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¿Que la decoración de Navidad dispara las endorfinas?

Un telediario de mediodía emite un reportaje cuya premisa es la defensa de la decoración navideña por el beneficio que supuestamente aporta a nuestro organismo.

Quizá pensarán que difícilmente puede imaginarse un reportaje más innecesario, pero en fin, no seré yo quien critique esto. Quienes hemos trabajado en medios diarios sabemos que es bueno abrir la nevera y encontrar algo allí para los tiempos de escasez; en periodismo, la nevera son esos temas que no son de estricta actualidad del día y que se guardan ya preparados para cuando surja un hueco en las páginas o en los minutos que es necesario rellenar con algo. Todos hemos hecho temas de nevera, y a mucha honra. Dan ocasión de contar cosas más allá del insportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea. Por supuesto, nunca se deja saber que son temas hechos hace semanas, sino que se presentan como frescos del día, como si de otro modo perdieran valor; es uno de esos absurdos pudores de los medios, como los falsos directos en la radio, cuando antes de la entrevista te dicen «no digas buenos días, porque esto lo emitiremos por la noche».

Pero ocurre que cada uno tenemos ciertos detectores particulares que saltan ante determinados estímulos que, en cambio, a otras personas les resbalan. Un aficionado al fútbol se detiene ante la pantalla de un bar donde están dando un partido, mientras que quienes no lo somos pasamos de largo sin más. En mi caso, una alarma salta cuando escucho algo que suena a afirmación pretendidamente científica, pero que huele a que quizá no lo sea.

Y en este caso en concreto, el reportaje incluía la aportación de una psicóloga que afirmaba con aplomo que la decoración navideña nos hace sentir bien porque estimula nuestra producción de endorfinas, «las hormonas del bienestar».

Decoración de un árbol de Navidad. Imagen de LoMit / Wikipedia.

La psicología a menudo se mueve en un terreno pantanoso. Existe un viejo debate, con posturas encontradas y enconadas, sobre si la psicología es una ciencia o no lo es. Algunos defienden que sí, otros argumentan que es una ciencia social, y el resto defienden que no es una ciencia de ningún modo, e incluso que no tiene por qué serlo. El psicoanálisis ha sido frecuentemente calificado como pseudociencia. Por supuesto, la psicología es muy amplia; la psicología experimental trata de ceñirse al método científico, y las áreas más fronterizas como la neuropsicología han sido las menos cuestionables.

Pero la psicología ha sido uno de los campos más afectados por la llamada crisis de replicación o de reproducibilidad, un debate intenso en los medios científicos en los últimos años al constatarse que muchos estudios publicados, al repetirse, no han producido los mismos resultados que en su día se publicaron con todas las bendiciones de la revisión por pares. En el caso de la psicología, un gran estudio encontró que solo la tercera parte de los resultados publicados se repetían.

Pero más allá de la psicología publicada, que al menos pretende ser ciencia, está la otra. La psicología de gurú. Aquella cuyo discurso hoy ya no se diferencia mucho del de los videntes y adivinos, desde que estos se anuncian afirmando que son capaces de ayudar a la gente con sus problemas psicológicos. Aquella que jamás responderá a una pregunta con un «no lo sé», las tres palabras que mejor diferencian a un verdadero científico de quien no lo es. Algunos psicólogos publican libros de autoayuda que venden miles o millones de ejemplares. Pero cuando uno busca sus estudios en publicaciones académicas revisadas por pares, el resultado es sorprendente: cero.

De este problema son muy conscientes los psicólogos académicos: en un artículo de 2015 en la revista The American Psychologist, el psicólogo Christopher Ferguson escribía, con respecto a la idea popular de que la psicología no es una ciencia de verdad, que «problemas considerables surgen de la tendencia de la ciencia psicológica a sobrecomunicar conceptos mecanísticos basados en datos débiles y a menudo no replicados (o no replicables) que no resuenan con la experiencia diaria del público en general o con el rigor de otros campos académicos».

En otro artículo de este año en Royal Society Open Science, el psicólogo Gerald Haeffel escribe que, curiosamente, casi todos los estudios publicados en psicología arrojan resultados que apoyan las hipótesis previas de sus autores. «Esto es un problema, porque la ciencia progresa a base de equivocarse», dice. Haeffel apunta que «la ciencia psicológica aún no abraza el método científico de desarrollar teorías, conducir pruebas críticas de esas teorías, detectar resultados contradictorios y revisar (o descartar) las teorías en función de ello». Este es precisamente uno de los problemas más citados, y uno de los que descalifican el psicoanálisis: todo se explica siempre perfectamente a posteriori, pero sin teorías que permitan hacer predicciones a priori empíricamente testables. Haeffel concluye que los psicólogos «deben aceptar que se equivocan».

Por eso, cuando este discurso de los psicólogos televisivos o mediáticos se aventura en afirmaciones que sí son científicamente comprobables o refutables, saltan las alarmas. Si una psicóloga se limita a decir que la decoración navideña nos recuerda a nuestra infancia y por eso nos complace, bueno, a ver quién puede refutarlo; la ciencia se caracteriza porque debe ser refutable, y esto no lo es. Pero otra cosa es afirmar que ver los adornos de Navidad nos estimula la producción de endorfinas.

Porque, si las endorfinas son las hormonas del bienestar y ver la decoración navideña nos produce bienestar —salvando el hecho de que también hay quienes no soportan la Navidad—, parece lógico, ¿no?

Bueno, también parecía lógico que el colesterol ingerido en la dieta influyera en el colesterol circulante en la sangre, y esto es lo que se ha creído durante décadas, hasta que los estudios recientes vinieron a mostrar que en realidad no es así. La ventaja de la ciencia es que permite poner a prueba lo que damos por hecho sin más, y a menudo surgen las sorpresas. En psicología y como ya conté aquí, el psicólogo Colin Davis se hartó de escuchar eso tan repetido de que las protestas por una causa mediante métodos no violentos pero que indignan a muchos, como las recientes de los activistas climáticos, crean rechazo hacia esa misma causa. Lo puso a prueba en sus estudios. Salió que no.

En cuanto a las endorfinas, hay algo que conviene aclarar. Más allá de ese gancho periodístico de las «hormonas del bienestar», en realidad las endorfinas no existen para darnos gusto. Su función principal, la razón por la que han aparecido y se han mantenido en nuestra evolución, es ayudarnos a reaccionar en situaciones de estrés; entre otras cosas, elevan nuestro umbral del dolor, de modo que ante una agresión podamos seguir luchando contra el enemigo. Por lo tanto, no hay que afirmar que todo lo que nos gusta nos hace segregar endorfinas. Porque a menos que el árbol de Navidad se nos caiga encima, o se nos rompa una bola en la mano y nos clavemos los trozos, no hay motivo para que la decoración navideña provoque este efecto.

De hecho, resulta que se atribuyen a las endorfinas cosas que en realidad tienen otro mecanismo; por ejemplo, se creía que eran la causa de la llamada euforia del corredor. Pero una vez más, y cuando la ciencia lo ha puesto a prueba, ha descubierto que no son las endorfinas, sino otros compuestos llamados endocannabinoides.

Así, llegamos a la pregunta: ¿es cierto que ver la decoración navideña nos hace segregar endorfinas?

Por mi parte, solo puedo responder que no lo sé. Ni realmente parece saberse: después de dedicar un rato a buscar en las bases de datos de estudios científicos, no he conseguido encontrar ni uno solo que haya puesto a prueba esto. Lo que sí he podido encontrar, curiosamente, es un estudio según el cual la presencia de decoración navideña en una casa produce una impresión en otros de que sus habitantes son más sociables y amigables.

Pero de endorfinas, nada. Y en cambio, lo que sí he encontrado son varias referencias en la prensa popular que afirman cosas en esta línea. Curiosamente, como los caminos a Roma, todas ellas apuntan o acaban apuntando a una misma fuente original: la psicóloga Deborah Serani, académica —profesora de la Universidad Adelphi de Nueva York—, autora de varios libros de gran venta, y según la cual la decoración navideña estimula no las endorfinas, pero sí la dopamina, que Serani define también como «una hormona de bienestar» (en realidad lo que hace la dopamina en este sentido es distinguir el efecto que nos produce una experiencia y que nos lleva a querer repetirla o no, pero esto suena mucho menos sexy).

Y como suele ocurrir en internet, las palabras de Serani rebotan en otros artículos de medios populares que ya toman como dogma el pico de dopamina provocado por la decoración navideña. «La ciencia demuestra que la gente que pone antes su decoración navideña es más feliz», titula una web, citando, cómo no, a Serani. Serani es «la ciencia». También la revista Vogue cae en la misma trampa. Solo se salva un artículo en The Conversation de la neurocientífica Kira Shaw que apuntaba estos efectos como posibles, pero sin darlos por comprobados.

Ninguno de esos artículos cita ningún estudio real que relacione las endorfinas o la dopamina con la decoración navideña. Y hasta donde he podido saber, no existen. Seguramente es a cosas como esta a lo que se refería Ferguson.

En fin, ya lo saben. Decir que les gusta la decoración navideña porque les recuerda a la infancia, y por eso les hace sentir bien, es algo que se sostiene por sí mismo, sin necesidad de revestirlo con ninguna afirmación que suene a científico ni de incluir ningún término bioquímico para darle más empaque. Porque lo que se reviste de apariencia de ciencia sin serlo, tiene otro nombre: pseudociencia.

Y sí, puede que todo lo anterior les parezca completamente innecesario. Pero es lo que tiene la nevera. Al menos nos permite contar cosas más allá del insoportable tedio de lo que ha dicho Sánchez y le ha contestado Ayuso, o de la brasa diaria con los sesenta y seis sediciosos de Cesarea.

Un mayor uso de las redes sociales fomenta la postura antivacunas

Esta semana la revista PNAS publica un curioso estudio. En una pequeña isla desierta en la costa de Puerto Rico vive una comunidad de macacos en libertad.  Lo cual es raro, ya que estos animales son asiáticos y no se encuentran en América. Pero en 1938 un primatólogo estadounidense llamado Clarence Carpenter llevó allí 409 de estos monos importados de la India y los soltó en Cayo Santiago. Hoy viven allí más de 1.000 macacos, y la isla se utiliza como centro de investigación a cargo de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU y la Universidad de Puerto Rico.

Pues bien, en aquella comunidad un grupo de científicos ha estudiado cómo cambian las relaciones sociales de los monos a medida que envejecen. Y lo que han descubierto no resulta sorprendente, pero debería. Los investigadores han visto que los monos más ancianos tienden a estrechar sus redes sociales y a relacionarse con menos de sus congéneres. Y no de una forma azarosa, sino que eligen bien cuáles son los contactos que mantienen: su familia y los amigos de toda la vida. Se vuelven más selectivos con sus relaciones.

Si no resulta sorprendente, es porque los humanos tendemos a hacer lo mismo, así que comprendemos a los monos. Pero si debería resultarnos sorprendente es por la tendencia que tenemos a olvidar que somos animales, y como tales obedecemos a nuestra biología. Los humanos somos muy propensos a atribuir todo lo que hacemos a nuestro libre albedrío, a nuestro intelecto, a nuestros sentimientos humanamente complejos, a todo aquello que nos distingue de otras especies, que nos desanimaliza. Pero si, en general, hubiera entre la población una mayor cultura científica, nos daríamos cuenta de que mucho de lo que hacemos, y que nos gusta disfrazar de trascendencia, en realidad solo responde a hardware y software, a nuestro cableado y a nuestra programación. Lo observado con los macacos y que también hacemos nosotros, concluyen los autores del estudio, «no es un fenómeno único en los humanos, y por tanto podría tener raíces evolutivas más profundas».

Esta manera que tenemos de responder de modos determinados a determinados estímulos o situaciones es algo que inevitablemente a un biólogo le viene a la cabeza cuando lee o escucha por ahí ese viejo discurso del mundo conspiranoico. La fenomenología del pensamiento conspiranoico suele tener un perfil común: las personas que lo siguen se sienten empoderadas por un presunto conocimiento de la Verdad al que solo ellas se han esforzado en acceder y que las eleva por encima del resto, esos demás a los que consideran bobos autómatas —o un rebaño, en el cliché terminológico del conspiracionismo— que se dejan engañar por las mentiras que les cuentan las fuentes oficiales; ellos, en cambio, se han preocupado de bucear intensamente en internet en busca de esa Verdad que creen censurada en los medios.

Manifestación antivacunas en Viena en noviembre de 2021. Imagen de Ivan Radic / Flickr / CC.

No es ningún secreto que las redes sociales han sido un hervidero de desinformación y bulos sobre la COVID-19 y las vacunas, en tiempos pre-Elon Musk. Aún es pronto para saber cómo el anunciado cambio de las políticas de moderación por el nuevo propietario de la red social afectará a este aspecto en concreto, pero en lo que se refiere a esto las predicciones apocalípticas suenan bastante vacías: es bien sabido que las corrientes conspiranoicas y antivacunas han explorado, encontrado y explotado las grietas de los sistemas de filtrado de las redes sociales, y que además en otras lenguas distintas de la inglesa han sido mucho menos eficaces.

Hace un par de meses el filósofo de la Universidad del Ruhr en Bochum (Alemania) Keith Raymond Harris escribía que no importa tanto cuántas personas o qué porcentaje de la población abraza la desinformación y las teorías de la conspiración, sino el perjuicio causado en la población general por la visibilidad de estas ideas. Harris explicaba cómo la teoría de la conspiración de las elecciones fraudulentas en EEUU, instigada por Donald Trump, había llegado a arrastrar a muchas personas a una creencia de que algo «no olía bien». Cuando los niños juegan a «el suelo es lava», decía Harris, nadie lo cree realmente, pero en mayor o menor medida todos actúan como si fuera así. Creemos actuar racionalmente; también las personas conspiranoicas lo creen. Pero en realidad estamos respondiendo a nuestra programación biológica, a guiarnos por el instinto, a dejarnos influir por nuestra experiencia de la realidad en el mundo que nos rodea, nos guste o no.

Y esa influencia es muy poderosa: un estudio publicado recientemente por investigadores de la Universidad de California y la Tecnológica Nanyang de Singapur ha mostrado que un mayor nivel de exposición a las redes sociales se correlaciona con una mayor creencia en conspiranoias sobre la COVID-19 y las vacunas.

Quizá este resultado sorprenda, pero no debería, ya que en realidad es nuestra programación biológica: quien escucha algo por ahí se queda con la idea de que algo no huele bien. Presa de la curiosidad, busca, a veces de manera obsesiva. Se expone a la desinformación. Y acaba cayendo por el rabbit hole, según la expresión utilizada en inglés que es difícil traducir: según otro estudio sobre la susceptibilidad a la desinformación de la COVID-19, este es un sistema de creencias monológico, de todo o nada, donde el paquete completo se acepta en bloque. Cuando haces pop, ya no hay stop, como decía aquel anuncio. ¿5G? ¿Virus artificial? ¿Genocidio planificado? Anything goes.

Pero el estudio de California y Singapur añadía una interesante conclusión, el remedio al problema, y es que existe también una vacuna contra este efecto, un superpoder capaz de cortocircuitar esta respuesta automática: la alfabetización mediática. Los autores testaron a sus voluntarios mediante un cuestionario que evaluaba su conocimiento sobre el mundo de la información y los medios, destinado a medir, entre otras cosas, hasta qué punto sabían cómo funciona el periodismo, cuál es el panorama de los medios, cuáles son los intereses implicados, o cuál es la diferencia entre los meros agregadores de noticias (webs que se limitan a rebotar contenidos ajenos) y los medios que elaboran las informaciones.

Los encuestados con una mayor alfabetización mediática, descubrían los autores, son más inmunes a la exposición a la desinformación en las redes sociales. No es el primer estudio que describe este efecto: al menos otro anterior a la pandemia ya había detectado que la alfabetización mediática protege contra la influencia de la desinformación en las redes sociales.

Hace unos días, a propósito de las turbulencias provocadas por la compra de Twitter por Elon Musk, un informativo sacaba la alcachofa a la calle para preguntar a la gente sobre su uso de esta red social. Un transeúnte de veintitantos años respondía que utilizaba Twitter constantemente para informarse sobre los temas que le interesaban.

Dado que no había más elaboración, no quedó claro si esta persona en concreto se refería a a) que seguía los tuits de los medios y profesionales para dirigirse hacia las informaciones publicadas, o si b) tomaba lo que aparece en Twitter no como una vía hacia la información en sí, sino como la propia información. Pero basta echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que para muchas personas la opción es la b).

No hay nada raro en todo esto. No hay nada especial en sentirse especial por creer en conspiranoias. Es la respuesta de nuestra programación biológica a un estímulo. Como los macacos, estamos hechos para reaccionar de ese modo. Lo único que puede sacarnos de ese agujero es el conocimiento, la cultura, el pensamiento racional informado. Lo que realmente nos hace humanos, nos distingue del resto de los animales, es nuestra capacidad de negar que el suelo es lava, por mucho que Twitter repita lo contrario.

Ataques a obras de arte: ¿crean rechazo a la acción contra el cambio climático?

A estas alturas nadie ignora que los activistas climáticos…

Inciso: no los llamen ecologistas, por favor. Sin duda muchos de ellos lo serán, o quizá todos. Pero se supone que debería calificarse al sujeto de la noticia por el atributo que la motiva, y no por otros. Un maltratador puede ser ingeniero y un ministro puede ser aficionado a la filatelia, pero las informaciones deberían referirse a ellos como «el (presunto) maltratador» o «el ministro», no «el ingeniero» o «el filatélico».

…que los activistas climáticos están expresando sus protestas mediante ataques simbólicos a obras de arte; simbólicos, podríamos llamarlos, porque ninguna de las pinturas ha sufrido daños, aunque sí en algún caso los marcos, que también pueden llegar a ser muy valiosos.

Activistas de Just Stop Oil después de verter sopa de tomate sobre ‘Los girasoles’ de Van Gogh. Imagen de Twitter / Just Stop Oil / 20Minutos.es.

El rechazo de esta forma de protesta ha sido general. Pero dado el desastre que ha supuesto la conclusión de la COP27 de Egipto desde el punto de vista científico (es decir, los acuerdos relativos a compensaciones son un paso valioso, pero este es otro campo ajeno a la ciencia del clima; lo que dice la ciencia del clima es que hay que abandonar los combustibles fósiles, y en esto no ha habido el menor avance), no sería raro que asistiéramos a nuevas manifestaciones de este tipo.

Ahora bien, y estando (casi) todos de acuerdo en la repulsa de estas acciones, es fácil escuchar por ahí opiniones que tratan de reforzar este rechazo con ciertos tópicos argumentativos dudosos o falsos. Es decir, no es necesario añadir nada más al hecho de que a la inmensa mayoría no nos gusta que se ponga en riesgo el patrimonio cultural. Porque cuando se trata de añadir algo más para justificar este rechazo, es cuando suele caerse en algún cliché de lo que personalmente me gusta llamar pensamiento perezoso. Que es algo bastante similar a lo que se conoce popularmente como cuñadismo, pero incidiendo en el matiz de que cualquiera podría opinar razonablemente incluso sobre algo que desconoce, con que simplemente se molestara en informarse sobre lo que dicen al respecto quienes sí entienden de ello. Pero informarse da pereza. Leer da pereza. Pensar da pereza.

¿Cuántas veces hemos oído a alguien decirle a otro que, cuando cae en la defensa de su postura con insultos o gritos, pierde la razón? Y esto a pesar de que es evidente que no es así. No sé cómo ni por qué a alguien le dio por vincular la corrección o falsedad de una proposición, o su justicia o injusticia, con el modo en el que se defiende, cuando una cosa no tiene nada que ver con la otra; no hace menos sol ni llueve menos por el hecho de que agredamos a otro defendiendo que es así. Pero voy a explicar un ejemplo que viene muy al caso de lo que traigo hoy.

Con ocasión de los ataques a obras de arte por la causa climática, se ha comentado poco que esta forma de protesta tiene un precedente histórico. El 10 de marzo de 1914 una mujer llamada Mary Richardson apuñaló varias veces con un hacha de carnicero el cuadro de Velázquez La Venus del espejo en la National Gallery de Londres. Richardson pertenecía al movimiento sufragista británico Women’s Social and Political Union (WSPU). Su atentado contra la obra de Velázquez fue una protesta contra la detención de Emmeline Pankhurst, la líder del WSPU. Por suerte, la labor de los restauradores consiguió devolver la pintura a su estado original.

Así quedó la ‘Venus del espejo’ de Velázquez después del atentado de Mary Richardson en la National Gallery de Londres en 1914. Imagen de Wikipedia.

Pero si este ataque se ha recordado poco, aún menos se ha contado que no fue el único. En los cinco meses siguientes, otras 14 obras de arte fueron atacadas por las sufragistas en otros nueve incidentes. Y todavía menos se ha hablado de que los atentados del WSPU no se limitaron al arte: bajo el lema «Hechos, no palabras», las militantes de esta organización emprendieron una auténtica campaña terrorista con bombas y artefactos incendiarios en buzones de correos, estaciones, trenes, iglesias y edificios públicos. Entre 1913 y 1914, antes de que el WSPU abandonara su campaña por el estallido de la guerra mundial, se produjeron al menos 337 atentados de incendio o bomba. La táctica (por utilizar un término neutral) de embutir tornillos y tuercas como metralla en las bombas, cuya invención habitualmente se atribuye al IRA, fue empleada por primera vez por las sufragistas. En los atentados murieron cinco personas, 24 resultaron heridas y más de 1.300 fueron arrestadas (y este relato tampoco estaría completo sin mencionar que las mujeres arrestadas sufrieron represión, abusos y alimentación forzada).

Este es uno de los mejores ejemplos posibles de cómo los métodos y las maneras no quitan ni dan la razón a una causa. Pocas causas pueden imaginarse tan justas como conceder el voto a las mujeres cuando aún se les negaba. La violencia y la agresión descalifican a quienes las emplean, no a su causa. Y viceversa, las buenas maneras no le dan a nadie la razón. Que alguien se conduzca con educación y respeto no significa que lo que defiende sea cierto ni que su causa sea justa.

Lo anterior no es más que abundar en lo evidente. En cambio, el motivo por el que hoy traigo esto aquí es por un segundo bocado más interesante. De nuevo, pensamiento perezoso: «con esa forma de protestar solo crean rechazo a su causa». ¿Cuántas veces lo hemos oído?

Un ejemplo: después de que dos activistas arrojaran sopa de tomate a Los girasoles de Van Gogh en la National Gallery londinense, el director del Museo del Prado, Miguel Falomir, dijo: «Haciendo las cosas de esta manera se consigue justo lo contrario».

Pero ¿es cierto?

En un reciente artículo en The Conversation, el psicólogo de la Universidad de Bristol Colin Davis escribía: «Muchos historiadores argumentan que la contribución de las sufragistas a conseguir el voto para las mujeres fue mínima o incluso contraproducente. Tales discusiones a menudo parecen confiar en corazonadas de la gente sobre el impacto de la protesta. Pero como profesor de psicología cognitiva, sé que no tenemos que confiar en la intuición; son hipótesis que pueden testarse».

Una de las cosas grandiosas que tiene la ciencia es que puede poner a prueba afirmaciones gratuitas como esta. Y cuando lo hace, a menudo surgen las sorpresas. Davis ha llevado a cabo varios experimentos para evaluar la influencia de las protestas por métodos drásticos, aunque no violentos, en la simpatía de la gente por la causa que las motiva. Para ello utiliza, dice, un efecto bien conocido, por el cual se trata de condicionar la opinión del público mediante el enfoque y la presentación de la información.

Por ejemplo: ¿alguien sabe qué reivindicaban las dos activistas de Just Stop Oil que lanzaron la sopa de tomate a Los girasoles? Sí, cambio climático y tal. Pero ¿alguien sabe realmente qué reivindicaban?

En octubre el gobierno británico, encabezado entonces por Liz Truss, anunció que iba a conceder unas 100 nuevas licencias para extracción de petróleo y gas en el mar del Norte. Como podía esperarse, la decisión se topó con la fuerte oposición de muchos sectores. En España, ¿cuántos medios, tertulias o columnas de opinión de comentaristas indignados han mencionado que la razón de la protesta era exigir la retirada de este plan —plan que avanza en la dirección opuesta a lo necesario y que además, en contra de lo que Truss pregonaba, no va a servir para contener a corto plazo la escalada de precios de la energía que los británicos, como nosotros, también están sufriendo (ya que, según Reuters, desde que comienza una nueva explotación hasta que empiezan a producirse petróleo o gas suelen pasar entre cinco y diez años)—?

Pues bien, utilizando técnicas de manipulación de la opinión como esta, Davis y sus colaboradores han analizado la relación entre las actitudes hacia los activistas y hacia su causa, bajo la premisa de que incitar el rechazo hacia los primeros, según lo que asume el pensamiento perezoso, debería provocar rechazo hacia la segunda.

«Pero no es eso lo que encontramos», escribe el psicólogo. Sus experimentos muestran que guiar al público hacia un rechazo a los activistas no perjudica en absoluto el apoyo a su causa. Davis añade que ha replicado estos experimentos para diferentes causas, no solo el cambio climático, sino también la justicia racial o el derecho al aborto, y en tres países, Reino Unido, EEUU y Polonia. Y en todos los casos la conclusión es la misma: «Apoyo tu causa, pero no me gustan tus métodos», precisa el investigador.

Davis añade que, desde el punto de vista de los activistas, ganarse el rechazo del público puede no ser el mejor modo de promover tu causa. Una de las autoras del ataque contra Los girasoles reconocía que su acción era ridícula, pero alegaba que habían conseguido mover el debate. La protesta influye en la agenda, dice Davis.

«Las protestas dramáticas no van a cesar», concluye el psicólogo. «Los protagonistas continuarán siendo el centro de la (mayoritariamente) negativa atención de los medios, lo que llevará a una reprobación pública generalizada. Pero cuando analizamos el apoyo público a las demandas de los manifestantes, no hay ninguna evidencia convincente de que las protestas no violentas sean contraproducentes. La gente puede matar al mensajero, pero —al menos a veces— escucha el mensaje».

Halloween: ¿por qué nos atrae lo siniestro?

Un año más, Halloween. Con sus tradiciones: sus calabazas, sus disfraces, sus dulces, y sus odiadores bramando contra una fiesta yanqui (aunque les sorprendería saber de sus raíces ancestrales, si les interesara informarse) o contra una fiesta no religiosa (lo cual tampoco es exactamente así, pero en cualquier caso el calendario es muy grande y hay sitio para todos).

Pero hay una pregunta juiciosa que quienes odian esta fiesta tendrían razones para hacernos: ¿por qué nos atrae lo siniestro, lo macabro, lo aterrador, todo aquello que en su lugar debería provocarnos rechazo? Claro que, si nos preguntamos por qué no rehuimos lo que racionalmente deberíamos rehuir, habría que comenzar por lo paranormal, contrario a la razón, lo conspiranoico, contrario a toda evidencia…

Parece evidente que en todos estos casos hay un gran componente emocional. Como ya conté aquí, hace unos meses el profesor de estudios religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que, basándose en sus investigaciones sobre cómo las emociones conducen las creencias, planteaba que las teorías de la conspiración enganchan porque emocionan; construyen una realidad alternativa más excitante que la realidad real, y que espera a ser descubierta como la trama oculta de una buena historia de ficción. Hace unos días un nuevo e interesante estudio de la Universidad de Virginia Occidental —que quizá merecería un comentario más reposado otro día— revelaba que las personas con creencias paranormales y espirituales tienen más tendencia a posturas antivacunas, a abrazar conspiranoias y a desconfiar de la ciencia, lo que encaja las piezas entre sí.

Desde un punto de vista exclusivamente racional, no tiene sentido que Terrifier 2, recientemente estrenada, se haya convertido en un inesperado éxito de taquilla. Quien haya visto la película original de Damien Leone, de 2016, sabrá que trata básicamente sobre el intenso disfrute del payaso Art con su repulsiva orgía de sangre, vísceras y partes corporales varias. Y ya.

El payaso Art en ‘Terrifier 2’. Imagen de Bloody Disgusting.

Por cierto y también en The Conversation, la historiadora de la Universidad de Carolina del Sur Madeline Steiner escribía hace unos días sobre el origen de los payasos terroríficos, como Art o Pennywise de It, y lo que cuenta es sorprendente: según sus investigaciones sobre la historia de los circos de EEUU en el siglo XIX, por entonces los payasos eran un entretenimiento dirigido a los adultos. Solían infiltrarse entre el público para interrumpir el espectáculo y enfrentarse al maestro de ceremonias, algo así como el Follonero de aquel programa de televisión.

«Los chistes que contaban eran a menudo misóginos y llenos de doble sentido sexual, lo que no era un problema porque las audiencias de los circos en aquel tiempo eran sobre todo hombres adultos», escribe. El circo se asociaba con «juego, estafa, artistas femeninas con poca ropa, obscenidades y alcohol». Los líderes religiosos prohibían a sus feligreses que asistieran. A menudo se instalaba una tienda separada donde se celebraban espectáculos de strip-tease femenino, pero donde los payasos se disfrazaban de mujeres y a veces, cuenta Steiner citando a la historiadora del circo Janet Davis, «payasos gays mantenían encuentros sexuales con miembros masculinos de la audiencia».

Es decir, que el origen de los payasos está mucho más cerca del Krusty de Los Simpson que de aquel «¡Cómo están ustedeeees!» de Gaby, Fofó y Miliki.

Pero volviendo a Terrifier, la primera contiene una escena particular, muy comentada y que no voy a revelar —y quien la haya visto no necesita más detalles—, de entre las más repugnantes que se hayan visto en una película. Leone no utiliza efectos digitales, sino muñecos y prótesis al estilo clásico. Para la secuela lanzó una campaña de crowdfunding con el objetivo de conseguir 50.000 dólares para los efectos especiales; reunió 250.000. De Terrifier 2 se ha dicho que algunas personas se han desmayado o han vomitado en el cine. Y esto no ha hecho sino aumentar la taquilla.

Por mi parte, y en mi experiencia como escolar chiquitito hace décadas, recuerdo que las lecturas obligatorias de La celestina o El lazarillo de Tormes no me inclinaron lo más mínimo hacia el amor por los libros, para leerlos o escribirlos. En cambio, las Rimas y leyendas de Bécquer o El estudiante de Salamanca de Espronceda fueron eso que en inglés suele llamarse eye-openers. O incluso El burlador de Sevilla o el Tenorio, y cómo no, La vida es sueño de Calderón, una obra fetiche cuya comparación con Hamlet no es ningún secreto, y en la que libremente podría encontrarse una semilla del Fausto de Goethe y del terror romántico.

Pero, repetimos, ¿por qué nos atrae todo esto?

El profesor de inglés y especialista en Shakespeare de la Universidad Estatal de Arizona Bradley Irish escribía hace unos días (sí, una vez más en The Conversation; si buscan artículos científicos y académicos escritos por quienes realmente saben de lo que hablan, no busquen más) recordando que el asco es una emoción con una función evolutiva útil, ya que nos protege del peligro; originalmente, proponía Darwin, nos hacía rechazar la comida estropeada que podía intoxicarnos, y posteriormente se extendió a otras cosas que pueden dañarnos, o que pueden dañar a otros por los que sentimos empatía.

Por ello, la evolución nos ha moldeado para que lo repugnante capte poderosamente nuestra atención; es una emoción potente. Y si de este cuadro se elimina el riesgo, es decir, si es un simulacro en el que no corremos peligro, lo que queda es solo la excitación, la descarga de adrenalina; es la famosa respuesta fisiológica del Fight or Flight (lucha o huida) ante una amenaza grave o una situación de estrés agudo, pero donde no estamos obligados al Fight ni al Flight, porque todo es mentira, ficción. Y la excitación que sentimos, eliminada la amenaza, es gratificante.

Es más, incluso quizá nos entrene para responder mejor contra una situación real, y por eso nos resulte gratificante. Una atracción que simula una caída libre es un simulacro; nos excita, sabiendo que estamos a salvo. Irish apunta que esto se ha definido como «masoquismo benigno». Hace unos días un estudio descubría que, al menos en los ratones, el dolor dispara una respuesta protectora en el intestino contra agresiones infecciosas. Incluso en el pasarlo mal la evolución ha encontrado una función fisiológica beneficiosa.

Y el terror en la ficción también es un simulacro, o debería serlo. Algunas personas dicen no disfrutar del cine de terror porque les sumerje demasiado en la sensación de que podría ocurrir, de que lo visto en la pantalla puede replicarse en el mundo real. Tal vez esto afecte más a las personas que creen en fenómenos sobrenaturales, ya que no lo entienden como pura fantasía. Las listas de las películas más aterradoras de todos los tiempos frecuentemente vienen encabezadas por El exorcista (1973), sin duda una obra maestra con un inmenso impacto en el género y en la cultura popular. Pero algunas personas se sienten especialmente impresionadas, hasta el punto de negarse a verla, porque creen que tanto los demonios como la posibilidad de que posean a la gente son reales.

En el libro original de William Peter Blatty los personajes confrontaban todos los síntomas de la niña Regan con explicaciones científicas basadas en casos reales; en la película esto se suprimió para conseguir un efecto más terrorífico, y de hecho se publicitó asegurando que estaba basada en hechos reales. Después de El exorcista, casi rara es la película sobre posesiones demoníacas —y a veces también sobre casas encantadas— que no añada la coletilla de «basada en hechos reales» (lo que nunca es realmente así, claro).

Pero todo esto, señala Irish, «no es un producto de la era digital». Tito Andrónico, la tragedia de Shakespeare, «contiene tanto gore como las películas slasher de hoy», dice. El dramaturgo inglés la escribió precisamente porque este género de venganza sanguinaria y encarnizada triunfaba en su época, como hoy lo hacen Escupiré sobre tu tumba 1, 2 y 3. Antaño las multitudes se agolpaban para presenciar las ejecuciones públicas o para contemplar sangrientas operaciones quirúrgicas o autopsias que se hacían en auditorios abiertos al público, como quien hoy va al cine. El cirujano londinense Robert Liston era conocido como «el cuchillo más rápido del West End». Antes de la invención de la anestesia, la gente se congregaba para verle amputar una pierna; Liston desafiaba a que le cronometraran, y la gente aplaudía extasiada cuando completaba la operación en dos minutos y medio, mientras el infortunado paciente se deshacía en alaridos.

Sano o insano, el morbo nos atrae. Es una emoción poderosa. Y si existe un día para celebrar el amor, ¿por qué no una noche para celebrar el miedo? Feliz Halloween, a quien lo disfrute. Y a ver si alguna de las plataformas digitales se anima a traernos Terrifier 2. Más que nada, por curiosidad, por comprobar si es para tanto.

Traumas y trastornos están asociados a la postura antivacunas, según un estudio

¿Cómo puede haber quienes, ante una pandemia que mata a millones y cuando se obtienen vacunas demostradamente seguras y eficaces, se nieguen a recibirlas? O, por ejemplo, ¿cómo puede haber quienes nieguen las seis misiones tripuladas a la Luna, cuando pocos hechos históricos han sido tan extensamente documentados y más de medio millón de personas que participaron en ello pueden dar fe de que ocurrió? ¿Cómo puede haber quienes nieguen la nieve de Filomena, el volcán de La Palma o la calima sahariana? ¿¿Cómo puede haber quienes crean que la Tierra es plana??

La mentalidad conspiranoica o negacionista es difícil de comprender. Escapa a la razón y al sentido común. Por ello desde mucho antes de la pandemia, y sobre todo desde que internet y las redes sociales se convirtieron en altavoces y puertos de enganche para estas corrientes, psicólogos y otros científicos sociales y naturales se han afanado en intentar entender cómo funciona la mente de estas personas, y si pueden encontrarse patrones identificables, explicaciones, motivaciones. A través de estudios psicológicos, cuestionarios o incluso técnicas de neuroimagen se han aportado infinidad de pistas, pero las conclusiones no siempre parecen coincidentes.

Ahora, un nuevo estudio de investigadores de EEUU, Nueva Zelanda y Reino Unido, dirigido por las universidades de Duke (EEUU) y Otago (NZ), revela datos interesantes sobre el perfil de las personas antivacunas. Estas conclusiones molestarán a quienes sostienen dichas posturas, pero denotan una realidad que a veces se trata de camuflar porque es políticamente incorrecto decir que no todas las ideas son igualmente válidas, respetables, aceptables ni sensatas.

Pintada antivacunas en Dorset, Reino Unido. Imagen de Ethan Doyle White / Wikipedia.

La fuente que han utilizado los investigadores es especialmente valiosa porque existen pocas comparables en el mundo: el llamado estudio de Dunedin (la capital de Otago en Nueva Zelanda, llamada la Edimburgo del sur) cumple ahora 50 años. A lo largo de este medio siglo ha seguido a sus 1.037 participantes nacidos en 1972-73, recogiendo toneladas de información sobre múltiples aspectos de su vida, incluyendo su trayectoria vital, sus experiencias personales, sus enfermedades, estudios, capacidades y motivaciones, valores, estilos de vida… En estos 50 años el estudio ha producido más de 1.300 publicaciones e informes sobre la salud y el desarrollo de las personas, que han servido en la planificación de políticas sanitarias y sociales en Nueva Zelanda y otros países.

Para la nueva investigación, publicada en PNAS Nexus, los científicos del estudio de Dunedin encuestaron a los participantes sobre su postura frente a las vacunas de la COVID-19 entre abril y julio de 2021, justo antes del despliegue de la vacunación en Nueva Zelanda. El 90% de los participantes respondieron, de los cuales hubo un 13% —repartidos por igual entre hombres y mujeres— que se mostraron contrarios a las vacunas. Al cruzar los datos con los ya reunidos a lo largo de los 50 años de seguimiento, la conclusión principal, resumen tres de los autores en The Conversation, es que «las visiones antivacunas nacen de experiencias en la infancia».

«Cuando comparamos la historia vital temprana de quienes eran resistentes a las vacunas con aquellos que no lo eran, encontramos que muchos adultos resistentes a las vacunas tenían historias de experiencias adversas en la infancia, incluyendo abusos, malos tratos, privaciones o desatención, o un progenitor alcohólico», escriben. «Estas experiencias habrían convertido su infancia en impredecible y contribuido a un legado vital de desconfianza en las autoridades».

Pero si esta afirmación resulta dura, es solo el comienzo del retrato demoledor que los datos del estudio revelan sobre el perfil de las personas antivacunas: vulnerables a emociones negativas y extremas de miedo y furia, propensas a colapsar bajo situaciones de estrés, inclinadas a sentirse amenazadas, afectadas por problemas mentales que amparan apatía e incapacidad para tomar decisiones correctas, susceptibles a teorías de la conspiración, con dificultades cognitivas y lectoras, baja comprensión verbal y baja velocidad de procesamiento de información (incluyendo la información sobre salud), poco conocimiento sobre salud, cociente intelectual más bajo, menores estudios y nivel socioeconómico inferior.

En lo que podría llamarse un lado más positivo, estas personas son inconformistas y valoran la libertad personal y su autoconfianza por encima de las normas sociales, lo cual no es necesariamente malo, si no fuera acompañado por todo lo demás.

Dejo aquí algunos de los gráficos extraídos de los datos que los investigadores publican en su estudio y que comparan a las poblaciones de las personas dispuestas a vacunarse (Vaccine Wiling, verde) con las indecisas (Vaccine Hesitant, amarillo) y las antivacunas (Vaccine Resistant, rojo). Todo ello teniendo en cuenta, primero, que correlación nunca significa causalidad, y segundo, que como muestran los datos se trata de comparaciones estadísticas, lo cual no implica que todas las personas antivacunas respondan a estos perfiles; pero también teniendo en cuenta que los datos son estadísticamente significativos, y que esta investigación ha podido explorar los perfiles de los participantes con un nivel de resolución que supera en mucho el de la gran mayoría de los estudios publicados.

Nivel educativo y socioeconómico. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Experiencias adversas en la infancia (ACE). Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Historiales de salud mental. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Cociente intelectual en la infancia y capacidad lectora a los 18 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Comprensión verbal y velocidad de procesamiento de información a los 45 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Conocimientos de salud a los 45 años y sensación de control de agentes externos sobre la propia salud a los 13-15 años. Imagen de Moffitt et al, PNAS Nexus 2022.

Pero a pesar de que este retrato de los antivacunas pueda resultar devastador, los investigadores extraen una conclusión muy productiva (que otros estudios pasan por alto): «Las intenciones respecto a la vacunación no son malentendidos aislados y a corto plazo que puedan solventarse fácilmente proporcionando más información a los adultos durante una crisis de salud pública, sino que son parte del estilo psicológico de una persona a lo largo de toda una vida de malinterpretar información durante situaciones estresantes de incertidumbre». Los autores apuntan que este patrón de creencias y comportamientos se forja en la infancia, antes de la edad de la enseñanza secundaria.

Lo cual les lleva a condensar dos mensajes valiosos. Primero, la conveniencia de adaptar la gestión de estas posturas a las necesidades de cada colectivo o persona: «No desdeñar o despreciar a las personas resistentes a las vacunas, sino intentar comprender con más profundidad ‘de dónde vienen’ y tratar de abordar sus preocupaciones sin juzgarlas».

Segundo, poner el acento en la infancia y en la educación para reducir estas posturas de cara al futuro: «Una estrategia a largo plazo que implique educación sobre pandemias y el valor de la vacunación en proteger a la comunidad. Esto debe comenzar cuando los niños son pequeños, y por supuesto debe enseñarse de una forma adecuada a cada edad». Una ciudadanía más preparada, concluyen los autores, será una herramienta vital contra futuras pandemias.

Niños y adolescentes, las víctimas invisibles de la pandemia de COVID-19

No he llegado a tiempo para contar el número de veces que en un reportaje del telediario sobre el puente del Pilar se ha repetido la palabra «normalidad». Todos los espectáculos abiertos, incluso con aforos normales. Ocupación hotelera máxima, lo normal en un puente. Barras y discotecas abiertas, pistas de baile para bailar normalmente. Ya se puede visitar a los pacientes en los hospitales como solía ser normal. Sí, es cierto, aún quedan las mascarillas como único residuo de esa época ya casi pasada. Pero, al fin y al cabo, en muchos espacios al aire libre ya podemos prescindir de ellas. En los locales de ocio generalmente no se usan, porque se consume. Y en los centros de trabajo, consta que… según. En resumen, normalidad. O casi.

Excepto para los niños y adolescentes.

Repasemos. Durante el confinamiento estricto de marzo y abril de 2020, los adultos podían salir de casa para tareas esenciales. Y cualquiera podía buscarse fácilmente una tarea esencial como excusa para salir de casa. Hasta los perros podían salir a sus paseos. Pero no los niños. Durante seis semanas estuvieron encerrados en casa las 24 horas, porque se les prohibió por completo pisar la calle.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Niños en un colegio de San Sebastián. Imagen de Juan Herrero / EFE / 20Minutos.es.

Sin que apenas se haya hablado de esto en los medios, esta reclusión total de los menores ya se cobró un precio en su bienestar psicológico. El año pasado, un estudio de la Universidad Miguel Hernández de Alicante y de la Universidad de Estudios de Perugia (Italia) reveló que más del 85% de los niños habían sufrido cambios emocionales y de conducta a causa del confinamiento, incluyendo nerviosismo, soledad, irritabilidad y dificultades de concentración. En cambio en Italia, donde los niños sí podían salir a la calle, el impacto fue menor. En junio, otro estudio de la Universidad de Burgos publicado en Scientific Reports encontró también que durante el confinamiento «los niños y adolescentes sufrieron alteraciones emocionales y de conducta«.

Diversos expertos ya han alertado de que el mayor impacto de la pandemia en la salud mental lo están sufriendo los menores. Un estudio en Canadá sobre una población de 50.000 personas encontró que la población con mayores síntomas de ansiedad fue la más joven, a partir de 15 años; este estudio no incluyó menores de esta edad. Según las autoras, las psicólogas clínicas de la Universidad de Manitoba Renée El-Gabalawy y Jordana Sommer, la pandemia de COVID-19 «probablemente afectará de forma desproporcionada a las generaciones más jóvenes en sus efectos mentales sostenidos«.

También desde Canadá, de la Universidad de Calgary, llegó el pasado agosto un metaanálisis global sobre la prevalencia de síntomas de depresión y ansiedad durante la pandemia. Reuniendo 29 estudios previos con una población total de casi 81.000 menores, las autoras llegan a la conclusión de que el 20% ha sufrido síntomas clínicos de ansiedad y el 25% de depresión, cifras que duplican las anteriores a la pandemia. El metaanálisis descubre también que los más afectados han sido los adolescentes de mayor edad y sobre todo las chicas. Según escriben tres de las autoras del estudio, los niños y adolescentes «han emergido como las víctimas invisibles de esta crisis global«.

Podríamos continuar mencionando otra revisión según la cual «en comparación con los adultos, esta pandemia puede aumentar las consecuencias adversas en la salud mental de niños y adolescentes», u otra que alerta de la alta vulnerabilidad de los menores a los efectos mentales de la pandemia, o bien otra más, u otra, o esta colección de estudios, o este nuevo informe de Unicef según el cual «los niños y jóvenes podrían padecer el impacto de la COVID-19 en su salud mental y bienestar durante años«. Pero creo que la idea ya está suficientemente clara, y está lo suficientemente respaldada por los estudios.

Y con las reservas hoteleras a tope, las discotecas y las pistas de baile abiertas, y los carajillos en barra, ¿se les ha concedido también a los niños el derecho a disfrutar de esa normalidad certificada por los telediarios? ¿Tienen en cuenta las autoridades que son los menores quienes más necesitan desesperadamente esa vuelta a la normalidad?

Con la proximidad del comienzo del nuevo curso, se estuvo hablando en los medios de una inminente retirada de las mascarillas en los patios, recreos y otros espacios y actividades al aire libre en los colegios. A pesar de que los menores de 12 años aún no están vacunados, y frente a todos los temores y precauciones sobre el desastre epidémico que podía suponer la vuelta a las aulas (de lo que también se alertó en este blog), lo cierto es que no ha sido así. Los brotes de contagios originados en los colegios han sido casi anecdóticos. Y en más de un año y medio de pandemia no se han encontrado pruebas de que el contacto físico casual, sobre todo al aire libre como ocurre en los recreos de los colegios, sea una vía predominante de contagios.

En la Comunidad de Madrid ya ha salido la nueva orden que modifica el uso de las mascarillas en los colegios. El resultado: se retiran las mascarillas solo en la práctica de deportes al aire libre. Se mantienen las mascarillas en los recreos; según la Comunidad de Madrid, «en cualquier espacio al aire libre del centro educativo en el que se dé agrupación de personas o posibilidades de aglomeración (recreos, eventos, etc.)«.

Y en cambio, añade la orden, «no será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Dado que tuve que leerlo dos veces para creerme lo que estaba leyendo, voy a escribirlo también dos veces por si no soy el único al que le cuesta creerlo:

«No será exigible la obligación del uso de mascarillas a los docentes y al personal de administración y servicios en espacios de trabajo del centro educativo en que no haya alumnos«.

Es decir, y salvo que lo esté entendiendo rematadamente mal, los profesores y demás personal de los colegios, al contrario que el resto de los ciudadanos, pueden quitarse la mascarilla en recintos interiores de su centro de trabajo.

Porque, como todo el mundo sabe, todas las salas de profesores y oficinas de administración de los colegios cuentan con sistemas de presión negativa para que el aire solo entre, y no salga. Porque, como todo el mundo sabe, los aerosoles que se expulsan en la sala de profesores se quedan en la sala de profesores. Y porque, como todo el mundo sabe, no existe absolutamente ningún docente ni otro personal de colegios que haya rechazado la vacuna.

En resumen, normalidad, excepto para los más olvidados y perjudicados, los niños y adolescentes. Por mi parte, puedo decir que algunos de los niños que esperaban con ilusión poder prescindir de la mascarilla en el recreo y recuperar ese espacio de relación en condiciones de normalidad, como se les está permitiendo a los adultos en casi todos los ámbitos de su vida, han recibido esta noticia como un nuevo mazazo. Por si no tuviesen suficiente con el mazo de la pandemia, sufren además el de las autoridades que, al parecer, deben de seguir otra ciencia diferente a la que se publica en las revistas científicas.

Madres nevera, videojuegos violentos… La psicología no siempre es ciencia

Ayer les hablaba del psicoanálisis de Freud como ejemplo de lo que parece ciencia, pero no lo es. Y les decía que en el campo de la psicología abundan especialmente los casos en que pasa por ciencia algo que no lo es. Déjenme que prosiga con otros ejemplos.

Desde aquel 1896 en que Freud comenzó a hablar del psicoanálisis, saltemos ahora a 1943. Aquel fue el año en que el psiquiatra austro-estadounidense Leo Kanner describió por primera vez el síndrome del autismo infantil. Estudiando diversos casos, Kanner definió las que desde entonces han perdurado como las principales líneas generales en las que hoy se basan los diagnósticos del autismo.

Durante sus investigaciones, Kanner observó que a menudo los padres de los niños con autismo, y especialmente las madres, mostraban una llamativa frialdad en el trato hacia sus hijos. Dado que en muchos casos los niños con autismo muestran carencias en su capacidad de relación y comunicación, el psiquiatra especuló con la posibilidad de que fuera la falta de afecto y calidez la que sumía a los niños en aquella especie de mundo interior cerrado.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Leo Kanner. Imagen de Johns Hopkins University / Wikipedia.

Así fue como llegó a acuñarse el término «madres nevera», y la hipótesis de Kanner fue aceptada por muchos, sin más, porque sonaba bien y explicaba algo hasta entonces inexplicable. Y qué mejor que explicarlo culpando a las propias madres. Y por cierto, entre quienes se lanzaron entusiasmados de cabeza a la hipótesis de Kanner estaban muchos psicoanalistas: ¡trauma de la infancia, allá vamos!

Sería injusto cargar las tintas culpabilizando a Kanner de aquella especulación, que se cayó por el peso de infinidad de datos en contra. Sí se le puede culpar de no haber pensado lo suficiente al revés: ¿no sería que el trastorno de los niños creaba una barrera que muchas madres no sabían cómo superar?

Pero además de que Kanner fue pionero en el estudio del autismo y hoy se le considera el padre de la psiquiatría infantil, en años posteriores se mató a decir que nunca fue su intención atribuir el autismo a esta causa. «Desde la primera publicación hasta la última, hablé de esta condición en términos inequívocos como innata. Pero por haber descrito algunos rasgos de los padres como personas, a menudo se me ha citado mal como si yo hubiera dicho que era culpa de los padres», dijo en 1969.

Lo cual tal vez era demasiado indulgente consigo mismo; la visión más comúnmente transmitida hoy es que Kanner no comenzó desde el principio culpando a las madres, pero que después se sumó a la idea cuando vio que tanto los profesionales como el público la aplaudían. Y lo cierto es que sus escritos parecen reflejar más una cierta ambigüedad, siempre en la cuerda floja, que una evolución consistente de sus ideas en una dirección determinada.

En realidad, Kanner nunca propuso una teoría de las «madres nevera». Pero sus seguidores, que han perdurado hasta hoy, tampoco han propuesto una teoría de las «madres nevera» (me remito a lo que expliqué ayer sobre qué es una teoría científica). Lo de las «madres nevera» fue solo una ocurrencia, no una teoría. Repito, hoy refutada por infinidad de datos y ampliamente desacreditada.

Pero no acabamos aquí. Ahora, saltemos de nuevo hasta el presente. Hace unos días, un telediario hablaba sobre la violencia relacionada con los videojuegos. Allí intervenía un famoso psicólogo español, famoso de salir en la tele, pero de gran prestigio profesional y que ha desempeñado algún importante cargo público. Me ahorro el nombre porque no importa, ya que esto no pretende ser un ataque ad hominem. Lo que importa es la declaración de este psicólogo a propósito del tema en cuestión. Cito de memoria, pero era más o menos así: «Los jóvenes juegan a videojuegos violentos, y luego, claro, trasladan esa violencia a la vida real».

Punto. Firmado, sellado y rubricado. En Madrid, a tantos de mayo de 2019.

Pero ¿es verdad?

No, no lo es. O al menos, no es ciencia.

Imagen de Max Pixel.

Imagen de Max Pixel.

La influencia de la violencia en los videojuegos o en otros medios audiovisuales sobre la violencia en la vida real es una cuestión enormemente debatida por psicólogos, psiquiatras y neurólogos, y sobre la que se han hecho infinidad de estudios. Por pura inclinación personal, aquí he contado varios de los que se han publicado sobre el (hasta ahora nunca demostrado) presunto vínculo entre la música violenta y la violencia real.

Pero centrándonos en los videojuegos, ¿quieren saber cuál es el balance final de todos estos estudios? Se lo resumo en dos titulares publicados en sendos medios científicos populares, los dos en distintos momentos de 2018:

«Sí, los videojuegos violentos disparan la agresividad» (Scientific American)

«No hay pruebas que apoyen un vínculo entre los videojuegos violentos y la conducta» (ScienceDaily)

Entonces, ¿cuál es la verdad? En el fondo, el único titular cien por cien fiel al estado actual del conocimiento científico es este:

«¿Los videojuegos violentos hacen más violentos a los niños?» (Psychology Today)

Sí, eso es: un titular en forma de pregunta, ese gran satán del periodismo. Porque la realidad es que la respuesta, si es que existe una respuesta, aún no se conoce. Por cada estudio que encuentra una relación entre videojuegos y violencia, hay otro que no la encuentra (o que sí la encuentra, pero que es justamente la contraria a la esperada), diga lo que diga el famoso psicólogo, que en ese momento no está contando lo que se sabe, sino lo que él cree.

Como vengo explicando estos días, es la ciencia versus la voz del experto. Por suerte, la ciencia no es una sabiduría arcana para la cual debamos fiarnos ciegamente de las visiones del hombre-medicina. Cualquiera con el suficiente conocimiento sobre qué es la ciencia y cómo funciona puede buscar las fuentes y acceder a ese conocimiento por sí mismo.

Por supuesto, todo lo anterior no menoscaba las inmensas aportaciones de la psicología científica, sobre todo la experimental. Pero en estos tiempos en que no hay magacín, ya sea digital, en papel, en radio o en televisión, que no incluya entre sus colaboradores habituales a un psicólogo y un nutricionista, hace falta más que nunca rescatar una vieja fórmula, hoy tan injustamente olvidada e infrautilizada: «yo creo que…».

Por qué el psicoanálisis no es ciencia (ni es una teoría)

Hace unos días, mi vecina de blog Madre Reciente tuiteaba un comentario aparecido al pie de un post en el que reflexionaba sobre su manera de encarar la imposibilidad de conocer las causas del autismo de su hijo. El comentario en cuestión, que parecía sospechosamente motivado por una ideología (que su autor es perfectamente libre de sostener, faltaría más), hacía referencia a una presunta frialdad de las madres hacia sus hijos como supuesta causa del autismo; el llamado síndrome de las «madres nevera».

Pero no, esto de hoy no va sobre el autismo ni sus causas. Si, como contaré mañana, no solo no existe tal síndrome, sino que ni siquiera ha existido jamás una teoría sobre la existencia de tal síndrome, es para ilustrar un propósito diferente.

Ayer expliqué que la ciencia ha derrocado la «voz del experto», pero que esta continúa muy presente en los medios públicos, suplantando en buena medida el papel que en tiempos precientíficos desempeñaban las personas mágicas, como los augures o los chamanes. El experto habla, sienta cátedra y sus palabras se toman como verdades absolutas, con independencia de que correspondan a datos científicos reales o a su opinión personal; experimentada, pero personal.

Es decir, y por dejarlo aún más claro: siempre que escuchen a un experto en radio o televisión pontificando rotundamente sobre su campo de especialización, no acepten sus palabras como dogma sin más. Pregúntense: ¿está contando lo que se sabe, o está contando lo que él cree? Y si se toman la molestia de llegar al fondo de ello, más de una vez se sorprenderán.

Quizá haya campos científicos en los que esto ocurra más que en otros. O al menos, en ciertos campos este fenómeno es hoy especialmente visible. Uno de ellos es la nutrición. A diario estamos invadidos por infinidad de proclamas sobre nutrición saludable, muchas de las cuales en realidad no se apoyan en datos científicos suficientemente contrastados. Por este motivo encontramos tan a menudo expertos en nutrición divididos en equipos: grasas sí, grasas no, y así sucesivamente. Ningún biólogo cuestiona la evolución de las especies, y ningún físico pone en duda la existencia del electrón; es la ciencia versus la «voz del experto».

Y otro de estos campos, del que sí vengo a hablar hoy, es la psicología. Para conducir esta explicación, creo que conviene remontarnos hacia atrás algo más de un siglo, a 1896. Aquel año, Sigmund Freud empleaba por primera vez en un artículo el término «psicoanálisis». Con él designaba un método de psicoterapia que llevaba una década desarrollando.

Sigmund Freud. Imagen de Tullio Saba / Flickr / Dominio público.

Sigmund Freud. Imagen de Tullio Saba / Flickr / Dominio público.

Mediante un diálogo libre con sus pacientes en el que estos relataban sus recuerdos y sueños, Freud creía poder acceder a las memorias reprimidas que explicaban la psicopatología del sujeto, normalmente de su infancia y de carácter sexual. Freud creía también que existían ciertos modelos comunes a muchos de sus pacientes, como el complejo de Edipo o la envidia del pene.

Freud creía todo esto. Pero nunca lo demostró. Porque, de hecho, no podía demostrarse.

Unas décadas más tarde, el filósofo de la ciencia Karl Popper investigó cuáles eran las teorías científicas más prometedoras y revolucionarias de su época, y entre ellas incluyó el psicoanálisis, que en un primer momento se le presentó como la llave maestra hacia el misterioso reino de la mente humana.

Pero cuando Popper comenzó a estudiar el psicoanálisis, pronto llegó a una conclusión: aquello no era ciencia. Los psicoanalistas, decía Popper, siempre encontraban explicaciones a posteriori, como los videntes que dicen «yo ya lo sabía» o quienes interpretan las supuestas profecías de Nostradamus a toro pasado. Pero como estos y aquellos, el psicoanálisis era incapaz de elaborar una predicción consistente y general a priori, una que fuera empíricamente testable y demostrable o refutable.

Así, Popper relegó el psicoanálisis al cajón de las pseudociencias junto con la astrología. Pero evidentemente, el psicoanálisis no murió. Hoy sigue muy extendido y vigente, lo cual no lo convierte en ciencia; nunca podrá serlo, a menos que reconozcamos como tal también la astrología.

Entonces, ¿de dónde sacó Freud su teoría? Observaciones, experiencia, intuición… En resumen, la voz del experto.

Pero es necesario hacer una aclaración esencial. Y es que si he escrito la palabra «teoría» en cursiva, es porque el psicoanálisis no lo es. En ciencia, este término significa algo muy diferente que en el lenguaje común. A pie de calle, hablamos de cualquier especulación sin fundamento como «teoría», por absurda que sea: tengo la teoría de que nos envenenan fumigando desde aviones. Pero en ciencia, una teoría es algo muy distinto. Así de bien (al contrario que nuestro diccionario de la RAE) lo explica la Academia Nacional de Ciencias de EEUU (NAS):

La definición científica formal de «teoría» es muy diferente del significado cotidiano de la palabra. Se refiere a una explicación completa de algún aspecto de la naturaleza que está apoyado por un vasto cuerpo de evidencias. Muchas teorías científicas están tan bien establecidas que probablemente ninguna nueva prueba podrá alterarlas sustancialmente. Por ejemplo, ninguna nueva prueba demostrará que la Tierra no gira en torno al Sol (teoría heliocéntrica) […] Una de las propiedades más útiles de las teorías científicas es que pueden utilizarse para hacer predicciones sobre eventos naturales o fenómenos que aún no se han observado.

En resumen, teorías son la relatividad, la evolución o el cambio climático. No son «solo teorías»; como también dice la NAS, «en ciencia, las teorías no se convierten en hechos a través de la acumulación de pruebas. Más bien, las teorías son el punto final de la ciencia. Son conocimientos que se derivan de extensa observación, experimentación y reflexión creativa».

Incluso en ciencia, a veces se olvida esta definición. Por ejemplo, no debería hablarse de la teoría de cuerdas, o de la de los universos paralelos, porque no lo son. Y tampoco lo es el psicoanálisis. Es una especulación, una ocurrencia, incluso un conjunto de hipótesis; pero no de hipótesis científicas, dado que no pueden testarse.

Pero el psicoanálisis no es ni mucho menos la única propuesta en el campo de la psicología que pasa por científica sin serlo. Mañana seguimos, y volveremos a aquello de las «madres nevera».

Y por cierto, si les interesa algo más de información sobre la polémica que rodea al psicoanálisis, precisamente hace unos días he publicado un reportaje que lo cuenta con más detalle. Y que les invito a leer, si les apetece.

Una vez más: escuchar heavy metal no inclina a la violencia

En 1985 se formó en EEUU el Parents Music Resource Center, un comité encabezado por Tipper Gore –esposa del exvicepresidente y premio Nobel de la Paz Al Gore– cuyo objetivo era, básicamente, censurar la música. A la señora Gore no le gustó nada descubrir un día a su hija escuchando a Prince cantar cómo Darling Nikki se masturbaba una y otra vez, y decidió hacer algo al respecto: aprovechar la influencia de su importante marido, por entonces congresista, para acabar con aquella música obscena y profana.

En concreto, Tipper Gore y sus tres compañeras, también esposas de políticos de Washington, pretendían que la industria musical adoptara un sistema de calificación moral para los discos, que aquellos con portadas «explícitas» se escondieran bajo el mostrador en las tiendas, que las emisoras de radio y televisión se abstuvieran de emitir canciones guarras o violentas, e incluso, por pedir que no quede, que las discográficas rescindieran sus contratos con los músicos ofensivos y que un comité (es decir, ellas) decidiera qué podía publicarse y qué no.

Bloodbath tocando en Alemania en 2015. Imagen de S. Bollmann / Wikipedia.

Fíjense en la fecha: 1985. La nuestra no fue la primera generación en la que los padres se escandalizaban por la música que escuchaban sus hijos; como cuenta la serie Downton Abbey, en los años 20 a los mayores les espantaba el charlestón. Pero en los 80 ya no se trataba solo de que a nuestros mayores les pareciera que «eso no es música, es ruido», sino que además estaban las letras. Si a Tipper Gore le escandalizaba aquella de Prince, alguien tendría que haberle regalado, por ejemplo, el ¿Cuándo se come aquí? de Siniestro Total (en la gloriosa época del gran Germán Coppini), un LP que un servidor tenía que escuchar obligatoriamente con walkman porque las ondas acústicas de aquellas letras no podían profanar el aire de casa.

Las letras de aquellas canciones, pensaban Tipper Gore y otros muchos como ella, nos iban a convertir en adultos trastornados, violentos e impúdicos. Durante las sesiones del PMRC, el profesor de música de la Universidad de Texas Joe Stuessy, también compositor e historiador del Rock & Roll, declaró que el heavy metal «contiene el elemento de odio, una maldad de espíritu», expresada en sus letras de «violencia extrema, rebelión extrema, abuso de sustancias, promiscuidad sexual y perversión y satanismo».

Las fundadoras del PMRC se quedaron colgando de la brocha cuando incluso músicos de estilos más tradicionales como John Denver, en cuyo apoyo confiaban, denigraron aquel intento inquisitorial. Finalmente todo quedó en esas pegatinas que decoran las portadas de ciertos discos para advertir de que las letras son “explícitas”, y que normalmente se exhiben más como gancho que como penalización.

Pero parece que, después de todo, no hemos salido tan malos quienes crecimos escuchando aquellas letras que por primera vez se atrevían a llegar años luz más allá del I wanna hold your hand. Trabajamos, tenemos familias, nuestros másteres y doctorados son auténticos, y la mayoría ni siquiera hemos robado jamás un bote de crema facial del súper.

Y a pesar de ello, el espíritu del PMRC ha continuado muy presente en quienes piensan que las mentes de los demás son más simples que las suyas, y que por tanto les basta con escuchar a los Sex Pistols cantando “I wanna destroy the passerby” para salir a la calle con el primer bate de béisbol o cuchillo de carnicero que se encuentre a mano. Aún en pleno siglo XXI, hay quienes sostienen que determinados estilos musicales son potencialmente nocivos para el equilibrio mental.

Por suerte, hoy contamos con algo más que con nosotros mismos como pruebas vivientes; contamos también con la ciencia. Estudiar qué efectos causan los géneros musicales más extremos en sus fanes es un campo de interés para la psicología experimental. Y como ya he contado aquí en varias ocasiones anteriores, los estudios no logran demostrar que el punk o el heavy metal nos conviertan en peligrosos desequilibrados. Más bien al contrario: según revelaba el año pasado un grupo de investigadores de la Universidad Macquarie de Australia (y conté aquí), escuchar death metal aporta alegría y paz interior a sus seguidores.

Los mismos investigadores acaban de publicar ahora un nuevo estudio que trata de ampliar un poco más sus hallazgos anteriores. En esta ocasión se han preguntado si escuchar death metal, con sus letras rebosantes de caos, masacre, sangre y vísceras, puede desensibilizar frente a la violencia. Según los autores, esta línea de indagación merece un enfoque especial dentro del debate siempre actual sobre si la influencia de los contenidos audiovisuales violentos tiene alguna responsabilidad en la violencia del mundo real.

Los investigadores reunieron a un grupo de 80 voluntarios, 32 de ellos seguidores del death metal, y los sometieron a un test consistente en mostrar simultáneamente una imagen distinta a cada uno de los dos ojos, una neutra y otra de contenido violento. La percepción de los participantes, si captaba más su atención la imagen violenta o la neutra, revelaba su sensibilidad a la violencia; y esto se hizo mientras los voluntarios escuchaban una de dos canciones: Happy, de Pharrell Williams, o Eaten, del supergrupo sueco de death metal Bloodbath.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

Bloodbath en 2016. Imagen de Markus Felix / Wikipedia.

La diferencia en estilo musical es evidente. Y en cuanto a la diferencia entre las letras de ambas, esta es Happy

Porque estoy feliz, da palmas si te sientes como una habitación sin techo
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que la felicidad es la verdad
Porque estoy feliz, da palmas si sabes qué es la felicidad para ti
Porque estoy feliz, da palmas si sientes que eso es lo que te apetece

…y esta es Eaten:

Desde que nací he tenido un deseo
Ver mi cuerpo abierto y destripado
Ver mi carne devorada ante mis ojos
Me ofrezco como sacrificio humano solo para ti
Trínchame, córtame en lonchas
Succiona mis entrañas y lame mi corazón
Descuartízame, me gusta que me hagan daño
Bébete mi médula y mi sangre de postre

Se aprecian las diferencias, ¿no?

Pues bien, los resultados del estudio indican que los fanes del death metal son tan sensibles a la violencia como los no aficionados a esta música, con independencia de si escuchan Happy o Eaten. En cambio, los no aficionados a esta música extrema se muestran más sensibilizados a las imágenes violentas cuando escuchan el fetichismo caníbal de Bloodbath que cuando Pharrell Williams les invita a dar palmas.

En resumen, escriben los investigadores, «la exposición a largo plazo a música con temas agresivos no conduce a una desensibilización general a la violencia mostrada en imágenes». Los resultados del estudio muestran que los seguidores del death metal asocian emociones positivas a su música incluso cuando narra un descuartizamiento; simplemente, no es real. Es solo música.

«De hecho, investigaciones recientes sugieren que los fanes y los no fanes del death metal exhiben la misma capacidad de empatía, lo que cuestiona las graves preocupaciones que se han manifestado sobre los peligros de la exposición a música violenta», escriben los investigadores. Va a resultar que las mentes de quienes escuchan música extrema no son más simples que las de quienes advierten de sus peligros. Y que probablemente Prince no le enseñó nada a la hija de Tipper Gore que ella no supiera ya.

¿Influyen las series de televisión en las creencias conspiranoicas?

Decíamos ayer que, según los estudios de los psicólogos, los niños aprenden a diferenciar la realidad de la ficción entre los tres y los cinco años. Lo cual no quiere decir que abandonen la fantasía; por ejemplo, el suelo es lava, pero ellos saben que realmente no lo es. El psicólogo de Harvard Paul Harris contaba cómo, desde la tierna edad de dos años, los niños que celebran una fiesta de té con peluches dicen que uno de ellos se ha mojado cuando se le vuelca una taza sobre la cabeza, a pesar de que ellos lo notan seco cuando lo tocan; en realidad, saben que ese «mojado» es diferente del «mojado» cuando se hunde el peluche en la bañera.

Este aprendizaje es el que les lleva a comprender que los superhéroes no son reales, o que el Mickey Mouse del parque Disney no es realmente el único e insustituible Mickey Mouse en persona, ya que este último es solo un dibujo animado. Es curioso cómo para nosotros, los adultos, comprender este desarrollo de la mente infantil es complicado a pesar de que todos hemos pasado por ello.

Un ejemplo interesante es el de la magia navideña. La psicóloga Thalia Goldstein identificaba cinco fases en el desarrollo mental del niño, desde la creencia a pies juntillas en Santa Claus, pasando por la idea de que el Santa Claus del centro comercial no es el verdadero sino una especie de emisario mágico, a la de que es solo un representante autorizado, para comprender después que es un simple imitador del auténtico, hasta finalmente descubrir todo el pastel completo.

Pero de hecho, los propios psicólogos advierten de que todo esto no es tan nítido ni tan programado como podría parecer; por ejemplo, se ha propuesto que la incapacidad de diferenciar la realidad de la fantasía es una causa primaria de los miedos nocturnos de los niños, y esto puede persistir cuando ya saben conscientemente, al menos en apariencia, que los superhéroes o los monstruos no existen en carne y hueso.

Y aún más, es evidente que no solo los niños padecen miedos nocturnos, y que muchos adultos creen en fantasmas a pesar de no haberse podido verificar ni una sola prueba sólida de su existencia. Y que no pocos sufren pesadillas o tienen miedo de sufrirlas si ven una película de terror.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Stranger Things. Imagen de Netflix.

Así pues, parece que la ficción nos influye también a los mayores: lloramos cuando muere un personaje, aunque ese personaje jamás haya existido. Precisamente en estos días he recibido dos mensajes de lectores de mis novelas contando cómo les habían hecho llorar. Poder provocar emociones sinceras a través de historias y personajes que son cien por cien ficticios es, en mi opinión, el mayor privilegio de un escritor.

La influencia de la ficción se manifiesta en otros aspectos: el tabaco casi ha desaparecido de las películas –excepto en aquellas ambientadas en una época en la que se fumaba mucho más que ahora– porque se piensa que su representación puede incitar a su consumo, y un viejo debate siempre presente plantea cómo la violencia en el cine o en los videojuegos puede engendrar violencia real. Y aunque estas suposiciones sean como mínimo muy cuestionables, el principio general en el que pretenden basarse no es descartable: no somos inmunes a la ficción.

Pero ¿qué hay de las pseudociencias y las teorías de la conspiración? Se diría que hoy están más presentes que nunca entre nosotros. Y si bien es cierto que tal vez solo se trate de que internet y las redes sociales las han hecho más visibles, también lo es que esta mayor visibilidad tiene el potencial de atraer más adeptos. Hace unos días, mi colega Javier Salas contaba en El País cómo incluso una idea tan descabellada como el terraplanismo puede convencer a muchas personas simplemente con unos cuantos vídeos en YouTube, y cómo incluso los moderadores de estos contenidos conspiranoicos en Facebook acaban en muchos casos atrapados por estos engaños.

De todo esto surge una pregunta: ¿puede también la ficción convencer a sus espectadores de que las teorías de la conspiración son reales? Ayer mencionaba el ejemplo de Stranger Things, una estupenda serie de trama conspiranoica y paranormal, muy recomendable… siempre que se comprenda que es un mero entretenimiento y que nada de lo retratado es real. Pero ¿se comprende?

Esta es precisamente la pregunta que se hicieron tres psicólogos de las universidades de Bruselas y Cambridge. Los investigadores hacían notar que la influencia de la ficción en las personas ha sido ampliamente estudiada, como también lo han sido los mecanismos mentales que sostienen la creencia en conspiranoias. «Sin embargo, hasta la fecha estos dos campos han evolucionado por separado, y en nuestro conocimiento ningún estudio ha examinado empíricamente el impacto de las narrativas de conspiración en las creencias conspirativas en el mundo real», escribían los autores en su estudio, publicado el pasado año en la revista Frontiers in Psychology.

Los investigadores reunieron a cerca de 250 voluntarios, y a una parte de ellos los sentaron a ver un capítulo de otra mítica serie de televisión sobre conspiraciones, tal vez la serie de televisión sobre conspiraciones, que desde 1993 y casi hasta hoy –con algunas interrupciones– nos ha mantenido pegados a la tensión entre el conspiranoico Fox Mulder y la racional y escéptica Dana Scully; y que no es otra que Expediente X. Tanto los sujetos del experimento como el grupo de control fueron sometidos a un test para valorar sus creencias y opiniones y la posible influencia del episodio sobre ellas.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Imagen de Joe Ross / Flickr / CC.

Y el resultado fue… negativo. «No observamos un efecto de persuasión narrativa», escribían los investigadores, concluyendo que su estudio «apoya fuertemente la ausencia de un efecto positivo de la exposición a material narrativo en la creencia en teorías de conspiración».

Para quienes procedemos de ciencias empíricas más puras, la psicología experimental tiene el enorme valor de aportar una solidez científica que cuesta encontrar en otras ramas de la psicología; por ejemplo, la clásica acusación de pseudociencia contra el psicoanálisis freudiano se basa en que se desarrolló como sistema basado en la observación, no en la evidencia. Esto incluye el hecho de que Freud fundó su método sobre premisas que eran simples intuiciones. Y esto a su vez está muy presente en mucha de la psicología de divulgación que se escucha por ahí, justificada más por el argumento de autoridad –la «voz del experto»– que por la prueba científica (incluso aunque esta exista).

En este caso concreto, sería fácil escuchar a cualquiera de esos psicólogos radiotelevisivos disertar sobre cómo las conspiraciones de ficción moldean la mente de la gente. Y todos nos lo creeríamos, porque resulta razonable, plausible. Tanto que los autores del estudio esperaban que su experimento lo confirmara. Pero a la hora de llevar la teoría al laboratorio, se han encontrado con una conclusión que les ha sorprendido: «Nuestras hipótesis primarias han sido refutadas», escriben. Y esto es lo grandioso de la ciencia: reconocer que uno se ha equivocado cuando las pruebas así lo manifiestan.

Ahora bien, podríamos pensar que no es lo mismo ver un solo episodio de una serie conspiranoica como Expediente X que someterse a un tratamiento intensivo de varias temporadas en régimen de binge-watching, sobre todo en el caso de espectadores con ciertos perfiles psicológicos concretos. Esto es lo que distingue a la ciencia de lo que no lo es; uno no puede llevar sus conclusiones más allá de lo que dicen los datos derivados de las condiciones experimentales concretas. Los autores escriben: «Serían bienvenidos los estudios longitudinales examinando el impacto de la exposición a series conspiracionistas durante periodos de tiempo mucho más largos».

Pero hay un mensaje clave con el que deberíamos quedarnos. Y es que, si existe algún ligero efecto sugerido por el estudio, aunque estadísticamente dudoso, es el contrario al esperado: «De hecho, la exposición a un episodio de Expediente X parece disminuir, en lugar de aumentar, las creencias conspirativas», escriben los autores. Es lo que se conoce como efecto bumerán: «Las personas pueden percibir el mensaje persuasivo como un intento de restringir su libertad de pensamiento o expresión y por tanto reafirmarse en esta libertad rechazando la actitud defendida por el mensaje».

Lo cual tiene una implicación esencial que he comentado y defendido aquí a menudo: pensar que las pseudociencias se combaten simplemente con más formación-información-divulgación científica es un gran error. Es insultar a los conspiranoicos atribuyéndoles una simpleza mental que dista mucho de la realidad; también en el caso del mensaje científico, el efecto bumerán actúa poderosamente en las personas que apoyan las pseudociencias. Como decían en Expediente X, la verdad está ahí fuera. Pero la gran pregunta es cómo convencer a los conspiranoicos de que no es la que ellos creen.