toda o parte de su pauta. Pero mientras, como ya se sabía, el refuerzo aumenta los niveles de anticuerpos —que descienden a los 6 meses, también como ya se sabía—, en cambio «las respuestas de células T permanecieron estables a lo largo del tiempo después de la vacunación completa, sin un efecto significativo del refuerzo en las respuestas de células T ni en el reconocimiento de las mutaciones de Ómicron BA.1 y BA.2», escriben los autores.

Es decir, que la respuesta de células T, el principal componente del sistema inmune que nos está protegiendo de los síntomas graves de la cóvid, es magnífica con la pauta completa de las vacunas, también contra Ómicron; es perdurable y los refuerzos no la mejoran.

Los autores no niegan la posible utilidad de los refuerzos, de los que mencionan que tienen «efectos beneficiosos en términos de protección contra la infección del SARS-CoV-2 y contra los cuadros graves de COVID-19». Recordemos que, inesperadamente, las vacunas están reduciendo la transmisión, y es posible que este efecto recaiga más en la respuesta de anticuerpos que en la de células T.

Pero este estudio, que extiende y confirma lo hallado por otros anteriores, debería servir para entender que los refuerzos aportan muy poco beneficio a la población general. Y que por lo tanto sus costes no compensan. Costes económicos, de las dosis que en su lugar deberían destinarse a las personas que quieren vacunarse y aún no han podido hacerlo (en otros países, claro). Costes de efectos adversos de las vacunas, un riesgo muy pequeño pero que no merece la pena correr si el beneficio obtenido es mínimo. Costes de cansancio de la población, confundida por mensajes basados en evidencias endebles. Y también costes de cansancio del sistema inmune; como ya conté aquí, una exposición repetida puede causar tolerancia a la vacuna, falta de respuesta. Hasta ahora esto no está ocurriendo en los refuerzos contra la cóvid, y es difícil que suceda por el poco tiempo que dura la proteína S que nuestras células fabrican con el ARN de la vacuna. Sin embargo, no es descartable que llegue a ocurrir.

Claro que el hecho de que —todo lo anterior, se entiende, con la ciencia disponible hoy, a falta de saber si todo esto cambiará con lo que nos depare el futuro— los vacunados ya no necesitemos estas vacunas no significa que no necesitemos más vacunas; necesitamos otras vacunas. Mañana seguiremos.

La cóvid larga puede dañar el cerebro, y también afecta a los niños

Cuando llegaron las primeras vacunas contra la COVID-19, el objetivo estaba claro: vacunar a la mayor parte de la población adulta, tanta como fuese posible. Pero en fases posteriores las respuestas no eran tan sencillas: ¿conviene vacunar a los niños? ¿Será necesario aplicar dosis de refuerzo? ¿Cuándo, cuántas, a quiénes? ¿Qué hay de las personas recuperadas? ¿Y a quienes han pasado la infección más de una vez? ¿Compensa el beneficio?

La inmensa cantidad de datos aportados por las numerosas investigaciones en todo el mundo ha despejado algunas de las principales incógnitas, pero no siempre los mensajes han calado adecuadamente. Por ejemplo, la vacunación de los niños ha sido minoritaria en comparación con los adultos. En EEUU, un estudio publicado hace unos días ha indagado en las causas de la baja tasa de vacunación entre los niños, y por qué incluso muchos adultos que se han vacunado han decidido no vacunar a sus hijos.

Los autores concluyen que los efectos de la desinformación sobre las vacunas han sido potentes: muchos padres se han quedado con el mensaje de que la enfermedad es leve en los niños, y que en cambio la vacuna podía suponer un riesgo mayor. Los mensajes cruzados entre las fuentes científicas fiables y los propagadores de bulos en internet han formado un batiburrillo en la mente de muchos padres en el que no se distingue entre información y desinformación.

Separando lo correcto de lo falso, es cierto que generalmente la cóvid aguda es más leve en los niños, aunque no debe caerse en el error —como sucedió en los primeros tiempos de la pandemia— de pensar que ellos no se infectan: el estudio de la seroprevalencia en EEUU (presencia de anticuerpos, revelando una infección pasada) ha estimado que el 86% de los niños han pasado la cóvid; probablemente la gran mayoría de ellos sin siquiera enterarse. Pero aunque sufren menos la enfermedad, también hay casos de hospitalizaciones, y los datos han mostrado que los ingresos hospitalarios por cóvid de los niños no vacunados más que duplican los de los vacunados.

Los estudios han mostrado que las vacunas estimulan en los niños una respuesta inmune al nivel de la de los adultos, pero las cifras de eficacia (protección en los ensayos clínicos) y efectividad (protección en el mundo real) son menores: la eficacia contra la variante Delta fue de casi un 91% frente a la cóvid sintomática en niños de 5 a 11 años, mientras que la efectividad contra Ómicron, con mayor capacidad de evasión inmunitaria, ha sido del 51% frente a la infección y del 48% frente a la infección sintomática en niños de la misma franja de edad, con mayor efectividad en los más pequeños que en los mayores, al tratarse de una formulación pediátrica. En los niños de  6 meses a 5 años, la eficacia contra la infección sintomática de Ómicron es del 31-51% de 6 a 23 meses y del 37-46% de 2 a 5 años.

Tomografía computarizada de un cerebro humano. Imagen de Department of Radiology, Uppsala University Hospital / Mikael Häggström / Wikipedia.

La conclusión de estos datos es que las vacunas también protegen a los niños, aunque sea a un nivel menor que a los adultos; recordemos que la efectividad de las vacunas contra la gripe suele moverse entre el 40 y el 60%, y a pesar de ello se consideran instrumentos poderosos para contener el brote anual invernal y proteger a las personas más vulnerables.

Un argumento contundente para recomendar la vacunación de los niños figura en los datos citados: como ya he contado aquí, aunque las vacunas no se diseñaron ni se testaron inicialmente para reducir la transmisión, los estudios han descubierto consistentemente que sí lo hacen. Lo cual no es fácil de explicar, dado que las vacunas no reducen la carga viral de la que depende la posibilidad de contagiar a otros. Se ha propuesto que este no es un efecto individual sino poblacional, debido a una reducción de las tasas de infección entre la población vacunada, pero no parece un argumento lo suficientemente completo. Sea como fuere, el hecho es que según las cifras anteriores las vacunas reducen la tasa de infección un 51% en los niños, por lo que su vacunación contribuye a disminuir la transmisión en su entorno, en el que puede haber personas más vulnerables.

Pero frente a todo esto, ¿qué hay de los riesgos? Y es aquí donde el mensaje que ha calado entre muchos padres se ha dejado influir por la desinformación. Es cierto que las vacunas, como todo medicamento, pueden provocar de por sí efectos secundarios que obviamente no existen en las personas no vacunadas. Pero repetidamente los estudios han mostrado que la infección supone un riesgo mucho mayor que la vacunación. Hace un par de meses, una revisión sistemática y metaanálisis (un estudio que reúne estudios previos) concluía que el riesgo de miocarditis —inflamación del músculo cardíaco, más frecuente en personas jóvenes y que en la gran mayoría de los casos es leve— es siete veces mayor debido a la infección por COVID-19 que a las vacunas. Las vacunas duplican el riesgo de miocarditis respecto a no vacunarse, pero la infección lo multiplica por 15 respecto a la no infección, con independencia del estatus de vacunación. Por lo tanto, en el balance, es evidente que no vacunarse supone un riesgo mucho mayor que vacunarse.

Es difícil que este mensaje llegue a calar entre los antivacunas convencidos, pero más preocupante es que entre quienes simplemente dudan hay otros datos que no parecen conocerse. Por encima de todo esto, hay un motivo mucho más poderoso para recomendar la vacunación de los niños, y es la cóvid larga o persistente. Desde bien entrada la pandemia los expertos están advirtiendo de que esta va a ser la mayor preocupación a largo plazo, porque aún es mucho lo que se desconoce sobre esta enfermedad.

Especialmente alarmantes son los últimos estudios sobre los efectos de la cóvid en el cerebro. Desde que se empezó a reconocer la existencia de la cóvid larga se sabe que incluye síntomas neurológicos como falta de memoria y atención, y lo que los enfermos a veces describen como una «niebla cerebral», una especie de lentitud y sensación de letargo. Las investigaciones comenzaron a detectar secuelas como signos de inflamación en el cerebro de las personas que habían sufrido cóvid grave, y un mayor riesgo de desarrollar demencia. Pero en marzo de este año un estudio en Reino Unido con casi 800 personas encontró una ligera reducción de la sustancia gris del cerebro y un cierto declive cognitivo también en pacientes que habían pasado una infección leve, en comparación con quienes no se habían contagiado.

Dado que la pérdida temporal del olfato ha sido uno de los síntomas típicos de la cóvid desde el principio, y que la región cerebral donde se encontró esta reducción de la sustancia gris está conectada con el bulbo olfatorio —la parte del cerebro que procesa el olfato—, los investigadores proponían que quizá la vía neuronal olfativa era la puerta de entrada del virus en el cerebro, o tal vez era solo un efecto secundario debido a la inflamación. Pero preocupaba el hecho de que la región donde se encontraron estas alteraciones está implicada también en la degeneración que produce el alzhéimer.

Estudios patológicos y experimentos in vitro han revelado que el virus es capaz de infectar las células de la glía, que rellenan el tejido cerebral y ejercen funciones auxiliares esenciales, incluyendo la inmunidad y el soporte a la transmisión del impulso neuronal. Los autores de este estudio apuntaban que esta infección podría estar relacionada con los efectos neuropsiquiátricos a largo plazo de la infección leve, incluyendo la atrofia de la corteza cerebral, problemas cognitivos, fatiga y ansiedad, a través de un mecanismo por el que las células gliales afectadas causan disfunción o muerte de las neuronas.

Ahora, un nuevo estudio trae novedades no precisamente alentadoras. Investigadores de la Universidad de Queensland, en Australia, han descubierto que el virus activa en el cerebro una respuesta inflamatoria similar a la que se observa en el párkinson o el alzhéimer. En concreto, el virus infecta células inmunitarias de la glía llamadas microglía, en las cuales se forman grupos de proteínas llamadas inflamasomas que disparan la inflamación asociada a la muerte neuronal en estas enfermedades degenerativas.

Obviamente, esto no significa que las personas que han pasado la infección estén condenadas a padecer algún día una enfermedad neurodegenerativa. Por desgracia, aún no se conocen las causas primarias que dan origen a estas enfermedades. Pero según el director del estudio, Trent Woodruff, «si alguien ya tiene predisposición al párkinson, tener COVID-19 podría ser como echar más combustible a ese fuego en el cerebro. Lo mismo se aplicaría a la predisposición al alzhéimer y otras demencias que se han vinculado a los inflamasomas».

Es importante recordar que, igual que ocurre con la cóvid aguda, probablemente los niños también tienen menos riesgo de padecer cóvid larga que los adultos. Pero pueden sufrirla: un estudio español publicado en agosto de este año encontraba que, de una muestra de 451 niños con cóvid sintomática atendidos en tres hospitales de Madrid, uno de cada siete tenía síntomas de cóvid larga tres meses después de padecer la infección. Los autores calificaban esta proporción como «preocupante».

La cóvid larga en niños se conoce quizá peor que la que afecta a los adultos, y podría tener sus propias peculiaridades. De hecho, ni siquiera las cifras coinciden en los diferentes estudios; uno también reciente en EEUU da una estimación menor, pero en cambio una revisión de estudios y metaanálisis publicada en junio de este año aumenta el porcentaje a un más alarmante 25%. Tanto esta revisión como el estudio español han detectado también en los niños síntomas neuropsicológicos similares a los descritos en los adultos. Aún no se sabe si la cóvid larga en los niños puede llevar asociada la inflamación cerebral observada en los adultos, pero con los datos disponibles no hay motivo para descartar que pueda ser así.

No está de más recordar otro dato destacado del estudio español: el 82% de los niños atendidos por cóvid en los hospitales sufrieron síntomas leves y solo necesitaron atención ambulatoria. Pero el 5% tuvo que ingresar en UCI pediátrica.

En resumen, y aunque los niños generalmente están a salvo de los peores efectos de la cóvid, no siempre es así. Y también corren el riesgo de padecer cóvid larga, un riesgo que disminuye con la vacunación. Incluso si Ómicron y sus subvariantes son realmente más leves que variantes anteriores —como ya he contado aquí, algo sobre lo que no hay consenso, ya que es difícil valorarlo en una población mayoritariamente inmunizada—, hay informes anecdóticos de que en cambio la cóvid larga podría ser peor con alguna de estas subvariantes, aunque esto no debe tomarse como dato contrastado.

Si se trata de proteger a los niños, el modo de hacerlo es protegerlos con las vacunas, no de las vacunas. Por desgracia, muchos padres y madres parecen haberse equivocado de enemigo, pero aún estamos a tiempo de que el esfuerzo por separar información de desinformación acabe haciendo calar los mensajes correctos.

Y volviendo al comienzo, otra de las incógnitas que se han ido presentando y que aún deben responderse es la cuestión de las dosis de refuerzo. ¿Realmente es aconsejable y necesario revacunarnos una y otra vez, indefinidamente? Mañana lo veremos.

Halloween: ¿por qué nos atrae lo siniestro?

Un año más, Halloween. Con sus tradiciones: sus calabazas, sus disfraces, sus dulces, y sus odiadores bramando contra una fiesta yanqui (aunque les sorprendería saber de sus raíces ancestrales, si les interesara informarse) o contra una fiesta no religiosa (lo cual tampoco es exactamente así, pero en cualquier caso el calendario es muy grande y hay sitio para todos).

Pero hay una pregunta juiciosa que quienes odian esta fiesta tendrían razones para hacernos: ¿por qué nos atrae lo siniestro, lo macabro, lo aterrador, todo aquello que en su lugar debería provocarnos rechazo? Claro que, si nos preguntamos por qué no rehuimos lo que racionalmente deberíamos rehuir, habría que comenzar por lo paranormal, contrario a la razón, lo conspiranoico, contrario a toda evidencia…

Parece evidente que en todos estos casos hay un gran componente emocional. Como ya conté aquí, hace unos meses el profesor de estudios religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que, basándose en sus investigaciones sobre cómo las emociones conducen las creencias, planteaba que las teorías de la conspiración enganchan porque emocionan; construyen una realidad alternativa más excitante que la realidad real, y que espera a ser descubierta como la trama oculta de una buena historia de ficción. Hace unos días un nuevo e interesante estudio de la Universidad de Virginia Occidental —que quizá merecería un comentario más reposado otro día— revelaba que las personas con creencias paranormales y espirituales tienen más tendencia a posturas antivacunas, a abrazar conspiranoias y a desconfiar de la ciencia, lo que encaja las piezas entre sí.

Desde un punto de vista exclusivamente racional, no tiene sentido que Terrifier 2, recientemente estrenada, se haya convertido en un inesperado éxito de taquilla. Quien haya visto la película original de Damien Leone, de 2016, sabrá que trata básicamente sobre el intenso disfrute del payaso Art con su repulsiva orgía de sangre, vísceras y partes corporales varias. Y ya.

El payaso Art en ‘Terrifier 2’. Imagen de Bloody Disgusting.

Por cierto y también en The Conversation, la historiadora de la Universidad de Carolina del Sur Madeline Steiner escribía hace unos días sobre el origen de los payasos terroríficos, como Art o Pennywise de It, y lo que cuenta es sorprendente: según sus investigaciones sobre la historia de los circos de EEUU en el siglo XIX, por entonces los payasos eran un entretenimiento dirigido a los adultos. Solían infiltrarse entre el público para interrumpir el espectáculo y enfrentarse al maestro de ceremonias, algo así como el Follonero de aquel programa de televisión.

«Los chistes que contaban eran a menudo misóginos y llenos de doble sentido sexual, lo que no era un problema porque las audiencias de los circos en aquel tiempo eran sobre todo hombres adultos», escribe. El circo se asociaba con «juego, estafa, artistas femeninas con poca ropa, obscenidades y alcohol». Los líderes religiosos prohibían a sus feligreses que asistieran. A menudo se instalaba una tienda separada donde se celebraban espectáculos de strip-tease femenino, pero donde los payasos se disfrazaban de mujeres y a veces, cuenta Steiner citando a la historiadora del circo Janet Davis, «payasos gays mantenían encuentros sexuales con miembros masculinos de la audiencia».

Es decir, que el origen de los payasos está mucho más cerca del Krusty de Los Simpson que de aquel «¡Cómo están ustedeeees!» de Gaby, Fofó y Miliki.

Pero volviendo a Terrifier, la primera contiene una escena particular, muy comentada y que no voy a revelar —y quien la haya visto no necesita más detalles—, de entre las más repugnantes que se hayan visto en una película. Leone no utiliza efectos digitales, sino muñecos y prótesis al estilo clásico. Para la secuela lanzó una campaña de crowdfunding con el objetivo de conseguir 50.000 dólares para los efectos especiales; reunió 250.000. De Terrifier 2 se ha dicho que algunas personas se han desmayado o han vomitado en el cine. Y esto no ha hecho sino aumentar la taquilla.

Por mi parte, y en mi experiencia como escolar chiquitito hace décadas, recuerdo que las lecturas obligatorias de La celestina o El lazarillo de Tormes no me inclinaron lo más mínimo hacia el amor por los libros, para leerlos o escribirlos. En cambio, las Rimas y leyendas de Bécquer o El estudiante de Salamanca de Espronceda fueron eso que en inglés suele llamarse eye-openers. O incluso El burlador de Sevilla o el Tenorio, y cómo no, La vida es sueño de Calderón, una obra fetiche cuya comparación con Hamlet no es ningún secreto, y en la que libremente podría encontrarse una semilla del Fausto de Goethe y del terror romántico.

Pero, repetimos, ¿por qué nos atrae todo esto?

El profesor de inglés y especialista en Shakespeare de la Universidad Estatal de Arizona Bradley Irish escribía hace unos días (sí, una vez más en The Conversation; si buscan artículos científicos y académicos escritos por quienes realmente saben de lo que hablan, no busquen más) recordando que el asco es una emoción con una función evolutiva útil, ya que nos protege del peligro; originalmente, proponía Darwin, nos hacía rechazar la comida estropeada que podía intoxicarnos, y posteriormente se extendió a otras cosas que pueden dañarnos, o que pueden dañar a otros por los que sentimos empatía.

Por ello, la evolución nos ha moldeado para que lo repugnante capte poderosamente nuestra atención; es una emoción potente. Y si de este cuadro se elimina el riesgo, es decir, si es un simulacro en el que no corremos peligro, lo que queda es solo la excitación, la descarga de adrenalina; es la famosa respuesta fisiológica del Fight or Flight (lucha o huida) ante una amenaza grave o una situación de estrés agudo, pero donde no estamos obligados al Fight ni al Flight, porque todo es mentira, ficción. Y la excitación que sentimos, eliminada la amenaza, es gratificante.

Es más, incluso quizá nos entrene para responder mejor contra una situación real, y por eso nos resulte gratificante. Una atracción que simula una caída libre es un simulacro; nos excita, sabiendo que estamos a salvo. Irish apunta que esto se ha definido como «masoquismo benigno». Hace unos días un estudio descubría que, al menos en los ratones, el dolor dispara una respuesta protectora en el intestino contra agresiones infecciosas. Incluso en el pasarlo mal la evolución ha encontrado una función fisiológica beneficiosa.

Y el terror en la ficción también es un simulacro, o debería serlo. Algunas personas dicen no disfrutar del cine de terror porque les sumerje demasiado en la sensación de que podría ocurrir, de que lo visto en la pantalla puede replicarse en el mundo real. Tal vez esto afecte más a las personas que creen en fenómenos sobrenaturales, ya que no lo entienden como pura fantasía. Las listas de las películas más aterradoras de todos los tiempos frecuentemente vienen encabezadas por El exorcista (1973), sin duda una obra maestra con un inmenso impacto en el género y en la cultura popular. Pero algunas personas se sienten especialmente impresionadas, hasta el punto de negarse a verla, porque creen que tanto los demonios como la posibilidad de que posean a la gente son reales.

En el libro original de William Peter Blatty los personajes confrontaban todos los síntomas de la niña Regan con explicaciones científicas basadas en casos reales; en la película esto se suprimió para conseguir un efecto más terrorífico, y de hecho se publicitó asegurando que estaba basada en hechos reales. Después de El exorcista, casi rara es la película sobre posesiones demoníacas —y a veces también sobre casas encantadas— que no añada la coletilla de «basada en hechos reales» (lo que nunca es realmente así, claro).

Pero todo esto, señala Irish, «no es un producto de la era digital». Tito Andrónico, la tragedia de Shakespeare, «contiene tanto gore como las películas slasher de hoy», dice. El dramaturgo inglés la escribió precisamente porque este género de venganza sanguinaria y encarnizada triunfaba en su época, como hoy lo hacen Escupiré sobre tu tumba 1, 2 y 3. Antaño las multitudes se agolpaban para presenciar las ejecuciones públicas o para contemplar sangrientas operaciones quirúrgicas o autopsias que se hacían en auditorios abiertos al público, como quien hoy va al cine. El cirujano londinense Robert Liston era conocido como «el cuchillo más rápido del West End». Antes de la invención de la anestesia, la gente se congregaba para verle amputar una pierna; Liston desafiaba a que le cronometraran, y la gente aplaudía extasiada cuando completaba la operación en dos minutos y medio, mientras el infortunado paciente se deshacía en alaridos.

Sano o insano, el morbo nos atrae. Es una emoción poderosa. Y si existe un día para celebrar el amor, ¿por qué no una noche para celebrar el miedo? Feliz Halloween, a quien lo disfrute. Y a ver si alguna de las plataformas digitales se anima a traernos Terrifier 2. Más que nada, por curiosidad, por comprobar si es para tanto.

‘El club de la medianoche’, la ciencia y la fe

A veces ocurre que a algún conocido le sorprende la afición de un servidor al cine y la literatura de terror, incluyendo el terror sobrenatural. Se asume, al parecer, que el efecto de estas películas radica en que el espectador crea que lo narrado es o podría ser real. Pero ¿dónde deja esto a gran parte de la ficción? ¿No podemos disfrutar de El señor de los anillos o de Star Wars sabiendo que los mundos de Tolkien o de George Lucas son completamente ficticios, inventados, irreales? El terror es fantasía, aunque sea en clave siniestra; para el terror no fantástico tenemos otra palabra, thriller. Y la fantasía es evasión. Justo lo que en muchas ocasiones buscamos cuando abrimos un libro o nos sentamos frente a una pantalla.

De hecho, es curioso que en el mundo de la ciencia exista bastante de eso que se llama frikismo, tal vez para compensar que el mundo real no es fantástico. Para los aficionados a la fantasía no hay la menor necesidad de un parangón con la realidad en el éxito de una película de terror; simplemente gusta o no. Por mi parte, algo de la clave de esto reside también en que exista en esa sobrenaturalidad una lógica interna coherente, unas reglas que guíen la trama y a las que la historia se ciña. Es decir, que no se tire del recurso facilón de romper dichas reglas al final para crear un plot twist o un final inesperado que sorprenda al espectador o al lector. Porque esto también tiene una denominación en lengua extranjera, aunque en este caso no en inglés, sino en latín: Deus ex machina.

Pero, obviamente, el interés aumenta cuando además hay una discusión subyacente entre realidad y fantasía, entre naturalidad y sobrenaturalidad, entre ciencia y fe, ya que esto añade una capa de pintura más a la trama que no se queda solo en el entretenimiento. Existen buenos ejemplos de películas, evito spoilers, en los que una historia aparentemente sobrenatural acaba revelándose como un montaje perfectamente natural. Esto ocurre siempre a este lado de la pantalla o de las páginas; pero, al otro lado, no necesariamente atraer la fantasía a la realidad la hace más valiosa, ni necesariamente mejora el resultado de la película o del libro. Aunque, esto sí, da ocasión a comentar esa confrontación, e incluso a ilustrar algo de ciencia.

Hoy traigo aquí un brillante ejemplo de esto, El club de la medianoche, serie recientemente estrenada en Netflix. Como muchos, llegué a ella por el nombre de quien está detrás, Mike Flanagan, un especialista en el género que últimamente está destacando por su talento.

En La maldición de Hill House Flanagan triunfó en un terreno pantanoso, el subgénero de las casas encantadas, tan pisoteado ya que hoy es difícil arrancar al espectador otra cosa que no sean bostezos. Con La maldición de Bly Manor supo dar otra vuelta de tuerca a Otra vuelta de tuerca de Henry James, un libro tan archiversionado que cada nueva y enésima adaptación suele estar casi condenada al naufragio, como ocurrió con una película también reciente. Siguió con Misa de medianoche, sin duda mi favorita absoluta, la más personal del autor, la primera no basada en libros de otros; su propio proyecto largamente anhelado que, irónicamente, fue rechazado antes del éxito de Hill House. Y que me pareció tan inteligentemente original que hasta bien entrada la serie uno aún no está seguro de qué quiere contarnos.

Imagen promocional de ‘El club de la medianoche’. Imagen de Netflix.

Como simple espectador no tengo el criterio experto para analizar las claves que hacen de las obras de Flanagan piezas tan hipnóticas y envolventes. Pero particularmente me atrapan la construcción de los personajes y las magníficas interpretaciones de un reparto que suele repetir parcialmente en todas sus series, y que incluye descubrimientos brutales como Samantha Sloyan. Y añadamos a esto el atrevimiento de rehuir ese cliché actual de escenas rápidas y diálogos cortitos para que el espectador no se aburra y cambie a otra cosa.

Pero vayamos a El club de la medianoche, basada en varios libros del escritor de terror juvenil Christopher Pike. Debería empezar por una breve sinopsis, si bien realmente sobraría: quien ya la haya visto no la necesita. Y, quien no, debería abstenerse de leer esto; porque, aviso, inevitablemente en lo que sigue hay spoilers, aunque no revelaré el inquietante final.

Resulta que hay un gran caserón llamado Brightcliffe cuya propietaria, una médica, lo dedica a residencia para adolescentes con cáncer terminal, desahuciados. Allí no se les curará de su enfermedad; solo reciben cuidados paliativos. Simplemente se les ofrece un lugar donde pasar sus últimos meses en tranquilidad y compañía, arropados por otros jóvenes en su misma situación.

Así contado, podría parecer un argumento centrado en la exploración de la autoayuda y el pensamiento positivo. Nada de esto.

La nueva incorporación a Brightcliffe es una chica de 18 años recién cumplidos, Ilonka, que ha visto truncados sus planes de ingresar en la universidad por el cáncer que la matará sin remedio. Pero Ilonka oculta un secreto: ha querido ingresar en aquel centro porque leyó acerca de la curación inesperada de una joven hace años, sin razón médica aparente, por causas oscuras posiblemente relacionadas con las prácticas de una secta que ocupó la casa tiempo atrás. Alberga la esperanza de desentrañar el misterio de lo que sucedió y poder acceder a ese milagro curativo.

En Brightcliffe Ilonka es recibida con actitudes dispares por los otros siete adolescentes. Pronto descubre que también ocultan un secreto: por las noches burlan el toque de queda de la residencia para reunirse en la biblioteca y contar historias de miedo, en las que los chicos vierten experiencias reales de sus vidas y, sobre todo, sus temores y anhelos más hondos. Pero los integrantes del club de la medianoche guardan además un juramento: cuando uno de ellos muera, desde el más allá enviará una señal inequívoca a los demás para confirmarles que existe vida después de la muerte.

Detengo la sinopsis aquí, añadiendo solo que en Brightcliffe, cómo no, acontecen fenómenos extraños y apariciones fantasmales, que se van sucediendo y enrevesando a medida que Ilonka avanza en su investigación y se van desarrollando y desenrollando las relaciones entre los personajes.

Pero ocurre algo: ya avanzada la serie uno se percata de que, en realidad y pese a todo, en el fondo no hay nada paranormal en lo que está sucediendo. Las historias que cuentan los chicos están pobladas de maldiciones, fantasmas y apariciones, pero es solo su imaginación, la ficción dentro de la ficción. Las visiones que tienen en la casa se atribuyen a la fuerte medicación que reciben, algo que se repite una y otra vez; peculiarmente, son propias de cada cada uno, como si tuvieran sus fantasmas particulares, su propia manera personal de alucinar en la que integran sus miedos y ansiedades. En una ocasión uno de ellos escucha una llamada espectral por un interfono. Luego se revela que fue obra de otra de las chicas, cristiana devota, porque el destinatario de la llamada estaba perdiendo la fe.

A lo largo de la serie hay una confrontación entre realidad y creencias en la que Ilonka se debate, a medida que descubre detalles sobre la antigua secta. Quiere creer en todas las milongas que una misteriosa vecina de la propiedad, que tiene una pequeña explotación de productos naturales —interpretada por esa gran Sloyan—, le cuenta sobre la energía de la casa, el flujo de sus líneas y todo ese lenguaje tan típicamente New Age. Pero descubre que bajo ello solo se ocultan el fanatismo y la maldad. «Esas ideas son un cáncer», le advierte la doctora. Cuando se revela que uno de los residentes pronto se marchará a casa, Ilonka cree que es ella, y que el ritual que ha copiado del culto de la secta ha obrado su milagrosa curación. Pero no es ella, y no hay tal curación, sino un error en el diagnóstico de otra de las chicas.

Finalmente Ilonka debe aceptar la realidad: no hay milagros. Ni las hierbas ni los rituales sirven de nada. En la realidad no existe la magia.

Lo curioso, lo que distingue a El club de la medianoche de otros ejemplos de confrontación entre la realidad de lo natural y la ilusión de lo sobrenatural, es que en muchos de estos casos suele haber un engaño, un montaje. Lo cual permite cargar la responsabilidad en sus autores y exonerar a sus víctimas. Los magos, especialistas en confundirnos con ilusiones, han sido grandes desbancadores de patrañas: Houdini dedicó una etapa de su vida a destapar los fraudes de los médiums de su tiempo, y James Randi fue otro gran azote de los embaucadores, llegando a ofrecer un premio de un millón de dólares a quien presentase una prueba sólida de la existencia de lo sobrenatural; premio que quedó desierto.

En cambio, El club de la medianoche es un buen experimento cinematográfico-televisivo de autoengaño. Porque, tarde o temprano, el espectador acaba descubriendo que, como Ilonka, también uno mismo se ha engañado. No hay ningún motivo para interpretar explicaciones sobrenaturales en lo que está ocurriendo, salvo uno: que es una serie de terror, y es lo que esperamos en una serie de terror.

Lo cual es una buena lección para aprender a separar la realidad de la ficción.

Durante la serie muere una de los ocho, Anya. Era aficionada al ballet, hasta que su cáncer de huesos obligó a la amputación de una de sus piernas. Ella tenía una figurita de porcelana de una bailarina, que en un arrebato de furia lanzó un día contra la pared. La figurita perdió la misma pierna que ella. Después de su muerte acude a Brightcliffe su mejor amigo para recoger sus pertenencias. Y surge entonces la sorpresa de que la figurita está intacta. Ilonka lo cuenta a los demás, y todos lo interpretan como la señal que Anya ha enviado desde el más allá.

En el mundo real existe un viejo principio filosófico llamado la navaja de Occam. Tiene muchos aspectos muy criticables y no debe considerarse como un dogma, pero en este caso nos sirve. Según la navaja de Occam, entre dos explicaciones a algo hay que elegir siempre la más simple. ¿Qué es más simple en el caso de la figurita de Anya? ¿Que, desde el más allá, el espíritu de una chica muerta hubiera enviado un influjo mágico para materializar de la nada una pierna de porcelana en una figurita? ¿O que alguien hubiese arreglado la figura o comprado otra nueva?

La clave está en el contexto. En el contexto de una película de terror fantástico, podemos tender a quedarnos con la primera explicación. Pero muchas personas aplican a la realidad el contexto de la ficción. De aquí nacen las creencias en lo sobrenatural. ¿Rituales mágicos? ¿Energías esotéricas? ¿Curaciones milagrosas? ¿Señales desde el más allá? Flanagan ha conseguido aquí mucho más que entretener, asustar o emocionar. Nos ha hecho una inocentada, como una cámara oculta en la que hemos caído.

En un momento de la serie los chicos se preguntan por qué nadie envía nunca un mensaje claro e inequívoco desde el más allá, sino solo señales confusas y ambiguas. Uno de ellos trata de explicarlo diciendo que tal vez cuando pasamos al otro mundo sufrimos una especie de borrado de memoria, olvidando quiénes éramos, a quiénes queríamos y qué nos motivaba. Pero ¿qué diría Occam de esto?

Todo ello, con una gran salvedad. Quien haya tenido la curiosidad de bucear en el libro original que ha inspirado la serie habrá comprobado que, muy probablemente y si tenemos la suerte de que Netflix dé luz verde a una segunda temporada, lo sobrenatural hará su aparición estelar. De hecho, en ese final que no revelo ya se insinúan detalles que apuntan a ello.

Lo más chocante es que el propio Flanagan, criado como niño católico muy inmerso en la comunidad religiosa, fue creyente, pero ya no lo es. Ahora es, como muchos, una persona con más dudas que certezas y con más preguntas que respuestas, según venía a contar en un artículo de reflexión personal. «Encontré más resonancia espiritual leyendo El pálido punto azul de Carl Sagan que en dos décadas de estudio de la Biblia», escribía. «Ese sentimiento de que estamos solos en el cosmos, en guerra con el deseo de que no lo estemos». Y también escribía esto otro, a propósito de la evolución de su pensamiento cuando comenzó a cuestionar las enseñanzas que había recibido y a indagar en otras religiones:

Mis sentimientos sobre la religión eran muy complicados. Estaba fascinado, pero furioso. Mirando varias religiones, me conmovía y asombraba su propensión al perdón y la fe, pero me horrorizaban su exclusionismo, su tribalismo y su tendencia al fanatismo y el fundamentalismo. Encontré un montón de ideas hermosas e inspiradoras en varias religiones, pero también encontré que su corrupción era grotesca e imperdonable. No iba a seguir apoyando más ese tipo de instituciones. Solo me interesaban el humanismo, el racionalismo, la ciencia… y la empatía.

Misa de medianoche tiene mucho de esto, al ser su proyecto más personal. Y también hay algo de ello en El club de la medianoche, en su interpretación del trabajo original de Pike. Será interesante ver cómo Flanagan continúa tirando de estos hilos, si Netflix tiene a bien concedernos una segunda temporada.

Mientras tanto, nos morderemos las uñas esperando el estreno del último proyecto de Flanagan sobre uno de los relatos más icónicos de Poe, La caída de la casa Usher, para el cual ha reunido casi al pleno su reparto de cabecera con alguna adición interesante: nada menos que Mark Hamill, más conocido como Luke Skywalker.

Y por cierto, aprovechando esto como parte de mi celebración anual de Halloween (para aclaración a los odiadores, una fiesta empaquetada como producto comercial por los Estados Unidos de América, pero de origen europeo y quizá incluso preferentemente gallego, como ya conté aquí), mañana rescataremos lo mencionado en el primer párrafo para hacernos una pregunta: ¿por qué demonios, nunca mejor dicho, disfrutamos con lo macabro?

Así está evolucionando el virus de la COVID-19

Decíamos ayer que la idea de que los virus siempre evolucionan para hacerse más inofensivos no es un bulo, como a veces se dice, sino una hipótesis que en su momento —principios del siglo XX— parecía razonable; incluso estamos acostumbrados a la idea de que los animales se domestican por un contacto prolongado por los humanos. Pero en ciencia las afirmaciones hay que probarlas (o falsarlas); es lo que distingue a la ciencia de todo lo que no lo es. Y aunque esa llamada ley del declive de la virulencia era difícil de poner a prueba, las evidencias no la han apoyado. Ayer contábamos un caso de lo contrario, el virus de la mixomatosis en los conejos.

Lo cual, decíamos, no implica que un virus no pueda evolucionar hacia una menor agresividad. Según el modelo que más se maneja hoy, llamado del trade-off o del intercambio o compensación, la evolución de un virus es un toma y daca entre los costes y los beneficios de un aumento o una disminución de la virulencia. Además, existen condicionantes a la interacción entre estos factores, como el tamaño de la población viral —un virus muy extendido como el de la COVID-19 tiene más oportunidades de variar que otro de escasa propagación como el ébola— o la tasa de mutación del virus —que es muy diferente en unos y otros dependiendo de su maquinaria genética—.

Pero aunque este modelo tiene formulación matemática, en un sistema tan complejo es muy difícil predecir qué hará el virus en el futuro, sobre todo al comienzo de un brote de un virus nuevo sobre el que es mucho lo que se desconoce. Sin embargo, había aspectos en el perfil del virus SARS-CoV-2 que invitaban a desconfiar de una posible evolución rápida hacia una menor virulencia. Por ejemplo, dado que el virus tenía un periodo de incubación algo extendido y que tardaba tiempo en matar, no necesitaba reducir su agresividad para propagarse, sobre todo cuando además las personas contagiadas estaban infectando a otras antes de que aparecieran los síntomas, antes de saber que estaban contagiadas.

Respecto al último de los factores mencionados, la tasa de mutación, inicialmente se estimó que era aproximadamente la mitad de la del virus de la gripe, una media de dos mutaciones puntuales al mes. Ambos virus, el SARS-CoV-2 y la gripe, tienen su material genético en forma de ARN, lo que confiere una mayor propensión a mutar que en los virus de ADN. Pero el de la gripe tiene además su genoma partido en trozos, lo que facilita el intercambio de fragmentos que aumenta la variabilidad. Esto no ocurre con el SARS-CoV-2, el cual además, a diferencia del de la gripe, tiene un sistema de corrección de errores al replicarse que reduce las posibilidades de mutar.

Pero los datos recogidos a lo largo de la pandemia indicaban que el virus estaba mutando mucho más deprisa de lo que se había previsto, dos veces y media más que la gripe. En lugar de variar a velocidad constante, los investigadores descubrieron que estaba evolucionando a trompicones, con rápidos episodios de varias semanas en los que el virus pisaba el acelerador para multiplicar su tasa de mutación por cuatro.

En un primer momento los científicos aventuraron que tal vez las primeras variantes serían más contagiosas que el virus original. Había razones para pensar esto, ya que el virus que surgió en Wuhan no tenía optimizada su unión al receptor de las células humanas mediante el cual consigue penetrar en ellas. Había un margen de mejora, y de hecho se sabía que el virus no era excesivamente infeccioso en comparación con otros virus respiratorios; hacía falta un contacto prolongado y una dosis viral relativamente alta para contagiarse.

Viriones del SARS-CoV-2 Ómicron replicándose en el interior de una célula infectada. Imagen de NIAID.

Esta previsión acertó: la primera variante temprana que se extendió a niveles considerables fue la D614G, llamada así por la mutación del aminoácido ácido aspártico (D, según el código empleado) a glicina (G) en la posición 614. Esta variante parecía más transmisible que el virus original, sin que se apreciara una mayor virulencia. Luego comenzaron a llegar las variantes que la Organización Mundial de la Salud calificó como preocupantes y que se designaron con letras griegas, Alfa, Beta, Gamma y Delta. Se detectó un aumento de la transmisibilidad, sobre todo en Alfa y Delta; el virus estaba optimizando su capacidad de contagio e infección.

En cambio, no hubo cambios drásticos en la virulencia, aunque los que hubo contradecían la idea del posible declive: Delta resulto ser algo más agresiva, en contra de lo que se dijo en un primer momento.

Pero el aumento de la transmisibilidad tiene sus límites, ya que llegará un momento en el que cualquier cambio ya no pueda mejorar más la capacidad de infección, y no hará sino empeorarla. A medida que aumentaba la proporción de población contagiada, los científicos predecían que en algún momento el virus comenzaría a evolucionar en otra dirección, la de escapar a la defensa inmunitaria para poder reinfectar a las personas recuperadas de la enfermedad.

Esta predicción también se cumplió: en Beta y Gamma ya se observó una cierta evasión inmunitaria, en concreto la capacidad de escapar a los anticuerpos neutralizantes presentes en las personas recuperadas.

Entonces llegó Ómicron. Y esto nadie lo esperaba. Ómicron surgió de no se sabe dónde; como las anteriores, apareció de forma independiente —no a partir de otras ya reconocidas—, pero el estudio de su genoma sugiere que nació en los primeros momentos de la pandemia, en la primavera de 2020, y que se mantuvo bajo el radar durante año y medio hasta que comenzó a crecer de forma explosiva, barriendo a las demás variantes con la sola excepción de Delta.

Ómicron tiene tantas mutaciones que es incomprensible que tardara tanto en encontrarse. Algunos científicos sugerían que tal vez se originó en animales contagiados con el virus original, en los cuales este pudo variar libremente sin que la vigilancia epidemiológica lo detectara, ya que en un principio no estaba presente en los humanos hasta que alguno lo adquirió de un animal. Se pensó en los ciervos; en EEUU hay una gran proporción de infección entre ellos, y estos animales suelen tener contacto con los humanos. Ahora, un nuevo estudio publicado esta semana en PNAS propone que pudo originarse en los ratones, ya que el virus original los infectaba torpemente, y sin embargo Ómicron parece optimizado para ellos.

Esta variante ha llegado a una infectividad récord, igualando la del sarampión, el virus más infeccioso conocido. Aquello del contacto prolongado y la alta dosis de virus de los primeros tiempos de la pandemia ya quedó muy atrás. Y además, Ómicron es también un especialista en esquivar la respuesta inmune de las personas expuestas a variantes anteriores.

Ómicron también ha matado menos. Pero aunque un estudio temprano propuso que esta variante es menos virulenta, ya que infecta más fácilmente la nariz pero menos los pulmones, a todo esto se ha añadido un factor adicional: las vacunas.

Según el enésimo bulo conspiranoico surgido recientemente en internet, se ocultó que no se había testado la capacidad de las vacunas de ARN de reducir la transmisión antes de comercializarlas. Esto no es cierto. No se ocultó nada, ya que los ensayos clínicos, publicados antes de que las vacunas comenzaran a aplicarse, jamás testaron la evitación de la transmisión. No estaban diseñados para esto, y habría sido enormemente complicado hacerlo.

Pero no tenía sentido hacerlo, ya que las vacunas intramusculares de ARN tampoco se concibieron para reducir la transmisión, sino para aminorar los síntomas clínicos, es decir, evitar la enfermedad grave y la muerte. Las vacunas que tenemos ahora inducen una buena inmunidad sistémica, pero una mala inmunidad local en las mucosas de las vías respiratorias, lo que sería necesario para evitar el contagio. Solo una vacuna intranasal con una formulación probablemente diferente, de proteína recombinante o de virus inactivado, podría lograr esto. Aún no tenemos estas vacunas, pero están en proceso.

Pese a todo, resultó que los estudios posteriores de numerosos grupos de investigación sobre la población ya vacunada revelaron que las vacunas sí están reduciendo la transmisión en buena medida, algo que ni los propios creadores de las vacunas esperaban, y que es casi más difícil de explicar que lo contrario.

De cara a la evolución del virus, la importancia de las vacunas es que son otro factor más de presión selectiva que puede afectar a lo que el virus haga en el futuro. Dado que no evitan drásticamente la transmisión, no están presionando significativamente al virus para mejorar su infectividad. Pero en cuanto a la virulencia, el problema es que con un porcentaje tan alto de población vacunada y/o recuperada ya es imposible comparar la agresividad de las nuevas variantes con las que existían antes de las vacunas, porque estas han reducido los síntomas en millones de personas, salvándolas de la enfermedad grave o de la muerte. Por lo tanto, ya no se puede comparar la virulencia de las nuevas variantes con la de las antiguas en igualdad de condiciones.

Ómicron ha tenido tal éxito, desde el punto de vista del virus, que las nuevas variantes que se están propagando ahora surgen a partir de ella, por nuevas mutaciones o recombinaciones, en lugar de partir del virus original o de versiones anteriores. Y en ellas, como BA.2.75.2, derivada de Ómicron BA.2, o BQ.1.1, derivada de la dominante en los últimos meses, BA.5, se observa que están mejorando su evasión inmunitaria (recordemos que, aunque Ómicron escape bastante de los anticuerpos neutralizantes, no así de las células T, otro componente fundamental de la respuesta inmune), llegando a mutaciones comunes incluso si tienen orígenes distintos.

En particular, la neutralización de BA.2.75.2 por los sueros de las personas vacunadas o recuperadas es solo la sexta parte que en el caso de BA.5. Lo cual no quiere decir que el sistema inmune no pueda con esta subvariante, sino que las vacunas o una infección previa nos protegen mucho menos contra ella. Estas nuevas subvariantes no han pérdido ni un ápice de infectividad.

La hipótesis más alta en las apuestas actuales es que continuará esta tendencia con nuevas subvariantes de Ómicron, aunque no se descartan otras posibilidades. Una preocupación constante es la posibilidad de que surja una variante recombinante entre Delta —más agresiva— y alguna de las subvariantes de Ómicron de mayor evasión inmunitaria, lo que podría ser una tormenta perfecta.

En fin, por desgracia aún no podemos pensar que la pandemia ha terminado. El cuadro más razonable, siempre con reservas, es que en los próximos meses de otoño e invierno las infecciones aumentarán, también en personas vacunadas y recuperadas, aunque de momento las vacunas siguen manteniendo a raya los síntomas graves con las subvariantes actuales. Mientras el virus siga evolucionando con rapidez, algo propiciado también por la gran cantidad de población infectada (lo que significa una población viral inmensa para que surjan nuevas variantes), probablemente deberemos esperar a las vacunas intranasales para forzar una reducción drástica de la transmisión.

Un virus sí puede volverse más letal con el tiempo, y este es un ejemplo

Una de las preocupaciones más acuciantes de la pandemia de COVID-19 ha sido cómo evolucionaría el virus a lo largo del tiempo. Cuando en la primera línea del frente de la guerra científica y médica contra el virus se trataba de contener la propagación, salvar a los pacientes y desarrollar vacunas y tratamientos a toda velocidad, en la retaguardia otra división de investigadores estaba trabajando en, digamos, espionaje, contraespionaje e inteligencia; el objetivo era intentar averiguar los próximos movimientos del enemigo para anticiparse a ellos.

Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la pandemia, el problema ha sido que la urgencia del momento, la ansiedad de la población por saber y la prisa de los medios por dar respuestas, sabiendo, o sin saber, que la ciencia necesita reposo y profundidad para fraguar conclusiones válidas, han llevado a la difusión de opiniones preliminares o intuiciones como si fuesen ciencia, que no lo eran. Por ejemplo, en su momento se dijo que la variante Delta no era más peligrosa que las anteriores, pero los estudios posteriores mostraron que sí lo era.

Lo mismo ha ocurrido con las previsiones sobre la evolución del virus. En un principio se oyó en los medios que lo más frecuente en los virus era evolucionar a una menor gravedad. Pero luego se oyó que no, que esto era un mito. Con lo cual el ciudadano que trate de mantenerse informado se encuentra sin saber a qué atenerse.

Así que comencemos por el principio. Suele atribuirse al bacteriólogo estadounidense Theobald Smith la llamada ley del declive de la virulencia, según la cual los parásitos tienden a evolucionar para causar el mínimo daño a sus hospedadores y así poder prosperar. Smith, uno de los microbiólogos más renombrados de finales del siglo XIX y comienzos del XX, se basaba en el pensamiento de entonces según el cual un agente infeccioso y su huésped encontraban un equilibrio beneficioso para ambos, una tolerancia mutua. Para el patógeno era un inconveniente ser demasiado agresivo, y por lo tanto aquellos que lo eran aún no estaban bien adaptados a su hospedador. En 1904 Smith publicó el estudio por el cual se recuerda su mal llamada ley, ya que era simplemente una hipótesis, o más bien una conjetura difícil de probar.

Medio siglo antes, en 1859, se había introducido el conejo europeo en Australia. Los resultados fueron desastrosos para la vegetación cuando los conejos comenzaron a reproducirse, ejem, como conejos. A finales del XIX el gobierno australiano comenzó a estudiar posibles métodos para controlar las poblaciones, y en los años 20 se intentó introducir un virus, el mixoma. En Europa la mixomatosis era letal para los conejos en solo dos semanas, matando a un 99,8% de los animales infectados. Y aunque los primeros intentos en Australia fueron infructuosos, en los años 50 el virus comenzó a hacer estragos, causando un drástico descenso de las colonias.

El virus mixoma visto al microscopio electrónico. Imagen de David Gregory & Debbie Marshall / Wikipedia.

Sin embargo, al poco los científicos comenzaron a comprobar que la virulencia del virus estaba descendiendo, y que los conejos volvían a prosperar. Con el paso de los años se comprobó que la letalidad de la mixomatosis había descendido a un 60%, un tercio de reducción, y que los síntomas habían cambiado, revelando una adaptación del virus a la aparición de resistencias en los conejos. El caso se tomó como una confirmación de que la ley de Smith funcionaba.

Y sin embargo, al mismo tiempo se constataba que en muchos casos no era así; un ejemplo son las múltiples enfermedades conocidas históricamente y que a lo largo del tiempo no han reducido su virulencia, pero había otras inconsistencias.

En los años 70 los australianos Robert May y Roy Anderson propusieron un modelo alternativo, matemáticamente fundamentado, llamado del trade-off, o intercambio, según el cual no hay un descenso obligado de la virulencia con el tiempo, sino que la evolución del patógeno tiende a un equilibrio entre los beneficios y los costes de su agresividad hacia su huésped; un virus puede mantener su letalidad si le permite seguir infectando nuevos huéspedes, antes o después de muertos. Es decir, si su transmisión es suficientemente eficaz para que no importe la vida del huésped en el éxito del virus.

De la interacción entre estos distintos factores y las presiones selectivas a las que se enfrenta el virus surge una virulencia óptima que puede ser diferente para cada caso concreto de patógeno-hospedador. Este modelo del trade-off es el más aceptado hoy, aunque hay otros.

Por ejemplo, si un virus mata demasiado deprisa, o es de difícil contagio, puede ser más ventajoso para él evolucionar hacia una menor gravedad. Pero incluso en un caso como este, véase el ébola, el proceso evolutivo requiere que exista una población viral lo suficientemente grande como para que surjan las variantes ventajosas.

Recordemos cómo los Pokémon son un ejemplo fantástico para entender la evolución biológica, ya que representan justo cómo NO funciona: en la naturaleza no evolucionan los individuos, sino las especies, a través de variaciones nacidas de mutaciones en el genoma. Dado que estas mutaciones generalmente se asume que se producen al azar, muchas de ellas serán neutrales o perjudiciales; para que aparezcan mutaciones beneficiosas que confieran una ventaja a la especie se necesita una población de gran tamaño. Las especies no quieren mejorar ni ser más fuertes o perfectas, como ocurre con los Pokémon; los individuos quieren sobrevivir y reproducirse, pero las especies no quieren ni dejan de querer nada. Simplemente, la naturaleza actúa seleccionando las mejores adaptaciones al medio y limitando o librándose de las peores.

Curiosamente, hemos sabido ahora que el virus de la mixomatosis también parece refutar la hipótesis de Smith de la virulencia en declive. En un nuevo estudio dirigido por la Universidad Estatal de Pensilvania y publicado en Journal of Virology, los investigadores recogieron muestras del virus que circulaba en la naturaleza entre los conejos australianos en el intervalo de 2012 a 2015, y con estos distintos aislados infectaron conejos de laboratorio para comprobar la gravedad de la enfermedad y la mortalidad en cada caso.

Desde que los autores comenzaron a estudiar la evolución del virus en 2014, han descubierto que su letalidad ha vuelto a aumentar. De los tres linajes identificados, uno de ellos, llamado c, muestra evidencias de una evolución más acelerada. Esta variante está ampliamente extendida y produce síntomas más parecidos a los del virus original, sobre todo en la base de las orejas y alrededor de los párpados, las partes de los conejos donde suelen picar los mosquitos que transmiten el virus.

Los investigadores pronostican que los conejos acabarán desarrollando resistencia a este nuevo comportamiento del virus, pero por el momento el resultado es un aumento de la letalidad. Y esta observación, señalan, es una prueba más en contra de la idea de Smith sobre el declive de la virulencia.

Pero ¿cómo se aplica todo esto a la evolución del virus de la COVID-19? Mañana lo veremos.

Casi la mitad de la gente oculta su COVID-19 o miente sobre ella

Hace tres años los miles de autoproclamados videntes de todo el mundo desperdiciaron una ocasión única en la vida: con que uno de ellos, bastaba con uno solo, hubiese vaticinado lo que se nos venía encima, que el mundo iba a cambiar en unos meses, que las vidas de la mayoría de los humanos iban a verse profundamente alteradas, que estaríamos encerrados en casa, que llevaríamos mascarillas durante años, que millones morirían… Solo con que uno lo hubiese visto en su bola de cristal, en su baraja, en las entrañas de su besugo o en su lo que fuese, nos habría convencido a los demás de que no son unos charlatanes. Pero claro, no ocurrió. Porque los superpoderes solo existen en los mundos de Marvel y DC. En el mundo real solo existen los negocios. Si los superhéroes existieran en el mundo real, llevarían el datáfono prendido al cinturón para cobrar el servicio.

Pero no, hoy no vengo a hablar de videntes ni de estafas. Esto viene a cuento de volver la vista atrás, a esos meses finales de 2019 en los que el virus ya estaba comenzando a propagarse, y cómo entonces nadie en este planeta, videntes incluidos, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Han pasado tres años y, una vez encajado todo el dolor sufrido, que para muchos nunca se aliviará, hoy ya no se percibe la amenaza del virus del mismo modo. Hemos vuelto a la vida, a la normalidad.

Pero ¿qué normalidad? Durante los peores tiempos de la pandemia se acuñó la expresión «nueva normalidad». No era un invento del gobierno; en todo el mundo se hablaba de «new normal». Para los sectores negacionistas supuso una nueva chincheta en sus tableros de conspiranoias. Aunque, claro, a nadie le gustaba: ¿quién no preferiría la misma vieja normalidad de siempre?

Una UCI con enfermos de COVID-19 en 2021. Imagen de Karina Fuenzalida / Flickr / CC.

Solo que, nos guste o no, hay ciertas cosas que deberían cambiar para siempre, a mejor. El 28 de marzo de 2020, en pleno confinamiento y estado de alarma, escribí aquí un artículo titulado «Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder». Cuando por entonces aún ni siquiera queríamos creer el inmenso desastre que se avecinaba (por entonces había algo más de medio millón de casos confirmados en el mundo y menos de 27.000 muertes; en España unos 64.000 casos confirmados y menos de 5.000 muertes), estaba claro que había cosas que nunca habíamos hecho bien: abusar de los productos germicidas, rehusar las vacunas, menospreciar la higiene pública y, sobre todo y por encima de todo, ir alegremente por ahí repartiendo nuestros catarros y gripes por la calle, en el trabajo, en los transportes, en los bares.

Aunque fuese de forma inocente, como tontos sin culpa, todos hemos sido en nuestra pequeña cuota responsables de la propagación de las epidemias; gripes, catarros y cóvid. El «es un trancazo» o el «he cogido frío» —una vez más, y ya van n, no nos resfriamos por «coger frío», este es un mito insidioso y tan difícil de matar como Steven Seagal que ignora siglo y medio de ciencia; el efecto del frío sobre el cuerpo se llama hipotermia, pero TODA enfermedad con síntomas de resfriado o gripe es SIEMPRE una infección causada por un virus contagioso— nos sirven como pretexto para seguir con nuestra vida normal sin tomar la menor precaución e ir así regalando nuestros virus a todos los que nos rodean.

Porque, claro, la alternativa es un coñazo: testarnos o ir al médico y, ya sea positivo o negativo, aislarnos, usar mascarilla, quedarnos en casa, cancelar planes… Queremos nuestra vieja normalidad, aquella en la que una nariz taponada, unos estornudos, unas toses y un dolor de garganta no iban a fastidiarnos nuestros planes. Incluso los anuncios de ciertos medicamentos contra los síntomas de catarros y gripes nos animan a que los tomemos para sentirnos mejor y así poder salir libremente a contagiar a los demás.

Y así, supongo que esto es algo que todos hemos visto a nuestro alrededor. Se miente. O, por lo menos, se silba mirando para otro lado. Ahora, un estudio de la Universidad de Utah lo confirma y le pone cifras: cerca de la mitad ha mentido en alguna ocasión con respecto a su cóvid.

El estudio, publicado en JAMA Network Open y elaborado por un amplio equipo de expertos en salud pública, psicólogos y médicos de varias instituciones de EEUU, ha consistido en una encuesta a 1.733 personas, una muestra más extensa que en otros estudios previos. Y las conclusiones son consistentes con lo que observamos a diario.

Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos: quienes han pasado la cóvid, quienes no la han pasado y están vacunados, y quienes no la han pasado y no están vacunados. A todos ellos les hicieron una batería de preguntas para analizar nueve casos diferentes de «misrepresentation», algo así como falsa representación, vulgo mentira, sobre sus comportamientos con respecto a la enfermedad, añadiendo una indagación sobre las causas de tales conductas.

El resultado es que casi el 42% ha mentido alguna vez en alguna de las nueve categorías. Casi la cuarta parte han dicho a otras personas que estaban tomando medidas preventivas que en realidad no estaban tomando; casi otro tanto han roto su cuarentena a sabiendas; más de la quinta parte han evitado hacerse un test sabiendo que podían tener la enfermedad. Y un porcentaje similar han mentido hasta al médico.

Entre las razones que los encuestados alegan para haber mentido, los autores descubren una motivación general común: «querer llevar una vida normal y querer ejercer la libertad personal». Entre las respuestas frecuentemente elegidas figuran frases como «no es asunto de nadie», «no quería que nadie me juzgara», «quería ejercer la libertad de hacer lo que quisiera» , «no me sentía muy enfermo», «tenía que trabajar y no quería quedarme en casa», «seguía los consejos de una figura pública en la que confío» o incluso «no creía que la COVID-19 fuese real».

Que cale el dato: casi una de cada cuatro personas ha preferido no cancelar sus planes ni aislarse, o ni siquiera testarse, aun a sabiendas del riesgo de contagiar a otros.

Según los autores, el perfil preferente de estos mentirosos/irresponsables es variado, pero corresponde sobre todo a una persona menor de 60 años —más mentirosos/irresponsables cuanto más jóvenes— que tiende a desconfiar de la ciencia. No han encontrado diferencias significativas en cuanto a tendencias políticas, creencias religiosas o nivel educativo, y ni siquiera en cuanto a creencias conspiranoicas o actitudes respecto a las vacunas.

Por si quedara alguna duda, los autores concluyen que estas mentiras «pueden haber puesto a otros en riesgo de COVID-19». Según la directora del estudio, Angela Fagerlin, de la Universidad de Utah, mucha gente puede pensar que no pasa nada por una pequeña mentira. «Pero si, como nuestro estudio sugiere, casi la mitad de nosotros lo estamos haciendo, este es un problema significativo que contribuye a prolongar la pandemia».

Y eso que, menciona el estudio, una de sus limitaciones es que no puede comprobarse la veracidad de las respuestas, por lo que la proporción de los que han mentido u ocultado podría ser aún mayor si tampoco han querido reconocerlo en la encuesta. Como conclusión, añaden los autores, «los resultados de este estudio revelan un serio reto de salud pública para la pandemia de COVID-19 y para cualquier futuro brote de enfermedades infecciosas».

Es un asunto demasiado serio como para bromear con esto. Pero uno no puede evitar acordarse de uno de los clichés más típicos de toda película de zombis: «¡No, no me han mordido, estoy bien!», dice tratando de esconder su herida. Y ya sabemos cómo acaba siempre esto.