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Un mayor uso de las redes sociales fomenta la postura antivacunas

Esta semana la revista PNAS publica un curioso estudio. En una pequeña isla desierta en la costa de Puerto Rico vive una comunidad de macacos en libertad.  Lo cual es raro, ya que estos animales son asiáticos y no se encuentran en América. Pero en 1938 un primatólogo estadounidense llamado Clarence Carpenter llevó allí 409 de estos monos importados de la India y los soltó en Cayo Santiago. Hoy viven allí más de 1.000 macacos, y la isla se utiliza como centro de investigación a cargo de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU y la Universidad de Puerto Rico.

Pues bien, en aquella comunidad un grupo de científicos ha estudiado cómo cambian las relaciones sociales de los monos a medida que envejecen. Y lo que han descubierto no resulta sorprendente, pero debería. Los investigadores han visto que los monos más ancianos tienden a estrechar sus redes sociales y a relacionarse con menos de sus congéneres. Y no de una forma azarosa, sino que eligen bien cuáles son los contactos que mantienen: su familia y los amigos de toda la vida. Se vuelven más selectivos con sus relaciones.

Si no resulta sorprendente, es porque los humanos tendemos a hacer lo mismo, así que comprendemos a los monos. Pero si debería resultarnos sorprendente es por la tendencia que tenemos a olvidar que somos animales, y como tales obedecemos a nuestra biología. Los humanos somos muy propensos a atribuir todo lo que hacemos a nuestro libre albedrío, a nuestro intelecto, a nuestros sentimientos humanamente complejos, a todo aquello que nos distingue de otras especies, que nos desanimaliza. Pero si, en general, hubiera entre la población una mayor cultura científica, nos daríamos cuenta de que mucho de lo que hacemos, y que nos gusta disfrazar de trascendencia, en realidad solo responde a hardware y software, a nuestro cableado y a nuestra programación. Lo observado con los macacos y que también hacemos nosotros, concluyen los autores del estudio, «no es un fenómeno único en los humanos, y por tanto podría tener raíces evolutivas más profundas».

Esta manera que tenemos de responder de modos determinados a determinados estímulos o situaciones es algo que inevitablemente a un biólogo le viene a la cabeza cuando lee o escucha por ahí ese viejo discurso del mundo conspiranoico. La fenomenología del pensamiento conspiranoico suele tener un perfil común: las personas que lo siguen se sienten empoderadas por un presunto conocimiento de la Verdad al que solo ellas se han esforzado en acceder y que las eleva por encima del resto, esos demás a los que consideran bobos autómatas —o un rebaño, en el cliché terminológico del conspiracionismo— que se dejan engañar por las mentiras que les cuentan las fuentes oficiales; ellos, en cambio, se han preocupado de bucear intensamente en internet en busca de esa Verdad que creen censurada en los medios.

Manifestación antivacunas en Viena en noviembre de 2021. Imagen de Ivan Radic / Flickr / CC.

No es ningún secreto que las redes sociales han sido un hervidero de desinformación y bulos sobre la COVID-19 y las vacunas, en tiempos pre-Elon Musk. Aún es pronto para saber cómo el anunciado cambio de las políticas de moderación por el nuevo propietario de la red social afectará a este aspecto en concreto, pero en lo que se refiere a esto las predicciones apocalípticas suenan bastante vacías: es bien sabido que las corrientes conspiranoicas y antivacunas han explorado, encontrado y explotado las grietas de los sistemas de filtrado de las redes sociales, y que además en otras lenguas distintas de la inglesa han sido mucho menos eficaces.

Hace un par de meses el filósofo de la Universidad del Ruhr en Bochum (Alemania) Keith Raymond Harris escribía que no importa tanto cuántas personas o qué porcentaje de la población abraza la desinformación y las teorías de la conspiración, sino el perjuicio causado en la población general por la visibilidad de estas ideas. Harris explicaba cómo la teoría de la conspiración de las elecciones fraudulentas en EEUU, instigada por Donald Trump, había llegado a arrastrar a muchas personas a una creencia de que algo «no olía bien». Cuando los niños juegan a «el suelo es lava», decía Harris, nadie lo cree realmente, pero en mayor o menor medida todos actúan como si fuera así. Creemos actuar racionalmente; también las personas conspiranoicas lo creen. Pero en realidad estamos respondiendo a nuestra programación biológica, a guiarnos por el instinto, a dejarnos influir por nuestra experiencia de la realidad en el mundo que nos rodea, nos guste o no.

Y esa influencia es muy poderosa: un estudio publicado recientemente por investigadores de la Universidad de California y la Tecnológica Nanyang de Singapur ha mostrado que un mayor nivel de exposición a las redes sociales se correlaciona con una mayor creencia en conspiranoias sobre la COVID-19 y las vacunas.

Quizá este resultado sorprenda, pero no debería, ya que en realidad es nuestra programación biológica: quien escucha algo por ahí se queda con la idea de que algo no huele bien. Presa de la curiosidad, busca, a veces de manera obsesiva. Se expone a la desinformación. Y acaba cayendo por el rabbit hole, según la expresión utilizada en inglés que es difícil traducir: según otro estudio sobre la susceptibilidad a la desinformación de la COVID-19, este es un sistema de creencias monológico, de todo o nada, donde el paquete completo se acepta en bloque. Cuando haces pop, ya no hay stop, como decía aquel anuncio. ¿5G? ¿Virus artificial? ¿Genocidio planificado? Anything goes.

Pero el estudio de California y Singapur añadía una interesante conclusión, el remedio al problema, y es que existe también una vacuna contra este efecto, un superpoder capaz de cortocircuitar esta respuesta automática: la alfabetización mediática. Los autores testaron a sus voluntarios mediante un cuestionario que evaluaba su conocimiento sobre el mundo de la información y los medios, destinado a medir, entre otras cosas, hasta qué punto sabían cómo funciona el periodismo, cuál es el panorama de los medios, cuáles son los intereses implicados, o cuál es la diferencia entre los meros agregadores de noticias (webs que se limitan a rebotar contenidos ajenos) y los medios que elaboran las informaciones.

Los encuestados con una mayor alfabetización mediática, descubrían los autores, son más inmunes a la exposición a la desinformación en las redes sociales. No es el primer estudio que describe este efecto: al menos otro anterior a la pandemia ya había detectado que la alfabetización mediática protege contra la influencia de la desinformación en las redes sociales.

Hace unos días, a propósito de las turbulencias provocadas por la compra de Twitter por Elon Musk, un informativo sacaba la alcachofa a la calle para preguntar a la gente sobre su uso de esta red social. Un transeúnte de veintitantos años respondía que utilizaba Twitter constantemente para informarse sobre los temas que le interesaban.

Dado que no había más elaboración, no quedó claro si esta persona en concreto se refería a a) que seguía los tuits de los medios y profesionales para dirigirse hacia las informaciones publicadas, o si b) tomaba lo que aparece en Twitter no como una vía hacia la información en sí, sino como la propia información. Pero basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que para muchas personas la opción es la b).

No hay nada raro en todo esto. No hay nada especial en sentirse especial por creer en conspiranoias. Es la respuesta de nuestra programación biológica a un estímulo. Como los macacos, estamos hechos para reaccionar de ese modo. Lo único que puede sacarnos de ese agujero es el conocimiento, la cultura, el pensamiento racional informado. Lo que realmente nos hace humanos, nos distingue del resto de los animales, es nuestra capacidad de negar que el suelo es lava, por mucho que Twitter repita lo contrario.

‘Inmune’, película modélica de todos los errores sobre virus, infecciones e inmunidad

Como mencioné unos días atrás, pensaba hacer aquí un tema sobre los errores típicos cometidos en las películas, series y videojuegos sobre virus, infecciones e inmunidad. Pero casualmente el capricho de los dedos sobre los botones del mando a distancia me ha llevado a ver una película que contiene una gran parte de ellos, así que he decidido tomarla como estudio de caso. Y me van a permitir que vuelva a un tono que abandoné durante la pandemia porque entonces la gravedad de la situación no permitía coñas.

Con todos ustedes, Inmune (originalmente Songbird, vaya usted a saber por qué), un bodrio disponible en Amazon Prime Video. Se trata de una película dirigida a un público juvenil, y que puede calificarse como esféricamente mala; es mala, se mire desde donde se la mire. Es mala en perspectiva axonométrica, en los ejes x, y y z.

Inevitablemente, siguen spoilers. Pero no importa; de verdad, no la vean.

Un fotograma de Inmune (2020). Imagen de STXfilms / Amazon Prime Video.

Para empezar y como simple película, antes de entrar en más, resulta tan boba y sosa que no habría aguantado más allá del primer cuarto de hora, de no haberme obligado a mí mismo a verla hasta el final por la curiosidad de saber (y comentar aquí) qué está haciendo Hollywood con la pandemia.

La película está rodada en 2020, en plena explosión de la pandemia, por lo que sus guionistas han podido contar con una experiencia real que no ha estado al alcance de los autores de películas anteriores sobre virus y pandemias. Y a pesar de ello, se diría que han preferido pasar el brazo sobre la mesa para barrer al suelo toda la información y centrarse en lo de verdad, lo que sale en Twitter.

En primer lugar, la enfermedad de la película es la «COVID-23». Una tontería semejante solo se le había ocurrido a un responsable político madrileño y a un inmunólogo que luego se retractó (el político no, que yo sepa); total, para qué va la Organización Mundial de la Salud a molestarse en estandarizar denominaciones clínicas de diagnóstico, si luego cada uno le pone a las enfermedades el nombre que le da la gana, actualizando la fecha como si fuera la nueva edición del FIFA de la Play. O como si uno fuera al médico y no le diagnosticaran una diabetes, sino una diabetifluachis porque al médico le ha parecido similar a la diabetes, pero no del todo.

Por lo demás, y abundando en lo de Twitter, el mensaje de la película es delirante, confeccionado a medida de la comunidad conspiranoica: las autoridades sanitarias son malvadas, ordenando confinamientos para exterminar a la población, y exterminándola activamente cuando no se dejan morir sin más.

El villano, el jefe de dicha autoridad sanitaria, ya tiene que haber sido concebido como parodia, porque no puede entenderse de otro modo: es el malo de Fargo (el que hacía carne picada con Steve Buscemi; perdón, no con, sino de). No solo es el mismo actor, sino incluso casi el mismo personaje, un pedazo de psicópata que no duda en matar a los enfermos con sus propias manos si es necesario (por otra parte, hay que decir que la interpretación histriónica y disparatada de Peter Stormare es casi lo único que puede salvarse; no sé qué clase de persona será este hombre, pero con su historial interpretativo yo me cambiaría de acera si me lo cruzase).

Desde el punto de vista científico, la película es de llevarse la mano a la frente mientras uno se muerde el labio inferior y mueve la cabeza de lado a lado. Pero más que invitar a la risa, lo hace a la preocupación, ya que perpetúa errores estereotipados y bulos sobre virus, inmunidad y epidemias.

Debo aclarar que la gran mayoría de la ciencia que cuento aquí ya se conocía antes de la pandemia, no se ha descubierto a raíz de esta. Son disculpables los errores referidos a cosas que en 2020, cuando se rodó la película, probablemente todavía no se sabían; por ejemplo, la obsesiva esterilización con ultravioletas (que de todos modos también está mal planteada), en un momento en el que aún se pensaba que el contagio por contacto con objetos o superficies podía ser relevante. Pero en lo demás, simplemente con que se hubieran ahorrado a Demi Moore, que no aporta nada, habrían tenido presupuesto para contratar a diez o doce científicos expertos como asesores.

En primer lugar, y de los creadores de «cámaras térmicas para detectar la COVID-19 a distancia», llega ahora la app del móvil para diagnosticar con un selfie si se está infectado o no.

Como ya he explicado aquí unas cuantas veces, el uso de cámaras térmicas y termómetros sin contacto como presuntos métodos de screening de esta o de cualquier otra infección ya había sido desacreditado por los estudios científicos antes de esta pandemia, y ha sido re-desacreditado por los estudios científicos durante esta pandemia; todo lo cual no ha impedido que se convirtiera en un negocio muy exitoso del que algunos han sacado tajada.

Una vez más, no existe forma humana, divina ni alienígena de detectar la infección con una imagen, ya sea de infrarrojos, ultravioletas o rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Incluso aunque se tratara de un virus que hiciera nacer un cuerno en mitad de la frente, una foto tampoco podría detectar la infección si la persona acabara de contagiarse y aún estuviera incubando la enfermedad.

Precisamente esto, el tiempo de incubación, es otro de los errores estereotipados del cine sobre virus. Lo típico en las películas de zombis es que no existe tal periodo: un zombi muerde a alguien, y este apenas tarda unos segundos en convertirse para, a su vez, convertir a otros. Esto puede ocurrir con las posesiones demoníacas, ya que no existen; pero no con las infecciones.

Pues aunque parezca algo tan evidentemente erróneo que nadie caería en ello, se cae constantemente. A ver quién no ha oído una historia parecida a esta durante la pandemia (yo sí, unas cuantas veces): Fulano dice que teme haberse infectado, porque ayer cenó con Mengano, y Mengano le ha llamado hoy para decirle que a su vez estuvo esa mañana con Zutano y que este le ha dicho hoy que ha dado positivo.

Aunque Mengano se hubiera contagiado durante su encuentro con Zutano, no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para que Mengano sea infeccioso. Hasta dentro de unos días, pasado su periodo de incubación, no podrá contagiar a nadie. Fulano está completamente a salvo. Este mecanismo zombi de contagio instantáneo en cadena también ha sido invocado a lo largo de la pandemia para plantear el absurdo escenario de que ciertas concentraciones de personas eran infectódromos donde todos se iban pasando el virus de unos a otros como si fuera el huevo en la cuchara de esas fiestas de los años 50.

También en Inmune hay algo de esto: cuando el malísimo Stormare recoge el cadáver de la abuela de la chica, que acaba de morir después de enfermar ayer, le dice a esta que ella no ha enfermado, luego es inmune. Es evidente que no ha transcurrido el tiempo de incubación necesario para saber si la chica está infectada o no.

Esto de los inmunes y los no inmunes también tiene su comentario, ya que es el tema principal de la película: hay algunas personas certificadas inmunes, por razones que no se cuentan, y que obtienen una pulsera amarilla que les permite moverse libremente.

Lo que está mal comienza por el nombre: estas personas no son inmunes, sino resistentes. Inmune es alguien que ha desarrollado una inmunidad al virus, ya sea por infección o vacunación, que le protege o bien de una reinfección, o bien de los síntomas. Pero esta inmunidad no es necesariamente completa ni eterna; puede ser solo parcial y decaer con el tiempo, como ocurre en las personas recuperadas de una infección o vacunadas contra ella. Y generalmente las vacunas no proporcionan inmunidad esterilizante, como ya hemos contado aquí (por cierto, en la película parece que no existen las vacunas; ¿habrán decidido prescindir de este escollo para no meterse en fregados que pudieran molestar a la comunidad conspiranoica?).

Otra cosa diferente es la resistencia a un virus conferida por alguna variante genética rara. Las personas que tienen una mutación llamada delta-32 en el receptor CCR5 del virus del sida son resistentes al VIH, porque no puede infectar sus células diana. Pero estas personas no solo no se infectan, sino que no pueden contagiar a otras. Por lo tanto, la película está mezclando churras con merinas en una balsa de cacao mental: las personas inmunes sí podrían contagiar a otras, pero no serían totalmente inmunes porque sí para siempre certificado con pulserita amarilla, y en cambio las personas resistentes no se contagiarían y sí merecerían la pulserita, pero no podrían contagiar a otras.

De forma más general, esto cae en el estereotipo de la gran mayoría de las películas sobre virus, de creer que la inmunidad y las vacunas son como las vidas extra de los videojuegos. En la vida real, la inmunidad no es un icono en la esquina de la pantalla que le vuelve a uno invulnerable. Es mucho más complicado.

Por ejemplo, en la población hay una heterogeneidad de susceptibilidad, lo que significa que no todo el mundo es igualmente susceptible a la infección ni a los síntomas, ni tampoco a la condición de infectar a otros. Aunque en esta película se dice al principio, por medio de un informativo en televisión, que la mortalidad del virus es del 56%, lo cierto es que al 44% que sobrevive no les han dado papel, porque no aparece ningún recuperado. Esta es la típica idea errónea tantas veces vista en el cine: el virus afecta a todo el mundo por igual, salvo quizá a algún «inmune». Sería de esperar que, con todo lo que se ha informado durante esta pandemia, una película rodada ahora lo hubiera pillado. Pero no.

Otro detalle de saltar sobre el sillón es el de la transmisión del virus por el aire. Esto se ha contado mil veces durante la pandemia, pero no hay manera: transmisión por el aire, no por el viento. Transmisión por el aire significa que no hace falta que una persona contagiada te tosa, estornude o escupa encima para infectarte. Basta con que respire frente a ti en estrecha proximidad durante un tiempo suficiente para que la concentración LOCAL del virus en ese aire que compartís sea suficiente para infectarte, o que respire en el mismo espacio cerrado, pequeño y mal ventilado en el que tú estás respirando.

Pero no, no significa que el virus esté presente en el aire general a una cierta concentración como si fueran partículas radiactivas, de modo que quien simplemente respire vaya a contagiarse, algo muy visto en muchas películas sobre virus, y copiado en la misma realidad real de quienes van por la calle caminando solos con mascarilla. El virus no dobla esquinas ni entra por la ventana. Aunque parezca mentira, los virus son criaturas extremadamente frágiles, que fuera de su hospedador se mueren rápidamente. Cuando el personaje de Demi Moore le dice a su adúltero marido algo así como «sabes que cada vez que abres la puerta de casa nos expones al contagio» (viven en un chaletazo con gran jardín), se entiende que Demi Moore está en horas bajas. Más aún cuando ni siquiera debió de picarle la curiosidad de preguntar a los guionistas de dónde venía el aire que respiraban en casa, si no era de la propia calle.

En fin, seguro que se me han quedado cosas en el tintero. Pero dado que no hay acción sin reacción, al menos algo aprovechable he podido extraer de esos 86 minutos. Solía gustarme que Amazon Prime Video, a diferencia de otras plataformas, muestre una valoración de las películas, en este caso la de IMDb (al parecer, Netflix solía hacerlo en sus primeros tiempos, pero lo quitaron porque resultaba que nadie veía las mal valoradas). Pero el hecho de que Inmune tenga una nota de 4,7, casi un aprobado, me recuerda que las valoraciones las carga el diablo. Y que no debo permitir a los dedos que hagan lo que quieran sin consultar al cerebro.

Estas son las vacunas de COVID-19 que necesitamos ahora (y no son las que ya tenemos)

Decíamos el otro día que sería indeseable encontrarnos en la situación de que fuese necesario un segundo refuerzo de las vacunas de COVID-19, cuarta dosis total, a toda la población. Esta situación podría darse, por ejemplo, si los contagios se desbocaran de nuevo de tal modo que una revacunación general fuese la única manera admisible de contener la transmisión. Como dijimos, inesperadamente ha resultado que las vacunas están reduciendo los contagios, aunque no fueron diseñadas ni testadas para este fin.

Esta semana Scientific American publicaba un artículo haciendo notar que «aunque el número total de muertes por cóvid ha caído, la carga de mortalidad se está desplazando aún más a las personas mayores de 64 años». Los datos que cita el artículo se refieren solo a EEUU, pero incluso si no fuesen aplicables a otros países, deberían servir de aviso: las muertes por cóvid entre las personas de 65 y más se duplicaron con creces (aumentaron un 125%) de abril a julio de este año. La proporción de los fallecimientos totales correspondiente a esta franja de edad es mayor de lo que ha sido nunca durante la pandemia.

Las vacunas protegen mejor de los síntomas graves a las personas más jóvenes. Y aunque las personas no vacunadas por encima de los 50 años corren un riesgo de muerte 12 veces mayor que las vacunadas de la misma edad, también hay personas vacunadas que mueren. Podría llegar el caso de que el único modo admisible de proteger a las personas más vulnerables incluso vacunadas fuese un nuevo refuerzo general para contener la transmisión. Y lo de «admisible» va en cursiva porque existen otras posibles medidas, pero a estas alturas de ninguna manera querríamos volver a otras restricciones más drásticas.

Pero, como decíamos, una revacunación general con estas mismas vacunas no es lo ideal, cuando el beneficio se reduzca de tal modo que los costes ya no lo compensen. Esto se aplica también, en principio, a las vacunas en desarrollo que no aporten nada sustancialmente nuevo. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), actualmente hay 374 vacunas contra la cóvid en desarrollo, 199 de ellas en ensayos preclínicos (en animales) y 175 en clínicos (humanos). De estas últimas, 158 son inyectables, como las que ya tenemos.

Las vacunas inyectables han hecho un trabajo increíble cuando las necesitábamos, incluso superando las expectativas, ya que la protección dura más de lo esperado gracias a una respuesta potente y duradera de células T. Inducen una buena inmunidad sistémica, la vigilancia que circula por el organismo. Pero no son buenas estimulando inmunidad en la mucosa nasal y bucal, por donde entra el virus, y por esto no evitan la infección.

Las vacunas que impiden la infección se llaman esterilizantes. Aunque quizá la idea popular, promovida por el retrato erróneo de las infecciones y las vacunas en el cine y los videojuegos (por cierto, otro día podríamos hablar de los errores sobre infecciones y vacunas que se cometen en las películas, incluso en las buenas), es que una vacuna es una especie de coraza invulnerable, en la realidad no es así. Conseguir una vacuna esterilizante es muy difícil. La mayoría de las que tenemos y utilizamos normalmente no lo son (incluyendo las de la gripe), pero no importa tanto, porque las claves de su efectividad son la prevención de los síntomas que confieren y la inmunidad grupal cuando hay gran parte de la población vacunada.

Cuando se trata de un virus que entra por las vías respiratorias, como el coronavirus SARS-CoV-2, una inmunidad esterilizante requeriría una potente y duradera inmunidad local en las mucosas respiratorias. Las mucosas tienen su propia subsección del sistema inmune que incluye una clase distinta de anticuerpos llamados IgA, presentes en las secreciones.

Administración de una vacuna intranasal contra la gripe. Imagen de Pixnio.

Las vacunas inyectables no inducen esta inmunidad en las mucosas. Los estudios han mostrado que la inmunidad sistémica es tan buena en una persona vacunada y no infectada como en una persona recuperada de la infección. Pero mientras que esta segunda sí tiene respuesta preparada en sus mucosas, en cambio la persona vacunada no. Sin embargo, quienes confiaban en quedar protegidos a largo plazo por haberse recuperado de la infección sin necesidad de vacunarse se habrán desengañado al ver que vuelven a reinfectarse, porque la inmunidad mucosal que provoca la infección no es suficiente ni suficientemente duradera; son las personas infectadas y después vacunadas quienes desarrollan una mejor protección en las mucosas, ya que la vacunación reestimula toda su respuesta de memoria, incluida la que la infección dejó en las mucosas.

Es curioso que muchas personas sin formación en inmunología hayan picado en un bulo que ha circulado durante la pandemia, la idea errónea de que la infección era su vacuna. Creer en esto parece entroncar con lo que defiende el creacionismo del diseño inteligente, cuyos defensores afirman, por ejemplo, que en la naturaleza existen compuestos para curar todas las enfermedades, ya que el gran diseñador colocó la enfermedad al mismo tiempo que su cura. En esta misma línea de pensamiento, es coherente creer que el diseñador hizo los virus junto al mecanismo capaz de neutralizarlos.

Pero la realidad biológica, que conocemos ya desde el siglo XIX, no funciona así. La relación entre el parásito y su hospedador es un tira y afloja evolutivo en el que ambos están sometidos a la posibilidad de encontrar variaciones genéticas que mejoren su armamento. El virus es un producto de la naturaleza que busca, por así decirlo, encontrar el modo de silenciar la inmunidad. Y dado que es capaz de evolucionar más deprisa que nosotros, nos lleva una gran ventaja. Pero nosotros tenemos otra frente a él: el conocimiento. Lo que nuestra inmunidad no puede proporcionarnos, podemos suplirlo mediante productos de biotecnología que nos permitan optimizar la defensa.

Y en la situación actual, lo que necesitamos son vacunas que añadan a la inmunidad sistémica que ya tenemos una inmunidad mucosal más potente y duradera que la que provoca la infección, o la que reestimula la vacunación intramuscular en las personas previamente infectadas. Necesitamos refuerzos vacunales intranasales u orales. Los estudios han mostrado que la combinación de las vacunas inyectables que ya hemos recibido y un refuerzo intranasal u oral son la mejor manera de prepararnos contra futuras reinfecciones. Esto no quiere decir que vayamos a conseguir una inmunidad esterilizante, pero sí lo más cercano a ello a lo que podemos aspirar. Algunos científicos piensan que si la inmunidad en las personas recuperadas no es esterilizante en las mucosas, tampoco una vacuna lo va a conseguir. Pero no lo sabremos hasta que se pruebe, como todo en ciencia.

El pasado julio el genetista Eric Topol y la inmunoviróloga Akiko Iwasaki hacían un llamamiento en Science Immunology a la necesidad de una nueva operación Warp Speed para acelerar la puesta a punto de las vacunas nasales. Conviene recordar que la clave para que pudiéramos tener vacunas en tiempo récord durante la pandemia se resume solo en dos palabras: mucho dinero. Las vacunas de la primera generación no eran un problema científico, sino un desarrollo tecnológico. No se «descubren», como suele decirse, sino que simplemente se «crean», del mismo modo que se crea un puente o una autopista. Ya se sabe cómo hacerlas. Pero el proceso desde el diseño sobre el papel hasta el mercado es enormemente costoso: más dinero, más rápido; menos dinero, más lento. Igual que un puente o una autopista.

Todas las vacunas aprobadas en la Unión Europea se beneficiaron de los 10.000 millones de dólares (presupuesto inicial que luego se sobrepasó con creces) que la administración Trump inyectó en su desarrollo mediante la llamada Operación Warp Speed, en alusión al propulsor más rápido que la luz de Star Trek (y es una curiosa paradoja histórica que le debamos a Donald Trump algo que es rechazado fundamentalmente por quienes comparten su línea ideológica). Pero ese generoso grifo ya se cerró. Y hemos vuelto a lo de antes, cuando el desarrollo de una vacuna tardaba entre 10 y 15 años.

«Ahora necesitamos urgentemente una iniciativa acelerada similar para las vacunas nasales», escribían Topol e Iwasaki. «Una nueva operación a la velocidad del rayo nos ayudaría a adelantarnos al virus y a construir sobre el éxito inicial de las vacunas de COVID-19». Iwasaki es la responsable en la Universidad de Yale del desarrollo de una nueva vacuna intranasal como refuerzo, que ha funcionado muy bien en los ensayos con ratones. Pero según contaba a la revista Politico, las decenas de millones de dólares que necesitaría para acelerar los ensayos clínicos no están al alcance de un laboratorio académico sin un nuevo programa similar a Warp Speed.

Sin embargo, no parece haber ningún signo de que esto vaya a ocurrir. El motor ahora funciona al ralentí; y en este caso, además, el problema es más complicado, porque las vacunas nasales en general están menos desarrolladas y estudiadas, y son más complicadas de testar. Para humanos solo se utiliza una contra la gripe, además de un puñado más orales contra la polio o el cólera.

Desde que escribí aquí por última vez sobre esto, el pasado marzo, ha habido algún progreso. Se han aprobado vacunas nasales u orales en China e India. La china no es nueva, sino una versión nasal de la vacuna de vector adenoviral (un virus inofensivo que lleva la proteína S o Spike del SARS-CoV-2) que ya se estaba empleando, y se está utilizando como refuerzo. La india sí es nueva, también de vector adenoviral, y se está aplicando como doble dosis inicial. De ninguna de las dos se han publicado resultados de ensayos de fase 3, aunque las compañías dicen haberlos completado con éxito, lo cual no puede verificarse. Estas dos se suman a otras tantas ya aprobadas en sus respectivos países, la versión intranasal de la Sputnik rusa y otra en Irán.

Pero salvando estos esfuerzos de algunos países por potenciar sus vacunas, el progreso es lento. Algunas ya se han quedado por el camino, porque en algunos casos las vacunas intranasales que han funcionado bien en ensayos preclínicos en animales luego fracasan en humanos. Es el caso de la vacuna de Oxford-AstraZeneca que anteriormente se ha administrado por inyección y que se estaba ensayando ahora por vía intranasal. Había buenas expectativas depositadas en ella, pero por desgracia la fase 1 del ensayo clínico ha sido decepcionante, ya que no se logra inducir una buena inmunidad, ni mucosal ni sistémica. Ahora los investigadores deberán buscar una nueva formulación antes de reiniciar todo el proceso.

Según Nature, citando a una consultora, actualmente hay un centenar de vacunas mucosales en desarrollo contra la COVID-19. La inmensa mayoría aún están en preclínicos, por lo que les queda un largo camino por delante. Los experimentos de algunas de ellas con ratones y monos son alentadores, pero una vez más esto no garantiza en absoluto que logren lo mismo en humanos. Las grandes farmacéuticas no han apoyado con entusiasmo el desarrollo de las vacunas mucosales, porque el riesgo es grande. Y mientras los contagios prosiguen a altos niveles, se facilita la aparición de nuevas variantes que perpetúan la pandemia. Las vacunas mucosales no garantizan su fin, pero ahora son nuestra mejor opción para lograrlo.

¿Sirven los refuerzos de las vacunas para mejorar la protección contra la COVID-19?

Decíamos ayer que el transcurso de la pandemia de COVID-19 va planteando nuevas incógnitas que la ciencia trata de resolver. Los gobiernos aspiran a tener respuestas inmediatas e irrefutables para tomar decisiones que no pueden esperar. Pero los resultados científicos no son inmediatos ni irrefutables. Y a falta de consensos, los países van tomando decisiones que ya no son tan unánimes como lo eran al comienzo de la pandemia o de las campañas de vacunación: con respecto a las dosis de refuerzo de las vacunas, algunos países como España y otros de Europa las están recomendando solo a personas mayores y colectivos vulnerables, mientras que en EEUU se aconsejan para toda la población.

Pero ¿cuál es la vía correcta? ¿Deberemos revacunarnos cada cierto tiempo de aquí en adelante, una y otra vez, con actualizaciones de las mismas vacunas adaptadas a las variantes que vayan surgiendo, o con nuevas vacunas esencialmente similares?

No parece que este sea el camino. Las vacunas que tenemos han cumplido su propósito, salvando millones de vidas. Pero su potencial ya está prácticamente agotado, y el beneficio general de estas revacunaciones es dudoso. Aquí, la explicación.

Vacunación de COVID-19. Imagen de Comunidad de Madrid.

A lo largo de la pandemia hay dos enfoques que han ido guiando las decisiones de los gobiernos sobre las campañas de vacunación: uno, epidemiológico, los resultados de los ensayos clínicos de eficacia de protección (lo que incluye el balance del beneficio frente a los efectos secundarios adversos); dos, inmunológico, el efecto de las vacunas sobre la respuesta inmune.

En lo que se refiere a este segundo, prácticamente toda la atención se ha centrado en los efectos de las vacunas sobre los niveles de anticuerpos neutralizantes, esas moléculas fabricadas por las células (linfocitos) B activadas que circulan por el organismo y se unen al virus, bloqueándolo. Los estudios en los que se han basado las decisiones de revacunación describían cómo el nivel de anticuerpos neutralizantes descendía al cabo del tiempo tras la vacunación, y cómo el refuerzo de la vacuna le daba un nuevo empujón.

El descenso de los niveles de anticuerpos unos meses después de la vacunación es algo con lo que ya se contaba, porque así es como funciona el sistema inmune. Los anticuerpos son proteínas, que como todas las demás tienen una vida media limitada en el organismo y se acaban degradando, reciclándose para formar nuevas proteínas. La producción de nuevos anticuerpos depende de lo que dure la estimulación del sistema inmune. Pero la proteína S (Spike) del virus que nuestras células producen utilizando el ARN de la vacuna solo dura unos días, por lo que una vez que se acaba este estímulo, la producción de anticuerpos comienza a descender, y los que ya existen van desapareciendo con el paso del tiempo.

Esto no quiere decir ni mucho menos que volvamos a la casilla de salida. Lo esencial de las vacunas es que, como consecuencia de esta simulación de un ataque infeccioso, se induce la maduración de una población de células B de memoria que quedan durmientes, preparadas para activarse y lanzar una nueva remesa masiva de anticuerpos ante una reestimulación, por ejemplo cuando nos contagiamos. No todos los estudios analizan la población de células B de memoria que queda después de la respuesta inicial. Pero los que sí lo han hecho han encontrado que existe y es potente. Estas células B de memoria son las responsables del nuevo aumento de anticuerpos que experimentan las personas vacunadas cuando después se contagian.

Y esto es solo la mitad del sistema inmune específico. La otra mitad son las células T, que no producen anticuerpos pero también reconocen el virus, y que desempeñan distintas funciones, como estimular la producción de anticuerpos por las células B y matar las células que ya se han infectado.

Medir los niveles de células específicas contra el virus, B o T, es más complicado y requiere equipos más costosos que comprobar los niveles de anticuerpos, por lo que esto no suele hacerse en los seguimientos clínicos rutinarios. Pero sí se ha hecho en varios estudios, según los cuales las vacunas están induciendo una respuesta de células T potente y duradera, y probablemente este componente esté asumiendo una gran carga de la protección a largo plazo.

A todo esto hay que añadir la aparición de Ómicron. Esta variante redujo el poder neutralizante de los anticuerpos inducidos por la vacuna, ya que las mutaciones en su proteína S le permitían evitarlos, pasar desapercibido ante los ojos de esta vigilancia que circula por nuestras venas. Así, las personas con pauta completa (doble dosis) neutralizaban peor esta variante. En cambio varios estudios mostraron que el refuerzo de la vacuna, la tercera dosis, no solo elevaba de nuevo el nivel general de anticuerpos contra el virus de modo similar a como antes lo había hecho la doble vacunación, sino que además multiplicaba por más de 20 veces el nivel de anticuerpos neutralizantes contra Ómicron. Dado que esta tercera dosis era idéntica a las anteriores —es decir, estaba diseñada contra el virus original, no contra la propia Ómicron—, no era algo previsible que esto fuera a ocurrir; como ya conté aquí, los inmunólogos han propuesto un mecanismo para explicarlo.

Pero los estudios han revelado también que, con independencia del refuerzo, la efectividad de la vacuna contra los síntomas apenas descendía. Es decir, la pauta completa continuaba protegiendo también contra la enfermedad causada por Ómicron, aunque el nivel de anticuerpos capaces de neutralizar esta variante fuera bajo. Esta protección se ha atribuido a las células T, al comprobarse que la respuesta de este componente inmunitario permanece alta también contra Ómicron después de la doble dosis de vacuna, sin necesidad del refuerzo.

Todo lo cual nos lleva a la pregunta: ¿realmente necesitábamos refuerzo? Las recomendaciones de vacunación han estado sobre todo guiadas por el estudio de los niveles de anticuerpos, especialmente cuando la respuesta de las células T contra la infección ya se conocía bastante, pero aún no tanto la provocada por las vacunas. Entonces tenía sentido restaurar los niveles de anticuerpos neutralizantes con este refuerzo, aún más cuando se descubrió la potente respuesta anti-Ómicron que inducía. En su momento, el primer refuerzo parecía una buena idea.

La cuarta dosis es otra historia. En este caso se está aplicando una vacuna bivalente, contra el virus original y las subvariantes BA.4 y BA.5 de Ómicron. Los estudios han revelado que este segundo refuerzo eleva de nuevo la presencia de anticuerpos a un nivel similar al de después de recibir la tercera dosis. Pero no por encima de este nivel, al contrario de lo que hacían las dosis anteriores. Es decir, que el refuerzo es comparativamente menos potente.

En el caso de las personas mayores, inmunodeprimidas y enfermos crónicos, tiene sentido recomendar la cuarta dosis. Estos grupos siguen corriendo un riesgo mayor; son habitantes de ese porcentaje de resto a quienes la vacuna protege menos, en un momento en el que todos hemos vuelto a una ansiada normalidad. No solamente ya no existen restricciones de ninguna clase (salvo por el absurdo guiñol de las mascarillas en el transporte público, un escenario que nunca ha sido de alto riesgo), lo cual es de agradecer, sino que además, y esto ya no es en absoluto de agradecer, también se han relajado precauciones voluntarias que deberían mantenerse. Buena parte de la población parece haber decidido olvidar que el virus existe; como conté recientemente, un estudio descubría que casi la mitad de los encuestados prefiere ignorar sus síntomas y no testarse, o testarse y mentir a su entorno, prefiriendo no ver alterada su libertad a tomar precauciones para evitar poner en riesgo a otros.

Pero para el resto de la población, la cuarta dosis no tiene mucho sentido. Incluso siendo una vacuna específica contra Ómicron, la respuesta que induce contra esta variante no es mejor que la de la tercera dosis.

Un nuevo estudio publicado ahora en Science Immunology debería ser la tumba de los refuerzos con las vacunas actuales para la población general. Los investigadores, de la Universidad de Tubinga (Alemania), han detallado la respuesta de las células T contra la proteína S completa y contra Ómicron, después de los distintos regímenes de vacunas que se han aplicado en Europa: pauta completa (doble dosis) de vacuna de ARN (Pfizer o Moderna), lo mismo con refuerzo (tercera dosis), una dosis de Oxford-AstraZeneca seguida de una o dos de Pfizer o Moderna, dos dosis de Oxford-AstraZeneca, o una de Johnson & Johnson.

Los resultados muestran que todos los regímenes de vacunas inducen una respuesta duradera de células T de memoria contra el virus, incluyendo Ómicron, similar a la que produce la infección con el propio SARS-CoV-2, aunque la respuesta inicial es mejor en los que han recibido vacunas de ARN en toda o parte de su pauta. Pero mientras, como ya se sabía, el refuerzo aumenta los niveles de anticuerpos —que descienden a los 6 meses, también como ya se sabía—, en cambio «las respuestas de células T permanecieron estables a lo largo del tiempo después de la vacunación completa, sin un efecto significativo del refuerzo en las respuestas de células T ni en el reconocimiento de las mutaciones de Ómicron BA.1 y BA.2», escriben los autores.

Es decir, que la respuesta de células T, el principal componente del sistema inmune que nos está protegiendo de los síntomas graves de la cóvid, es magnífica con la pauta completa de las vacunas, también contra Ómicron; es perdurable y los refuerzos no la mejoran.

Los autores no niegan la posible utilidad de los refuerzos, de los que mencionan que tienen «efectos beneficiosos en términos de protección contra la infección del SARS-CoV-2 y contra los cuadros graves de COVID-19». Recordemos que, inesperadamente, las vacunas están reduciendo la transmisión, y es posible que este efecto recaiga más en la respuesta de anticuerpos que en la de células T.

Pero este estudio, que extiende y confirma lo hallado por otros anteriores, debería servir para entender que los refuerzos aportan muy poco beneficio a la población general. Y que por lo tanto sus costes no compensan. Costes económicos, de las dosis que en su lugar deberían destinarse a las personas que quieren vacunarse y aún no han podido hacerlo (en otros países, claro). Costes de efectos adversos de las vacunas, un riesgo muy pequeño pero que no merece la pena correr si el beneficio obtenido es mínimo. Costes de cansancio de la población, confundida por mensajes basados en evidencias endebles. Y también costes de cansancio del sistema inmune; como ya conté aquí, una exposición repetida puede causar tolerancia a la vacuna, falta de respuesta. Hasta ahora esto no está ocurriendo en los refuerzos contra la cóvid, y es difícil que suceda por el poco tiempo que dura la proteína S que nuestras células fabrican con el ARN de la vacuna. Sin embargo, no es descartable que llegue a ocurrir.

Claro que el hecho de que —todo lo anterior, se entiende, con la ciencia disponible hoy, a falta de saber si todo esto cambiará con lo que nos depare el futuro— los vacunados ya no necesitemos estas vacunas no significa que no necesitemos más vacunas; necesitamos otras vacunas. Mañana seguiremos.

La cóvid larga puede dañar el cerebro, y también afecta a los niños

Cuando llegaron las primeras vacunas contra la COVID-19, el objetivo estaba claro: vacunar a la mayor parte de la población adulta, tanta como fuese posible. Pero en fases posteriores las respuestas no eran tan sencillas: ¿conviene vacunar a los niños? ¿Será necesario aplicar dosis de refuerzo? ¿Cuándo, cuántas, a quiénes? ¿Qué hay de las personas recuperadas? ¿Y a quienes han pasado la infección más de una vez? ¿Compensa el beneficio?

La inmensa cantidad de datos aportados por las numerosas investigaciones en todo el mundo ha despejado algunas de las principales incógnitas, pero no siempre los mensajes han calado adecuadamente. Por ejemplo, la vacunación de los niños ha sido minoritaria en comparación con los adultos. En EEUU, un estudio publicado hace unos días ha indagado en las causas de la baja tasa de vacunación entre los niños, y por qué incluso muchos adultos que se han vacunado han decidido no vacunar a sus hijos.

Los autores concluyen que los efectos de la desinformación sobre las vacunas han sido potentes: muchos padres se han quedado con el mensaje de que la enfermedad es leve en los niños, y que en cambio la vacuna podía suponer un riesgo mayor. Los mensajes cruzados entre las fuentes científicas fiables y los propagadores de bulos en internet han formado un batiburrillo en la mente de muchos padres en el que no se distingue entre información y desinformación.

Separando lo correcto de lo falso, es cierto que generalmente la cóvid aguda es más leve en los niños, aunque no debe caerse en el error —como sucedió en los primeros tiempos de la pandemia— de pensar que ellos no se infectan: el estudio de la seroprevalencia en EEUU (presencia de anticuerpos, revelando una infección pasada) ha estimado que el 86% de los niños han pasado la cóvid; probablemente la gran mayoría de ellos sin siquiera enterarse. Pero aunque sufren menos la enfermedad, también hay casos de hospitalizaciones, y los datos han mostrado que los ingresos hospitalarios por cóvid de los niños no vacunados más que duplican los de los vacunados.

Los estudios han mostrado que las vacunas estimulan en los niños una respuesta inmune al nivel de la de los adultos, pero las cifras de eficacia (protección en los ensayos clínicos) y efectividad (protección en el mundo real) son menores: la eficacia contra la variante Delta fue de casi un 91% frente a la cóvid sintomática en niños de 5 a 11 años, mientras que la efectividad contra Ómicron, con mayor capacidad de evasión inmunitaria, ha sido del 51% frente a la infección y del 48% frente a la infección sintomática en niños de la misma franja de edad, con mayor efectividad en los más pequeños que en los mayores, al tratarse de una formulación pediátrica. En los niños de  6 meses a 5 años, la eficacia contra la infección sintomática de Ómicron es del 31-51% de 6 a 23 meses y del 37-46% de 2 a 5 años.

Tomografía computarizada de un cerebro humano. Imagen de Department of Radiology, Uppsala University Hospital / Mikael Häggström / Wikipedia.

La conclusión de estos datos es que las vacunas también protegen a los niños, aunque sea a un nivel menor que a los adultos; recordemos que la efectividad de las vacunas contra la gripe suele moverse entre el 40 y el 60%, y a pesar de ello se consideran instrumentos poderosos para contener el brote anual invernal y proteger a las personas más vulnerables.

Un argumento contundente para recomendar la vacunación de los niños figura en los datos citados: como ya he contado aquí, aunque las vacunas no se diseñaron ni se testaron inicialmente para reducir la transmisión, los estudios han descubierto consistentemente que sí lo hacen. Lo cual no es fácil de explicar, dado que las vacunas no reducen la carga viral de la que depende la posibilidad de contagiar a otros. Se ha propuesto que este no es un efecto individual sino poblacional, debido a una reducción de las tasas de infección entre la población vacunada, pero no parece un argumento lo suficientemente completo. Sea como fuere, el hecho es que según las cifras anteriores las vacunas reducen la tasa de infección un 51% en los niños, por lo que su vacunación contribuye a disminuir la transmisión en su entorno, en el que puede haber personas más vulnerables.

Pero frente a todo esto, ¿qué hay de los riesgos? Y es aquí donde el mensaje que ha calado entre muchos padres se ha dejado influir por la desinformación. Es cierto que las vacunas, como todo medicamento, pueden provocar de por sí efectos secundarios que obviamente no existen en las personas no vacunadas. Pero repetidamente los estudios han mostrado que la infección supone un riesgo mucho mayor que la vacunación. Hace un par de meses, una revisión sistemática y metaanálisis (un estudio que reúne estudios previos) concluía que el riesgo de miocarditis —inflamación del músculo cardíaco, más frecuente en personas jóvenes y que en la gran mayoría de los casos es leve— es siete veces mayor debido a la infección por COVID-19 que a las vacunas. Las vacunas duplican el riesgo de miocarditis respecto a no vacunarse, pero la infección lo multiplica por 15 respecto a la no infección, con independencia del estatus de vacunación. Por lo tanto, en el balance, es evidente que no vacunarse supone un riesgo mucho mayor que vacunarse.

Es difícil que este mensaje llegue a calar entre los antivacunas convencidos, pero más preocupante es que entre quienes simplemente dudan hay otros datos que no parecen conocerse. Por encima de todo esto, hay un motivo mucho más poderoso para recomendar la vacunación de los niños, y es la cóvid larga o persistente. Desde bien entrada la pandemia los expertos están advirtiendo de que esta va a ser la mayor preocupación a largo plazo, porque aún es mucho lo que se desconoce sobre esta enfermedad.

Especialmente alarmantes son los últimos estudios sobre los efectos de la cóvid en el cerebro. Desde que se empezó a reconocer la existencia de la cóvid larga se sabe que incluye síntomas neurológicos como falta de memoria y atención, y lo que los enfermos a veces describen como una «niebla cerebral», una especie de lentitud y sensación de letargo. Las investigaciones comenzaron a detectar secuelas como signos de inflamación en el cerebro de las personas que habían sufrido cóvid grave, y un mayor riesgo de desarrollar demencia. Pero en marzo de este año un estudio en Reino Unido con casi 800 personas encontró una ligera reducción de la sustancia gris del cerebro y un cierto declive cognitivo también en pacientes que habían pasado una infección leve, en comparación con quienes no se habían contagiado.

Dado que la pérdida temporal del olfato ha sido uno de los síntomas típicos de la cóvid desde el principio, y que la región cerebral donde se encontró esta reducción de la sustancia gris está conectada con el bulbo olfatorio —la parte del cerebro que procesa el olfato—, los investigadores proponían que quizá la vía neuronal olfativa era la puerta de entrada del virus en el cerebro, o tal vez era solo un efecto secundario debido a la inflamación. Pero preocupaba el hecho de que la región donde se encontraron estas alteraciones está implicada también en la degeneración que produce el alzhéimer.

Estudios patológicos y experimentos in vitro han revelado que el virus es capaz de infectar las células de la glía, que rellenan el tejido cerebral y ejercen funciones auxiliares esenciales, incluyendo la inmunidad y el soporte a la transmisión del impulso neuronal. Los autores de este estudio apuntaban que esta infección podría estar relacionada con los efectos neuropsiquiátricos a largo plazo de la infección leve, incluyendo la atrofia de la corteza cerebral, problemas cognitivos, fatiga y ansiedad, a través de un mecanismo por el que las células gliales afectadas causan disfunción o muerte de las neuronas.

Ahora, un nuevo estudio trae novedades no precisamente alentadoras. Investigadores de la Universidad de Queensland, en Australia, han descubierto que el virus activa en el cerebro una respuesta inflamatoria similar a la que se observa en el párkinson o el alzhéimer. En concreto, el virus infecta células inmunitarias de la glía llamadas microglía, en las cuales se forman grupos de proteínas llamadas inflamasomas que disparan la inflamación asociada a la muerte neuronal en estas enfermedades degenerativas.

Obviamente, esto no significa que las personas que han pasado la infección estén condenadas a padecer algún día una enfermedad neurodegenerativa. Por desgracia, aún no se conocen las causas primarias que dan origen a estas enfermedades. Pero según el director del estudio, Trent Woodruff, «si alguien ya tiene predisposición al párkinson, tener COVID-19 podría ser como echar más combustible a ese fuego en el cerebro. Lo mismo se aplicaría a la predisposición al alzhéimer y otras demencias que se han vinculado a los inflamasomas».

Es importante recordar que, igual que ocurre con la cóvid aguda, probablemente los niños también tienen menos riesgo de padecer cóvid larga que los adultos. Pero pueden sufrirla: un estudio español publicado en agosto de este año encontraba que, de una muestra de 451 niños con cóvid sintomática atendidos en tres hospitales de Madrid, uno de cada siete tenía síntomas de cóvid larga tres meses después de padecer la infección. Los autores calificaban esta proporción como «preocupante».

La cóvid larga en niños se conoce quizá peor que la que afecta a los adultos, y podría tener sus propias peculiaridades. De hecho, ni siquiera las cifras coinciden en los diferentes estudios; uno también reciente en EEUU da una estimación menor, pero en cambio una revisión de estudios y metaanálisis publicada en junio de este año aumenta el porcentaje a un más alarmante 25%. Tanto esta revisión como el estudio español han detectado también en los niños síntomas neuropsicológicos similares a los descritos en los adultos. Aún no se sabe si la cóvid larga en los niños puede llevar asociada la inflamación cerebral observada en los adultos, pero con los datos disponibles no hay motivo para descartar que pueda ser así.

No está de más recordar otro dato destacado del estudio español: el 82% de los niños atendidos por cóvid en los hospitales sufrieron síntomas leves y solo necesitaron atención ambulatoria. Pero el 5% tuvo que ingresar en UCI pediátrica.

En resumen, y aunque los niños generalmente están a salvo de los peores efectos de la cóvid, no siempre es así. Y también corren el riesgo de padecer cóvid larga, un riesgo que disminuye con la vacunación. Incluso si Ómicron y sus subvariantes son realmente más leves que variantes anteriores —como ya he contado aquí, algo sobre lo que no hay consenso, ya que es difícil valorarlo en una población mayoritariamente inmunizada—, hay informes anecdóticos de que en cambio la cóvid larga podría ser peor con alguna de estas subvariantes, aunque esto no debe tomarse como dato contrastado.

Si se trata de proteger a los niños, el modo de hacerlo es protegerlos con las vacunas, no de las vacunas. Por desgracia, muchos padres y madres parecen haberse equivocado de enemigo, pero aún estamos a tiempo de que el esfuerzo por separar información de desinformación acabe haciendo calar los mensajes correctos.

Y volviendo al comienzo, otra de las incógnitas que se han ido presentando y que aún deben responderse es la cuestión de las dosis de refuerzo. ¿Realmente es aconsejable y necesario revacunarnos una y otra vez, indefinidamente? Mañana lo veremos.

Así está evolucionando el virus de la COVID-19

Decíamos ayer que la idea de que los virus siempre evolucionan para hacerse más inofensivos no es un bulo, como a veces se dice, sino una hipótesis que en su momento —principios del siglo XX— parecía razonable; incluso estamos acostumbrados a la idea de que los animales se domestican por un contacto prolongado por los humanos. Pero en ciencia las afirmaciones hay que probarlas (o falsarlas); es lo que distingue a la ciencia de todo lo que no lo es. Y aunque esa llamada ley del declive de la virulencia era difícil de poner a prueba, las evidencias no la han apoyado. Ayer contábamos un caso de lo contrario, el virus de la mixomatosis en los conejos.

Lo cual, decíamos, no implica que un virus no pueda evolucionar hacia una menor agresividad. Según el modelo que más se maneja hoy, llamado del trade-off o del intercambio o compensación, la evolución de un virus es un toma y daca entre los costes y los beneficios de un aumento o una disminución de la virulencia. Además, existen condicionantes a la interacción entre estos factores, como el tamaño de la población viral —un virus muy extendido como el de la COVID-19 tiene más oportunidades de variar que otro de escasa propagación como el ébola— o la tasa de mutación del virus —que es muy diferente en unos y otros dependiendo de su maquinaria genética—.

Pero aunque este modelo tiene formulación matemática, en un sistema tan complejo es muy difícil predecir qué hará el virus en el futuro, sobre todo al comienzo de un brote de un virus nuevo sobre el que es mucho lo que se desconoce. Sin embargo, había aspectos en el perfil del virus SARS-CoV-2 que invitaban a desconfiar de una posible evolución rápida hacia una menor virulencia. Por ejemplo, dado que el virus tenía un periodo de incubación algo extendido y que tardaba tiempo en matar, no necesitaba reducir su agresividad para propagarse, sobre todo cuando además las personas contagiadas estaban infectando a otras antes de que aparecieran los síntomas, antes de saber que estaban contagiadas.

Respecto al último de los factores mencionados, la tasa de mutación, inicialmente se estimó que era aproximadamente la mitad de la del virus de la gripe, una media de dos mutaciones puntuales al mes. Ambos virus, el SARS-CoV-2 y la gripe, tienen su material genético en forma de ARN, lo que confiere una mayor propensión a mutar que en los virus de ADN. Pero el de la gripe tiene además su genoma partido en trozos, lo que facilita el intercambio de fragmentos que aumenta la variabilidad. Esto no ocurre con el SARS-CoV-2, el cual además, a diferencia del de la gripe, tiene un sistema de corrección de errores al replicarse que reduce las posibilidades de mutar.

Pero los datos recogidos a lo largo de la pandemia indicaban que el virus estaba mutando mucho más deprisa de lo que se había previsto, dos veces y media más que la gripe. En lugar de variar a velocidad constante, los investigadores descubrieron que estaba evolucionando a trompicones, con rápidos episodios de varias semanas en los que el virus pisaba el acelerador para multiplicar su tasa de mutación por cuatro.

En un primer momento los científicos aventuraron que tal vez las primeras variantes serían más contagiosas que el virus original. Había razones para pensar esto, ya que el virus que surgió en Wuhan no tenía optimizada su unión al receptor de las células humanas mediante el cual consigue penetrar en ellas. Había un margen de mejora, y de hecho se sabía que el virus no era excesivamente infeccioso en comparación con otros virus respiratorios; hacía falta un contacto prolongado y una dosis viral relativamente alta para contagiarse.

Viriones del SARS-CoV-2 Ómicron replicándose en el interior de una célula infectada. Imagen de NIAID.

Esta previsión acertó: la primera variante temprana que se extendió a niveles considerables fue la D614G, llamada así por la mutación del aminoácido ácido aspártico (D, según el código empleado) a glicina (G) en la posición 614. Esta variante parecía más transmisible que el virus original, sin que se apreciara una mayor virulencia. Luego comenzaron a llegar las variantes que la Organización Mundial de la Salud calificó como preocupantes y que se designaron con letras griegas, Alfa, Beta, Gamma y Delta. Se detectó un aumento de la transmisibilidad, sobre todo en Alfa y Delta; el virus estaba optimizando su capacidad de contagio e infección.

En cambio, no hubo cambios drásticos en la virulencia, aunque los que hubo contradecían la idea del posible declive: Delta resulto ser algo más agresiva, en contra de lo que se dijo en un primer momento.

Pero el aumento de la transmisibilidad tiene sus límites, ya que llegará un momento en el que cualquier cambio ya no pueda mejorar más la capacidad de infección, y no hará sino empeorarla. A medida que aumentaba la proporción de población contagiada, los científicos predecían que en algún momento el virus comenzaría a evolucionar en otra dirección, la de escapar a la defensa inmunitaria para poder reinfectar a las personas recuperadas de la enfermedad.

Esta predicción también se cumplió: en Beta y Gamma ya se observó una cierta evasión inmunitaria, en concreto la capacidad de escapar a los anticuerpos neutralizantes presentes en las personas recuperadas.

Entonces llegó Ómicron. Y esto nadie lo esperaba. Ómicron surgió de no se sabe dónde; como las anteriores, apareció de forma independiente —no a partir de otras ya reconocidas—, pero el estudio de su genoma sugiere que nació en los primeros momentos de la pandemia, en la primavera de 2020, y que se mantuvo bajo el radar durante año y medio hasta que comenzó a crecer de forma explosiva, barriendo a las demás variantes con la sola excepción de Delta.

Ómicron tiene tantas mutaciones que es incomprensible que tardara tanto en encontrarse. Algunos científicos sugerían que tal vez se originó en animales contagiados con el virus original, en los cuales este pudo variar libremente sin que la vigilancia epidemiológica lo detectara, ya que en un principio no estaba presente en los humanos hasta que alguno lo adquirió de un animal. Se pensó en los ciervos; en EEUU hay una gran proporción de infección entre ellos, y estos animales suelen tener contacto con los humanos. Ahora, un nuevo estudio publicado esta semana en PNAS propone que pudo originarse en los ratones, ya que el virus original los infectaba torpemente, y sin embargo Ómicron parece optimizado para ellos.

Esta variante ha llegado a una infectividad récord, igualando la del sarampión, el virus más infeccioso conocido. Aquello del contacto prolongado y la alta dosis de virus de los primeros tiempos de la pandemia ya quedó muy atrás. Y además, Ómicron es también un especialista en esquivar la respuesta inmune de las personas expuestas a variantes anteriores.

Ómicron también ha matado menos. Pero aunque un estudio temprano propuso que esta variante es menos virulenta, ya que infecta más fácilmente la nariz pero menos los pulmones, a todo esto se ha añadido un factor adicional: las vacunas.

Según el enésimo bulo conspiranoico surgido recientemente en internet, se ocultó que no se había testado la capacidad de las vacunas de ARN de reducir la transmisión antes de comercializarlas. Esto no es cierto. No se ocultó nada, ya que los ensayos clínicos, publicados antes de que las vacunas comenzaran a aplicarse, jamás testaron la evitación de la transmisión. No estaban diseñados para esto, y habría sido enormemente complicado hacerlo.

Pero no tenía sentido hacerlo, ya que las vacunas intramusculares de ARN tampoco se concibieron para reducir la transmisión, sino para aminorar los síntomas clínicos, es decir, evitar la enfermedad grave y la muerte. Las vacunas que tenemos ahora inducen una buena inmunidad sistémica, pero una mala inmunidad local en las mucosas de las vías respiratorias, lo que sería necesario para evitar el contagio. Solo una vacuna intranasal con una formulación probablemente diferente, de proteína recombinante o de virus inactivado, podría lograr esto. Aún no tenemos estas vacunas, pero están en proceso.

Pese a todo, resultó que los estudios posteriores de numerosos grupos de investigación sobre la población ya vacunada revelaron que las vacunas sí están reduciendo la transmisión en buena medida, algo que ni los propios creadores de las vacunas esperaban, y que es casi más difícil de explicar que lo contrario.

De cara a la evolución del virus, la importancia de las vacunas es que son otro factor más de presión selectiva que puede afectar a lo que el virus haga en el futuro. Dado que no evitan drásticamente la transmisión, no están presionando significativamente al virus para mejorar su infectividad. Pero en cuanto a la virulencia, el problema es que con un porcentaje tan alto de población vacunada y/o recuperada ya es imposible comparar la agresividad de las nuevas variantes con las que existían antes de las vacunas, porque estas han reducido los síntomas en millones de personas, salvándolas de la enfermedad grave o de la muerte. Por lo tanto, ya no se puede comparar la virulencia de las nuevas variantes con la de las antiguas en igualdad de condiciones.

Ómicron ha tenido tal éxito, desde el punto de vista del virus, que las nuevas variantes que se están propagando ahora surgen a partir de ella, por nuevas mutaciones o recombinaciones, en lugar de partir del virus original o de versiones anteriores. Y en ellas, como BA.2.75.2, derivada de Ómicron BA.2, o BQ.1.1, derivada de la dominante en los últimos meses, BA.5, se observa que están mejorando su evasión inmunitaria (recordemos que, aunque Ómicron escape bastante de los anticuerpos neutralizantes, no así de las células T, otro componente fundamental de la respuesta inmune), llegando a mutaciones comunes incluso si tienen orígenes distintos.

En particular, la neutralización de BA.2.75.2 por los sueros de las personas vacunadas o recuperadas es solo la sexta parte que en el caso de BA.5. Lo cual no quiere decir que el sistema inmune no pueda con esta subvariante, sino que las vacunas o una infección previa nos protegen mucho menos contra ella. Estas nuevas subvariantes no han pérdido ni un ápice de infectividad.

La hipótesis más alta en las apuestas actuales es que continuará esta tendencia con nuevas subvariantes de Ómicron, aunque no se descartan otras posibilidades. Una preocupación constante es la posibilidad de que surja una variante recombinante entre Delta —más agresiva— y alguna de las subvariantes de Ómicron de mayor evasión inmunitaria, lo que podría ser una tormenta perfecta.

En fin, por desgracia aún no podemos pensar que la pandemia ha terminado. El cuadro más razonable, siempre con reservas, es que en los próximos meses de otoño e invierno las infecciones aumentarán, también en personas vacunadas y recuperadas, aunque de momento las vacunas siguen manteniendo a raya los síntomas graves con las subvariantes actuales. Mientras el virus siga evolucionando con rapidez, algo propiciado también por la gran cantidad de población infectada (lo que significa una población viral inmensa para que surjan nuevas variantes), probablemente deberemos esperar a las vacunas intranasales para forzar una reducción drástica de la transmisión.

Un virus sí puede volverse más letal con el tiempo, y este es un ejemplo

Una de las preocupaciones más acuciantes de la pandemia de COVID-19 ha sido cómo evolucionaría el virus a lo largo del tiempo. Cuando en la primera línea del frente de la guerra científica y médica contra el virus se trataba de contener la propagación, salvar a los pacientes y desarrollar vacunas y tratamientos a toda velocidad, en la retaguardia otra división de investigadores estaba trabajando en, digamos, espionaje, contraespionaje e inteligencia; el objetivo era intentar averiguar los próximos movimientos del enemigo para anticiparse a ellos.

Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la pandemia, el problema ha sido que la urgencia del momento, la ansiedad de la población por saber y la prisa de los medios por dar respuestas, sabiendo, o sin saber, que la ciencia necesita reposo y profundidad para fraguar conclusiones válidas, han llevado a la difusión de opiniones preliminares o intuiciones como si fuesen ciencia, que no lo eran. Por ejemplo, en su momento se dijo que la variante Delta no era más peligrosa que las anteriores, pero los estudios posteriores mostraron que sí lo era.

Lo mismo ha ocurrido con las previsiones sobre la evolución del virus. En un principio se oyó en los medios que lo más frecuente en los virus era evolucionar a una menor gravedad. Pero luego se oyó que no, que esto era un mito. Con lo cual el ciudadano que trate de mantenerse informado se encuentra sin saber a qué atenerse.

Así que comencemos por el principio. Suele atribuirse al bacteriólogo estadounidense Theobald Smith la llamada ley del declive de la virulencia, según la cual los parásitos tienden a evolucionar para causar el mínimo daño a sus hospedadores y así poder prosperar. Smith, uno de los microbiólogos más renombrados de finales del siglo XIX y comienzos del XX, se basaba en el pensamiento de entonces según el cual un agente infeccioso y su huésped encontraban un equilibrio beneficioso para ambos, una tolerancia mutua. Para el patógeno era un inconveniente ser demasiado agresivo, y por lo tanto aquellos que lo eran aún no estaban bien adaptados a su hospedador. En 1904 Smith publicó el estudio por el cual se recuerda su mal llamada ley, ya que era simplemente una hipótesis, o más bien una conjetura difícil de probar.

Medio siglo antes, en 1859, se había introducido el conejo europeo en Australia. Los resultados fueron desastrosos para la vegetación cuando los conejos comenzaron a reproducirse, ejem, como conejos. A finales del XIX el gobierno australiano comenzó a estudiar posibles métodos para controlar las poblaciones, y en los años 20 se intentó introducir un virus, el mixoma. En Europa la mixomatosis era letal para los conejos en solo dos semanas, matando a un 99,8% de los animales infectados. Y aunque los primeros intentos en Australia fueron infructuosos, en los años 50 el virus comenzó a hacer estragos, causando un drástico descenso de las colonias.

El virus mixoma visto al microscopio electrónico. Imagen de David Gregory & Debbie Marshall / Wikipedia.

Sin embargo, al poco los científicos comenzaron a comprobar que la virulencia del virus estaba descendiendo, y que los conejos volvían a prosperar. Con el paso de los años se comprobó que la letalidad de la mixomatosis había descendido a un 60%, un tercio de reducción, y que los síntomas habían cambiado, revelando una adaptación del virus a la aparición de resistencias en los conejos. El caso se tomó como una confirmación de que la ley de Smith funcionaba.

Y sin embargo, al mismo tiempo se constataba que en muchos casos no era así; un ejemplo son las múltiples enfermedades conocidas históricamente y que a lo largo del tiempo no han reducido su virulencia, pero había otras inconsistencias.

En los años 70 los australianos Robert May y Roy Anderson propusieron un modelo alternativo, matemáticamente fundamentado, llamado del trade-off, o intercambio, según el cual no hay un descenso obligado de la virulencia con el tiempo, sino que la evolución del patógeno tiende a un equilibrio entre los beneficios y los costes de su agresividad hacia su huésped; un virus puede mantener su letalidad si le permite seguir infectando nuevos huéspedes, antes o después de muertos. Es decir, si su transmisión es suficientemente eficaz para que no importe la vida del huésped en el éxito del virus.

De la interacción entre estos distintos factores y las presiones selectivas a las que se enfrenta el virus surge una virulencia óptima que puede ser diferente para cada caso concreto de patógeno-hospedador. Este modelo del trade-off es el más aceptado hoy, aunque hay otros.

Por ejemplo, si un virus mata demasiado deprisa, o es de difícil contagio, puede ser más ventajoso para él evolucionar hacia una menor gravedad. Pero incluso en un caso como este, véase el ébola, el proceso evolutivo requiere que exista una población viral lo suficientemente grande como para que surjan las variantes ventajosas.

Recordemos cómo los Pokémon son un ejemplo fantástico para entender la evolución biológica, ya que representan justo cómo NO funciona: en la naturaleza no evolucionan los individuos, sino las especies, a través de variaciones nacidas de mutaciones en el genoma. Dado que estas mutaciones generalmente se asume que se producen al azar, muchas de ellas serán neutrales o perjudiciales; para que aparezcan mutaciones beneficiosas que confieran una ventaja a la especie se necesita una población de gran tamaño. Las especies no quieren mejorar ni ser más fuertes o perfectas, como ocurre con los Pokémon; los individuos quieren sobrevivir y reproducirse, pero las especies no quieren ni dejan de querer nada. Simplemente, la naturaleza actúa seleccionando las mejores adaptaciones al medio y limitando o librándose de las peores.

Curiosamente, hemos sabido ahora que el virus de la mixomatosis también parece refutar la hipótesis de Smith de la virulencia en declive. En un nuevo estudio dirigido por la Universidad Estatal de Pensilvania y publicado en Journal of Virology, los investigadores recogieron muestras del virus que circulaba en la naturaleza entre los conejos australianos en el intervalo de 2012 a 2015, y con estos distintos aislados infectaron conejos de laboratorio para comprobar la gravedad de la enfermedad y la mortalidad en cada caso.

Desde que los autores comenzaron a estudiar la evolución del virus en 2014, han descubierto que su letalidad ha vuelto a aumentar. De los tres linajes identificados, uno de ellos, llamado c, muestra evidencias de una evolución más acelerada. Esta variante está ampliamente extendida y produce síntomas más parecidos a los del virus original, sobre todo en la base de las orejas y alrededor de los párpados, las partes de los conejos donde suelen picar los mosquitos que transmiten el virus.

Los investigadores pronostican que los conejos acabarán desarrollando resistencia a este nuevo comportamiento del virus, pero por el momento el resultado es un aumento de la letalidad. Y esta observación, señalan, es una prueba más en contra de la idea de Smith sobre el declive de la virulencia.

Pero ¿cómo se aplica todo esto a la evolución del virus de la COVID-19? Mañana lo veremos.

Casi la mitad de la gente oculta su COVID-19 o miente sobre ella

Hace tres años los miles de autoproclamados videntes de todo el mundo desperdiciaron una ocasión única en la vida: con que uno de ellos, bastaba con uno solo, hubiese vaticinado lo que se nos venía encima, que el mundo iba a cambiar en unos meses, que las vidas de la mayoría de los humanos iban a verse profundamente alteradas, que estaríamos encerrados en casa, que llevaríamos mascarillas durante años, que millones morirían… Solo con que uno lo hubiese visto en su bola de cristal, en su baraja, en las entrañas de su besugo o en su lo que fuese, nos habría convencido a los demás de que no son unos charlatanes. Pero claro, no ocurrió. Porque los superpoderes solo existen en los mundos de Marvel y DC. En el mundo real solo existen los negocios. Si los superhéroes existieran en el mundo real, llevarían el datáfono prendido al cinturón para cobrar el servicio.

Pero no, hoy no vengo a hablar de videntes ni de estafas. Esto viene a cuento de volver la vista atrás, a esos meses finales de 2019 en los que el virus ya estaba comenzando a propagarse, y cómo entonces nadie en este planeta, videntes incluidos, podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Han pasado tres años y, una vez encajado todo el dolor sufrido, que para muchos nunca se aliviará, hoy ya no se percibe la amenaza del virus del mismo modo. Hemos vuelto a la vida, a la normalidad.

Pero ¿qué normalidad? Durante los peores tiempos de la pandemia se acuñó la expresión «nueva normalidad». No era un invento del gobierno; en todo el mundo se hablaba de «new normal». Para los sectores negacionistas supuso una nueva chincheta en sus tableros de conspiranoias. Aunque, claro, a nadie le gustaba: ¿quién no preferiría la misma vieja normalidad de siempre?

Una UCI con enfermos de COVID-19 en 2021. Imagen de Karina Fuenzalida / Flickr / CC.

Solo que, nos guste o no, hay ciertas cosas que deberían cambiar para siempre, a mejor. El 28 de marzo de 2020, en pleno confinamiento y estado de alarma, escribí aquí un artículo titulado «Si todo vuelve a ser igual después del coronavirus, esto volverá a suceder». Cuando por entonces aún ni siquiera queríamos creer el inmenso desastre que se avecinaba (por entonces había algo más de medio millón de casos confirmados en el mundo y menos de 27.000 muertes; en España unos 64.000 casos confirmados y menos de 5.000 muertes), estaba claro que había cosas que nunca habíamos hecho bien: abusar de los productos germicidas, rehusar las vacunas, menospreciar la higiene pública y, sobre todo y por encima de todo, ir alegremente por ahí repartiendo nuestros catarros y gripes por la calle, en el trabajo, en los transportes, en los bares.

Aunque fuese de forma inocente, como tontos sin culpa, todos hemos sido en nuestra pequeña cuota responsables de la propagación de las epidemias; gripes, catarros y cóvid. El «es un trancazo» o el «he cogido frío» —una vez más, y ya van n, no nos resfriamos por «coger frío», este es un mito insidioso y tan difícil de matar como Steven Seagal que ignora siglo y medio de ciencia; el efecto del frío sobre el cuerpo se llama hipotermia, pero TODA enfermedad con síntomas de resfriado o gripe es SIEMPRE una infección causada por un virus contagioso— nos sirven como pretexto para seguir con nuestra vida normal sin tomar la menor precaución e ir así regalando nuestros virus a todos los que nos rodean.

Porque, claro, la alternativa es un coñazo: testarnos o ir al médico y, ya sea positivo o negativo, aislarnos, usar mascarilla, quedarnos en casa, cancelar planes… Queremos nuestra vieja normalidad, aquella en la que una nariz taponada, unos estornudos, unas toses y un dolor de garganta no iban a fastidiarnos nuestros planes. Incluso los anuncios de ciertos medicamentos contra los síntomas de catarros y gripes nos animan a que los tomemos para sentirnos mejor y así poder salir libremente a contagiar a los demás.

Y así, supongo que esto es algo que todos hemos visto a nuestro alrededor. Se miente. O, por lo menos, se silba mirando para otro lado. Ahora, un estudio de la Universidad de Utah lo confirma y le pone cifras: cerca de la mitad ha mentido en alguna ocasión con respecto a su cóvid.

El estudio, publicado en JAMA Network Open y elaborado por un amplio equipo de expertos en salud pública, psicólogos y médicos de varias instituciones de EEUU, ha consistido en una encuesta a 1.733 personas, una muestra más extensa que en otros estudios previos. Y las conclusiones son consistentes con lo que observamos a diario.

Los investigadores dividieron a los encuestados en tres grupos: quienes han pasado la cóvid, quienes no la han pasado y están vacunados, y quienes no la han pasado y no están vacunados. A todos ellos les hicieron una batería de preguntas para analizar nueve casos diferentes de «misrepresentation», algo así como falsa representación, vulgo mentira, sobre sus comportamientos con respecto a la enfermedad, añadiendo una indagación sobre las causas de tales conductas.

El resultado es que casi el 42% ha mentido alguna vez en alguna de las nueve categorías. Casi la cuarta parte han dicho a otras personas que estaban tomando medidas preventivas que en realidad no estaban tomando; casi otro tanto han roto su cuarentena a sabiendas; más de la quinta parte han evitado hacerse un test sabiendo que podían tener la enfermedad. Y un porcentaje similar han mentido hasta al médico.

Entre las razones que los encuestados alegan para haber mentido, los autores descubren una motivación general común: «querer llevar una vida normal y querer ejercer la libertad personal». Entre las respuestas frecuentemente elegidas figuran frases como «no es asunto de nadie», «no quería que nadie me juzgara», «quería ejercer la libertad de hacer lo que quisiera» , «no me sentía muy enfermo», «tenía que trabajar y no quería quedarme en casa», «seguía los consejos de una figura pública en la que confío» o incluso «no creía que la COVID-19 fuese real».

Que cale el dato: casi una de cada cuatro personas ha preferido no cancelar sus planes ni aislarse, o ni siquiera testarse, aun a sabiendas del riesgo de contagiar a otros.

Según los autores, el perfil preferente de estos mentirosos/irresponsables es variado, pero corresponde sobre todo a una persona menor de 60 años —más mentirosos/irresponsables cuanto más jóvenes— que tiende a desconfiar de la ciencia. No han encontrado diferencias significativas en cuanto a tendencias políticas, creencias religiosas o nivel educativo, y ni siquiera en cuanto a creencias conspiranoicas o actitudes respecto a las vacunas.

Por si quedara alguna duda, los autores concluyen que estas mentiras «pueden haber puesto a otros en riesgo de COVID-19». Según la directora del estudio, Angela Fagerlin, de la Universidad de Utah, mucha gente puede pensar que no pasa nada por una pequeña mentira. «Pero si, como nuestro estudio sugiere, casi la mitad de nosotros lo estamos haciendo, este es un problema significativo que contribuye a prolongar la pandemia».

Y eso que, menciona el estudio, una de sus limitaciones es que no puede comprobarse la veracidad de las respuestas, por lo que la proporción de los que han mentido u ocultado podría ser aún mayor si tampoco han querido reconocerlo en la encuesta. Como conclusión, añaden los autores, «los resultados de este estudio revelan un serio reto de salud pública para la pandemia de COVID-19 y para cualquier futuro brote de enfermedades infecciosas».

Es un asunto demasiado serio como para bromear con esto. Pero uno no puede evitar acordarse de uno de los clichés más típicos de toda película de zombis: «¡No, no me han mordido, estoy bien!», dice tratando de esconder su herida. Y ya sabemos cómo acaba siempre esto.

¿Debe importarnos que las moscas vomiten en nuestra comida?

Para muchas personas, quizá solo las cucarachas superen a las moscas en la escala de asquerosas criaturas domésticas que viven con nosotros. Las moscas son molestas, pero el mayor problema es que nunca sabemos de dónde vienen. Tal vez antes de visitarnos hayan estado saboreando deliciosa basura, excrementos o el cadáver de alguna criatura, con esa misma trompa que están posando en nuestra cena. Y lo peor es que, cuando se conoce la historia con más detalle, las cosas no mejoran, sino lo contrario.

La mosca tiene la suerte de poder saborear con las patas. Nosotros solo tenemos receptores del gusto en la lengua, pero otros animales los tienen más repartidos. Por ejemplo, los peces gato o siluros son los campeones del gusto, con hasta 175.000 quimiorreceptores —nosotros tenemos unos 10.000— distribuidos por toda su superficie. A un pez con los ojos pequeños y que nada en aguas turbias le resulta útil poder degustar con todo el cuerpo para localizar la comida. A nosotros, en cambio, no nos aportaría ninguna ventaja clara sentarnos en una silla —ropa mediante, claro— y saborear la parte de la persona que se sentó allí antes.

Una mosca sobre una musaraña muerta. Imagen de pxhere.

En el caso de las moscas, su aparente simpleza oculta en realidad un sistema muy preciso y perfeccionado. Cuando se posan en algún lugar y de inmediato alargan la trompa para aspirar algo de comida, es por la conexión directa entre sus receptores del gusto y el mecanismo para estirar la probóscide bucal. La mosca saborea con los pelillos que recubren su cuerpo, incluyendo las patas. Al detectar azúcar, la trompa se lanza automáticamente. Es más, algunas de estas neuronas gustativas están conectadas, por medio de un cordón nervioso análogo a nuestra médula espinal, con el sistema del movimiento, de modo que la mosca se detiene en cuanto pone las patas sobre la comida.

Este es el motivo por el que probablemente hacen eso tan inquietante de frotarse las patas entre sí, que nos recuerda a lo que hacemos nosotros mismos con las manos. Se cree que este gesto ayuda a la mosca a limpiar las terminaciones de las patas para tener siempre listos sus receptores del gusto.

Pero el apéndice bucal de la mosca es una trompa, como una pajita. Por lo tanto, no puede dar un bocado a nuestras patatas fritas. En lugar de eso, debe sorber. Y para eso tiene que vomitar.

Las moscas poseen un órgano digestivo llamado buche, que también tienen otros animales como las aves, y donde el alimento se almacena para ablandarse con la saliva antes de la digestión. Este invento les permite, por ejemplo, ingerir más alimento del que pueden digerir en el momento, para cuando haya escasez.

Para sorber, la mosca regurgita el contenido del buche (es posible también que hagan esto para evaporar parte del agua y así concentrar el alimento). Pero claro, cuando la mosca vomita, no solo expulsa restos de la comida anterior mezclados con saliva, sino también cualquier otra cosa que haya tragado antes. Incluyendo virus y bacterias que puede haber recogido de… en fin, ya saben.

El entomólogo John Stoffolano, de la Universidad de Massachusetts, acaba de publicar una revisión sobre cómo las moscas se alimentan, cuáles son sus fuentes de comida y cómo adquieren microorganismos que almacenan en el buche y luego expulsan sobre su siguiente snack. Según cuenta Stoffolano, los análisis previos de ADN del contenido del buche de las moscas han permitido identificar las especies de cuyas heridas, saliva, moco o heces se han alimentado. Y cuáles son los microbios que han ingerido con estas suculentas meriendas. Los estudios han encontrado bacterias, virus, hongos y parásitos, que pueden sobrevivir durante varios días en el aparato digestivo de la mosca. Aún peor, se ha documentado también que en el buche se produce transmisión de resistencias a antimicrobianos entre distintas bacterias.

Por todo esto y más allá del asco que pueda producirnos, Stoffolano advierte de que las moscas comunes «pueden ser incluso más importantes en la transmisión de enfermedades que las moscas chupadoras de sangre», pese a que siempre se pone el acento en los insectos que pican como posibles vectores de infecciones.

Todo esto no significa que debamos obsesionarnos con las moscas, ni muchísimo menos tirar los alimentos en los que se posen. Ni Stoffolano ni otros expertos consideran que generalmente, en condiciones normales, las moscas que rondan por nuestra comida representen un verdadero peligro para una persona sana.

Y por si alguien se pregunta qué demonios nos aporta la existencia de las moscas, lo cierto es que también tienen sus funciones, aparte, por supuesto, de servir de biomasa alimentaria a miríadas de otros animales; además ejercen un gran papel como polinizadoras que solo ha comenzado a apreciarse recientemente, ayudan a controlar las plagas gracias a sus larvas carnívoras… En fin, ocurre que en la naturaleza ningún bicho sobra, ni siquiera aquellos que preferimos tener lejos de nosotros.

El contacto sano con los microbios puede favorecer la respuesta contra la COVID-19

El ABC de la inmunología, del que casi todo el mundo tiene una vaga idea, dice que una infección o vacunación nos arma contra un futuro contacto con el mismo patógeno. En junio un estudio en The Lancet Infectious Diseases, que modelizaba matemáticamente la pandemia de COVID-19 simulando un mundo con y sin vacunas, estimaba que estas han salvado casi 20 millones de vidas.

Esto se logra gracias a una de las dos grandes fuerzas del sistema inmune, el llamado adquirido o adaptativo (el otro es el innato). Este a su vez tiene dos divisiones celulares, los linfocitos B y T. Los primeros se arman en su cubierta celular con los anticuerpos, moléculas en forma de Y cuyos dos rabitos superiores están recortados a la medida de los antígenos del patógeno en cuestión para que encajen con ellos como una llave en una cerradura. Un antígeno es, en general, cualquier molécula capaz de estimular esta respuesta. Y un patógeno, como un virus, suele tener varios antígenos diferentes; por ejemplo, la proteína Spike o S del coronavirus SARS-CoV-2 contra la cual nos hemos vacunado es uno de sus antígenos, pero tiene otros.

Además, las células B pueden soltar esos anticuerpos a la sangre y por los tejidos para que actúen como vigilantes; si alguno de ellos encuentra el antígeno y se une a él, otras células inmunitarias lo detectan y se activan. Por su parte, las células T se recubren de otro tipo de moléculas —llamadas receptores de células T, o TCR— que también reconocen los antígenos, aunque mediante otro mecanismo algo más complicado. Cuando las células T reconocen los antígenos contra los cuales están programados, hacen varias cosas diversas que pueden resumirse en un mismo objetivo: guerra al invasor.

También el ABC de la inmunología dice que tanto los anticuerpos como los TCR reconocen específicamente un, y solo un, antígeno. O más concretamente, solo una parte de él llamada epítopo; un antígeno puede tener varios epítopos, como distintas caras que pueden ser reconocidas por anticuerpos o TCR diferentes.

Niños jugando en un parque de agua. Imagen de needpix.com.

Pero cuando pasamos del ABC a una explicación algo más detallada y realista, ocurre que esto último no es exactamente así: resulta que los anticuerpos y los TCR pueden reconocer también, por error, otros antígenos diferentes a aquel contra el cual fueron programados. Sería como colocar una pieza de un puzle en otro puzle distinto al que esa pieza no pertenece, pero donde por casualidad encaja. Esto se llama reactividad cruzada.

Hemos dicho que esto se produce por error, pero lo he puesto en cursiva por una razón: lo consideramos un error del sistema, pero no sabemos hasta qué punto puede ser un inconveniente o una ventaja. De hecho, puede ser una cosa u otra, según el caso: la reactividad cruzada puede ser el origen de algunas alergias; por ejemplo, se ha descrito que este es el caso de algunas personas que son alérgicas al mismo tiempo al látex y al plátano. En ocasiones este fenómeno puede reducir o perjudicar la respuesta contra un antígeno. Pero en otras ocurre lo contrario: la reactividad cruzada posibilita que el organismo inmunizado contra una cepa de gripe responda contra otra cepa distinta.

Podría pensarse que esta reactividad cruzada sucede solo entre, por ejemplo, dos virus muy parecidos, como dos cepas de gripe. Pero este tampoco es siempre el caso: ocurre, por ejemplo, entre el virus de la gripe y el de la hepatitis C, muy distintos entre sí.

Hecha esta introducción, pasemos a lo que vengo a contar. Un equipo de investigadores de la Universidad de Pensilvania ha analizado muestras de sangre de 12 personas sanas recogidas antes de 2020, para asegurarse de que los donantes no hubieran estado expuestos al coronavirus SARS-CoV-2. En estas muestras han encontrado un total de 117 poblaciones de células T que reconocen el virus, en personas que no habían tenido contacto con él. Y pese a ello, estas poblaciones incluyen células T de memoria; es decir, células resultantes de un encuentro previo con el antígeno, a pesar de que es imposible que estas personas se hubiesen infectado con el coronavirus.

Este resultado no es sorprendente; se trata de reactividad cruzada. De hecho, varios estudios anteriores ya habían encontrado estas células T contra el virus en personas no expuestas a él. Pero ¿cuál es la reactividad original de estas células T? ¿Contra qué antígenos estaban programadas, y cuáles han sido los que las han activado previamente? Hasta ahora se ha asumido que estas células eran reactivas contra los coronavirus del resfriado, cuatro virus de la misma familia que el SARS-CoV-2, más o menos parecidos a este, que llevan mucho tiempo circulando entre nosotros y que nos provocan catarros, sobre todo en invierno.

Según lo dicho arriba sobre los efectos variables de la reactividad cruzada, los estudios no son unánimes respecto a si una inmunidad previa contra los coronavirus del resfriado ayuda al organismo a luchar contra la cóvid. Algunos estudios han encontrado que ayuda, otros que perjudica, y otros que ni una cosa ni la otra.

En su estudio, publicado en Science Immunology, los investigadores de Pensilvania han comprobado que sí, existe una cierta reactividad cruzada de estas células T anti-SARS-CoV-2 con los coronavirus del resfriado. Pero lo novedoso es que esta fuente de reactividad cruzada no parece ser la única, ni siquiera la más potente. En su lugar, los científicos han descubierto que estas células T responden contra ciertas bacterias que forman parte de la microbiota natural de nuestra piel, como Staphylococcus epidermidis, o del intestino, como Prevotella copri y Bacteroides ovatus.

Es decir, que en nuestro organismo existen células T programadas y activadas por las bacterias que forman parte de nuestra flora normal, pero casualmente esas células T tienen reactividad cruzada contra el coronavirus SARS-CoV-2, y por lo tanto nos ayudan a luchar contra esta infección incluso si nunca antes la hemos padecido. O dicho de otro modo, algo de lo que ya hay evidencias previas sobradas, que una flora bacteriana sana mantiene al sistema inmune preparado para responder mejor contra las amenazas peligrosas.

Cabe decir que, en realidad, los experimentos del estudio no pueden determinar cómo esta reactividad cruzada concreta afecta a la respuesta contra la cóvid. Pero los autores apuntan que, según estudios anteriores, «la frecuencia de células T preexistentes específicas contra el SARS-CoV-2 se asocia con efectos beneficiosos, como una enfermedad más suave y una infección fallida».

En resumen, los datos sugieren que un sistema inmune más entrenado y en funcionamiento normal puede ayudarnos también a luchar contra la cóvid. De forma más general, esto es precisamente lo que propone la mal llamada hipótesis de la higiene, más correctamente hipótesis de la microbiota: el sistema inmune necesita un contacto sano con los antígenos normales del entorno para funcionar de forma óptima. Intentar evitar este contacto, por ejemplo con desinfecciones innecesarias u otras medidas, puede perjudicarnos.

Se ha barajado la posibilidad de que los casos de hepatitis aguda grave en niños que se han detectado meses atrás estén relacionados con un entrenamiento deficiente del sistema inmune por un exceso de aislamiento. Ahora dos estudios en Reino Unido, aún sin publicar, han detectado en casi todos los niños afectados unos niveles anormalmente altos de Virus Adenoasociado 2 (AAV2), un pequeño parvovirus peculiar que no puede replicarse por sí mismo; necesita la coinfección con otro virus, que puede ser un adenovirus o un herpesvirus. El AAV2 es muy común y suele contraerse durante la infancia. Hasta ahora no se había asociado a ninguna enfermedad. Y si en efecto este virus es el responsable de los casos de hepatitis, en combinación con un adenovirus o quizá con el herpesvirus HHV6, aún no se sabe cuál puede ser el mecanismo implicado. Pero ambos grupos de investigadores han mencionado la posibilidad de que el descenso en la inmunidad de los niños por el aislamiento durante la pandemia haya provocado un posterior pico de infecciones por adenovirus que podrían estar relacionadas con las hepatitis.

En resumen, no solo el SARS-CoV-2 tiene un impacto sobre nuestra salud, sino también las medidas que tomamos contra él y que rompen la convivencia normal del sistema inmune con el mundo de antígenos que nos rodea. Salvando las precauciones debidas en las situaciones en las que exista un riesgo real de contagio, el sistema inmune también necesita volver a la normalidad para seguir protegiéndonos.