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¿Mató el humano al hobbit? Su codescubridor dice que no

El llamado hobbit de la isla de Flores, más formalmente conocido en sociedad como Homo floresiensis, es una china fósil en el zapato de los paleoantropólogos.

Recientemente publiqué un reportaje sobre hallazgos recientes que han venido a sacudir las ramas del árbol de la evolución humana, nunca bien definido, pero que cada vez es menos árbol y más otra cosa. Y entre todas estas piezas que empujan a las ya existentes, un clásico bicho raro en la familia humana es el Homo floresiensis, un hombrecillo de un metro que vivió en la isla de Flores, en Indonesia.

El paleoantropólogo australiano Peter Brown, codescubridor del hobbit de Flores. Imagen de P. B.

El paleoantropólogo australiano Peter Brown, codescubridor del hobbit de Flores. Imagen de P. B.

Sus restos fueron descubiertos en 2003 en la cueva de Liang Bua por un equipo bajo la dirección del australiano Mike Morwood y el indonesio Raden Soejono, ambos arqueólogos y ambos ya fallecidos. No buscaban nuevos humanos, sino restos de la migración desde Asia hacia Oceanía. Cuando se toparon con aquel cráneo minúsculo, aquello resultaba tan incomprensible y extravagante que de inmediato llamaron al paleoantropólogo australiano Peter Brown.

Brown viajó a Jakarta más por el interés del viaje que por la esperanza de que Morwood hubiera hallado algo serio. Pero cuando vertió sus semillas de mostaza en la cavidad del cráneo, un método clásico para medir la capacidad craneal, se quedó atónito: tenía allí delante un humano primitivo y diminuto que, según las dataciones, había vivido en aquella isla hace solo 18.000 años. «La última vez que caminó algo con ese tamaño de cerebro fue hace 2,5 o 3 millones de años. No tenía ningún sentido», decía Brown en un artículo publicado en Nature.

La hipótesis de Brown fue que el hombre de Flores, bautizado popularmente como el hobbit, era un descendiente directo del Homo erectus que redujo su tamaño por un proceso evolutivo denominado enanismo insular, o tal vez era un sucesor de una especie primitiva de menor tamaño como los australopitecos. «Mi propia visión apoya una conexión con un antecesor de cuerpo y cerebro pequeños, más que el enanismo insular», me decía Brown con ocasión del reportaje mencionado más arriba. «No veo que la combinación de cerebro pequeño y rasgos primitivos del H. floresiensis pudiera resultar del enanismo de un ancestro H. erectus«.

Pero el H. floresiensis no fue aceptado de inmediato: durante años, otros científicos han alegado que se trata de un humano moderno con alguna enfermedad deformante. Hoy se diría que la idea del hobbit como una especie diferenciada va imponiéndose. Y justo cuando sus asuntos se iban asentando, llega algo que vuelve a mover las piezas.

La semana pasada, un estudio en Nature ha presentado una datación corregida del hobbit. En su día se fechó el sedimento circundante, ya que los huesos eran demasiado frágiles y preciosos. Pero los investigadores, básicamente el equipo del difunto Morwood sin la participación de Brown, han descubierto que las rocas originales habían sido reemplazadas por otras más recientes. La nueva datación sitúa el fin de los hobbits hace unos 50.000 años.

Cráneos de 'Homo floresiensis' (izquierda) y 'Homo sapiens'. Imagen de Peter Brown.

Cráneos de ‘Homo floresiensis’ (izquierda) y ‘Homo sapiens’. Imagen de Peter Brown.

Y dado que esto coincide con las fechas en que los humanos modernos se extendieron por la zona, los investigadores sugieren que fue la llegada de los sapiens la que acabó con los hobbits. «No puedo creer que sea una pura coincidencia, basándonos en lo que sabemos que ha pasado cuando los humanos modernos han accedido a una nueva área», decía en Nature el codirector del estudio Richard Roberts.

Sin embargo, Brown no está tan convencido. Según me cuenta, él ya conocía el error de datación desde hace tres años, pero no está tan seguro de que las nuevas fechas «sean más significativas que las originales». La cueva, explica, ha sufrido varias inundaciones históricas y tiene una estructura compleja en sus capas de roca.

Lo que no le encaja de ninguna manera a Brown es la hipótesis del exterminio del hobbit por los sapiens: «Mientras que los humanos modernos habían llegado a Australia hace 45.000 años, no hay pruebas de que estuvieran en Flores por esas fechas». De hecho, añade, los restos más antiguos de nuestra presencia descubiertos en la isla solo alcanzan los 8.000 años de antigüedad. «No hay pruebas que apoyen esta especulación», subraya Brown.

Hay algo que a Brown sí le gusta del nuevo estudio: «Cuanto más viejas sean las pruebas del H. floresiensis, menos probable es que fuera un humano moderno con alguna enfermedad».

NO hay nuevas pruebas sobre ‘nuestros’ ancestros neandertales

De acuerdo, el título de este artículo parece afirmar justo lo contrario de lo que se está publicando hoy en otros medios. Pero déjenme explicarme. Ante todo, la historia: la edición digital de Nature publica hoy un valiosísimo estudio en el que se cuenta la secuenciación del ADN extraído de una mandíbula humana moderna hallada en 2002 por un grupo de espeleólogos en una cueva de Rumanía llamada Peștera cu Oase, un bonito y sonoro nombre que significa «la cueva con huesos». El estudio viene dirigido por expertos en ADN paleohumano de talla mundial: Svante Pääbo, director del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (Leipzig, Alemania) y del proyecto Genoma Neandertal, y David Reich, de la Universidad de Harvard (EE. UU.).

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Mandíbula humana de hace unos 40.000 años hallada en la cueva de Pestera cu Oase (Rumanía). Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Hoy un yacimiento paleoantropológico se trata con el cuidado y esmero de los CSI en la escena del crimen, con el fin de evitar la contaminación de las muestras con ADN humano actual. Pero la mandíbula de la cueva rumana debió de pasar por tantas manos que para los científicos ha sido extremadamente complicado llegar a extraer material genético original del hueso, eliminando todas las contaminaciones microbianas y humanas.

Sin embargo, en este caso el minucioso trabajo merecía la pena, ya que la datación por radiocarbono de este hueso lo situaba en un momento del pasado especialmente crucial: entre 37.000 y 42.000 años atrás; es decir, en la época en que neandertales y sapiens convivían en Europa. Los primeros, nativos europeos, surgieron hace más de 300.000 años y desaparecieron hace unos 40.000 por razones que siempre seguirán discutiéndose. Los segundos, africanos de origen, llegaron a este continente entre 35.000 y 45.000 años atrás. Si pudierámos viajar al pasado, a hace más de 45.000 años, caeríamos en una Europa habitada exclusivamente por neandertales. Por el contrario, si fijáramos el dial de la máquina a hace menos de 35.000, encontraríamos solo humanos modernos. Así que el propietario original de la mandíbula rumana es nuestro hombre; más aún cuando se trata de un hueso claramente sapiens, pero con ciertos rasgos casi neandertales.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Un investigador manipula el hueso hallado en Rumanía. Imagen de Svante Pääbo, Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology.

Esto es especialmente relevante porque los científicos podían pillar casi in fraganti a sapiens y neandertales en el momento en que surgió la chispa del romance entre ambos (y ¿por qué no?; al fin y al cabo, la hipótesis de las violaciones tampoco tiene ninguna prueba a su favor). Sabemos que los humanos actuales de origen no africano llevamos entre un 1 y un 3% de ADN neandertal en nuestros cromosomas. Pero hasta ahora no existían pruebas de que este intercambio de cromos llegara a producirse en suelo europeo, sino que más bien debió de tener lugar en Oriente Próximo hace entre 50.000 y 60.000 años.

Pues bien: to cut a long story short, el ADN original de la mandíbula rumana resulta tener un 6-9% de neandertal, mucho más que cualquier otro humano moderno conocido hasta ahora. Es más; la estimación de los científicos sugiere que el individuo en cuestión tenía antepasados neandertales entre cuatro y seis generaciones atrás. Es decir, que el propietario original de la mandíbula pudo tener tatarabuelos neandertales, y la aportación genética de sus ancestros aún estaba muy fresca.

Así, el estudio aporta una nueva prueba del cruce entre humanos modernos y neandertales, la pista más concluyente hasta ahora, y la primera demostración genética de que esta mezcla de sangres tuvo lugar en Europa. Lo cual ya parece dejar pocas dudas, si es que queda alguna, de que sapiens y neandertales llegaron a intimar y a dejar descendencia.

Pero…

Otra cosa, y a esto se refiere el título del artículo, es que esta descendencia fuera nuestra ascendencia, y la respuesta es que no. Repito que el legado neandertal en nuestros genes está suficientemente justificado. Pero por desgracia, ninguno de los europeos somos descendientes de aquel rumano tataranieto de neandertales; de hecho, genéticamente se parece más a los asiáticos orientales o a los nativos americanos que a los europeos. Por desgracia, el linaje de aquel individuo se extinguió. Según dice Reich en una nota de prensa, «es una prueba de una ocupación inicial de Europa por humanos modernos que no originaron la población posterior. Puede haber sido un grupo pionero de humanos modernos que llegó hasta Europa, pero que fue después reemplazado por otros grupos». Así que la historia de nuestros ancestros neandertalizados sigue tan oscura como antes.

Dicho todo lo anterior, y dejando ya el estudio, es posible que algún lector se haya hecho el siguiente razonamiento: si llevamos un 1-3% de ADN neandertal, ¿significa que el resto de nuestro material genético es diferente? ¿Cómo es posible, si suele decirse que compartimos un 99% de nuestro ADN con los chimpancés? Si usted se ha hecho esta pregunta, ya se habrá figurado que ciertas cosas se han contado mal. Y es que, como explicaré mañana, la idea de que somos en un 99% genéticamente idénticos a los chimpancés es sencillamente una gran tontería.

La extinción de los dinosaurios, un debate a garrotazos

Quizá existan científicos que se levanten de la cama cada mañana movidos por el ánimo de transformar el mundo. Alguno habrá. Y tal vez existan otros tan inflados por su propia suficiencia que rueden por el mundo aplastando egos más débiles. Alguno habrá. Con esto quiero decir que, clichés aparte, los científicos son personas normales como cualesquiera otras, adornadas por sus mismas virtudes y envilecidas por sus mismos defectos.

Pero la ciencia tiene sus reglas y sus convenciones, y de un debate científico siempre se espera que se mantenga ajeno al trazo grueso, el garrotazo y el exabrupto hoy tan típicos en otros foros de discusión, como la política o el fútbol. En la discusión científica prima el guante de seda; no solo por un elemental respeto a la eminencia del contrario, sino porque, de acuerdo a las normas del juego, uno podría estar finalmente equivocado, al contrario que en la política y en el fútbol. En resumen: si alguien, como un periodista, tratase de arrojar a dos científicos al ring esperando una pelea, lo más probable sería que ni siquiera llegaran a ocuparlo, enredados en el empeño de cederse mutuamente el paso. Y eso, aunque interiormente se estén ciscando en toda la parentela del oponente, como cualquier persona normal.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Ilustración de un asteroide estrellándose contra la Tierra. Imagen de NASA.

Pero siempre hay excepciones. Hoy voy a contar una de ellas que, lamentablemente, deja a una de las partes severamente afeada. El caso al que me refiero es el debate sobre la causa de la extinción de los dinosaurios. O para ser más precisos, la extinción del 75% de la fauna del Cretácico en la transición del Mesozoico al Cenozoico, hace 66 millones de años. Como ayer expliqué, la causa más aceptada por la comunidad científica y más conocida por el público es el impacto de un asteroide o un cometa que abrió un enorme cráter en la península de Yucatán. Pero frente a esta hipótesis, una corriente minoritaria de científicos defiende que la llamada Extinción K-T se debió a una gigantesca y prolongada erupción volcánica en la actual India que creó las formaciones conocidas como Traps del Decán.

Ayer repasé que estas dos teorías nacieron casi de forma simultánea, a finales de la década de 1970, y que se confrontaron por primera vez en un congreso en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. La hipótesis del asteroide era la criatura de los Alvarez, Luis Walter y Walter, padre e hijo, descendientes de un emigrante asturiano a EE. UU. e investigadores de la Universidad de California en Berkeley; mientras que Dewey McLean, de Virginia Tech, llevaba bajo el brazo su teoría del vulcanismo.

De aquella reunión científica comenzó a surgir la hipótesis del asteroide como la vencedora. Pero por desgracia, esta primacía no resultó de un sereno y razonado debate científico, de esos de guante de seda. En la web donde desarrolla su teoría del vulcanismo en el Decán, McLean expone en primera persona cómo transcurrió aquel 19 de mayo de 1981 en la reunión K-TEC II (siglas en inglés de Cambio Medioambiental Cretácico-Terciario II) en Ottawa, así como los acontecimientos posteriores que, dice, casi destruyeron su carrera y su salud.

Luis Alvarez, ganador del Nobel, autor de la teoría de que un gigantesco asteroide se estrelló contra la Tierra hace 65 millones de años provocando una extinción masiva que borró gran parte de la vida terrestre, incluyendo a los dinosaurios, me lanzó enrojecido una mirada asesina a través de las mesas que nos separaban. Él y su equipo del impacto de Berkeley habían abierto la reunión K-TEC II presentando pruebas a favor de su teoría, y ya antes de la primera pausa de café estaba surgiendo el conflicto. La prueba primaria para la teoría del impacto de Alvarez era el enriquecimiento del elemento iridio en los estratos geológicos del límite Cretácico-Terciario (K-T). Algunos objetos extraterrestres son ricos en iridio, y Alvarez alegaba que el iridio en el límite K-T era una prueba del impacto. Yo no estaba de acuerdo. Argumenté que el iridio K-T probablemente se había liberado a la superficie terrestre por el vulcanismo.

McLean pasa después a relatar cómo Alvarez se iba mostrando molesto a medida que él exponía su teoría de que la extinción K-T, así como el iridio, se debían al vulcanismo que originó las Traps del Decán. Según McLean, Alvarez se jugaba mucho con su teoría, ya que la NASA la había escogido como justificación de un programa destinado a vigilar los objetos espaciales, en un momento en que la administración de Ronald Reagan aplicaba drásticos recortes a los presupuestos de la agencia para invertirlos en la defensa espacial, lo que se conoció como Star Wars.

Mientras discutía cómo el vulcanismo en las Traps del Decán probablemente liberó el iridio K-T a la superficie terrestre, Alvarez inclinó su elevada talla sobre la mesa hacia mí, su cara enrojecida y sus ojos como los de una rapaz fijados en su presa –yo. Estaba obviamente molesto con mi atribución del pico del iridio K-T –la base de su teoría del impacto– al vulcanismo en las Traps del Decán.

Dale Russell, el convocante de la reunión K-TEC II, abrió una pausa para café. Los otros 23 participantes se dirigieron hacia la cafetera. Alvarez se dirigió hacia mí.

«Dewey, quiero hablar contigo», dijo Luis Alvarez, dirigiéndome hacia un rincón a través de la amplia sala, lejos de los otros científicos. Nos miramos el uno al otro brevemente.

«¿Planeas oponerte públicamente a nuestro asteroide?», dijo Alvarez.

«Dr. Alvarez, llevo mucho tiempo trabajando en K-T», dije. «Publiqué mi teoría del efecto invernadero dos años antes de que usted publicara su teoría del asteroide».

«Déjame prevenirte», dijo. «Buford Price trató de oponerse a mí, y cuando terminé con él, la comunidad científica ya no presta atención a Buford Price». (Yo nunca había oído hablar de un tal Buford Price antes del comentario de Alvarez).

«Dr. Alvarez, hice el primer trabajo mostrando que el efecto invernadero puede causar extinciones globales», dije. «Hoy nos enfrentamos a un posible efecto invernadero. Tengo la obligación de continuar mi trabajo…»

«Estás avisado», dijo, girándose bruscamente y alejándose, con largas zancadas y sin mirar atrás, hacia donde los otros científicos estaban tomando café.

McLean prosigue:

Aquella tarde, otro miembro del [equipo del] impacto de Alvarez, Walter Alvarez, hijo del Nobel Luis Alvarez, me dijo, «Dewey, cuéntalos, 24 están con nosotros. Estás solo. Si sigues oponiéndote a nosotros, acabarás siendo el científico más aislado del planeta».

Los Alvarez, estaba claro, tratarían con dureza a cualquiera cuya investigación se interpusiera en el camino de sus objetivos, hasta el punto de intimidarlos hacia el silencio.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

Dewey McLean. Imagen de Virginia Tech.

McLean pasa a narrar cómo Alvarez hizo realidad su amenaza. En otra reunión científica posterior se dedicó a difamarlo ante el resto de sus colegas, como supo el propio afectado de labios de esos mismos científicos. Más tarde, continúa McLean, los efectos de la campaña llegaron al departamento de Ciencias Geológicas de Virginia Tech, donde él trabajaba. El responsable del departamento, un petrólogo llamado David Wones que había apoyado el trabajo de McLean, se volvió en su contra cuando supo que se había ganado la enemistad de un poderoso premio Nobel. Wones pasó de escribir: «Dewey es uno de los pensadores creativos y originales del departamento… Si está en lo cierto en su análisis de las extinciones fósiles, el departamento habrá acogido a una de las principales figuras de nuestro tiempo», a asegurar que McLean no tenía futuro allí y que debería reubicarse a otro lugar. De un amigo de la oficina del decano le llegó el rumor de que alguien podía «resultar despedido» a causa del debate científico K-T, y McLean era el único en el campus que investigaba sobre ello.

Según McLean, el estrés debido al acoso que sufrió comenzó a minar su salud en 1984. «Nunca me he recuperado física ni psicológicamente de aquella dura experiencia», escribe. A medida que la teoría de Alvarez ganaba adeptos, McLean se iba quedando solo, tal como su oponente le había advertido. Entre los causantes de su derrumbe profesional y personal, además de Alvarez, McLean cita a dos prominentes paleobiólogos que apoyaban la hipótesis del asteroide y que fueron los responsables de volver a Wones en su contra: David Raup, y nada menos que Stephen Jay Gould, una de las figuras más importantes de la biología evolutiva del siglo XX por sus teorías científicas y sus libros de divulgación. La prensa compró rápidamente la excitante teoría del impacto, e incluso revistas como Science o Nature se situaron del lado de la hipótesis extraterrestre. McLean ha documentado todo el proceso con escritos y cartas que está reuniendo en un libro sobre la historia del debate K-T.

Siempre que conocemos una versión de una historia, surge la necesidad de escuchar a la parte contraria. Pero en este caso existen suficientes datos de otras fuentes como para prestar credibilidad a la narración de McLean; él y Buford Price no fueron los únicos que sufrieron las consecuencias de oponerse científicamente a Alvarez. El nieto del médico asturiano, originalmente físico teórico, había ganado el Nobel de Física en 1968 por su trabajo en las interacciones de las partículas subatómicas. Pero antes de eso había participado en el Proyecto Manhattan destinado a la fabricación de la bomba atómica y liderado por Julius Robert Oppenheimer. En su libro Lawrence and Oppenheimer, Nuel Pharr Davis escribió cómo Alvarez contribuyó a la caída en desgracia de Oppenheimer:

Uno de los líderes del mundillo atómico dijo que estaba conmocionado por una pista que captó en 1954 sobre la manera en que la furia y la frustración habían afectado a la mente de Alvarez. «Recuerdo una conversación traumática que tuve con Alvarez. Fue antes de las Audiencias (las audiencias de Oppenheimer). Quiero dejar claro que no estoy citando sus palabras sino tratando de reconstruir su razonamiento. Lo que parecía estar contándome era: Oppenheimer y yo a menudo tenemos los mismos datos sobre una cuestión y llegamos a decisiones opuestas –él a una, yo a otra. Oppenheimer tiene una gran inteligencia. No puede estar analizando e interpretando los datos erróneamente. Yo tengo una gran inteligencia. No puedo estar equivocándome. Así que lo de Oppenheimer debe de ser falta de sinceridad, mala fe –¿quizá traición?»

En otra ocasión, Alvarez envió una carta a Robert Jastrow, que en 1984 dirigía el Instituto Goddard de la NASA y que se estaba significando como oponente a la teoría del asteroide. En su misiva, Alvarez escribía:

Así que Dewey ya es una persona olvidada en este campo, o cuando se le recuerda, es solo para unas buenas risas en el cóctel de clausura de la reunión sin Dewey… Me apena decirte que te veo recorriendo el camino de Dewey McLean.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

Luis Walter Alvarez en 1961. Imagen de Wikipedia.

No faltaron las voces de denuncia contra las actitudes y maniobras de Alvarez. En 1988 el paleobotanista Leo Hickey le definió como «ruin, intolerante, terco, iracundo, viejo bastardo irascible». El propio físico tampoco se molestaba en ocultar su carácter hosco y arrogante. En un artículo sobre el debate K-T publicado en 1988 en The New York Times, Alvarez respondía a las objeciones de los paleontólogos, que criticaban la teoría del impacto alegando que el registro fósil no mostraba una extinción súbita sino gradual. Y lo hacía así: «No me gusta hablar mal de los paleontólogos, pero realmente no son muy buenos científicos. Son más bien como coleccionistas de sellos». En sus declaraciones al periodista Malcolm W. Browne, Alvarez tampoco desaprovechaba la ocasión de arremeter contra McLean: «Si el presidente de la Facultad me hubiese preguntado qué pensaba de Dewey McLean, le habría dicho que era un pelele. Pensaba que había sido expulsado del juego y había desaparecido, porque ya nadie le invita a conferencias».

Lo cierto es que Alvarez no es probablemente el único censurable en lo que llegó a llamarse «el tiroteo en la frontera K-T». Como repasaba un artículo sobre el debate publicado en Science el pasado diciembre con ocasión del hallazgo de nuevos datos a favor de la hipótesis del vulcanismo en el Decán, el tono de las críticas y manifestaciones de ambos bandos en disputa a menudo ha cambiado el guante de seda por el garrote. Y lo que es incluso peor: las declaraciones sugieren que los partidarios de cada bando están atrincherados en sus hipótesis respectivas que asumen como verdaderas, y para las que buscan desesperadamente confirmación, no contrastación. Es decir; no cuestionan sus hipótesis en busca de una verdad científica, sino que trabajan en posesión de ella. Y esta no es una buena manera de hacer ciencia.

Dewey McLean se jubiló en 1995. Por su parte, Luis Walter Alvarez falleció en septiembre de 1988 a causa de un cáncer. Nadie ha cuestionado jamás su genio científico. Pero, que yo haya podido encontrar, tampoco nadie ha alabado jamás su calidad humana. Ni siquiera sus partidarios. En el artículo de Science, el geólogo Paul Renne, de la Universidad de California en Berkeley, que defiende la teoría del impacto y ha firmado estudios con Walter Alvarez (hijo), reconocía: «Luis no era una persona amable. Muchos con visiones opuestas resultaron avasallados». Los científicos son personas normales. A veces, por desgracia.

Los dinosaurios, entre la espada (el asteroide) y la pared (los volcanes)

Probablemente la mayoría del público informado sabe que un asteroide (o un cometa) fue el culpable de la extinción de los dinosaurios no aviares –recuerden: las aves también SON dinosaurios–. Y sin embargo, quienes menos convencidos están de ello son precisamente algunos científicos. La hipótesis de un objeto procedente del espacio que abrió el inmenso cráter de Chicxulub, en la península mexicana de Yucatán, es la más aceptada, pero no la única; dejando de lado otras ideas menos plausibles, su rival más pujante es la teoría del cambio climático causado por el vulcanismo.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

Representación artística de la caída del asteroide que pudo causar la Extinción K-T. Imagen de NASA.

De hecho, ambas teorías nacieron casi al mismo tiempo, enfrentándose por primera vez durante un congreso celebrado en Ottawa (Canadá) en mayo de 1981. El equipo de la Universidad de California en Berkeley liderado por Luis Walter Alvarez (de quien ya hablé aquí), nieto de un médico asturiano emigrado a América, presentó allí la llamada hipótesis extraterrestre, publicada el año anterior en la revista Science. Por su parte, el geobiólogo Dewey McLean, del Instituto Politécnico y Universidad Estatal de Virginia (Virginia Tech), había publicado en 1978, también en Science, que la extinción masiva al final del Mesozoico pudo deberse a una catastrófica reacción en cadena biológica originada por un aumento del efecto invernadero, propiciado a su vez por el vertido de enormes cantidades de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera. Curiosamente, ya en 1978 McLean introducía en su estudio una advertencia visionaria: «Estas condiciones podrían duplicarse con la deforestación y la quema de combustibles fósiles causada por el hombre».

En 1979, McLean comenzó a vincular su idea del cambio climático con un episodio de vulcanismo extremo que coincidió con el final del Mesozoico. Hace unos 66 millones de años, en la fecha estimada de la extinción masiva que dio carpetazo a la era de los dinosaurios para abrir el capítulo del Cenozoico, en el centro y oeste de lo que hoy es la India se había desatado una gigantesca inundación ardiente. En menos de un millón de años, un parpadeo en el reloj geológico, la Tierra vomitó lava basáltica como para dejar hasta hoy una extensión de medio millón de kilómetros cuadrados (más o menos el área de España) cubierta con una capa de roca de casi tres kilómetros de espesor. Actualmente esta formación se conoce como Traps del Decán, en la meseta del mismo nombre.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

Representación artística de la Extinción K-T por las Traps del Decán. Imagen de National Science Foundation, Zina Deretsky.

En enero de 1981, McLean presentaba su hipótesis del vulcanismo en el Decán en la reunión anual de la Asociación de EE. UU. para el Avance de la Ciencia, celebrada en Toronto (Canadá). Unos meses más tarde, en Ottawa, McLean y Alvarez confrontaban sus teorías por primera vez, inaugurando uno de los debates más vivos de la historia reciente de la ciencia que aún hoy prosigue (y que entonces no comenzó de modo precisamente amistoso, como contaré otro día).

Hoy la llamada extinción K-T (Cretácico-Terciario) o K-Pg (Cretácico-Paleógeno), que no solo acabó con la mayor parte de los dinosaurios sino con el 75% de las especies del Mesozoico, continúa siendo un activo campo de investigación. Aunque no fue la mayor extinción en masa de la historia del planeta, es quizá la más conocida debido a la popularidad de los dinosaurios, pero también porque impuso un borrón y cuenta nueva en la evolución biológica al que debemos el ascenso posterior de los mamíferos y, por tanto, nuestra existencia. Desde el primer debate de Alvarez y McLean se han aportado nuevos datos, como la asignación del impacto propuesto por el primero al cráter mexicano de Chicxulub, pero también las pruebas que relacionan otras extinciones históricas con la aparición de traps como las de Siberia, que hace unos 250 millones de años pudieron delimitar la transición entre el Paleozoico y el Mesozoico.

Recientemente han aparecido nuevas pruebas que por fin podrían zanjar la larga polémica. El pasado diciembre, un equipo de investigadores de la Universidad de Princeton (EE. UU.) y otras instituciones publicó en la revista Science una nueva datación fina de las Traps del Decán. Los científicos llegaron a determinar que los primeros brotes de lava en la India afloraron hace exactamente 66.288.000 años, y que entre el 80 y el 90% de todo el basalto de aquel evento surgió en los siguientes 750.000 años.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

Las Traps del Decán cerca de la ciudad de Mahabaleshwar (India). Imagen de Mark Richards.

No se puede afinar más. Dado que el famoso asteroide (o cometa) de Chicxulub cayó más tarde, hace 66.040.000 años, y que las primeras extinciones parecen haber comenzado antes del impacto, el estudio de Science parecía inclinar el veredicto hacia el vulcanismo como el principal asesino de los dinosaurios. Entre las firmas del estudio se encuentra la de Gerta Keller, geóloga de la Universidad de Princeton que lleva décadas defendiendo la hipótesis del vulcanismo en el Decán fundada por McLean. Hace unos años, Keller decía a propósito del impacto del asteroide: «Estoy segura de que, al día siguiente, [los dinosaurios] tuvieron un dolor de cabeza». Para la geóloga, «los nuevos resultados refuerzan significativamente el caso del vulcanismo como la causa primaria de la extinción masiva».

Así las cosas, una nueva investigación trata ahora de cerrar el círculo con una cierta voluntad salomónica, atando ambas hipótesis en un lazo. Por situarlo en el contexto de la controversia, este último estudio viene dirigido por el Departamento de Ciencias Planetarias y de la Tierra de la Universidad de California en Berkeley; es decir, el baluarte de Alvarez. De hecho, entre los firmantes se encuentra Walter Alvarez, hijo de Luis Walter Alvarez y coautor junto a su padre de la hipótesis del impacto publicada en Science en 1980.

El nuevo trabajo viene además a responder a una pregunta que durante años ha intrigado a los geólogos: ¿cómo es posible que en la misma época coincidieran una erupción volcánica de consecuencias planetarias y el impacto devastador de un objeto espacial? La respuesta, según el estudio publicado en The Geological Society of America Bulletin, es que ambos sucesos estuvieron ligados: aunque las erupciones en el Decán habían comenzado antes del impacto por el afloramiento de una pluma de magma, la colisión sacudió el manto terrestre superior de tal manera que avivó el vulcanismo en todo el planeta; el 70% del flujo de lava en el Decán, arguyen los autores, fue posterior a la caída del asteroide o cometa.

Según el modelo desarrollado por los autores, el impacto de Chicxulub pudo provocar un seísmo de magnitud 9 o mayor en todo el globo, y hay casos históricos de cómo terremotos tan potentes pueden provocar erupciones volcánicas. La caída del asteroide o cometa, concluyen los científicos, desató episodios de vulcanismo quizá en muchos lugares del planeta; en el Decán, donde estaba aflorando a la superficie una columna de material del manto, el empujón desencadenó una erupción como pocas veces se ha visto en la historia de la Tierra. Los investigadores apoyan sus conclusiones en otras pruebas, como la comprobación de que en las coladas del Decán hay un antes y un después del impacto, tanto en los patrones del flujo como en la composición de la lava.

Según el director del estudio, Mark Richards, «la belleza de esta teoría consiste en que es muy comprobable, porque predice que deberíamos tener el impacto y el comienzo de la extinción, y en los siguientes 100.000 años o así deberíamos tener esas erupciones masivas surgiendo, que es más o menos el tiempo que tardaría el magma en alcanzar la superficie». Así, todos quedarían contentos: los partidarios de la hipótesis extraterrestre, porque el impacto del bólido sería el desencadenante; y los defensores del vulcanismo, porque este fenómeno amplificaría el efecto a escala global. ¿Hora de hacer las paces?

Maravillosa la Neocueva de Altamira, pero…

En esta Semana Santa he visitado por primera vez la Neocueva de Altamira, la réplica de la joya cántabra del Paleolítico que se abrió al público en 2001. Me dice mi madre que de pequeño pisé la original, antes de que se cerrara a los visitantes, pero no guardo recuerdo de aquello; lo más próximo de lo que encuentro material en mi archivo neuronal es el fresco tridimensional del Museo Arqueológico Nacional, adonde llevé a mis hijos tras la reapertura y que ya de por sí obliga a todo forastero a no marcharse de Madrid sin tacharlo de su lista.

Vista parcial del techo policromado. Imagen del Museo de Altamira.

Vista parcial del techo policromado. Imagen del Museo de Altamira.

A la Neocueva le sucede lo que a ciertas películas como Lawrence de Arabia o Grita libertad, por citar dos ejemplos que ahora mismo me cruzan la memoria. Son magníficas obras maestras del cine por sí solas, sin necesidad de recurrir a ningún otro argumento que desborde los cuatro límites de la pantalla; pero el hecho de que además las historias narradas sean verídicas añade una capa más de valor, como aquel personaje de Proust que solo compraba fotografías de pinturas de monumentos para añadir una capa más de arte.

Quiero decir que la Neocueva sería una maravilla por sí misma incluso si no reprodujera a la perfección un escenario real, si tan solo fuera un pastiche concebido por un creador moderno destinado a homenajear a los primeros artistas de nuestra especie cuyos nombres nunca conoceremos. De hecho, la primera asociación de ideas que se me presentó a la mente al girar el cuello hacia el techo rocoso fue, antes que otros ejemplos de arte rupestre, la bóveda de la sala del Palacio de Naciones Unidas en Ginebra que Miquel Barceló pintó y decoró con un encaje multicolor de chupones de piedra. Las cuevas siempre tienen un algo de claustro uterino para mí y supongo que para otros humanos; tal vez por eso nos atraen.

Pero es que la cueva reproduce fielmente una historia real, una que jamás llegaremos a desentrañar y que nos achicharra la cabeza con preguntas sin respuesta: ¿qué tenía de especial aquel lugar? ¿Por qué tantos artistas diferentes durante miles de años dejaron su impronta en el mismo techo? ¿Aquella cueva tenía algún significado ritual o religioso? ¿O era una especie de cine prehistórico, donde las pinturas servían para narrar las hazañas de caza al resto del clan? ¿Acaso es una obra colectiva nacida del impulso de imitación, como el puente de los candados de París o las paredes de la Bodeguita del Medio de La Habana? ¿Quiénes eran los pintores? ¿Los propios cazadores? ¿Protohistoriadores encargados de conservar la memoria de la tribu? ¿Chamanes? ¿Qué significado tenían los símbolos geométricos? ¿Dónde aprendían sus técnicas, o de dónde nacía su inspiración para innovar?

Vista de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Vista de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Además de todo lo referente al modelo original, la Neocueva apabulla por el titánico y minucioso trabajo de reproducción, cuyos autores sí tienen nombres conocidos que debo destacar en mayúsculas y negritas en señal de aplauso y admiración: la pareja formada por PEDRO ALBERTO SAURA RAMOS y MATILDE MÚZQUIZ PÉREZ-SEOANE, ambos de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, ella por desgracia ya fallecida. Y por su dedicación y empeño para que hoy todos podamos disfrutar de esta delicia, debo añadir al director del Museo de Altamira, JOSÉ ANTONIO LASHERAS CORRUCHAGA. Ellos, junto con, imagino, todo un equipo de apoyo, han logrado hacer realidad una soberbia locura. La Neocueva no es una imitación ni un remedo, no es un sucedáneo para conformarnos con la gula del norte mientras intentamos convencernos de que comemos angulas de verdad. La Neocueva es caviar del bueno. Según dicen, es más parecida a la original que la propia original, ajada por el paso del tiempo y por el paso de los visitantes. La Neocueva es lo más parecido a la contemplación de un milagro que podemos comprar por unos cuantos euros.

Altamira en su conjunto es también uno de los ejemplos que mejor encajan en el territorio de las Ciencias Mixtas, el preferido de este blog. Allí se funden la paleoantropología, la arqueología, el arte, la cultura primitiva, la pretecnología, la química, la ingeniería. El descubrimiento de técnicas de impresión con la capacidad de pervivir a través de los siglos, y el hallazgo de enfoques de representación pictórica que después desaparecerían de todo rastro artístico humano hasta el Renacimiento. ¿Cómo demonios inventaron aquellos tipos la pintura tridimensional aprovechando el relieve de la roca? ¿Cómo diablos aprendieron a aerografiar, a representar el movimiento e incluso a escorzar sus figuras?

Plano de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Plano de la Neocueva. Imagen del Museo de Altamira.

Al prodigio se añade el uso de la tecnología actual: al entrar en la Neocueva, nos topamos primero con el campamento paleolítico, un abrigo recreado en roca donde cobra vida una familia de cazadores magdalenienses gracias a una proyección sobre una luna de cristal. Más allá, el pasillo serpea para mostrarnos la excavación arqueológica y el taller del pintor, antes de desembocar en la sobrecogedora gran sala con sus casi 200 metros cuadrados de techo pintado y repintado. Por último, la galería final rescata algunas de las pinturas y grabados hallados fuera de la cavidad principal. Y en cuanto al aspecto más práctico, quien planee visitar la Neocueva en fechas de gran afluencia, como Semana Santa o algún puente, haría bien en comprar las entradas por anticipado para evitar esperas y asegurar la visita, ya que el aforo es limitado. Quien sea más de improvisar, puede comprar las entradas directamente en taquilla. Y los horarios, aquí.

Me habría encantado acompañar este artículo con un vídeo mostrando las maravillas de la Neocueva. Pero tratándose de una visita familiar, no viajé como periodista. Y mi primera crítica al Museo de Altamira es la absurda y anacrónica prohibición al público de tomar fotografías y vídeos en el interior, por lo que me veo ilustrando este post con fotos enlatadas. Dado que la excusa de los flashes ya no es válida, y en tiempos en que llevar un móvil con cámara es obligado incluso para quienes criticamos la alienación de la era digital y jamás nos hemos hecho un selfie, prohibir la toma de imágenes solo se entiende como burda argucia comercial para que compremos postales. Y tratándose de un museo público y, por tanto, de un patrimonio de todos, el veto a las fotos es sencillamente un abuso contractual sin ninguna justificación razonable.

Mi segunda crítica se refiere a un panel en el museo adjunto donde se muestran algunos recortes de prensa. Allí figura de forma prominente un reportaje publicado en El País en el que se defiende que la reciente reapertura de la cueva original no afectará a su conservación. Pero se omiten los muchos otros artículos en los que innumerables expertos han aconsejado mantener la clausura del recinto para asegurar su perpetuidad. Y antes que condicionar la opinión de los visitantes con un ejercicio de propaganda, la dirección del museo debería ayudar a promover el debate sobre una controversia que aún no está zanjada.

Hace un año conté aquí la apertura del facsímil de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes. Los autores de la réplica expresaban que su intención era dejar a los propios visitantes la posibilidad de concienciarse sobre la necesidad de cerrar el sepulcro original para garantizar su preservación. Y a medida que los propios turistas eligieran visitar solo la reproducción, decían, el gobierno egipcio iría ganando argumentos para limitar el acceso a la tumba auténtica sin que la decisión resultara traumática ni el turismo en Luxor se resintiera. ¿No es más honesto este enfoque, al tiempo que más astuto, que tratar de fabricar una verdad silenciando al oponente? ¿Es que esto último ha funcionado a largo plazo alguna vez desde el Paleolítico?

Los españoles, bajitos desde hace ocho mil años

¿Seguimos evolucionando los humanos? Es una interesante pregunta para charlas de café entre biólogos, pero también un activo campo de investigación que nos revela pistas clave sobre nuestro pasado. Y es algo que no se puede responder simplemente con un sí o un no. No cabe ninguna duda de que nuestros genes siguen y seguirán cambiando, mutando y recombinándose; la variación sigue en acción. Pero si orientamos la pregunta hacia el futuro, y dejando de lado esas fantasías que suelen pintar a nuestros lejanos tatara-descendientes como cabezones calvos con miembros muy finos –¿la imagen arquetípica de los alienígenas?–, la intuición y la lógica nos sugieren que en gran medida ya no seremos objeto de selección natural.

Primero, nuestras poblaciones se mezclan en tal grado que hoy es difícil que una variante genética se fije de manera apreciable en una comunidad. Además, viajamos, nos movemos mucho; cambiamos de ambiente constantemente, por lo que no somos esclavos de un entorno determinado. Y de todos modos, las sociedades desarrolladas viven muy alejadas de la naturaleza o, dicho de otro modo, modificamos la naturaleza en la medida que nos permite nuestra tecnología para que no nos imponga condicionamientos de vida o muerte. Y por último, tratamos –al menos en teoría– de que nuestra sociedad no se base en la supervivencia del más apto: tenemos medicamentos, cirugía, prótesis y sistemas de ayudas sociales para que los más débiles no se queden atrás. En resumen: ni hay una potente señal genética definida que seleccionar, ni dejamos que el entorno actúe para seleccionarla.

Pero en realidad, cuando hablamos de ahora, debemos considerar un ahora en términos evolutivos. Para la evolución, 10.000 años no son nada, y en este caso deberíamos responder que la clave, y por tanto las huellas, sobre nuestra evolución actual están en un período que desde el punto de vista histórico diríamos amplísimo, miles de años, pero que biológicamente es apenas un parpadeo. En realidad, somos una especie tremendamente reciente en este planeta, unos críos evolutivos en comparación con muchos otros habitantes de la roca mojada a los que, sin embargo, hemos superado en el dominio de nuestro entorno, y del suyo.

Desde que es posible secuenciar genomas completos a media escala –dejaremos el epíteto de «gran» para las próximas generaciones de tecnologías de secuenciación–, con cierta rapidez y a costes asequibles, hemos logrado ya leer genomas humanos en cantidades que superan el rango de los 100.000. Con muestras tan amplias, es posible analizar las huellas de la evolución en nuestro genoma. En el último decenio, muchos investigadores han buscado estos signos de selección natural en nuestros genes, y han encontrado el rastro que en el ADN nos han dejado las épocas pasadas en las que aún éramos bastante más vulnerables a nuestro entorno.

Sin embargo, estos estudios tienen una limitación, y es que analizan las pistas en nuestros genomas después de miles de años en los que los humanos hemos pasado por todo ese proceso de revoluciones radicales hasta convertirnos en una especie tecnológica y global. Y esto es como tratar de descubrir las pistas del crimen después de que el señor Lobo haya visitado el escenario.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Recreación artística de cazadores de la Edad de Piedra, por el pintor ruso Viktor Vasnetsov. Imagen de Wikipedia.

Ahora, por primera vez un estudio ha abordado la búsqueda de señales de selección natural en una extensa muestra de 83 genomas humanos europeos antiguos que cubren una buena parte de lo sucedido en los últimos 8.000 años, desde la revolución agrícola del Neolítico. Ahí es donde podemos encontrar las huellas frescas de lo que la selección natural hizo con nuestras variantes genéticas en tiempos en que aún no disponíamos de inyecciones de insulina ni de aviones en los que marcharnos a vivir a Australia. Según escriben los investigadores, «el ADN antiguo hace posible examinar poblaciones como eran antes, durante y después de los eventos de adaptación, y así revelar el tempo y el modo de selección».

En el estudio han participado investigadores de tres continentes, incluyendo al arqueólogo Manuel Rojo Guerra de la Universidad de Valladolid y al experto en ADN antiguo Carles Lalueza Fox, director del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC y la Universitat Pompeu Fabra, bajo la dirección de Iain Mathieson y David Reich, del Departamento de Genética de la Facultad de Medicina de Harvard (EE. UU.).

Los científicos parten de los recientes hallazgos que sitúan el origen de la población europea actual en tres grupos ancestrales: los pastores yamnaya que llegaron desde Siberia; los primeros agricultores europeos, de tez clara y pelo y ojos oscuros; y por último, los cazadores-recolectores indígenas del oeste de Europa, de piel morena y ojos azules. Los insólitos rasgos de este último grupo fueron conocidos cuando el grupo de Lalueza secuenció el primer genoma humano del Mesolítico, de un individuo de hace 7.000 años encontrado en el yacimiento leonés de La Braña. Aquel cazador-recolector ibérico llevaba las variantes africanas de los genes de pigmentación de la piel, pero también las responsables de los ojos azules en los europeos actuales.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

Reconstrucción del individuo de La Braña (León), un cazador-recolector alto, de piel morena y ojos azules. Imagen del CSIC.

El individuo de La Braña es uno de los analizados en el estudio, junto con decenas de otros que cubren las tres poblaciones entre unos 8.000 y unos 4.000 años atrás, a los que se han añadido como comparación los genomas de poblaciones europeas actuales. Con todo este conjunto de datos y analizando más de 300.000 posiciones del genoma, los científicos han logrado identificar cinco lugares en el ADN que revelan la acción de la selección natural, y que son responsables de rasgos relacionados con la pigmentación y la dieta.

Una de las principales conclusiones del estudio, y tal vez la más curiosa, es que los genomas revelan una clara señal de selección natural a favor de la baja estatura que se impuso en la población ibérica con la llegada de la agricultura, hace unos 8.000 años. «Tanto las muestras ibéricas del Neolítico Temprano como del Neolítico Medio presentan evidencias de selección de una estatura reducida», escriben los científicos. «Así pues, el gradiente [diferencia] selectivo de estatura en Europa ha existido durante los últimos 8.000 años. Este gradiente fue establecido en el Neolítico Temprano, aumentó hacia el Neolítico Medio y disminuyó en algún punto posterior». Por el contrario, los investigadores no han encontrado señales de selección natural a favor de una mayor estatura en las poblaciones nórdicas, aunque sí en los yamnaya siberianos. Según los datos de los genomas actuales, hoy nuestra estatura continúa ligeramente por debajo de la media en Europa central, pero muy lejos del abismo entre ambos grupos que existía en el Neolítico Temprano y sobre todo en el Medio.

En resumen, los pobladores ibéricos ancestrales, como el individuo de La Braña, eran altos y atezados; con el Neolítico y la agricultura, se impuso un patrón de bajitos de piel clara –hasta hoy, algo más morena que en los nórdicos– que era evolutivamente favorable. En otras palabras: el tópico del español bajito como físicamente disminuido frente a las soberbias estaturas de los europeos del norte y del este cambia completamente de sentido. Por alguna razón, desde el comienzo del Neolítico la baja estatura fue una adaptación favorable para los ibéricos, un rasgo físico que les preparaba mejor para la supervivencia en su entorno concreto, mientras que los nórdicos eran altos por defecto. ¿Por qué fue así? Tardaremos unos meses en conocer las hipótesis de los investigadores; el estudio, aún sin publicar, se encuentra disponible en la web de prepublicaciones bioRxiv.org. Según me han informado Mathieson y Reich, actualmente está sometido a revisión en una revista, y hasta su publicación oficial no están autorizados a comentarlo.

El de la estatura no es el único rasgo en el que los investigadores han comprobado la acción de la selección natural o la ausencia de ella. Contrariamente a lo que esperaban, no detectaron selección en caracteres inmunológicos; según la teoría, la llegada de la agricultura propició el sedentarismo y el crecimiento de comunidades humanas más densas, lo que habría impuesto la necesidad de fortalecer el sistema inmunitario para hacer frente a las enfermedades transmisibles. Sin embargo, los científicos no han encontrado ninguna huella de este reforzamiento inmunológico en los genomas antiguos.

Por otra parte, los resultados revelan nuevas pistas sobre la conservación de la lactasa, la enzima capaz de degradar la lactosa que nos permite alimentarnos de la leche y que originalmente se perdía en los humanos después del destete. El estudio confirma trabajos previos según los cuales la persistencia de esta enzima en los adultos es de aparición tardía; surge en Europa central solo hace unos 4.300 años, y esto a pesar de que poblaciones ancestrales como los yamnaya siberianos se dedicaban al pastoreo, lo que sugiere que no aprovechaban la leche como recurso alimenticio.

No es dinosaurio todo el que viaja en el Dino Tren

Hoy voy a meter los pies en el tiesto de mi compañera y amiga Madre Reciente, porque llevo tiempo queriendo escribir un comentario sobre El Dino Tren. Para quien aún no haya retoñado y por tanto no sepa de qué demonios hablo, explicaré que Dinosaur Train, su título original, es una serie de dibujos animados creada por Craig Bartlett para la PBS, el canal público de EE. UU., y que en España sale en Clan, la rama para peques de la pública que todos pagamos y todos podemos ver sin volver a pagarla por otro lado (este comentario tiene intención, pero lo dejo ahí).

El caso es que El Dino Tren se une a otras series de animación que tratan de estimular en los niños la curiosidad por la ciencia, entre las que se incluyen Phineas & Ferb, Ray Cósmico Quantum, Planeta Sheen o Jimmy Neutron, e incluso, por improbable que parezca, Las Tortugas Ninja, Los Pingüinos de Madagascar o La invasión del plancton; estas tres últimas incluyen personajes que asumen el papel del científico del grupo y que destacan del resto por su inteligencia sin resultar imbéciles, perversos, megalómanos ni frikis. Con la última de las mencionadas, además, los niños aprenden qué es el cambio climático sin cursilerías lacrimógenas (tan abundantes en el tratamiento de este tema), ya que los protagonistas –los buenos— son animalillos marinos que quieren ver el planeta inundado por el deshielo de los polos y así conquistarlo por entero.

En el caso del Dino Tren, los protagonistas son una familia de pteranodones formada por padre, madre y tres crías: Tiny, Shiny y Don. A ellos se une Buddy, un pequeño T-rex cuyo huevo apareció por motivos ignotos (al menos para mí) en el nido de la Señora Pteranodón y que fue adoptado como un hijo más. En cada episodio, Buddy y sus hermanos pteranodones viajan para conocer a una nueva especie del Mesozoico, sobre todo dinosaurios. Lo hacen gracias al Dino Tren, que se desplaza a través de túneles del tiempo entre el Triásico, el Jurásico y el Cretácico (en la versión doblada dicen Cretáceo, también correcto pero que se escucha poco, al menos en España). Una vez que los protagonistas localizan a su objetivo, este les explica quién es, cómo es, cómo vive, qué come y cómo se relaciona con las especies de su hábitat.

La serie destaca por su rigor científico, gracias a la asesoría del paleontólogo y divulgador canadiense Scott Sampson, actualmente en el Museo de Ciencia y Naturaleza de Denver. Un acierto de sus guiones es la afición de Buddy por la palabra «hipótesis», que en la serie se explica de forma sencilla como «una idea que puedes probar». Cuando el pequeño T-rex conoce a cada uno de sus nuevos amigos, suele decir: «Tengo una hipótesis», y de esta manera propone una teoría para explicar funcionalmente alguno de los rasgos de la nueva especie que él y sus hermanos acaban de descubrir. Es una fantástica manera de introducir a los niños en el método científico y de que entiendan cómo pueden inferirse comportamientos o capacidades de animales extinguidos hace millones de años.

Un detalle curioso es que el revisor del Dino Tren, que actúa como maestro de ceremonias, es un troodón. El hecho de que este terópodo sea el sabelotodo de la serie es un claro guiño a la hipótesis, como le gusta a Buddy, de que esta especie era tal vez una de las más encefalizadas entre todos los dinosaurios; es decir, con un cerebro de mayor tamaño en relación a su masa corporal. Esto no es prueba concluyente de una mayor inteligencia, pero al menos lo sitúa en un rango próximo al de las aves actuales. Y como ya he contado aquí, algunas aves se cuentan entre los seres más inteligentes conocidos hoy.

Esta característica del troodón, junto con el hecho de que poseía dedos casi oponibles y visión binocular, ha llevado en ocasiones a fantasear sobre cómo esta especie podría haber dado pie a la evolución de seres racionales si no se hubiera producido la extinción masiva que acabó con la mayor parte de las especies de dinosaurios, y si estos hubieran continuado dominando los ecosistemas terrestres. Esta especulación ha sido manejada por la ciencia-ficción, e incluso un paleontólogo, Dale Russell, desarrolló todo un experimento mental sobre el dinosauroide, un ser antropomorfo derivado de la evolución del troodón.

Otro acierto de la serie es concluir cada capítulo con un sketch en el que Scott Sampson, que se presenta como «el doctor Scott, el paleontólogo», resume ante un grupo de niños y niñas lo más llamativo de la especie relevante en cada caso. En alguna ocasión incluso le toca hablar de una especie descubierta por él mismo, como el masiakasaurio. Al final del capítulo, Sampson invita a los niños a salir a la naturaleza y a descubrirla por sí mismos.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

¿Cuántos dinosaurios hay aquí? Respuesta: uno. Imagen de Dinosaur Train, PBS Kids.

No soy de los que opinan que toda actividad de los niños deba cumplir un fin educativo. Soy partidario de que deben tener tiempo incluso para aburrirse, y de que el Tragabolas, la bici, los videojuegos o la televisión, todo cabe en su horario de diversiones si lo administramos bien. Y de que también es importante que dispongan de tiempo no administrado. Pero me gustaría que se produjeran más series como el Dino Tren aplicadas a otros campos de la ciencia, y como comparación no puedo dejar de mencionar el contraste de esta serie y otras que he mencionado arriba con la principal serie de animación española en la parrilla de Clan. ¿Adivinan de qué trata? Eso es. Ni más ni menos que la religión mayoritaria en España: el fútbol.

Termino con un tirón de orejas a los responsables de la traducción española de la sintonía del Dino Tren. En la versión original de la canción que abre cada capítulo, cuando la Señora Pteranodón observa la eclosión del huevo de Buddy y comprueba que no es una cría de su especie, dice: «You may be different, but we’re all creatures. All dinosaurs have different features«, que se traduce como «puede que seas diferente, pero todos somos criaturas; todos los dinosaurios tienen rasgos diferentes». Sin embargo, esta última línea fue traducida al español como «aquí los dinosaurios somos gente tolerante».

Entiendo que es difícil adaptar la métrica en la traducción, pero seguro que podría haberse hecho sin caer en un error de bulto muy extendido que, por supuesto, la versión original no comete: los pteranodones no son dinosaurios. No por nada; el problema, y quizá algún otro padre me socorra en esto, es que resulta muy difícil convencer a los niños de que la tele se equivoca. Cuando trato de explicar a mis hijos que en realidad los pteranodones no son dinosaurios, sino pterosaurios, me miran como si estuviera loco. ¿Cómo diablos voy a saberlo yo mejor que la Señora Pteranodón?

Los humanos arcaicos también inventaban a la vez

No cabe duda de que los humanos somos seres curiosos e innovadores. Ya sea para resolver nuestros problemas o simplemente para pulverizar nuestros límites, desde antiguo existen casos documentados de descubrimientos o invenciones que varias personas han desarrollado de forma simultánea. Isaac Newton y Gottfried Leibniz formularon el cálculo al mismo tiempo, y Charles Darwin y Alfred Russell Wallace hicieron otro tanto con la teoría de la evolución de las especies. Miguel Servet descubrió la circulación de la sangre sin saber que un médico árabe ya la había descrito antes; y después del aragonés, sin conocer su trabajo, el inglés William Harvey hizo lo mismo. Por no hablar de los inventos con varios padres independientes, entre los cuales se encuentran el teléfono, el aeroplano, la bombilla o la fotografía. En la investigación actual, el descubrimiento simultáneo es algo tan frecuente que a menudo las revistas científicas se ven obligadas a coordinar la publicación de hallazgos similares.

Todos estos casos no responden a la casualidad: la ciencia y la innovación avanzan paso a paso, sobre hombros de gigantes, como dice el proverbio. Y cada uno de esos pequeños incrementos solo puede aparecer cuando el conocimiento y la tecnología están maduros para ello. De ahí que la bombilla se inventara hasta 23 veces en tiempos del que ha perdurado como su padre oficial, Thomas Edison. Y sin embargo, en pasmosa contraposición a todo esto, los modelos que describen la prehistoria de la humanidad y de sus ancestros siempre presumen que las innovaciones, como las técnicas de trabajo de la piedra para fabricar herramientas, han aparecido una sola vez en un único lugar concreto y se han extendido gracias a las migraciones de esas comunidades pioneras.

¿Por qué? «Yo creo que la arqueología se ha contagiado de la visión de la evolución biológica. Y cuando vas acumulando datos en el registro arqueológico, son puntos en el mundo y fechas, y para nuestro cerebro lo más fácil es buscar el punto más antiguo como si hubiera sido único, y suponer que hubo una difusión desde ahí». Quien responde es Carolina Mallol, arqueóloga de la Universidad de La Laguna (Tenerife). En menos de una semana, es la tercera vez que reseño aquí el trabajo de Mallol. La primera fue a propósito de la desaparición temprana de los neandertales, y la segunda sobre la coexistencia de esta especie y los sapiens en el valle del Danubio. Pero no es manía acosadora por mi parte (Carolina puede dar fe de que nunca nos hemos visto), sino que es el mérito de su trabajo el que lo reclama.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El descubrimiento del yacimiento de Nor Geghi 1 en julio de 2008. Foto de Daniel S. Adler.

El motivo es que Mallol es especialista en un campo cada vez más demandado en arqueología, el estudio fino del suelo antiguo en el que cayeron los restos arqueológicos o paleontológicos, y que quedó después encerrado en la roca. Este aspecto de los enclaves arqueológicos, que antes se despreciaba, hoy se considera esencial para situar los hallazgos en su contexto, del mismo modo que el envoltorio de un regalo puede revelarnos tanto de una persona como el propio presente que contiene. Y en este nuevo caso, la investigadora ha participado en un estudio que hoy publica la revista Science y que demuestra precisamente lo que abre este texto: los humanos llevamos cientos de miles de años innovando y lo hemos hecho al mismo tiempo en distintos lugares, una vez que nuestro conocimiento ha avanzado lo suficiente para llegar a lo que Mallol define como «el punto de caramelo».

Un equipo internacional de investigadores, liderado por la Universidad de Connecticut (EE. UU.), ha excavado un enclave llamado Nor Geghi 1, en Armenia, al sur del Cáucaso. La situación de esta región la postula como una auténtica autopista para las antiguas migraciones de los homininos desde África hacia Eurasia, pero solo recientemente ha empezado a abrirse a la exploración arqueológica. Los científicos han encontrado allí un verdadero tesoro: un yacimiento de industria paleolítica en el que se demuestra la transición desde una tecnología a otra que hasta ahora se creía inventada solo en África y transportada después con las migraciones a Eurasia.

Hasta hace unos 300.000 años, los ancestros humanos habían aprendido a trabajar la piedra mediante la llamada tecnología achelense, que obtenía herramientas (llamadas bifaces) de los bloques de piedra como un escultor saca su obra de la roca madre, descartando las lascas y aprovechando el núcleo. La transición desde aquel Paleolítico Inferior al Medio vio el nacimiento de una nueva tecnología revolucionaria, un destello de lo que hoy conocemos como pensamiento lateral: en lugar de desechar las lascas, producirlas según un patrón determinado y utilizarlas como herramientas. Esto es lo que se conoce como tecnología Levallois, y hasta ahora se pensaba que algún genio prehistórico individual la inventó en África para después extenderla por el mundo llevándola consigo.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

La evolución tecnológica en el yacimiento armenio de Nor Geghi 1. Arriba, bifaces achelenses. Abajo, núcleos de Levallois. Foto de Daniel S. Adler.

Lo que han descubierto los arqueólogos es que Nor Geghi tuvo su propio genio de cabecera. «Los artefactos forman tres grupos», explica Mallol;»uno de bifaces, otro Levallois, y un tercero que representa un estadio intermedio». «Tenemos una continuidad, una evolución tecnológica in situ. Un grupo humano que innovó a partir del achelense para llegar al Levallois». Las dataciones han situado el momento entre hace 325.000 y 335.000 años, lo que convierte el yacimiento en el Levallois más antiguo de Eurasia. El trabajo de Mallol ha permitido reconstruir el contexto a través del estudio microscópico de los estratos. «Sabemos que formó un suelo estable con cobertura vegetal y poco aporte de sedimentos, que los homininos fueron ocupando a lo largo de varios milenios», relata la arqueóloga. «Esa interpretación casa bien con la cronología de las dataciones, en un período interglacial con condiciones climáticas parecidas a las actuales». La datación se ha podido precisar también gracias a dos coladas de lava de hace 200.000 y 400.000 años que hicieron un sándwich con el nivel estudiado como relleno.

El nuevo estudio obligará a replantear un dogma tácito de la arqueología y la paleoantropología. «Las lascas son más fáciles de transportar y aprovechan mejor la materia prima, por lo que el Levallois era una adaptación favorecida», reflexiona Mallol. «Estos grupos eran versátiles, flexibles, y supieron innovar. La tecnología achelense les llevaba a producir muchísimas lascas, y tal vez de repente pensaron que podían emplearlas». En cuanto a la identidad de aquellos pobladores, la falta de restos humanos impide deducirla. «No podemos saber si era un Homo sapiens arcaico o un heidelbergensis«, apunta Mallol.

Sin embargo, la conclusión presenta un resquicio aún difícil de tapar con las técnicas actuales. Cuando se observa un cambio, es tremendamente complejo establecer si existió un contacto directo, dado que depende de la finura con que la sucesión de capas de roca pueda marcar el paso del tiempo, y de la resolución que puedan aplicar los investigadores al interpretarlo. «No podemos descartar que por allí pasaran muchísimos grupos y que esas ocupaciones se solaparan sin llegar a conocerse», admite Mallol. «Nuestro argumento para descartar esa posibilidad es que en el paleolítico armenio que hoy conocemos no hay grupos de solo Levallois, o solo bifaces, o solo pasos intermedios, que serían evidencias de un territorio ocupado aisladamente por los tres».

«Estamos llegando a una resolución de centímetros que nos permite afinar mucho, pero el gran reto es demostrar el contacto», comenta la investigadora. «Ahora puedes marcar una línea muy clara y decir: aquí hubo 300 años; esta gente no se conoció». El problema aparece con un concepto que la arqueología comparte con el estudio de documentos antiguos: el palimpsesto. Un manuscrito que fue borrado para escribir de nuevo en el mismo soporte es un palimpsesto. En arqueología, se llama así a una mezcla de estratos que dificulta averiguar qué vino antes o después. «En este caso tienes que buscar otro tipo de marcadores, como por ejemplo pátinas diferentes en los artefactos». Para disponer de mejores herramientas a la hora de enfrentarse a los nuevos tesoros que aún deben revelar lugares como Armenia, Mallol trabaja en el desarrollo de nuevos marcadores temporales que le permitan diseccionar los palimpsestos. «Es la clave para no quedarnos anclados en una visión de la arqueología del siglo XIX», concluye.

Neandertales y sapiens, un vals junto al Danubio

Nunca está de más rescatar la vieja frase del escritor y activista Stewart Brand: «science is the only news«; la ciencia es la única noticia o, mejor, la única nueva. La actividad de los investigadores nunca deja de aportar una savia fresca que algunos nos empeñamos en inyectar en las venas de la actualidad informativa, en la esperanza de incitar en algunos la curiosidad por meter las narices en lo que acontece en el laboratorio y en el campo. Pero no siempre tenemos la satisfacción de asistir a algo radicalmente nuevo, un cambio de paradigma. Esto es lo que viene ocurriendo en los últimos años en lo que podríamos denominar el mundo paleo, y los resultados están sacudiendo los cimientos de lo que hasta ahora creíamos saber.

El origen de la revolución está en la novedad del enfoque. Los pioneros de la arqueología o la paleoantropología llegaban a un yacimiento, desenterraban sus piezas con más o menos tiento y se largaban pisando la colilla del puro sobre los restos, por expresarlo gráficamente. Ahora, un enclave que conserva un testimonio del pasado se trata con el mismo cuidado que la escena de un crimen en manos de los CSI, y los científicos que lo analizan ya no se forman en un mismo y único edificio de la universidad. En los equipos hay expertos no solo en artefactos y fósiles, sino también en geografía, geología, clima, edafología, ecología, zoología o botánica. Y en el laboratorio donde estudiarán las piezas encontradas ya no les aguardan solo las tradicionales lupas del arqueólogo, sino también sofisticados microscopios, tomógrafos, escáneres o sincrotrones, cuyos mandos a veces los pilotan ingenieros que jamás oyeron hablar de australopitecos o de bifaces durante todos sus años de carrera.

Todo esto tiene un nombre, en forma de una palabra de 21 letras difícil de pronunciar sin trabarse: interdisciplinariedad. «Se reúnen numerosos especialistas y se hace una aproximación al yacimiento en la que reconstruimos el contexto: paleoambiente, paleoantropología física, tecnología, dieta… Intentamos reconstruir todo lo que podamos», explica a Ciencias Mixtas la investigadora Carolina Mallol, de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Mallol aporta precisamente una pieza clave de ese carácter poliédrico de los estudios paleo: el estudio del suelo antiguo, ese pavimento natural que pisaron los humanos prehistóricos y donde quedaron encerradas innumerables pistas más allá de los grandes tropezones de historia que saltan a la vista de los arqueólogos.

Según conté aquí la semana pasada, Mallol forma parte de un equipo de investigadores que está poniendo patas arriba algunas nociones hasta ahora asumidas sobre los neandertales, esa rama de la familia humana que se separó de la nuestra hace unos 400.000 años. Gracias a ese abordaje interdisciplinar, los estudios de Mallol y sus colaboradores, en consonancia con los de otros expertos internacionales, han demostrado que la extinción de los neandertales fue más temprana de lo sospechado, lo que supone un obstáculo a la idea de que ambas especies llegaron a coexistir.

Sin embargo, y esto es un capítulo que aún no parece zanjado, los estudios genómicos indican que los no africanos llevamos en nuestros genes entre un 1 y un 4% de ADN neandertal. Los científicos que defienden esta conclusión sugieren que este llamado flujo genético (para el cual existen otros muchos términos más populares) acaeció en algún lugar difuso entre Europa del este y Oriente Próximo. Ahora conocemos una zona concreta en la que humanos y neandertales pudieron convivir durante miles de años. Y lo sabemos gracias a un estudio publicado hoy en la revista PNAS y del que Mallol es coautora, junto con un equipo de investigadores de Alemania, Reino Unido, Bélgica y Austria.

La Venus de Willendorf, hallada en 1908 en Austria. Foto de Matthias Kabel / Wikipedia.

La Venus de Willendorf, hallada en 1908 en Austria. Foto de Matthias Kabel / Wikipedia.

El enfoque interdisciplinar permite volver a examinar yacimientos ya conocidos y de los que en su día se extrajo un rendimiento valioso, pero que aún guardaban muchos secretos ahora accesibles con las nuevas técnicas. En 1908, una excavación en Austria sacó de la tierra una figurita femenina que desde entonces se ha conocido como la Venus de Willendorf, por la población en la que se halla el enclave. El equipo internacional del que forma parte Mallol ha emprendido un nuevo análisis del yacimiento, y el resultado es que Willendorf albergó la comunidad de humanos modernos más antigua de la que se tiene noticia en Europa, hace 43.500 años.

La conclusión es fruto de ese riguroso estudio interdisciplinar: «Para la mayoría de yacimientos de esta época conflictiva de transición entre neandertales y sapiens, lo que solía hacerse antes era establecer las condiciones del clima de la época con datos externos al yacimiento, como por ejemplo registros de Groenlandia», detalla Mallol. «Lo que hemos hecho nosotros es generar datos directos del clima a partir de los moluscos y del sedimento del propio yacimiento». Los científicos han podido así establecer que aquellos humanos, cuyos artefactos de piedra se han datado con precisión en 43.500 años, habitaban en un lugar frío y estepario, con alguna vegetación similar a la que hoy puede encontrarse en Escandinavia.

«Los resultados de la datación son muy importantes, porque atrasan la primera presencia de la tecnología auriñaciense, ligada al Homo sapiens«, destaca Mallol. Y como conclusión, las fechas indican que sapiens y neandertales pudieron coexistir en aquella región durante miles de años. Sin embargo, lamenta Mallol, aún falta la prueba directa, un contacto físico entre los artefactos de ambas especies: «Hay solapamiento de fechas y sería posible encontrar un contexto de transición, pero aún falta. Incluso en la zona de los Alpes de Suabia [Alemania], donde se han encontrado muchos restos, sigue habiendo una brecha entre ambos».

La investigadora Carolina Mallol en la excavación del yacimiento de Willendorf. Foto de Carolina Mallol.

La investigadora Carolina Mallol en la excavación del yacimiento de Willendorf. Foto de Carolina Mallol.

Con todo, el solapamiento temporal descubierto es muy sugerente, porque deja abierta la puerta a que ese contacto acabe demostrándose, lo que quizá dependa de la revisión de otros yacimientos, «por ejemplo en la zona de Ucrania y los Cárpatos, donde aparentemente hay culturas de transición». En lugares como estos será donde los expertos deberán aplicar la enorme finura de este nuevo estilo de hacer arqueología a lo CSI. «Hay que tener en cuenta que esos contactos tienen que darse en un espesor de sedimento muy fino, de unos diez centímetros, a una escala muy pequeña que hay que estudiar microscópicamente».

Tomados en conjunto, los resultados de los últimos estudios definen un panorama que sitúa una posible convivencia entre ambas especies humanas en Europa central. Los sapiens que llegaron a la península ya llevaban esa dosis de genes neandertales, y aquí nunca llegaron a cruzarse (en ninguno de los sentidos posibles) con sus primos. «Eso explica que, cuanto más hacia el oeste de Europa, hay menos evidencia de Homo sapiens sapiens, y en Iberia no hay», señala Mallol. La idea extendida de que la Península Ibérica fue el último refugio de los neandertales antes de su extinción también parece ya insostenible. «La visión va a ir cambiando», apuesta la investigadora.

Pero para que el esquema quede completo, aún faltan algunos cabos por atar. Recientemente, otro equipo de científicos halló en la cueva gibraltareña de Gorham lo que fue descrito como un grabado ejecutado por manos neandertales y datado en 40.000 años, una fecha en claro conflicto con las que defienden Mallol y otros expertos. La investigadora no cree que esta datación vaya a superar un escrutinio más riguroso. «En Gorham también están revisando la cronología. Realmente, allí hay industrias que no encajan ni con un musteriense [neandertales] ni con un auriñaciense [sapiens]». Pero que nadie tema un enfrentamiento cruento entre arqueólogos a golpe de hachas de sílex: «Lo importante es que haya una buena comunicación entre los especialistas», concluye Mallol.

Y, volviendo a la frase de Brand, esto tampoco acaba aquí. Me atrevería a apostar que antes de que termine la semana tendremos más y sorprendentes nuevas del mundo paleo. Como dicen los anglosajones, stay tuned.

¿Y si nunca conocimos a los neandertales?

Resulta difícil imaginar cómo sería hoy este planeta si los neandertales no hubieran desaparecido, si dos especies humanas estuviéramos conviviendo en esta roca mojada. Quizá la mezcla entre ambos linajes habría llegado a difuminar las diferencias hasta hacernos indistinguibles. O quizá, entendiendo cómo viene funcionando el mundo, los neandertales, diferentes en varios aspectos de los humanos modernos, habrían sido estigmatizados, recluidos y sometidos a uno de esos genocidios sistemáticos que tanto nos gustan a los sapiens. Quién sabe. Lo cierto es que los neandertales ya no existen y, aunque parte de su legado genético pervive en nosotros, aún estamos aprendiendo a comprender quiénes eran aquellos tipos bajitos y corpulentos que poblaron Europa y Asia central.

Recreación de una pareja de neandertales en el Museo Neandertal (Alemania). Foto de UNiesert / Frank Vincentz / Wikipedia.

Recreación de una pareja de neandertales en el Museo Neandertal (Alemania). Foto de UNiesert / Frank Vincentz / Wikipedia.

Sabemos que los neandertales fabricaban herramientas y dominaban el fuego, pero tradicionalmente los hemos imaginado como una raza de brutos trogloditas sin el menor atisbo de intelecto, hasta tal punto que su apelativo se utiliza a menudo como insulto. Sin embargo, la revista científica PNAS publicó hace dos semanas el hallazgo de una posible muestra de arte neandertal en la cueva gibraltareña de Gorham, en la forma de un grabado en la roca tallado hace 40.000 años que los medios de comunicación compararon humorísticamente con un hashtag de Twitter. Bromas aparte, lo cierto es que un grabado es mucho más que un grabado: es una prueba de cultura, de abstracción y pensamiento simbólico, lo que podría rehabilitar definitivamente la imagen de los neandertales entre los sapiens. Hoy se extiende la idea de que, como titulaba el director del Proyecto Genoma Neandertal, Svante Paabo, en un artículo publicado el pasado abril en el diario The New York Times, «los neandertales también son gente».

Pero esa gente desapareció, y aún ni siquiera estamos seguros del porqué. Algunos científicos vuelven el dedo acusador hacia nosotros, los sapiens, que por entonces ni siquiera habíamos adquirido esa costumbre del genocidio en masa. Otro de los sospechosos es un cambio climático que trajo el frío, al que los neandertales estaban bien adaptados, pero no así sus fuentes de alimento. Sea como fuere, sabemos que el linaje neandertal en retirada encontró sus últimos refugios en la Península Ibérica, y que dejó de existir hace unos 40.000 años. De esto último estamos seguros. ¿O no?

Excavación en la cueva de El Salt, en Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Excavación en la cueva de El Salt, en Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Para añadir más intriga a la historia de los neandertales, está comenzando a propagarse la noción de que su extinción fue en realidad más temprana de lo que creíamos. Esta teoría es materia de estudio de un equipo de científicos españoles que excava los yacimientos paleolíticos de El Salt y el Abric del Pastor, ambos en Alcoy (Alicante). En la cueva de El Salt, los investigadores, de la Universidad tinerfeña de La Laguna, de la Complutense de Madrid y otras instituciones, han encontrado restos dentales pertenecientes a un joven neandertal que habitó la cueva al final del Paleolítico Medio, hace unos 45.000 años. Conservados en el mismo estrato han aparecido fragmentos de piedra trabajada y huesos de animales. Y sin embargo, en el libro de la vida que forman las capas rocosas, a este bullicioso período le sigue un estrato superior en el que no hay absolutamente nada. Los científicos concluyen así que el individuo hallado representa el punto y final a la ocupación humana de la cueva de El Salt.

En apariencia, el hallazgo podría pasar por uno más entre la veintena de yacimientos neandertales descubiertos en la Península Ibérica. Pero los resultados, publicados en la revista Journal of Human Evolution, cobran una inmensa trascendencia al poner la lupa sobre las fechas y situarlas en contexto. En un segundo estudio que acompaña al anterior, los investigadores de la Laguna Bertila Galván, Cristo M. Hernández, Carolina Mallol y sus colaboradores detallan la cronología del enclave de El Salt y concluyen que la cueva fue vivienda humana entre 60.000 y 45.000 años atrás, hasta que el frío extremo puso fin a la última población neandertal del lugar. «Comenzamos a observar un declive progresivo en la población neandertal hace unos 49.000 años, que coincide con un empeoramiento climático hacia un clima más frío», explica Cristo M. Hernández a Ciencias Mixtas. «Por fin, en el 43.000 desaparece todo rastro de presencia humana. Los compañeros que trabajan con el registro faunístico han descrito la desaparición de otras especies a partir de estas mismas fechas, como la tortuga mediterránea, lo que indica que el impacto climático no solo afectó a las poblaciones humanas».

¿Qué significa esto? Hace dos años, en la revista Quaternary International, los mismos científicos analizaban los datos de todos los yacimientos neandertales ibéricos, llegando a la conclusión de que entre los últimos restos de esta especie y los primeros sapiens había una brecha, un espacio en blanco, y que este patrón sugería una desaparición de los neandertales en una época de clima riguroso, miles de años antes de que los sapiens se extendieran por la península. «Ocurre lo mismo que describimos en El Salt: por encima de las últimas ocupaciones neandertales hay un depósito estéril», señala Hernández. «No hay ningún caso donde tengamos ocupaciones de los primeros humanos modernos directamente encima de las últimas neandertales». No existen, destaca el investigador, restos humanos neandertales datados en la Península Ibérica que sean posteriores a hace 43.000 años.

Una de las piezas dentales halladas en El Salt, Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Una de las piezas dentales halladas en El Salt, Alcoy (Alicante). Foto de Garralda et al., Journal of Human Evolution.

Para Hernández y sus colaboradores, los nuevos hallazgos de El Salt no hacen sino confirmar la hipótesis de que nuestros primos humanos se marcharon antes de lo que creíamos. Pero ¿qué ocurre entonces con casos de fechas más recientes, como el de la cueva de Gorham? «Solo hay algunos yacimientos, como el caso de Gibraltar, que nos dan fechas recientes, pero obtenidas en estratos donde no hay restos humanos y donde la industria es muy poco diagnóstica», valora Hernández. «Lo que tienen datado es el estrato que cubre los grabados, pero ese estrato no tiene restos humanos y no sabemos con exactitud quién es el autor de esas industrias, que tampoco son muy abundantes». Una posibilidad es que los autores del hashtag de Gorham no fueran en realidad neandertales, sino sapiens como nosotros.

La clave de este cambio de interpretación está en la datación de los restos. «Muchos yacimientos que estaban datados con fechas recientes, como Jarama VI [Guadalajara] o Zafarraya [Granada], se han vuelto a datar con las últimas técnicas, que evitan la contaminación de las muestras, y se han atrasado las fechas», apunta el investigador. Y esto no solo ha ocurrido en la Península Ibérica: «Se acaba de publicar un trabajo en Nature que cubre todos los yacimientos europeos y que demuestra una desaparición más antigua de los neandertales». «No somos nosotros únicamente los que planteamos esto, hay otros equipos defendiendo lo mismo. Cada vez hay más grupos que están barajando esta posibilidad», afirma Hernández.

Así, los nuevos datos dibujan una cronología que separa los reinados de neandertales y sapiens en la Península Ibérica: los primeros desaparecieron hace unos 45.000 años, mientras que los segundos no llegaron hasta hace unos 40.000. «Hay un vacío de población hasta que llegan los primeros humanos modernos», resume Hernández. Si, como demuestran las pruebas genéticas, algo de sangre neandertal corre por nuestras venas, estas comunidades mixtas nunca vivieron en la península. Sencillamente, jamás llegamos a conocernos. Pero, si tal es el caso, al menos no fuimos culpables de este genocidio.