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Populismo contra ciencia

Ocurrió durante los picos más puntiagudos de la pandemia que repentinamente surgían expertos debajo de cualquier piedra, en tertulias cuyos mismos integrantes solían decir, no mucho tiempo atrás, que no entendían de ciencia. Con el desastre de la COVID-19 todos los demás asuntos de la actualidad quedaban empequeñecidos. Por lo tanto, y dado que era obligado hablar de cóvid, los tertulianos y comentaristas estaban obligados a opinar, y opinaban; aunque lógicamente no con demasiada fortuna, ya que eran paracaidistas en un campo de batalla que desconocían por completo.

Esto es un síntoma de una tendencia. Sobre todo con la pandemia y el cambio climático, pero no solo, ha ocurrido que políticos, medios y el público en general ya no pueden permanecer ajenos a la ciencia. Ya no puede contemplarse como algo que solo se asoma fuera de las secciones especializadas cuando se descubre la cura del cáncer, cosa que, si nos atenemos a lo que se publica, ocurre casi todas las semanas.

Pero no solo: aunque la pandemia y el cambio climático sean ahora los principales determinantes de esta tendencia, resulta que la ciencia se inmiscuye en asuntos incómodos que muchos preferirían que siguieran siendo territorio exclusivo de las ideologías. Por ejemplo, descubrir que existen bases biológicas para la diversidad de orientaciones e identidades sexuales diferentes es algo que sin duda muchos preferirían que siguiera sin saberse. En realidad, es solo un espejismo creer que todo esto es nuevo. Por escoger un solo caso histórico de la biología, el conocimiento de la evolución de las especies y de la posición que ocupa el ser humano en la naturaleza obligó a una transformación profunda de usos sociales, leyes y políticas.

Sucede con el conocimiento que no tiene vuelta atrás: una vez que se sabe, ya no es posible des-saber. Pero hay otra salida: negar lo que se sabe, ignorarlo. Esta es una reacción muy humana. Al fin y al cabo, es mucho más sencillo y cómodo cerrar los ojos y los oídos al conocimiento, y seguir pensando del mismo modo que antes, que estudiar y comprender algo sobre lo que previamente se sabía poco o nada y obligarse a uno mismo a rendir sus baluartes ideológicos a la evidencia.

Este es posiblemente uno de los motivos por los que la anticiencia es más fuerte precisamente cuando la ciencia también lo es. Los bulos, las noticias falsas y las teorías de la conspiración han vivido su momento más dorado en tiempos de pandemia y cambio climático, y esto también parece una tendencia en alza.

Y dado que la ciencia y la anticiencia están presentes en la vida, en la sociedad y en la política, también forman parte de las campañas políticas. En Italia, la candidata ganadora de las elecciones, Giorgia Meloni, dijo en su mítin de cierre de campaña: «Ya no doblegaremos nuestras libertades fundamentales a estos aprendices de brujo», refiriéndose a los médicos y los científicos. Durante la campaña se ha manifestado en contra de las vacunas —dice no ser antivacunas, pero que la ciencia ahora tiene «las ideas poco claras» (¡¿?!); el clásico «no soy yo, son ellos»— y no ha ocultado su postura contraria a la ciencia, que ha llevado a un grupo de médicos a lanzar la campaña #votaconScienza, según contaba Vanity Fair. Ahora, la ciencia italiana va a enfrentarse a un panorama complicado, como ya ocurrió en EEUU con Donald Trump.

Giorgia Meloni en 2014. Imagen de Jose Antonio / DoppioM / Wikipedia.

Dicen que los populismos políticos triunfan porque apuntan directamente a las tripas, circunvalando los rincones de pensar. Y que este alimento triunfa sobre todo en tiempos de crisis e incertidumbres como los que vivimos. Entre otros muchos argumentos, no cabe duda de que Meloni ha explotado la fatiga pandémica, como antes han hecho también otros líderes políticos con notable éxito. Cuando las tripas suenan, es difícil acallarlas.

Sería muy discutible si la llamada política tradicional se dirige realmente a la razón y no al corazón. Pero sí es así en el caso de la ciencia. Y cuando la ciencia descubre algo, solo hay dos opciones. La racional, acatarlo y aceptarlo, no es la más sencilla, porque puede obligar a un cambio de ideas que no es cómodo. Es más conveniente la emocional, agarrarse a las ideas e ignorarlo.

Por ejemplo. Muchas personas han creído que las orientaciones e identidades sexuales minoritarias, las que se apartan de la norma, son una construcción psicológica y social que ha prosperado en un clima popular favorable. Pero cuando en las últimas décadas la ciencia ha descubierto que es un fenómeno real con una base biológica sustanciada, seguir hablando de «ideología de género» tiene tanto sentido como hablar de ideología de la evolución o de ideología del heliocentrismo. Es un hecho, no una ideología. Defender un hecho no es una ideología; lo que es una ideología es negarlo, una ideología antigénero.

Recientemente el especialista en asuntos religiosos de la Universidad de Pensilvania Donovan Schaefer escribía un artículo en The Conversation en el que resumía la tesis de su último libro, Wild Experiment: Feeling Science and Secularism after Darwin. Las investigaciones de Schaefer estudian cómo las emociones dirigen la experiencia humana, incluyendo las creencias. Es evidente que las personas pertenecientes a los sectores del populismo ultraconservador se guían por creencias, y ellos mismos lo reconocen; las ideas que Meloni defiende se basan en un credo religioso. La validez de estas opiniones podrá ser discutible para otras personas —por ejemplo, cuando atentan contra derechos fundamentales—, pero deja de serlo por completo cuando niegan la realidad.

Según Schaefer, esas mismas emociones asociadas a las creencias religiosas son también las que motivan la creencia en teorías de la conspiración; no importa tanto la cantidad o calidad de la información que circula (veraz o falaz), sino entender los sentimientos que hacen las conspiranoias tan atractivas para muchas personas. Los seguidores de estos bulos, dice Schaefer, quieren creer, como Fox Mulder en Expediente X.

Schaefer repasa cuáles son estos sentimientos en las personas adeptas a las conspiranoias: se sienten más inteligentes que los demás, más críticos, con una capacidad de juicio de la que los otros, a los que ven como borregos de un rebaño, carecen. Si el 99% de los científicos están de acuerdo en algo, los conspiranoicos creerán que los verdaderamente inteligentes, independientes y creíbles son el 1% restante. Son los únicos iluminados que comparten con el conspiranoico una visión del mundo en la que todo está conectado, nada ocurre sin un motivo y las casualidades no existen; una subtrama oculta de la realidad que es totalmente ilusoria y delirante, completamente inventada, pero donde todas las piezas encajan a la perfección. Y para las personas que abrazan esta mentalidad, descubrir esa ficticia trama es gratificante; es como una inyección de adrenalina que hace del mundo un lugar más excitante.

Schaefer no es el primer experto que destaca el papel de las emociones en el pensamiento conspiranoico, pero es cierto que a menudo otras aproximaciones a este problema olvidan el factor emocional centrándose solo en el intelectual, lo que deja un agujero en torno al cual se dan vueltas y vueltas sin encontrar cómo rellenarlo.

En el fondo, aclara Schaefer, esta emotividad no está solo ligada al pensamiento conspiranoico, sino a todo tipo de pensamientos y mensajes; no somos tan racionales como nos gusta creer. La diferencia, viene a decir, es que otros aceptamos renunciar a esa emoción que produce creerse iluminado, a esa inyección de adrenalina: «Desenmarañar sus creencias [de los conspiranoicos] requiere el paciente trabajo de persuadir a los devotos de que el mundo es un lugar más aburrido, más aleatorio y menos interesante de lo que uno podría haber esperado». Contra las tripas, razón. Contra el populismo, ciencia.

«Emergencia climática», el consenso de 14.000 científicos

El negacionismo del cambio climático, como los demás negacionismos, o casi como cualquier otra cosa, viene en distintos niveles y colores. Desde el de tarjeta oro, el de «vale, pero eso está bien, más calorcito, más tiempo para ir a la playa», que incluye de regalo el «¡pero hombre, si el CO2 es bueno para las plantas!», pasando por el de tarjeta platino, el de «sí, hay un calentamiento, pero es por el ciclo solar o la órbita de la Tierra o nosequé» (la «evolución» del clima, lo llamaba uno en respuesta a un comentario mío en Twitter), hasta el de tarjeta black, el de «¿Calentamiento? ¡Ja! ¿Y Filomena?».

En honor a la verdad y en mi humilde opinión, debo decir que creo que a menudo el cambio climático no se explica lo suficiente. Por curiosidad he hecho alguna búsqueda en Google sobre el cambio climático «explicado de forma sencilla» (un amigo con un alto puesto en un medio nacional me decía recientemente que ahora triunfan los contenidos del tipo «loquesea explicado en dos minutos», y que nadie lee más allá del tercer párrafo), y casi siempre encuentro lo mismo: la explicación del cambio climático se liquida con una sola frase o en cinco segundos, al estilo de «la quema de combustibles fósiles emite CO2 que aumenta el efecto invernadero», y punto. El resto de los párrafos, o de los dos minutos, no se dedica realmente a explicar el cambio climático, sino sus efectos actuales y las predicciones sobre sus consecuencias futuras. Pero en fin, esto será materia de otro día.

El caso es que recientemente se ha puesto en evidencia el negacionismo por parte de ciertos sectores ideológicos que pretenden borrar el término «emergencia climática», porque, al parecer, creen que esto es un invento de ciertos sectores ideológicos contrarios (todo un clásico, proyectar en el otro el defecto propio). Como justificación políticamente presentable (para ocultar, me temo, lo que realmente piensan), alegan que no hay una emergencia como lo que se entiende por una emergencia, algo inminentemente amenazador que exija una acción inmediata. ¿La avería del Apolo 13 no era una emergencia, dado que los astronautas no iban a morir de inmediato, sino que iban a tardar algunos días en consumir el oxígeno y asfixiarse? Era la respiración de entonces la que iba a provocar su muerte en diferido.

Pancarta ante el Parlamento de Alaska. Imagen de Gillfoto / Wikipedia.

Desde 1992 la comunidad científica comenzó a organizarse para llamar la atención del mundo sobre el cambio climático y sus previsibles consecuencias. Después de otras iniciativas previas, en 2020 un grupo de científicos del clima publicó en la revista BioScience un artículo titulado «Aviso de los científicos del mundo sobre una emergencia climática», que fue actualizado después en 2021 y que ha sido ratificado con su firma por más de 14.000 científicos de todo el mundo; nunca un artículo científico recibió una adhesión tan masiva, y nunca ha existido un consenso científico explícitamente ratificado de forma tan abrumadora.

En el artículo los autores presentan un resumen de indicadores de los signos vitales del planeta en relación con el cambio climático, basado en el análisis de 40 años de datos, y escriben: «Los científicos tienen una obligación moral de advertir claramente a la humanidad de cualquier amenaza catastrófica y de decir ‘las cosas como son’. Basándonos en esta obligación y en los indicadores gráficos presentados, declaramos, con más de 11.000 científicos firmantes de todo el mundo [en el momento de la publicación], clara e inequívocamente que el planeta Tierra se enfrenta a una EMERGENCIA CLIMÁTICA» (las mayúsculas son mías).

En la actualización de la declaración en 2021, la que a fecha de hoy han firmado 14.664 científicos, los autores añadían: «Basándonos en las tendencias recientes de los signos vitales planetarios, NOS REAFIRMAMOS EN LA DECLARACIÓN DE EMERGENCIA CLIMÁTICA [otra vez, mayúsculas mías] y llamamos de nuevo a un cambio transformativo, que se necesita ahora más que nunca para proteger la vida en la Tierra y permanecer dentro del máximo número de fronteras planetarias [estas son las líneas rojas que los científicos han marcado] como sea posible. La velocidad del cambio es esencial, y las nuevas políticas climáticas deberían ser parte de los planes de recuperación de la COVID-19. Debemos unirnos ahora como comunidad global con un sentido compartido de urgencia, cooperación y equidad».

Y añaden: «Toda la acción transformadora sobre el clima debería enfocarse en la justicia social para todos priorizando las necesidades humanas básicas y reduciendo las desigualdades. Como prerrequisito para esta acción, la educación sobre el cambio climático debería incluirse en los currículos escolares fundamentales en todo el mundo. Esto resultaría en un mayor reconocimiento de la emergencia climática, empoderando a los alumnos para actuar».

Ahora, las objeciones. Pero no, las objeciones no lo son al sentido de la declaración. No hay ya una sola voz experta reconocida que cuestione de ninguna manera el consenso científico. Recientemente una revisión de miles de estudios científicos publicados revisados por pares cifraba el consenso científico actual sobre el clima en un 99,9%, en comparación con la cifra del 97% aportada anteriormente por otro análisis en 2013. «La cuestión ha quedado sobradamente establecida, y la realidad del cambio climático antropogénico no tiene mayor discusión entre los científicos que la tectónica de placas o la evolución», escriben los autores, para añadir: «No persiste ninguna incertidumbre científica sobre la urgencia y la gravedad de esta tarea». Lo cual se parece bastante a lo que entendemos por una «emergencia».

Las objeciones se refieren, en cambio, a la conveniencia de usar un lenguaje tan contundente, incluso si la realidad a la que se refiere lo es. En The Conversation, los expertos en lingüística Dimitrinka Atanasova y Kjersti Fløttum repasan cómo ha cambiado el lenguaje referente al cambio climático. «Cómo etiquetamos un asunto determina cómo lo afrontamos», escriben. En 2003 el estratega político republicano de EEUU Frank Luntz, entonces negacionista (hoy ya no lo es), convenció al presidente George W. Bush para cambiar la expresión «calentamiento global» por «cambio climático», que sonaba menos amenazadora. Por motivos similares, la comunidad científica, junto con diversos medios de todo el mundo que se han sumado, abandona este término tramposamente aséptico en favor de otro que expresa más fielmente el cariz del problema.

Pero, argumentan los dos lingüistas, el lenguaje fuerte puede tener un efecto opuesto al buscado. Los políticos y los medios pecan en exceso del uso de un lenguaje grandilocuente y efectista; guerras contra la obesidad o la pobreza, crisis de todo tipo. La gente se desensibiliza y cae en la indiferencia y la apatía. «Cuando la gente ve un problema como demasiado grande, puede dejar de creer que hay un modo de solucionarlo».

En cambio, proponen los lingüistas, los medios deberían centrarse en las soluciones, en lo que puede hacerse y en cómo hacerlo con la participación de todos; optimismo y compromiso. Para ello, dicen, debe abordarse un enfoque de periodismo constructivo. Hace unos días mi vecino de blog César-Javier Palacios hablaba de esto mismo en su crónica de un seminario internacional sobre cambio climático y periodismo organizado por el Parlamento Europeo. Huir del periodismo policía, del periodismo que juzga, en favor de otro centrado en las soluciones, en la cooperación y no en la disensión, en el progreso y no en la amenaza.

No creo que nadie pueda cuestionar el valor de esta aportación. Pero el periodismo tampoco puede abdicar de su deber de denuncia. Y cuando existen estamentos en el poder que no solo niegan que el cambio climático —lo crean real o no— sea una emergencia, sino que además envían a sus millones de seguidores y votantes el mensaje de que todo reconocimiento de una emergencia climática es una toma de postura ideológica contraria a la suya, ni el periodismo ni la ciencia deberían permanecer callados. Taparse los ojos ante la desinformación es abandonar un espacio que esta ocupará para continuar subsistiendo.

La ciencia: no es la enfermedad mental, son las armas

El director de la revista Science, una de las dos publicaciones científicas más importantes del mundo y que representa a la American Association for the Advancement of Science (AAAS), la mayor sociedad científica general del planeta, ha publicado un editorial contundente como respuesta a la masacre perpetrada en la escuela primaria de Uvalde, en Texas.

«Sabemos cuál es el problema», titula su artículo Holden Thorp; a la tragedia que todos conocemos se han sumado en los últimos diez días otros dos episodios que aquí han pasado casi inadvertidos, uno en una iglesia taiwanesa de California y otro en un comercio de un barrio negro de Nueva York. Y el problema al que se refiere Thorp no es otro que la libre tenencia de armas en EEUU.

Esto podrá parecer obvio a algunos, ya que los enfoques en nuestro país han estado, en general, equilibradamente centrados en este aspecto. En general, pero no en su totalidad. También aquí hay quienes han comprado el discurso de los sectores más recalcitrantemente conservadores y favorables a las armas en EEUU, que pretende desviar la atención hacia otro problema, el de la salud mental. Y basándose en este discurso, algunos grupos han defendido facilitar el acceso a las armas en España.

Rifles de asalto en una armería en EEUU. Imagen de Michael McConville / Wikipedia.

«Aunque los opositores a un control sensato de las armas —como prevalece en la mayor parte del mundo civilizado— continúan poniendo el foco en las motivaciones de los tiradores o en estados mentales inestable, estas son distracciones cínicas de la única verdad obvia: el hilo conductor en todos los repugnantes tiroteos de masas del país es el acceso absurdamente fácil a las armas», escribe Thorp. El director de Science no duda de que la salud mental sea un elemento involucrado en algunos de estos ataques, pero subraya que centrarse en un factor secundario cuando existe un problema principal es desviar la atención:

«Las tasas de enfermedad mental en EEUU son similares a las de otros países donde los tiroteos de masas raramente ocurren. Es en el acceso a las armas donde está el problema. Alan Leshner, un experto en investigación y políticas sobre salud mental (también antiguo CEO de la AAAS, editora de Science) escribió sobre la falacia de culpar a la enfermedad mental de la violencia armada, a raíz de otro trágico tiroteo en 2019. Entre los argumentos de Leshner se encuentra el dato de que menos de un tercio de las personas que cometen tiroteos de masas tienen una enfermedad mental diagnosticable».

Thorp cita también un análisis de 2017 según el cual las restricciones han demostrado su utilidad: el aumento de las condenas, la prohibición de poseer armas a las personas con antecedentes de violencia doméstica y evitar que se porten armas escondidas han conseguido reducir la violencia armada. «La ciencia es clara: las restricciones funcionan, y es probable que el aumento de las limitaciones salvara miles de vidas», afirma.

Con respecto a la segunda enmienda a la Constitución de EEUU, que consagró el derecho a poseer armas, Thorp alega que «muchas cosas han cambiado desde 1789», y que desde entonces las leyes se han adaptado para suprimir preceptos inaceptables, como la esclavitud, la prohibición del sufragio femenino u otras agresiones a los derechos civiles.

Por último, Thorp no evita mencionar a los principales responsables de la continuidad de esta política anacrónica, y lo hace con duras palabras: estas «matanzas sin sentido», dice, son «cortesía de la Asociación Nacional del Rifle y sus bien financiados lacayos políticos». «La Asociación Nacional del Rifle y sus secuaces deben ser derrotados. Depende de nosotros, porque las víctimas de la violencia armada, trágicamente, no están aquí para protestar por ellas mismas».

Cuando Thorp dice «nosotros», no se refiere a la sociedad en general. La sociedad en general no lee Science. Quienes leen Science son los científicos y otros círculos relacionados con la ciencia, y es a ellos a quienes va dirigido este mensaje. «Los científicos no deben sentarse en la banda y mirar cómo otros pelean por esto», escribe, invitando a los profesionales de la ciencia no solo a movilizarse activamente, sino también a combatir con el arma que mejor dominan, la propia ciencia: investigar para seguir mostrando al mundo y a los legisladores lo que ya muchos estudios previos han revelado, que no es una cuestión de enfermedad mental, sino de armas: «La ciencia puede mostrar que las restricciones a las armas hacen más seguras a las sociedades. La ciencia puede mostrar que la enfermedad mental no es un factor determinante en los tiroteos de masas».

Quizá el editorial de Thorp pueda resultar a algunos muy similar a lo que ha escrito cualquier opinador o comentarista. Pero hay una diferencia esencial, y es que Thorp no es cualquier opinador o comentarista. Y no es cuestión de que sea más inteligente, lúcido o sabio que otros. Precisamente he dedicado aquí algunos artículos (por ejemplo) a contar que la ciencia, a diferencia de casi todo lo demás y a diferencia de lo que creen quienes ignoran qué es la ciencia, no se basa en la voz del experto; no se basa en lo que dice un líder, un gurú o un papa. Lo que diga un individuo concreto no tiene demasiada importancia; lo que importa es la conclusión a la que llega la comunidad científica a través de la acumulación de evidencias nacidas de estudios independientes.

Por lo tanto, lo relevante del caso no es que esto lo diga alguien llamado Holden Thorp, sino que lo dice el director de Science; un cargo que conlleva el privilegio y el deber de saber cuál es el mensaje que transmite el conocimiento actual de la comunidad científica sobre el asunto que se trata en un editorial de la revista. Es la ciencia la que concluye que no es la enfermedad mental, sino las armas. Thorp es solo el portavoz de este conocimiento.

Tal vez haya a quien le llame la atención que los científicos se manifiesten públicamente sobre asuntos con implicaciones políticas. Es fácil comprobar que muchas personas aún tienen en la cabeza esa imagen equivocada del tópico del sabio distraído, una persona enfrascada en sus experimentos y ajena al mundo de los mortales. Esto, si existió alguna vez, hace ya mucho tiempo que dejó de existir. Como también he contado aquí con mayor detalle, la ciencia está inevitablemente ligada a la política, y en tiempos de cambio climático, pandemias y populismos negacionistas de la ciencia, incluso muchas de las principales revistas científicas y médicas han urgido a sus lectores a involucrarse para impedir que las políticas ignoren o contravengan el conocimiento científico (≡ lo que realmente sabemos de cómo funciona la realidad). Con las masacres a tiros, como con tantas otras cosas, hay quienes pretenden imponer ideologías perfectamente opinables. Y contra ideología, ciencia.

La ciencia actual es sostenible y social, y así debería enseñarse en los colegios

Se ha convertido en un meme que ciertos grupos ideológicos ya no solo rechacen, sino que incluso se burlen de todo discurso o iniciativa en torno a la sostenibilidad ecológica y social. Utilizo aquí «meme» en su sentido original, pre-internet; antes de ser una imagen con un texto pretendidamente gracioso, un meme —acuñado en analogía con «gene» por el biólogo Richard Dawkins en 1976— era un comportamiento adoptado por imitación entre personas que comparten una misma cultura.

En este caso, la cultura es una ideología reaccionaria y conservadora que niega y desconoce el impacto de la actividad humana sobre el clima terrestre y el medio ambiente en general. No lo sé, pero quizá el choteo sea algún tipo de mecanismo de defensa para compensar la inferioridad que supone no saber con la sensación de superioridad que proporciona burlarse de ello. Se diría que ocurre algo similar con los antivacunas cuando se mofan de las personas vacunadas que, como ellos, ignoran la ciencia de las vacunas pero la reconocen y la acatan; los antivacunas, que se niegan a acatarla, tratan de ocultar su ignorancia empleando ese recurso al escarnio y el sarcasmo para sentir que pertenecen a un nivel superior.

Sucede que estas posturas son negacionistas de la ciencia, y por lo tanto destructivas del conocimiento y del beneficio que este brinda a la sociedad. Y como no puede ser de otra manera, la ciencia responde contra ellas, lo que implica un posicionamiento político. Lo cual a su vez retroalimenta la actitud anticientífica de esos sectores opuestos, y así la bola de nieve va creciendo.

Un laboratorio escolar en México. Imagen de Presidencia de la República Mexicana / Wikipedia.

La relación entre ciencia y política siempre ha sido complicada y opinable. Históricamente, algunos científicos prominentes han expresado y practicado una filiación política. Otros, probablemente muchos más, se han mantenido al margen. Curiosamente, algunas de las instituciones y publicaciones científicas más antiguas y prestigiosas tuvieron originalmente una orientación más bien conservadora, en tiempos en que la ciencia era una ocupación más propia de las clases acomodadas. Dentro de la comunidad científica hay quienes siempre han defendido la necesidad de una implicación política, y quienes han sostenido lo contrario. Pero en tiempos recientes y debido a varios factores que han intensificado la interdependencia entre los estudios científicos y la práctica política, cada vez es más difícil —y también más objetable— que la ciencia se mantenga al margen de la política.

Un claro detonante de esta inflexión fue el ascenso de Donald Trump al poder. La amenaza de que tomara el mando de la primera potencia científica mundial una persona claramente hostil y contraria a la ciencia provocó un posicionamiento explícito entre investigadores, instituciones y revistas científicas que nunca antes se habían manifestado de forma tan expresa. El posicionamiento no era a favor de un candidato concreto, sino en contra de un candidato concreto. Esta línea continuó después cuando, como estaba previsto, el ya presidente Trump emprendió el desmantelamiento de la ciencia del clima en los organismos federales, además de debilitar de forma general la voz de la ciencia en el panorama político.

El posicionamiento de la ciencia se ha intensificado con acontecimientos recientes, como el Brexit o la pandemia, cuando el mismo Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y otros líderes políticos promovieron desinformaciones contrarias a la ciencia y enormemente perjudiciales en la lucha contra la crisis sanitaria global. La revista Nature nunca se ha mantenido ajena a la política, pero en octubre de 2020 publicaba un editorial titulado «Por qué Nature debe cubrir la política ahora más que nunca», en el que, después de explicar la larga y profunda simbiosis entre política y ciencia, decía: «La pandemia del coronavirus, que se ha llevado hasta ahora un millón de vidas [dato de entonces], ha impulsado la relación entre ciencia y política a la arena pública como nunca antes».

En abril de 2021 la misma revista publicaba otro editorial urgiendo a los científicos a implicarse en política en pro de la salud y el bienestar de la población: «[Los científicos] deben usar esa posición para abogar por políticas que mejoren los determinantes sociales de la salud, como los salarios, la protección del empleo y las oportunidades de educación de alta calidad. De este modo, los científicos deben meterse en política. Eso requerirá, entre otras cosas, que los científicos consideren cómo pueden alcanzar mejor un impacto político y una involucración en las políticas».

En EEUU, Science ha seguido un camino similar. Durante la pandemia han abundado los reportajes y los editoriales firmados por su director, H. Holden Thorp, en contra de las políticas de Trump y de su candidatura a la reelección. Incluso revistas médicas que en sus orígenes nacieron con un espíritu más bien conservador y marcadamente de clase —El British Medical Journal, hoy BMJ, detallaba entre sus misiones mantener «a los facultativos como una clase en ese escalafón de la sociedad al que, por sus consecuciones intelectuales, su carácter moral general y la importancia de los deberes asignados a ellos, tienen el justo derecho a pertenecer»— hoy se pronuncian políticamente sin ambages: «Donald Trump fue un determinante político de la salud que dañó las instituciones científicas», escribía en febrero de 2021 Kamran Abbasi, director del BMJ. The Lancet y su director, Richard Horton, se han manifestado repetidamente en la misma línea.

El último caso ha sido la elección a la presidencia en Francia. «La victoria de Le Pen en las elecciones sería desastrosa para la investigación, para Francia y para Europa», publicaba Nature antes de los comicios. «Marine Le Pen es un ‘peligro terrible’, dicen líderes de la investigación francesa — La comunidad científica llama a los votantes a no apoyar a la candidata del Frente Nacional», contaba Science. Una vez más, los posicionamientos no eran a favor de Macron, sino en contra de Le Pen.

Debe quedar claro que la ciencia no es una patronal ni un sindicato. Por supuesto que la comunidad investigadora defiende sus propios derechos y condiciones, como cualquier otro colectivo. Pero en estos posicionamientos políticos hay mucho más que eso, una toma de conciencia sobre el compromiso de que la investigación científica debe servir a la mejora de la sociedad. Y si en los colegios debe enseñarse la ciencia como es hoy, es necesario actualizar los currículos educativos con perspectivas ecosostenibles, sociales e igualitarias. La ciencia actual no son solo datos, conocimientos y fórmulas. Ya no. No en este mundo.

En un ejemplo muy oportuno, aunque casual y sin ninguna conexión con la actual reforma educativa en España, Nature publica esta semana un editorial titulado «La enseñanza de la química debe cambiar para ayudar al planeta: así es como debe hacerlo — La materia tiene una historia en la industria pesada y los combustibles fósiles, pero los profesores deberían enfocarla hacia la sostenibilidad y la ciencia del clima».

El artículo expone cómo la química ha ayudado al progreso de la sociedad por infinidad de vías, pero al mismo tiempo también ha propulsado la crisis medioambiental en la que estamos inmersos. «Y eso significa que los químicos deben reformar sus métodos de trabajo como una parte de los esfuerzos para solventarla, incluyendo un replanteamiento de cómo se educa a las actuales y futuras generaciones de químicos».

Nature apunta que esta transformación está teniendo lugar en la química profesional: de ser antiguamente una carrera muy orientada hacia los procesos industriales, los plásticos y los combustibles fósiles, hoy está en pleno auge la corriente de la «química verde», nacida en los años 90 y que aprovecha los recursos metodológicos e intelectuales —incluyendo los sistemas de Inteligencia Artificial— para desarrollar compuestos beneficiosos mitigando los efectos nocivos para el medio ambiente y la sociedad a lo largo de todo su ciclo de vida, desde la fabricación a la eliminación.

«Pero para que la investigación progrese más deprisa, se necesita también un reseteado en las aulas, desde la escuela a la universidad», dice el editorial. Muchos cursos universitarios, añade, ya incorporan «la química del cambio climático y los impactos en la salud, el medio ambiente y la sociedad». Pero, prosigue, «en muchos países la sostenibilidad no se trata todavía como un concepto clave o subyacente en los cursos de graduación y de enseñanza secundaria. Es preocupante que en muchas naciones los currículos de química en los colegios sigan siendo similares a los que se enseñaban hace varias décadas».

Nature comenta cómo algunos de esos cambios ya están teniendo lugar. El Imperial College London ha suspendido dos másteres en ingeniería y geociencias del petróleo que llevaban mucho tiempo impartiéndose allí. En EEUU, la American Chemical Society ha activado un programa sobre enseñanza de química sostenible, y en Reino Unido la Royal Society of Chemistry ha recomendado cambios en los currículos escolares para adaptarlos a la educación de una próxima generación de químicos «para un mundo dominado por el cambio climático y la sostenibilidad».

Esto es lo que hay. Así es la ciencia hoy. Para no dispersarnos, no entramos en la perspectiva igualitaria de género y LGBT, que también está muy presente en la ciencia de ahora. Pero cuando esos grupos ideológicos de los que hablábamos al comienzo se mofan de todo ello, tratando de despojar a la enseñanza de la ciencia de los compromisos que la propia ciencia ha decidido adquirir, lo único que demuestran es su completa y brutal ignorancia sobre el pulso, el sentido y el significado de la ciencia actual. Y quien no conoce la ciencia actual no debería de ningún modo tener el menor poder de decisión sobre cómo debe enseñarse actualmente la ciencia.

¿Habrá un nuevo telón de acero en el espacio?

Cuando la guerra entre EEUU y la URSS ya parecía inminente y casi inevitable, tanto que la revista Time ilustraba su portada con los retratos de los líderes de ambas potencias bajo el título «WAR?», los dos gobiernos ordenaron a sus astronautas que se retiraran a sus respectivos habitáculos y cerraran la comunicación entre ambas zonas, creando un telón de acero en el espacio.

Esto no ha ocurrido en la vida real, sino en la película de 1984 2010: Odisea dos (2010: The Year We Make Contact), basada en el libro de Arthur C. Clarke que sucedía a la genial 2001 creada 16 años antes por Clarke y Stanley Kubrick. De hecho, los rostros de los presuntos líderes de EEUU y la URSS que aparecían en la falsa portada de Time eran en realidad los de Clarke y Kubrick. En la ficción, un conflicto no explicado que prometía desembocar en la Tercera Guerra Mundial finalmente se aplacaba gracias a lo que ocurría en el espacio.

Para lo que vengo a contar hoy no sobra insistir en que todo lo demás queda empequeñecido frente a los muertos de la guerra, personas que hace solo unos meses no podían imaginar que todo su mundo se derrumbaría ni que sus vidas iban a acabar tan pronto. Hay una imagen sin fuego, escombros ni cadáveres que personalmente me transmitió la tristeza de la guerra: en los primeros días de la invasión rusa, una caravana interminable de coches abandonaba Kyiv circulando bajo un puente de autopista del que colgaba un cartel anunciando un concierto de Iron Maiden para mayo de este año. Aquel cartel representaba la normalidad, cómo era la vida antes; una normalidad y una vida anterior que los miles de personas que huían de la ciudad en sus coches dejaban atrás.

Pero bien sabemos todos que las repercusiones de la guerra se están dejando notar en infinidad de aspectos más allá de los territorios invadidos por Rusia. El mundo es global, afortunadamente, pero desafortunadamente cuando eso también significa que toda guerra entre potencias ya es, en cierto modo, mundial. La ciencia es más global incluso que el comercio. Y como el comercio, también va a verse afectada de maneras que hoy casi no podemos predecir.

La carrera espacial de los años 50 y 60, que terminó con la llegada de las misiones Apolo a la Luna, dio paso al comienzo de una colaboración muy fructífera entre EEUU y Rusia en el espacio que se ha mantenido hasta hoy. Algunos comentaristas han hablado de que la cooperación espacial comenzó con la caída de la URSS, pero esto no es cierto, sino que empezó mucho antes. En 1975, todavía en plena Guerra Fría, una nave Apolo estadounidense y una Soyuz rusa se anclaban en el espacio, a lo que siguió un apretón de manos entre el astronauta Thomas Stafford y el cosmonauta Alexei Leonov que fue aplaudido en todo el mundo como un signo de paz. Esto fue el arranque de posteriores colaboraciones que se detallan en este artículo publicado en la web de la NASA.

Curiosamente, la cooperación en el espacio fue una isla de concordia durante la Guerra Fría. Los intentos de entendimiento habían comenzado mucho antes, aún en plena carrera espacial. Y aunque entonces no llegaron a cuajar, a partir de 1975 se fundó una alianza en el espacio entre los dos bloques que se ha mantenido a lo largo de décadas, sobreviviendo al eterno tira y afloja de las tensiones entre ambas potencias.

Durante casi medio siglo, astronautas y cosmonautas han trabajado en colaboración en el espacio —junto con los astronautas de muchos otros países— sin importar nacionalidades ni las rivalidades entre sus líderes, y se han forjado grandes amistades. Hasta tal punto se daba por sentado que el espacio era territorio de cooperación que EEUU jubiló sus transbordadores espaciales (los shuttles) sin tener un vehículo de reemplazo y sin que esto importara demasiado, porque ya estaban los Soyuz rusos para llevar a los norteamericanos a la Estación Espacial Internacional (ISS) y traerlos de vuelta.

La Estación Espacial Internacional en noviembre de 2021. Imagen de NASA / Crew-2.

Ahora, por primera vez, todo esto amenaza con romperse, en una época en que la interdependencia de los países en las misiones científicas y civiles en el espacio es mayor que nunca. Y en este terreno, los mayores perjudicados serían otros países distintos al que ha iniciado esta guerra. En la ISS conviven astronautas de EEUU y otros países occidentales y orientales con los cosmonautas rusos, y la propia estación está formada por segmentos cuyo control está repartido entre los bloques: el lado occidental suministra electricidad al ruso, pero este es el responsable de encender periódicamente los propulsores que mantienen la estación en órbita evitando que caiga.

Desde que empezó la guerra de Ucrania el director de la agencia espacial rusa Roscosmos, el político nacionalista Dmitri Rogozin, se ha dedicado a lanzar bravatas amenazando con abandonar a los astronautas estadounidenses en la ISS y a dejar caer la estación sobre los países opuestos a la invasión rusa. Esto último es lo que podría llamarse un asustaviejas, ya que incluso sin propulsión la ISS tardaría meses, quizá más de un año, en caer a la Tierra. Rogozin es el primer director de Roscosmos sin un perfil técnico o científico —su predecesor fue un economista, pero por entonces la agencia estaba en proceso de transformación a corporación estatal—, y al parecer es conocido en los ámbitos políticos por sus bravuconerías cuando era embajador de Rusia ante la OTAN. Durante la guerra ha publicado vídeos que muestran a los operarios tapando las banderas de otros países en un cohete ruso, o simulando un desacoplamiento de la sección rusa de la ISS, y ha mantenido una discusión en tono bastante vergonzoso con el astronauta estadounidense Scott Kelly.

Pero aunque las fanfarronadas de Rogozin hasta ahora no hayan afectado a las operaciones en la ISS, y la agencia oficial TASS haya aclarado que Roscosmos continuará cumpliendo sus compromisos —incluyendo el de traer de vuelta a la Tierra esta semana a un astronauta de la NASA desde la estación—, otros proyectos ya se han visto seriamente afectados.

Europa esperaba lanzar este año su rover Rosalind Franklin con destino a Marte, en la segunda fase de la misión ExoMars largamente esperada, ya que lleva posponiéndose desde 2018. El problema es que ExoMars es una misión ruso-europea que iba a despegar desde el cosmódromo de Baikonur, bajo control ruso en Kazajistán, en un cohete ruso y con un aterrizador ruso. Ahora la colaboración se ha roto, y los responsables europeos de ExoMars deberán encontrar otro sistema de lanzamiento. Esto retrasará la misión al menos otros dos años más, debido a que solo se lanzan misiones a Marte durante la ventana temporal en que los dos planetas se encuentran más próximos.

ExoMars se ha llevado hasta ahora la peor parte, pero hay otras muchas colaboraciones, en marcha o en proyecto, que amenazan con romperse, incluyendo experimentos comunes e instrumentos científicos en la Tierra y en el espacio. En junio del 21 Rusia y China anunciaron una colaboración de cara a la futura construcción de una base lunar, invitando a otros países a sumarse. Tal vez se termine llevando a cabo o tal vez no (ahora hay tantas especulaciones respecto a las bases lunares que es difícil saber si algo de ello saldrá adelante), pero ahora es dudoso que este consorcio pueda ampliarse. Algunos analistas apuntan que probablemente en los próximos años Rusia tenderá a buscar una mayor alianza con China en sus proyectos espaciales. Y es bien sabido que la NASA tampoco colabora con China.

Los grandes avances de la ciencia y tecnología espaciales han sido el fruto de colaboraciones que se han mantenido incluso por encima de los conflictos y los vaivenes políticos en la Tierra. Ahora estamos en riesgo de ver cómo todo esto se rompe. Y si ocurre, si se impone un telón de acero en el espacio que no existía desde el fin de la carrera hacia la Luna, será un paso atrás en todo lo que el ser humano puede llegar a lograr cuando el conocimiento y la concordia se imponen a la barbarie.

Cien segundos para la medianoche, las manecillas que amenazan destrucción

No está en el ánimo de este blog sumarse a las amenazas de apocalipsis que cada vez parecen rodearnos con más intensidad. En realidad, el título de este artículo es una adaptación de ese famoso estribillo de Iron Maiden (para los fanes, vídeo al final de estos párrafos):

Two minutes to midnight

The hands that threaten doom

Naturalmente, cuando Bruce Dickinson y Adrian Smith escribieron este tema, se inspiraron en el Doomsday Clock, el imaginario reloj que los científicos del Bulletin of the Atomic Scientists mantienen desde 1947 y que nos avisa del nivel de riesgo de autodestrucción de la humanidad; a mayor proximidad de la aguja del reloj a la medianoche, más cerca estamos de nuestra propia aniquilación.

En su origen, el Doomsday Clock estaba específicamente dedicado al riesgo de guerra nuclear, que en tiempos de la Guerra Fría parecía la única gran amenaza capaz de provocar un cataclismo global. En septiembre de 1953, las pruebas nucleares de EEUU y la URSS motivaron a los científicos del Bulletin a situar la manecilla a dos minutos de medianoche. En 1984, con la puesta en marcha del programa de misiles de Ronald Reagan –en su día conocido popularmente como Star Wars–. el año en que se publicó la canción, el reloj se situó a tres minutos de la medianoche, la posición más cercana a la destrucción desde 1953.

En los últimos tiempos, los relojeros del Bulletin han incorporado otras amenazas como el cambio climático, el bioterrorismo y las tecnologías de la información con fines bélicos o aplicadas a la desinformación. Y en los años que vivimos, a juicio de ellos, las cosas no pintan bien. Al comenzar este siglo, el reloj estaba a 9 minutos. Desde entonces, no ha hecho más que correr hacia la medianoche: 7 minutos en 2002, 5 minutos en 2007, 6 en 2010 para volver a los 5 en 2012, 3 minutos en 2015, 2 minutos y medio en 2017, y en 2018 alcanzamos los 2 minutos, igualando la marca de 1953.

Ahora estamos aún peor: el pasado jueves, los científicos del Bulletin decidieron acercar el reloj 20 segundos más hacia la medianoche, situándolo a 1 minuto y 40 segundos (100 segundos) de las 12 de la noche. Según este grupo de expertos, la humanidad corre el mayor peligro de autodestrucción desde 1947.

El Doomsday Clock, a 100 segundos de la medianoche. Imagen de Ryanicus Girraficus / Wikipedia.

El Doomsday Clock, a 100 segundos de la medianoche. Imagen de Ryanicus Girraficus / Wikipedia.

«Enfrentados a este panorama de amenaza alarmante y a la nueva voluntad de los líderes políticos de rechazar las negociaciones y a las instituciones que pueden proteger a la civilización a largo plazo, el Panel de Ciencia y Seguridad del Bulletin of the Atomic Scientists hoy mueve el Doomsday Clock 20 segundos más cerca de la medianoche, más cerca del apocalipsis que nunca», han declarado los guardianes del reloj. «Al hacerlo, los miembros del panel están explícitamente advirtiendo a los líderes y ciudadanos de todo el mundo de que la situación internacional de seguridad es ahora más peligrosa de lo que nunca ha sido, incluso en el clímax de la Guerra Fría».

En torno al Doomsday Clock hay cierta polémica. El físico teórico y cosmólogo Lawrence Krauss, que formó parte del Bulletin, ha publicado un comentario en el Wall Street Journal en el que acusa al reloj de ser acientífico, ya que, dice, se trata de un grupo de científicos juzgando sobre política y estrategia militar, en las que no son especialistas. En otras palabras, hay quienes consideran que el reloj no puede tomarse como un verdadero indicador riguroso, a pesar de ser pretendidamente cuantitativo, sino que más bien es el resultado de las impresiones de un comité que se traduce a un valor numérico por arte de magia.

En cualquier caso, quizá la metáfora del reloj no resulte ya tan poderosa como lo era en sus inicios. Y tal vez el ciudadano medio esté ya algo cansado de escuchar mensajes apocalípticos. Pero también hay algo innegable, y es que cerrar los ojos solo hace desaparecer los fantasmas. Que, de todos modos, no existen.

Greta Thunberg es el dedo, pero hay que mirar a la Luna: dos elogios y dos críticas

Como defensor de la ciencia por sí misma y de su valor para la sociedad, y por tanto como persona que apoya y difunde el consenso científico sobre la realidad del cambio climático antropogénico, se supone que aquí debería aclamar y elogiar a la joven activista sueca Greta Thunberg. Se supone, porque si uno atiende a los medios, a la calle y a las redes sociales, parece que solo hay dos equipos a los que apuntarse: el de la preocupación por la crisis climática, pro-Greta, y el del negacionismo de la crisis climática, anti-Greta.

Pues bien, aquí va una tercera opción. Vaya por delante que esto solo trata sobre la labor pública de Greta y lo que representa de cara a la lucha contra el cambio climático.

Greta Thunberg, ayer en Lisboa. Imagen de Manuel de Almeida / EFE.

Greta Thunberg, ayer en Lisboa. Imagen de Manuel de Almeida / EFE.

Hay dos aspectos muy elogiables en el discurso de Greta:

1. Su defensa de la ciencia

Greta Thunberg ha hecho de la frase «Unite Behind the Science» su lema. Una cría de 16 años ha conseguido plantarse en medio de grandes foros, delante de los políticos que rigen los destinos de grandes naciones, y les ha conminado a escuchar a los científicos. ¿De quién más se puede decir esto?

Durante años, décadas o siglos, se nos ha tratado de convencer de que la tecnocracia es contraria a la democracia. Esta idea ha funcionado cuando al mismo tiempo se ha logrado implantar la sospecha de que los técnicos, los científicos, albergan intereses diferentes o discrepantes con los del pueblo, y que por lo tanto este debe defenderse de la intromisión de aquellos en el gobierno de la sociedad. Esto ha sido siempre una gran falacia, pero hoy es una gran falacia insostenible por más tiempo. El cambio climático, uno de los mayores problemas de nuestra era, ha llegado a calar como tal en la sociedad gracias a la voz de la ciencia. Y son también los científicos quienes deben guiar a los políticos hacia las soluciones, estos detrás de aquellos.

2. Su defensa del ser humano

En sus intervenciones, la activista ha destacado su preocupación por el futuro de la humanidad en el contexto del cambio climático. A Greta se la ha llegado a calificar de heroína posmoderna, pero en claros aspectos no lo es. El primero de estos aspectos es ese firme anclaje de su discurso en la realidad científica.

El segundo es su defensa del ser humano. El pensamiento posmoderno está fuertemente enraizado en la misantropía y el desprecio hacia la humanidad, y esto está presente hasta el empacho en buena parte del folclore que rodea a la protesta contra el cambio climático. No parece ser el caso de Greta: ella culpa a las generaciones que la han precedido del deterioro de la salud terrestre (lo cual es innegablemente cierto). Pero su discurso se engarza siempre en torno a la preocupación por el bienestar de las próximas generaciones, y por tanto es una postura claramente humanista: la conservación de la biosfera no es un objetivo superior al bien de la humanidad, sino también necesario para este.

Hasta aquí, los elogios. Ahora, las críticas:

1. No haciendo no se consigue

Es muy cuestionable que el ejemplo de una niña que deja de cumplir con sus obligaciones y responsabilidades para protestar sea el modelo que va a arreglar los problemas acuciantes. Greta saltó a la fama por sus huelgas, que después han arrastrado a miles de escolares en todo el mundo. Sin embargo, y como ya escribí aquí, aunque una gran manifestación consigue el objetivo de la visibilidad, si algo requiere la lucha contra el cambio climático es precisamente mucho trabajo. En el fondo, Greta no ha hecho nada. Y no haciendo nada, ha logrado infinitamente más notoriedad y visibilidad que otras innumerables personas dedicadas en cuerpo y alma a la lucha contra el cambio climático. Lo cual transmite un mensaje equivocado.

Si bien, todo hay que decirlo, quizá esto no sea achacable en exclusiva a Greta, sino sobre todo a quienes han hecho de ella lo que es. Que no, que son sus padres; ellos proponen, pero quien dispone es la sociedad. Y es la sociedad la que está prestando mayor atención a quienes dicen que a quienes hacen.

2. Hay que separar las opciones personales de los hechos científicos

Como cualquier ser humano, famoso o no, Greta es libre de elegir las opciones personales que más le plazcan. El problema (aparte de que exagerar la nota con la coherencia solo pone la alfombra roja a los encontradores de incoherencias, que siempre las hay) surge cuando dichas opciones personales pueden confundirse con los hechos, ya que quien las sostiene dice hablar en nombre de la ciencia. Un ejemplo: si lo que se publica es cierto, Greta es vegana, y tanto ella como muchos de sus seguidores defienden esta opción como solución de peso en la lucha contra el cambio climático.

Ya lo he explicado aquí con más detalle, pero hay que volver sobre ello todas las veces que sea necesario. El dato de que la ganadería produce un 18% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), frente a un 14% del transporte, es falso; apareció en un informe de la ONU cuyos autores rectificaron después para publicar los datos correctos: en emisiones directas, el transporte aporta un 14% y la ganadería un 5%.

Sin embargo, ciertos movimientos ideológicos continúan propagando los datos erróneos, a pesar de que otros estudios tampoco los sostienen. Uno de ellos cifraba en un 2,6% la reducción de emisiones de GEI que se lograría suprimiendo la ganadería en EEUU. Otro trabajo que he mencionado en un reciente reportaje estimaba que cambiar a una dieta vegetal ahorra al año cuatro veces más emisiones que reciclar los residuos, pero solo la mitad que evitar un único vuelo trasatlántico y la tercera parte que prescindir del coche. La agencia medioambiental de EEUU ha estimado las emisiones debidas a la ganadería en torno a un 4%.

En resumen, por supuesto que prescindir de la ganadería y del consumo de carne reduciría las emisiones de GEI, pero los estudios indican que no tanto como a veces se pretende, y que por tanto sería un beneficio, pero no la solución. Si es behind science, lo es siempre, y no solo cuando la ciencia dice lo que a uno le interesa. Quienes aprovechan la lucha contra la crisis climática para promocionar sus ideologías particulares solo están promocionando sus ideologías particulares, no la lucha contra la crisis climática.

Como resumen, el caso de Greta es ejemplo modélico del viejo adagio: cuando un dedo señala a la Luna, el tonto mira el dedo. En favor de la activista hay que decir que ella insiste en que sus manifestaciones no son sus opiniones, sino las conclusiones de los resultados científicos, y por lo tanto no se le puede negar el esfuerzo en intentar que quienes la escuchan miren a la Luna y no al dedo. Pero al mismo tiempo, es un dedo que ha optado voluntariamente por acaparar tal protagonismo que puede llegar a ocultar la visión de la Luna.

¿Flaqueará el nuevo gobierno de coalición en el #StopPseudociencias?

En este blog no existe otra tendencia política que la que corre a favor de la ciencia, y por tanto en contra de las que corren en contra de la ciencia. Pero es un hecho incontestable que en la historia reciente de este país solo ha existido un partido gobernante en el Estado que haya creado un Ministerio de Ciencia, y que además haya resistido la tentación de regalar, como quien reparte corbatas por los servicios prestados, tanto esta responsabilidad como la de Sanidad a los Amadeos de Saboya de turno, aquel rey del que se dice que no entendía nada de nada, ni siquiera el idioma de sus mandados.

Pero ahora las cosas han cambiado. El partido en cuestión ha pactado con otro que no se ha distinguido precisamente por sus posturas procientíficas, y que cae en el típico error histórico de las ideologías que manipulan la ciencia para adaptarla a sus postulados: ciencia es lo que yo digo que lo es, no lo que la –corrupta, viciada, comprada o, simplemente, ideológicamente equivocada– comunidad científica dice que lo es. Lo hizo Hitler con la ciencia de la higiene racial, lo hizo Stalin con la ciencia de la herencia de la vernalización de Lysenko, e incluso lo hizo Franco con la ciencia de la herencia social del nacionalcatolicismo de Vallejo-Nágera.

Basta leer lo que Unidas Podemos (UP) tiene que decir en su programa. Bajo su aparente pronunciamiento a favor de la ciencia frente a las pseudociencias y pseudoterapias, lo que se lee en el fondo no es una defensa de la ciencia, sino un discurso ideológico de opinión. Si son científicos pertenecientes a UP quienes han escrito esos párrafos, se diría que en este caso han dejado las cualidades del pensamiento científico colgadas en la puerta del laboratorio.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, la semana pasada en el Congreso. Imagen de EFE.

En primer lugar, no hay ninguna defensa expresa del conocimiento, que es el objetivo primario y fundamental de la ciencia, sino solo de sus consecuencias prácticas, que en el fondo es lo mismo que defiende la derecha clásica: un concepto mecanicista y utilitario en el cual suele despreciarse la importancia de la investigación básica. De ahí la afirmación de que «las decisiones científicas son algo que incumbe a toda la ciudadanía y que es irresponsable dejarlo únicamente en manos de expertos y políticos». Este es el modélico punto de vista que destruye la ciencia básica: ¿decidiría la ciudadanía que se investigue la materia oscura, la detección de ondas gravitacionales o el bosón de Higgs (para lo cual se construyó la instalación científica más cara de la historia), cuando nada de ello servirá para curar el cáncer o inventar un microondas que enfríe la cerveza en 30 segundos?

UP se permite pontificar que «la ciencia vive hoy bajo una doble amenaza». ¿Cuáles son esas amenazas? ¿Los recortes? ¿Las revistas depredadoras? ¿La resistencia al acceso abierto? ¿Las barreras a la igualdad? ¿La irreproducibilidad de los resultados? ¿Las retractaciones? ¿La indefinición de los modelos estadísticos válidos? ¿La quiebra de paradigmas como el que durante décadas ha definido el modelo de la expansión del universo?

Nada de eso. Para UP, esas amenazas son, primero, «la distancia que la separa de la población es a veces tan grande que busca en otros lugares formas de conocimiento que sean más accesibles y amables, en forma de las pseudociencias y las pseudomedicina».

¿En serio? Frente a esto que no es sino una opinión, aquí va otra igualmente válida: la ciencia está hoy más cerca de la población de lo que jamás lo ha estado. Nunca ha existido tanta disposición y formación en los científicos para comunicar y explicar su trabajo a la población, nunca han existido tantos canales, medios y foros para hacerlo, y nunca ha existido tanta presencia de la ciencia en la sociedad. Todas las encuestas muestran que los sectores de la población que hoy se acercan más a las pseudociencias y las pseudomedicinas no son los más faltos de educación y medios, aquellos que más podrían sentir esa presunta lejanía, sino todo lo contrario: hoy lo pseudo triunfa entre las capas más formadas y acomodadas, aquellas que han recibido una educación ilustrada, pero sobre las cuales esa ilustración ha resbalado.

El discurso de UP vuelve además a caer en otro típico error de libro: la pseudociencia no es una amenaza para la ciencia. Es una amenaza para la sociedad. La ciencia va a seguir existiendo y en perfecto estado de salud, con o sin pseudociencias. Es la gente la que muere por culpa de las pseudociencias, no la ciencia.

Segunda amenaza, según UP: » la conversión de la ciencia en un mercado». Por supuesto que la ciencia es y debe ser un mercado, y este es precisamente uno de los triunfos de la ciencia moderna. En otras épocas, muchos de quienes se dedicaban a ella eran los llamados gentlemen scientists. Cuando la ciencia era algo aún ajeno al mercado, solo la practicaban las personas acaudaladas y ociosas que no estaban obligadas a ganarse la vida colocando ladrillos, y que por tanto podían dedicarse a gastar su fortuna y su tiempo en montarse un laboratorio y experimentar.

Suele considerarse que fue el inglés Robert Hooke, en el siglo XVII, el primer científico profesional. La profesionalización de la ciencia consiguió que hoy cualquiera pueda dedicarse a ella por libre elección sin necesitar otro bagaje que el del talento, sin necesidad de poseer riqueza. La conversión de la ciencia en un mercado es lo que permite que hoy cualquier persona pueda decidir si quiere dedicarse a la ciencia o a la hostelería.

Por supuesto que los fondos públicos deben sostener la ciencia básica, pero esto no deja de ser un mercado: uno en el que los investigadores compiten por los recursos públicos, los cuales se encauzan preferentemente hacia aquellos que hacen mejor ciencia, que hacen un mejor producto. Pero los modelos que han triunfado en el progreso científico actual son aquellos en los que se ha impuesto un sistema mixto público-privado; las instituciones privadas financian toneladas de ciencia básica, e ignorar el ejemplo de la primera potencia científica mundial, Estados Unidos, es simplemente crearse una realidad alternativa en un universo paralelo.

El discurso de UP se vuelve pueril: «Los pacientes no buscan tanto una píldora milagrosa como la atención que muchas veces el médico del Sistema Público Nacional de Salud no puede proporcionarle». Si existe deshumanización por parte de ciertos personajes concretos del sistema sanitario o no, es una cuestión tan de experiencia personal como el famoso «a mí me funciona». Tratar de presentarlo como un problema generalizado y crónico solo evidencia una actitud ideológica de raíz, el recelo y la desconfianza hacia la profesión médica y hacia la ciencia en la que se basa. Pero no parece muy descabellado pensar que, en el fondo, lo que quiere el paciente es curarse. Creer que al paciente no le importa tanto curarse o no, siempre que su terapeuta le dé un abrazo, es también crearse una realidad alternativa, en este caso en un universo paralelo de unicornios y nubes de algodón.

Y luego, sí, está todo ese discurso de la rotunda oposición a las pseudociencias y «al empleo de terapias cuya validez no ha sido testada científicamente». Pero basta ir al terreno práctico para comprobar que los hechos no lo respaldan.

En diciembre de 2018, en una entrevista de Esther Ortega para Redacción Médica, la portavoz de Sanidad de UP en el Congreso, la médica Amparo Botejara, dijo a propósito del plan del anterior gobierno contra las pseudoterapias: «en las pseudociencias, por lo que veo, lo mismo se mete a un señor que le daba lejía a los niños de autismo (el conocido como MMS), que se mete la osteopatía, ¡hombre no! vamos a diferenciar». Pero aunque Botejara no aclara cómo aplicaría ella esa diferencia, parece olvidar que la ciencia actual es clara: la osteopatía es una terapia cuya validez no ha sido testada científicamente.

En la misma entrevista, Botejara negó cualquier relación de UP con el llamado Círculo de Podemos de Terapias Naturales, que rechaza la quimioterapia contra el cáncer. Sin embargo, otras fuentes del partido no negaron esta relación a ConSalud.es, y la despacharon diciendo que «son militantes que los crean espontanéamente y pueden expresarse libremente, faltaría más». ¿Faltaría más también si esos militantes, expresándose libremente, defendieran la violencia contra las mujeres? Porque las pseudoterapias también matan. Y hay quienes consideramos que, si se trata de libre elección, al menos la aplicación de pseudoterapias no curativas y potencialmente dañinas a los niños y niñas, que no las han elegido libremente, faltaría más, debería considerarse punible.

En 2015, Pablo Iglesias y Estefanía Torres, de UP, elevaron una pregunta al Parlamento Europeo pidiendo «el reconocimiento básico de los derechos de la gente electrosensible» y que termine el supuesto boicot de presuntos lobbies para «encontrar una solución a la falta de protección y la vulnerabilidad de los niños a la luz del creciente uso de tecnologías wireless en las escuelas». Con esto, UP parece mostrar su apoyo explícito a la pseudociencia que defiende la existencia en algunas personas de una hipersensibilidad a los campos electromagnéticos, algo que ningún estudio científico ha logrado demostrar.

Esta última pseudociencia también sería la inspiradora de la propuesta de Ahora Madrid, formación participada por UP que gobernó en la capital en la anterior legislatura, referente al soterramiento de cableados para «reducir los campos electromagnéticos», según contó Rocío P. Benavente para Teknautas en El Confidencial.

Durante su mandato en la alcaldía de la capital, Ahora Madrid defendió la propuesta de declarar a Madrid «zona libre de transgénicos». Aparte de que el hecho de declarar a la ciudad de Madrid zona libre de transgénicos tenga aproximadamente el mismo valor que declararla zona libre de tiranosaurios, la ciencia ha mostrado de forma reiterada, miles y miles de estudios después, que los transgénicos no son perjudiciales para la salud humana, para la salud animal ni para el medio ambiente.

Pero incluso dejando de lado los grupos que en internet dicen estar asociados a UP y que dicen defender la homeopatía, la teoría conspiranoica de los chemtrails o el tarot y las cartas astrales, que internet es libre y anónimo –si bien, todo hay que decirlo, al mismo tiempo existe un grupo antimagufos–, basta con entresacar las declaraciones de sus líderes, que no son anónimas. Como ya conté aquí, la lideresa andaluza de UP, Teresa Rodríguez, dijo a la cadena SER en 2016 que las bases militares de EEUU de Rota y Morón provocan cáncer en la población. «Es cierto que no se ha hecho ningún estudio epidemiológico serio, pero en la zona se habla mucho de cómo afecta el cáncer la presencia militar», dijo.

Por su parte, en 2014 el físico Pablo Echenique de UP reconocía a Nuño Domínguez de Materia que «en la izquierda algunas veces la gente se ha vuelto anticientífica», y lo atribuía a que «la gente que no forma parte del sistema científico percibe a la ciencia como parte del sistema, como si fuera la banca»; es decir, motivos ideológicos. Y hacía la pirueta de defender la oposición de UP a los transgénicos al mismo tiempo que decía: «Como científico no estoy en contra de los transgénicos per se«.

Toda esta innegable impregnación de UP por las pseudociencias forma parte de lo que el periodista y escritor mexicano Mauricio-José Schwarz, que se reconoce como de izquierdas, ha llamado «la izquierda feng-shui»; ese sector de izquierdas, de buena posición económica y con educación superior, que de ninguna manera va a permitir que la realidad del conocimiento científico vaya a imponerse por encima de la subjetividad de su ideología.

Por supuesto que UP no es ni mucho menos el único partido en el que existen personajes o colectivos que defienden las pseudociencias; también los hay en el partido que ha promovido el plan para luchar contra ellas, como contó Javier Salas en El País, y no digamos en el resto. Pero lo importante es cómo se resuelve ese debate de posturas de cara a promover políticas. Y ante lo que se avecina, UP deberá decidir si su política, que definen como progresista, defiende el progreso de la ciencia del siglo XXI o el regreso a la superstición del XVII.

Los bebés CRISPR, un año después: confusión, mala ciencia e incoherencia

Nada es ciencia de verdad hasta que sale en los papeles. El experimento de los bebés CRISPR al que ayer me refería, anunciado hace ya casi un año por el investigador chino He Jiankui, no ha salido en los papeles, ni parece que vaya a salir, dado que las revistas científicas rechazan publicarlo por motivos éticos. Quizá por primera vez en la historia de la ciencia moderna, o al menos de la biología, una primicia mundial en un campo científico de gran relevancia (objetivamente es así, con independencia de todo lo demás) no va a publicarse, como si jamás hubiera ocurrido.

El problema es que sí ha ocurrido. El nacimiento de los bebés fue confirmado por las propias autoridades chinas. Y aunque no estemos hablando precisamente de una fuente de transparencia modélica, lo cierto es que nadie con un cierto conocimiento del asunto y de la ciencia implicada duda de que los experimentos de He sean reales, aunque sin una publicación sea imposible valorar hasta qué punto los resultados son tal como los ha contado.

El experto en leyes y ética de la biociencia Henry Greely, al que citaba ayer, escribe en su reciente artículo: «La escasez de las fuentes no significa que las proclamas de He sean falsas. De hecho, sospecho que la mayoría de ellas son ciertas, aunque solo sea porque, si se hubiera inventado los resultados, los habría inventado mejores».

Y por lo tanto, dado que esto realmente sí ha ocurrido, ¿qué es preferible: que todos los detalles, los métodos y los resultados estén a disposición de la comunidad científica para que otros investigadores puedan evaluarlos y criticarlos, o que todo ello quede encerrado para siempre bajo siete llaves?

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA - Iris Tong / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en la Segunda Cumbre Internacional de Edición del Genoma Humano, en noviembre de 2018. Imagen de VOA – Iris Tong / Wikipedia.

Quizá alguien podría pensar que es preferible lo segundo para evitar que otros científicos puedan repetirlo. Pero no, no es así. He no ha descubierto nada nuevo. No ha inventado la poción mágica ni la rueda; simplemente, ha traspasado una barrera que otros muchos investigadores conocedores de las mismas técnicas también podrían traspasar, pero que no lo han hecho por motivos éticos. No es necesario que el trabajo de He se publique para que otros investigadores puedan repetirlo. Y de hecho, en cambio no se suscitaron escándalos ni remotamente similares cuando se publicaron otros estudios cuya información sí podrían emplear otros con fines muy peligrosos: por ejemplo, las secuencias genéticas del virus de la viruela y de la gripe de 1918.

Otra muestra de los curiosos criterios con los que se está manejando el asunto de He la hemos conocido recientemente. El pasado junio, la revista Nature Medicine, que no es cualquier cosa, publicó un estudio en el que dos investigadores afirmaban que la mutación introducida en las niñas podía hacerlas enfermar y morir jóvenes. Los autores se basaban en un banco de datos de ADN de casi medio millón de personas de Reino Unido, en el que habían descubierto menos personas con esta mutación de las que se esperarían por azar.

De inmediato, hubo otros investigadores que repitieron el análisis y no encontraron los mismos resultados. Finalmente los propios autores han retractado su estudio, reconociendo que cometieron un error garrafal: el sistema utilizado para el genotipado en la base de datos produce un número muy elevado de falsos negativos; es decir, gente que tiene la mutación sin que esta aparezca en sus datos de ADN, porque al método utilizado se le ha escapado.

¿Cómo es posible que una revista como Nature Medicine publicara un estudio fallido, con un error que cualquier estudiante de primero de doctorado habría detectado si hubiera tenido acceso a la misma información que tenían los autores y los revisores del trabajo? ¿Es que cualquier estudio que incite a sacar las antorchas y los tridentes contra He va a aceptarse solo por este motivo, aunque sea mala ciencia?

Por supuesto, es importante aclarar que nadie en la comunidad científica ha defendido las posturas de He, porque son indefendibles. Pero frente a lo que parece una mayoría de voces relevantes que han condenado por entero la edición genómica de la línea germinal humana (embriones y células reproductoras), casi podrían contarse con los dedos los científicos que se han atrevido a defender públicamente que el problema del trabajo de He no es lo que ha hecho, sino que lo haya hecho sin las garantías, la supervisión, la aprobación ética y la transparencia que estos experimentos requieren.

La voz más prominente en este sentido ha sido la del genetista de Harvard George Church, uno de los expertos más prestigiosos y respetados en su campo. Casi podría decirse que fue la única voz relevante que después del anuncio de He se alzó defendiendo, no a este investigador ni sus experimentos, pero sí la edición genómica de la línea germinal humana. Y ello a pesar de que en 2017 un informe de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU abría la puerta a estos procedimientos siempre que se apliquen criterios estrictos.

Un último dato sobre la forma tan curiosa, por decirlo de forma neutra, con que la sociedad y los medios han tratado este tema. La semana pasada, todos los medios hacían la ola a un nuevo método desarrollado por David Liu, uno de los creadores de la herramienta de edición genética CRISPR. El prime editing, como ha llamado Liu a su nuevo sistema, es más limpio y preciso que la técnica original de CRISPR y más apto para un gran número de modificaciones genéticas que otras variantes obtenidas anteriormente. Según el propio Liu, podría corregir hasta un 89% de las más de 75.000 variantes genéticas patogénicas conocidas en humanos (el resto afectan a secuencias de ADN demasiado largas para el alcance de este método).

Naturalmente, no hubo medio que no elogiara lo que el trabajo de Liu supone de cara a la posible erradicación futura de muchas enfermedades genéticas de las denominadas raras. Y aunque desde luego la edición genómica en la línea somática (las células digamos normales del cuerpo) alberga también un gran potencial terapéutico para ciertas patologías, lo que ninguno de esos medios aclaraba es que la erradicación de las enfermedades raras por estas técnicas pasa por la edición genómica de la línea germinal.

Por decirlo aún más claro: la erradicación de las enfermedades raras por métodos genéticos como el creado por Liu pasa por hacer lo que He ha hecho, y que una mayoría ha condenado no por cómo lo ha hecho, sino simplemente por haberlo hecho.

En definitiva, parece lógico que He sea tratado como cualquier practicante de cualquier procedimiento clínico que no cuente con los permisos y la aprobación que son necesarios para ejercerlo. Pero cerrar la puerta a la edición genómica de la línea germinal humana es cerrar la puerta al futuro de la prevención de terribles enfermedades genéticas para las que no existe cura ni tratamiento.

Una barrera ética a superar, si es que se quieren aprovechar los inmensos beneficios que estas técnicas pueden aportar, es el hecho de que ninguno de los bebés, ni los de He ni ningún otro, podrá jamás aprobar o rechazar el procedimiento. Y otra barrera ética a superar es que el riesgo cero jamás existirá; no existe en ningún proceso, natural o creado por el ser humano. Si esta «cirugía genética» llega a aplicarse, habrá errores. Para los afectados, esos errores serán trágicos. Pero negar a una inmensa mayoría los beneficios que pueden obtenerse de estas técnicas sería como suprimir el transporte aéreo por el hecho de que algunos aviones se estrellan.

Los bebés CRISPR, un año después: ¿hacemos como si no hubiera ocurrido?

Pronto va a cumplirse un año desde que el investigador chino He Jiankui anunció al mundo el nacimiento de Lulu y Nana, dos bebés que supuestamente llevaban sus genomas modificados para eliminar la versión funcional de un receptor crítico en la infección por VIH. La mutación introducida por el científico en los genes utilizando la herramienta de edición genética CRISPR convertía a las dos niñas en las primeras personas con genomas editados. Y presuntamente, esta manipulación de sus genes debería hacerlas resistentes al virus del sida.

Todo ello, siempre y solo según He. Porque un año después, aún no existe ninguna confirmación de que todo lo anterior haya ocurrido en realidad, y no solo en la imaginación del investigador. Para que lo afirmado por He pueda considerarse real, esos resultados deben aparecer en una publicación científica. Hasta ahora, esto no ha sucedido. Y es posible que nunca suceda.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El investigador chino He Jiankui en su laboratorio. Imagen de The He Lab / Wikipedia.

El motivo es que las revistas científicas se rigen por ciertos estándares éticos que debe respetar todo estudio admisible para publicación. Y en su momento quedó bien claro que los experimentos de He no solo se saltaron el consenso ético internacional con respecto a la manipulación genética en humanos, sino que además se ha acusado al investigador de falsificar los documentos de certificación ética de su proyecto.

De hecho, sabemos que si los resultados de He aún no se han publicado, no es el propio investigador quien lo ha evitado. Según informaciones publicadas el pasado enero por STAT, en noviembre de 2018 He y nueve coautores enviaron a Nature un estudio titulado «Birth of twins after genome editing for HIV resistance», que describía los experimentos clínicos con los embriones llevados a término. El estudio fue rechazado sin pasar revisión por motivos éticos. He y sus colaboradores enviaron además otros dos estudios preclínicos –in vitro y en animales– a Nature y a Science Translational Medicine, que fueron también rechazados.

Más aún: poco antes de su anuncio, He y sus colaboradores publicaron en la revista The CRISPR Journal un artículo de opinión titulado «Draft Ethical Principles for Therapeutic Assisted Reproductive Technologies«, o «Borrador de principios éticos para las tecnologías terapéuticas de reproducción asistida». En cuanto saltó el escándalo, la revista decidió retractar el artículo bajo la justificación de que los experimentos de He «violan las regulaciones locales y las normas bioéticas aceptadas internacionalmente. Este trabajo era directamente relevante a las opiniones expuestas en esta Perspectiva; el hecho de que los autores no hayan desvelado este trabajo clínico influye de forma manifiesta en la consideración editorial del manuscrito».

En otras palabras: el artículo de He fue retractado porque el autor realmente había hecho aquello que en su artículo, previamente aceptado, defendía como admisible.

En resumen, un año después, esta es la situación respecto al trabajo de He, según lo cuenta el experto en ética y leyes de la biociencia de la Universidad de Stanford Henry Greely, en un artículo publicado ahora en la revista Journal of Law and the Biosciences:

No tenemos confirmación de lo que He hizo, de nadie externo al grupo de He y salvo por la breve nota de prensa de Guangdong [la provincia china donde se hizo el trabajo] sobre la investigación, incluyendo si se hizo edición genómica de los bebés o si estos realmente existen. No tenemos un análisis independiente de ADN de los bebés. No tenemos información externa sobre los padres de los que se dice que aceptaron la edición genómica de sus embriones, ni de lo que se les dijo. No tenemos información clara (excepto la de He) sobre el papel que ha desempeñado la Universidad de Ciencia y Tecnología del Sur de Shenzen [la institución de He], o el hospital en cuyo departamento de fertilidad presuntamente se hizo la edición, y cuyo comité ético supuestamente aprobó el experimento.

Y pese a que no tengamos nada de esto, Greely no aboga por que debamos tenerlo. De hecho, escribe respecto a He que «sus colegas deberían rehuirle, las revistas deberían rehusar los estudios donde figure como autor, los organismos financiadores deberían abandonarle. Se le debe incluir en las listas negras, como mínimo para las revistas y financiadores. Y los líderes de la ciencia deben pronunciarse en este sentido, alentando a otros a hacer lo mismo».

De hecho, lo que pide Greely ya está ocurriendo: ninguna revista acepta los trabajos de He, su Universidad le ha expulsado y actualmente el investigador ha desaparecido del mapa, a todos los efectos.

Así pues, ¿caso cerrado? ¿Olvidamos a He, su anuncio y sus supuestos experimentos? ¿Hacemos como que no ha pasado nada y que todo esto nunca ocurrió?

La respuesta, mañana…