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Los precarios son siempre precarios, y los piratas son siempre piratas

Unos días atrás saltó a las redes sociales el comentario de una bloguera y, al parecer, hostelera, que defendía la práctica de los cocineros de incluir en sus equipos aprendices jóvenes sin remuneración; o sea, lo que siempre hemos conocido como precarios, ya que no puede llamarse becario a quien no tiene ninguna beca.

La bloguera en cuestión provocaba además las chuflas de los usuarios al comenzar su artículo aludiendo a lo “guapísimo” que le parece un cocinero concreto. Y en efecto, esto invita a dejar de leer o a no tomarse el resto en serio, como ocurriría con cualquier columna que arrancara refiriéndose al “guapísimo Joe Biden” (de joven lo era) o a la “guapísima Inés Arrimadas” (en cuyo caso, además, al autor le lloverían acusaciones de machismo).

En la opinión que vengo a plantear, vaya por delante un conflicto de intereses, cuyo protagonista es mi paladar. Confieso que la naturaleza no me ha dotado de un paladar exquisito. No soy capaz de apreciar los matices del roble ni aunque me coma el propio roble, ni los aromas del perfume que llevaba el bodeguero cuando embotelló el vino. Y esto, que muchos considerarían una desgracia, en cambio lo contemplo como una suerte, ya que nunca gastaré nada del dinero que a todos nos cuenta tanto conseguir en una cena en un restaurante con estrellas Michelín, porque no sabría apreciarlo; eso que me ahorro. Me gusta comer, pero la gastronomía no me interesa gran cosa.

Pero traigo hoy este asunto por un motivo: de precarios sabemos mucho en el mundo de la ciencia. Esta supuesta polémica sobre los aprendices sin paga, que incluso deberían dejarse abusar por tener la suerte de trabajar a los pies de una divinidad olímpica, es algo que hemos vivido durante décadas en la ciencia, antes de que la cocina adquiriera el estatus de culto posmoderno que hoy tiene para muchos. Y sin pretender desmerecer el trabajo de nadie, que todos son muy dignos, espero que pueda permitirse que algunos valoremos mucho más la ciencia que la cocina, y que por lo tanto no apoyemos en áreas menos importantes lo que no apoyamos en otras más importantes. Al menos de la ciencia puede decirse que está salvando vidas todos los días, y ahora está sacando al mundo de una pandemia. Y lo siento si ofendo a alguien o peco de arrogancia, que sí, que ya lo sé, pero sigue pareciéndome más meritorio y admirable crear una vacuna que salva vidas que cocinar una espuma de nabo.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Marcha por la Ciencia, abril de 2017, en Madrid. Imagen de LLN 1 / Wikipedia.

Lo digo, además, porque sé en carne propia lo que es trabajar sin cobrar, como muchos otros de mi generación: durante tres años, desde 3º hasta 5º de carrera de biología, pasé sucesivamente por la Unidad de Citología e Histología de la Universidad Autónoma de Madrid, el laboratorio de bacterias termófilas del Centro de Biología Molecular, la Unidad de Inmunología del Hospital de la Princesa y el laboratorio de inmunología del Centro de Investigaciones Biológicas. Todo ello sin percibir un duro (por entonces aún había duros).

Sí, lo acepté porque quería aprender, como era habitual entonces. Y por entonces pensaba que era un peaje que los de mi generación debíamos pagar porque así era como se hacían las cosas entonces, pero que aquello debería cambiar tarde o temprano para que pudieran percibir una remuneración también esos insignificantes aprendices de científicos, que luego resultan no ser tan insignificantes cuando comienzan a aportar ideas, y a quienes además se encargan todas esas tareas rutinarias y sucias que otros prefieren evitar aunque cobren por hacerlas.

Incluso cuando ya terminábamos la carrera y teníamos la suerte de echarle el lazo a una beca de verdad, de las de cobrar una cantidad más simbólica que otra cosa, no teníamos ese lujo llamado alta en la Seguridad Social; nos cubría un seguro privado asociado a la beca. Durante los cuatro o cinco años de tesis, no cotizábamos ni un duro.

En el mundo de la ciencia, muchas cosas han cambiado desde entonces. Hoy, al menos teóricamente, los becarios cotizan. Y aunque posiblemente continúe la costumbre de las prácticas sin remuneración para los aún no licenciados, que confieso desconocerlo, el hecho de que aún existan irregularidades no justifica en absoluto que deban seguir existiendo. Es un resto del pasado a abolir. Y quien opine lo contrario se ha saltado una parte fundamental de la historia de la humanidad, esa en la que se impuso, por ejemplo, conceder a los trabajadores uno o dos días de descanso a la semana. Y sí, también entonces se quejaban de que esto ralentizaba la producción y se encarecían los productos. Pero qué se le iba a hacer.

Por no hablar de quien pretende justificar semejantes ignominias con argumentos de tan poca profundidad mental como que acusar a los explotadores de explotadores es algo recurrente y casposo, solo por el hecho de que se haya hablado mucho de ello. Este es uno de los grandes males dialécticos de la era de las redes sociales: si no te gusta una crítica, deja que hablen; una vez que se haya hablado mucho de ello, ya puedes descalificar el debate limitándote a decir que es rancio, recurrente y casposo, sin necesidad de aportar argumentos que apoyen tu (inapoyable) postura.

Y por no hablar tampoco de lo imbécil que resulta que en este nuevo culto posmoderno a la cocina, desde que los cocineros ascendieron a chefs, a los precarios se les haya ascendido también con un título en francés para que puedan exhibirlo a sus amigos y familiares y así presumir de ser stagiers de un chef, mejor si además es guapísimo. ¿Y encima pretenden cobrar por todo esto?

Al menos en la ciencia nadie llama a los precarios y becarios otra cosa que precarios y becarios. Y estos, a su vez, no llaman a sus jefes con otro título ni de otro modo que María, Pedro o Lola, aunque todos ellos tengan al menos el título de doctor. Los llamados stagiers son simplemente precarios. Y ustedes, quienes los explotan, unos piratas esnobs y petulantes, guapísimos o no.

Seis diferencias entre una tesis doctoral y otras cosas que no lo son

Antes me haría un nudo en los intestinos que arrojarme al debate que parece dominar la actualidad estos días. No tengo el menor interés en saltar a ninguna de las dos trincheras desde las que unos a otros se están arrojando volúmenes encuadernados en piel o títulos enmarcados en madera de roble. Además, ni conozco la tesis doctoral del personaje en cuestión, ni pienso conocerla, ni tengo ningún interés en defender a su autor, ni en machacarlo. Pero consumidos por la irracionalidad de su tuerta visión del mundo, escucho que ciertos tertulianos y periodistas están lanzando afirmaciones confusas e inexactas, no sobre una tesis concreta que ignoro, sino en general sobre el proceloso mundo de las tesis doctorales y sus circunstancias. Así que allá voy.

Imagen de Pexels.

Imagen de Pexels.

Diferencia entre tesis doctoral y novela: se puede plagiar sin copiar

En estos días se está hablando muy generosamente de plagio, pero ¿qué es plagio? ¿Quién y cómo decide qué lo es y qué no, de modo que las reglas no vengan determinadas por la inclinación política de cada cual? En una novela, bastaría una frase copiada literalmente de otra para que casi cualquiera lo considerase plagio. Y sin embargo, nadie acusaría de ello a los cientos de novelas y películas con argumentos básicamente similares. Por el contrario, el mundo académico es más complicado, ya que de hecho puede existir el plagio de ideas o hipótesis ajenas sin copiar una sola palabra, y esta es una falta más grave que la transcripción literal de un texto.

Diferencia entre tesis doctoral y reportaje periodístico: se puede no plagiar citando literalmente y sin comillas

En el caso de la copia literal de frases, continúa siendo igualmente complicado, asegure lo que asegure quien pueda aparecer en los telediarios citando porcentajes como si fueran los ingredientes de un yogur. En los trabajos académicos, una gran parte de lo escrito se dedica a explicar el trabajo de otros. Una norma universal que nunca debe quebrantarse es que cualquier copia literal de las palabras de otra persona debe ir atribuida a sus autores. Y aunque en un trabajo periodístico estas citas exactas deben entrecomillarse, en los trabajos académicos es más habitual el estilo indirecto, a no ser que interese enfatizar la literalidad. Por lo tanto, lo más apropiado sería refrasear una cita atribuida que no va entrecomillada. Lo contrario puede ser signo de un trabajo perezoso o descuidado, pero no necesariamente es un plagio. Siempre, claro, que uno no se atribuya lo que no le pertenece.

Diferencia entre tesis doctoral y máster: toda

Lo anterior se explica por el hecho de que en una tesis doctoral realmente importa más el contenido que el continente. Con todo mi respeto a los alumnos y titulados de másteres (yo mismo he hecho dos y mi periodismo es de máster, no de carrera), esa idea que parece circular de que un máster de postgrado es algo inmediatamente inferior a un doctorado no se corresponde en absoluto con la realidad. Una tesis doctoral es un largo trabajo de investigación original emprendido durante años, y con dedicación exclusiva en el caso de las ciencias experimentales, mientras que un trabajo de fin de máster es algo más parecido a un trabajo escolar, sin tratar de ofender a nadie. En mi máster en Ciencia, tecnología y sociedad, mi trabajo final comparaba la prospectiva tecnológica en dos escenarios literarios distópicos, los de Un mundo feliz de Huxley y 1984 de Orwell. Disfruté escribiendo aquel trabajo al que dediqué largos ratos durante algunos meses, pero de ningún modo es algo comparable a una tesis doctoral.

Diferencia entre tesis doctoral y oposición: no es un examen y uno elige a su tribunal

En contra de lo que se está difundiendo, la lectura de una tesis doctoral no es un examen, como pueda serlo una oposición. En primer lugar, el tribunal de tesis lo elige el propio doctorando. Obviamente, lo habitual es seleccionar a expertos en el área de competencia del trabajo de tesis a los que uno previamente conoce, y con los que muy posiblemente uno haya colaborado anteriormente. No son amiguetes, sino personas que dominan el área y están familiarizadas con la investigación llevada a cabo por el doctorando. Por supuesto, nada impide que alguien seleccione para su tribunal a completos desconocidos. Pero dado que estos deben analizar la tesis por anticipado antes de la lectura, es probable que se nieguen, dado que meterse de repente entre pecho y espalda (o mejor dicho, entre frente y nuca) cientos de páginas de un trabajo que hasta entonces ignoraba por completo, realizado por un becario del que jamás ha oído hablar, no suele ser el ideal con el que un investigador se levanta por las mañanas.

Diferencia entre tesis doctoral y examen de conducir: sobresaliente cum laude es la nota estándar

Dado que la lectura de tesis no es un examen, el objetivo de estas sesiones no es aprobar o suspender al doctorando. Nunca he conocido un caso en el que la calificación de una tesis doctoral haya sido otra que sobresaliente cum laude, y existe una buena razón para ello. A diferencia de un examen de conducir, los calificadores no llegan de repente a ver cómo pasa las rotondas el calificado. Como he dicho, los miembros de un tribunal de tesis reciben el trabajo (incluso en borrador) con la suficiente antelación y se supone que deben analizarlo por anticipado. Si alguno de ellos tiene alguna objeción o piensa que la tesis no reúne el suficiente nivel de calidad para llegar a la máxima calificación, lo esperable sería que se pusiera en contacto con el doctorando para que este amplíe o corrija aquello que sea necesario. Por supuesto que tras la lectura de la tesis los miembros del tribunal interpelan al doctorando, y las discusiones pueden ser tan agrias como pueda imaginarse. Pero si alguien llegara un día para sentarse en un tribunal de tesis habiéndose callado objeciones graves al trabajo del doctorando con el fin deliberado de privarle del cum laude, sería de inmediato calificado por toda la comunidad como un maldito hijo de puta.

Diferencia entre tesis doctoral y blog: se escribe en papel, ese material tan antiguo, y existe aunque no esté en internet

Hay quien dice que aquello que no puede leerse en internet simplemente no existe. Quienes así piensan probablemente ignoran que con ello están negando la existencia de buena parte de la ciencia. Las tesis doctorales se han escrito y siguen presentándose en papel, y de muchas de ellas no existen copias digitales. Por ejemplo, la de un servidor. Es cierto que en aquel 1997 la sociedad no estaba ni mucho menos tan digitalizada como ahora. Pero sí, teníamos internet, utilizábamos el correo electrónico y escribí mi tesis en Word, no con pluma de ganso. Y sin embargo, ni se entregaba ni se depositaba ningún archivo digital, que yo tampoco conservo. Pero incluso en lo que se refiere a las copias en papel, que yo recuerde jamás se me preguntó si quería que mi tesis estuviera accesible públicamente. Y de hecho, parece que no lo está: en la base de datos TESEO aparece solo la referencia, y en el repositorio de la Universidad Autónoma de Madrid figura como de «acceso restringido». Aunque es inimaginable que alguien llegara a proponerme para un cargo de ministro, y más aún que yo lo aceptara, en un universo paralelo donde algo así fuera concebible es de suponer que cualquiera podría acusarme de querer ocultar mi tesis con algún propósito oscuro.

Para terminar y ya que hemos hablado de másteres, les dejo con el más recomendable que me viene a la mente.

Marcha por la Ciencia, ¿una buena idea? Sí, pero cuidado con el mensaje

Yo lo he explicado. Otros lo han explicado. Y cualquier ciudadano con la menor curiosidad por la ciencia podrá explicárselo por si mismo: el devenir de la investigación en la primera potencia científica mundial no es un asunto local, porque la ciencia hace muchas décadas que dejó de ser un asunto local.

Para ser justos, debo introducir una aclaración. Actualmente, la suma de los países de la Unión Europea sitúa al bloque comunitario en el primer puesto de la producción científica mundial; y no lo perderemos después del Brexit, aunque nos arrancará un bocado muy sustancioso.

Esto es más importante de lo que parece: si prescindimos de los nacionalismos, la diferencia de lenguas entre los diferentes países no tiene la menor relevancia, porque en la ciencia solo existe una, el inglés. Y dado que en la UE la financiación de la ciencia depende de muchos gobiernos separados, el impacto de las decisiones particulares de cada uno de ellos, por ejemplo si se recortan los presupuestos, queda más diluido en el conjunto.

EEUU es un gigante similar a la UE, pero con la diferencia de que allí sí existe un único gobierno con competencias sobre el presupuesto de todos. Aunque hay organizaciones de investigación que dependen de administraciones más locales, y también la financiación privada tiene un peso en general mayor que en Europa, las entidades federales son en buena parte responsables de ese primer puesto mundial en producción científica por países individuales.

Con la llegada de Donald Trump al poder, la salud de la ciencia estadounidense se encuentra amenazada. No toda, ni toda por igual: es probable que la exploración espacial tripulada saque jugo del Make America Great Again; de hecho, incluso sin cambios aún en el Congreso tras la elección de Trump, el recién aprobado presupuesto de la NASA incluye ahora el mandato específico de regresar a la Luna en 2021 y poner el pie en Marte en 2033. La agencia deberá entregar antes del 1 de diciembre de este año un documento que convierta la aspiración en una hoja de ruta creíble.

Por el contrario, entre quienes tiemblan están los climatólogos, geofísicos y en general los especialistas de cualquier otra disciplina que no ayude a Trump a sacar pecho frente al mundo. Por ello y de inmediato tras el resultado de las pasadas elecciones, entre los investigadores comenzó a circular la idea de celebrar una gran Marcha por la Ciencia, que se ha concretado en una convocatoria integrada en el Día de la Tierra, el próximo 22 de abril, y que se ha extendido desde la cita central en Washington a cientos de manifestaciones en distintos lugares del planeta, también en España.

Parecería que la iniciativa es impecable y valiosa. Sin embargo, hay investigadores que han expresado sus dudas. Y no, no necesariamente son los seguidores de Trump. En el diario The New York Times, el geólogo de costas Robert S. Young expresaba su temor de que un gran pronunciamiento político perjudique más que beneficie al intento de transmitir el mensaje de que el cambio climático no es una propuesta política, sino una realidad. Él lo sabe bien, puesto que su estudio pronosticando un considerable ascenso del nivel del mar en la costa este de EEUU para el final de este siglo sufrió un intenso bombardeo por parte de los estamentos políticos y de ciertos sectores económicos con intereses afectados. Para Young, la Marcha por la Ciencia remachará la opinión de que la ciencia es opinión y no datos.

El artículo de Young es una muestra del debate suscitado sobre si la marcha es o no, o debe ser o no, política. Pero leyendo las opiniones de distintos científicos, la discusión deja una cierta sensación de que que algunos están lanzándose pelotas en pistas distintas, dado que el término «político» puede interpretarse de distintas maneras.

Por supuesto que una actividad dependiente del sector público está involucrada en, y afectada por, el rumbo de la política. Pero otra cuestión es que sea conveniente para la ciencia la existencia de un liderazgo representativo a favor o en contra de opciones políticas concretas. Aunque sea simplemente a través de un colectivo autoerigido en portavoz de «la ciencia», si la ciencia gusta de ciertos bandos políticos y no gusta de otros, lo único que puede esperar es una respuesta equivalente hacia ella por parte de esos bandos políticos. Es decir, que la mitad del tiempo sea considerada por el gobierno de turno como un sector siempre sospechoso que debe ser vigilado; sí, algo así como los autónomos para Montoro.

Pero en realidad no he venido hoy aquí a hablar de política, sino de otro asunto relacionado con la Marcha. La discusión política puede oscurecer otro aspecto que personalmente me parece más importante. En días como el 22 de abril, la ciencia se retrata. Pero ¿cómo será ese retrato?

Si tanteamos las opiniones fuera del ámbito científico, mi experiencia personal es que la principal crítica hacia el mundo de la ciencia va más o menos en esta línea: aunque los científicos llevan a cabo un trabajo muy valioso y su competencia no se pone en duda, a veces pecan de elitismo, arrogancia y de tratar con condescendencia o prepotencia a quienes no comprenden o no quieren comprender la verdad científica.

Está claro que negar esto no haría más que dar la razón a quienes así piensan. Y de hecho, quienes tenemos un pie en la ciencia y otro en la calle, como es el caso de quienes nos dedicamos a informar, comentar y explicar la ciencia, nos encontramos a veces sumidos en un fuego cruzado: desde la calle, algunos nos hacen objeto de ese reproche; pero desde la ciencia, quienes sin duda deberían ser ese objeto nos recriminan que nuestro esfuerzo por explicar conlleve una pérdida de pureza. Naturalmente, ellos no lo llaman así, sino que nos acusan de ser imprecisos, inexactos, o directamente de no tener ni idea de lo que estamos hablando.

Con respecto a nosotros mismos, qué le vamos a hacer, son gajes del oficio. Y este oficio, al menos tal como yo lo entiendo, va dirigido a ayudar a comprender la ciencia y a interesarse por ella a quienes ni la comprenden ni se han interesado por ella, no a recibir el aplauso de los científicos ni a aquello que tan certeramente expresaba el señor Lobo en Pulp Fiction.

Pero dos cosas son indudables, créanlo o no, y hablo en defensa de esta profesión en general: primero, sabemos de lo que hablamos. Segundo, estamos dispuestos a sacrificar toda la pureza que sea necesario sacrificar con el fin de que cualquier persona sin formación científica entienda bien lo que queremos contar. No siempre lo conseguiremos. Pero quien por ejemplo haya aprendido a tocar un instrumento, sabrá que no hay nada más estomagante que un profesor de guitarra o de piano cuya intención primordial es hacerte ver desde el primer momento lo bien que él toca y lo torpe e ignorante que tú eres.

Por esto es importante tratar de que no sea este pobre retrato de elitismo y arrogancia el que trascienda en una jornada como la Marcha por la Ciencia, y me alegra saber que a alguien más le preocupa; en un artículo publicado estos días, Will J. Grant y Rod Lamberts, del Centro Australiano para la Comunicación Pública de la Ciencia, advertían de este mismo riesgo, ofreciendo siete sugerencias sobre cómo celebrar el evento del 22 de abril. Las dejo aquí traducidas para quien quiera escuchar.

  1. No presumas de tu conocimiento científico. No es el momento de demostrar lo terriblemente listo que eres, o cuánta jerga científica puedes manejar. No pongas esas cosas en una camiseta o en un cartel. Puede ser alienante, y en este foro público específico es condescendiente de narices.

  2. Escribe tus mensajes en términos cotidianos. Evita la jerga y usa lenguaje común.

  3. No te vistas de científico, sino de ciudadano. Si tu meta es mostrar que la ciencia importa a todos, trata de parecer como todos.

  4. Habla de cómo puedes ayudar y de lo que la ciencia puede hacer por otros, no de lo que otros deberían hacer por la ciencia. Incluso con la mejor de las intenciones, los manifestantes que piden cosas de otros pueden terminar pareciendo miopes e interesados. Esta es una gran manera de repeler a la gente [nota mía: aplíquese también a tantas otras manifestaciones].

  5. No te enredes en peleas, ya sean verbales, físicas o metafóricas, con quienes juzgas como tontos, equivocados, peligrosos o desagradables. No es el momento de tratar de corregir los conceptos erróneos ni de despreciar a quienes no están tan científicamente informados como tú. Asumiendo que quieres tener una influencia positiva en otros, ladrarles solo va a enfatizar el propio conflicto, no a concentrarlos en tus mensajes.

  6. Pero apégate a tus objetivos. Apelar a intereses más amplios no implica consentir intereses tontos, equivocados, peligrosos o desagradables. Estamos aquí para defender aquello en lo que creemos, así que tampoco suavicemos tanto el mensaje que pierda todo su significado.

  7. Acoge públicamente a otros, y consigue que otros te acojan. Si alguien debería destacar en esta marcha, son aquellos que no son científicos. ¿Conoces a un grupo de bomberos/as, tercera edad o trabajadores/as del sexo que estén dispuestos a marchar con carteles que digan «(grupo de no-científicos) por la ciencia»? Llámalos y súbelos a bordo. ¡Incluso pídeles que lleven su uniforme!

El zika en tres ideas: hay riesgo, puede llegar y hay que actuar

La primera vez que vi la película Contagio, de Steven Soderbergh, lo hice con un díptero revoloteando por el reverso de mi pabellón auricular; con la mosca tras la oreja, más aún con la primera aparición del guaperas de Jude Law en el papel de bloguero conspiranoico. Law no se ha prodigado en papeles de villano; ¿caería Soderbergh en el facilón (y económicamente rentable en taquilla) argumento a lo Le Carré en El jardinero fiel, dar carnaza a las masas favoreciendo el punto de vista conspiranoico y dejando al personaje de Law como héroe triunfante? (No obstante aclaro, for the record, que la novela de Le Carré estaba basada en un caso real de experimentación clínica ilegal en África).

Así que, cuando la película terminó, casi me faltaron manos para apludir. Soderbergh no solo había reflejado con absoluta veracidad un hipotético caso fielmente realista de pandemia vírica, con epidemiólogos que parecían epidemiólogos y virólogos que parecían virólogos, sino que además había dejado a los conspiranoicos en el lugar que les corresponde, el de trileros de toda la demagogia que se sirve a diario como fast food en internet.

Imagen del virus del Zika al microscopio electrónico de transmisión (partículas oscuras), recientemente publicada por el CDD/ Cynthia Goldsmith.

Imagen del virus del Zika al microscopio electrónico de transmisión (partículas oscuras), recientemente publicada por el CDC/ Cynthia Goldsmith.

Viene esto a cuento del increíble cuento, valga la…, que se ha prodigado en la red a partir de la proclama de un descerebrado en la sección de conspiraciones de Reddit. El tipo en cuestión dijo que el origen de la epidemia de virus del Zika y de los casos de bebés con microcefalia en Brasil coincide geográficamente con el lugar donde hace cuatro años se soltó una población de mosquitos genéticamente modificados para producir descendencia no viable. Y a partir de ahí, la teoría más estúpida jamás lanzada en internet ha tenido que comentarse, para desmentirse, incluso en medios serios (como este).

El conspiranoico en cuestión ni siquiera mencionó, obviamente, que dichos mosquitos se liberaron también en otros lugares donde no ha surgido una epidemia de zika ni de microcefalia (como las islas Caimán o Florida), ni que anteriormente se han ligado casos de microcefalia a virus emparentados con el zika como el del Nilo Occidental, ni que el estudio retrospectivo del anterior brote de zika en la Polinesia ha sacado a la luz anomalías neurológicas que en su día no se relacionaron con una infección antes considerada benigna. Ni por supuesto, y esto es lo fundamental, que la afirmación es un completo disparate biológico sin pies ni cabeza; más allá de la (presunta) coincidencia geográfica, no hay ni siquiera un argumento coherente que rebatir.

Lo anterior no implica que en este preocupante episodio del zika no haya, como ha ocurrido en ocasiones anteriores, elementos perturbadores que obliguen a vigilar muy de cerca todo lo que autoridades y otros actores implicados están haciendo al respecto. En particular, resulta pasmoso que la Organización Mundial de la Salud (OMS) no haya emitido una recomendación de evitar los viajes a Brasil, al menos para las mujeres embarazadas. No hay que ser conspiranoico para sospechar que aquí ha mediado un probable trabajo de lobby por parte de algún organismo para no arruinar los Juegos Olímpicos de Río.

A estas alturas a Margaret Chan, directora general de la OMS, le quedan ya pocos argumentos para defender su gestión. Fue criticada por exceso de reacción con la pandemia de gripe A H1N1 en 2009 (un diagnóstico que no comparto: no olvidemos que la gripe pudo infectar a 200 millones de personas y dejó unos 19.000 muertos) y por defecto de reacción en la epidemia de ébola de 2014. Pero ya llevaba detrás un legado polémico por su actuación como directora de Salud de Hong Kong, cuando se le criticaron su «ayer cené pollo» a propósito de la gripe aviar H5N1 de 1997 y su pasividad en el brote de SARS de 2003. Chan está pisando un terreno pantanoso que puede acabar con su defenestración si no sale airosa de la emergencia del zika.

Pero aunque Chan se haya convertido en el blanco propicio de este tiro al pato, no olvidemos que uno de los factores destacados por los expertos a la hora de mitigar el impacto de una epidemia como el zika es la respuesta de los sistemas de salud de los países. Y como ya he señalado en ocasiones anteriores, en España tenemos ahora como ministro de Sanidad (en funciones) a un filólogo a quien el cargo le cayó como prebenda por los servicios prestados al partido; una situación que pasa inadvertida cuando se trata de ejercer como burócrata gestor de la maquinaria de salud pública, pero que se convierte en un peligro igualmente público cuando toca gestionar una crisis sanitaria. Los brasileños al menos tienen en ese cargo a un médico.

Es evidente que por debajo del burócrata hay una gruesa capa de expertos y técnicos de alto nivel. Pero en el mundo real difícilmente se admitiría poner al frente de lo que sea a alguien sin el conocimiento profesional necesario para saber de lo que habla, y que ha aprendido lo que debe decir al público cinco minutos antes de decirlo. O dicho de otro modo: el ciudadano que paga tiene derecho a que su ministro de Sanidad sea el ventrílocuo, y no el muñeco.

Pero ¿crisis sanitaria, aquí, en España? Lo cierto es que aún es tanto lo que se desconoce sobre el zika que nadie apuesta un céntimo sobre cómo puede evolucionar esto. Pero casi todos los virólogos y epidemiólogos con los que he hablado últimamente reconocen off the record que el riesgo aquí, sin ser comparable al de las latitudes cálidas, es mayor de lo que se está transmitiendo, ya que muy probablemente el mosquito tigre es o acabará siendo un vector competente para el zika. Ya se han dado recientemente brotes de transmisión autóctona de dengue en el sur de Europa, virus muy próximo al zika y que comparte los mismos vectores; con lo que hoy se conoce del zika, no hay (todavía) ninguna razón científica para sostener que el riesgo de transmisión autóctona estacional del virus en España es mínimo, como se está diciendo.

Aún nos quedan unos meses de reacción hasta que comience la eclosión masiva de mosquitos en nuestras latitudes. Y no podemos esperar a llevarnos las manos a la cabeza cuando nazca en España el primer bebé con microcefalia, una enfermedad horriblemente atroz que deja empequeñecido el antiguo fantasma de la polio. Aunque hayan oído que todavía no se ha confirmado científicamente el vínculo con el zika, no piensen por ello que se trata de un síntoma surgido de la nada y nunca antes visto: las complicaciones en el desarrollo neurológico, incluyendo la microcefalia, son frecuentes en los casos de transmisión infecciosa de la madre al feto. La microcefalia se ha descrito sobradamente para viejos conocidos como el citomegalovirus o el VIH, e incluso para virus emparentados con el zika como el del Nilo Occidental. A efectos de salud pública hay que dar este síntoma por descontado, y que la ciencia concluya lo que tenga que concluir, pero a su propio ritmo.

En resumen, es preciso exigir a las autoridades involucradas una toma de postura drástica encaminada hacia la contención del zika. Ninguna medida es excesiva, y el papel de la OMS no es servir de garante del comercio internacional o de la industria turística, sino de la salud de los ciudadanos de los países a los que representa; una caída de los ingresos por turismo puede embocar a algunos países hacia un difícil trance económico, pero una epidemia de microcefalia sería infinitamente peor, algo que quedaría marcado como la funesta huella de un trágico error. Y si el Comité Olímpico Internacional pierde su multimillonario negocio, que digan dónde hay que firmar.

I want to believe, pero… Cinco razones para no creer en los ovnis

Vaya por delante: que cada uno crea en lo que mejor le encaje en la mollera. No vengo ni he venido nunca, cuando se trata de argumentaciones, a coleccionar prosélitos, sino a expresar mi opinión como cualquiera, guste o no (suele ser que no, pero las democracias sirven para disentir, o eso me han dicho). Los proselitismos, incluso los ultracientíficos, me producen ictericia, sarpullido, roncha. No voy a demostrar aquí la inexistencia de los ovnis (nota 1: ovnis como entendemos los ovnis cuando hablamos de ovnis, y no O. V. N. I.) (nota 2: demostrar la inexistencia de los ovnis es imposible), sino simplemente a desgranar solo unas razones a vuelapluma por las que la defensa de este fenómeno tiene una lógica más bien endeble.

En realidad, y esto es una confesión, personalmente me encantaría que existieran. Me apunto a ese famoso «I want to believe» del póster de Mulder en Expediente X, que regresa con fuerza para los fans de la serie (entre los que me incluyo). Todo descubrimiento revolucionario, cualquier cambio de paradigma, es científicamente apasionante, y este en particular sería un caramelo para un periodista de ciencia. Tendríamos que derribar, recordar, reanalizar, reenfocar; daría a la ciencia más visibilidad en los medios, y más trabajo a los periodistas como yo. Sería un privilegio poder vivir ese momento como periodista de ciencia. Así que me encantaría equivocarme. Pero el believing sin pruebas no es conocimiento, sino religión. Y al menos de momento, esto es lo que hay:

Un fotograma de 'Expediente X'. Imagen de 20th Television.

Un fotograma de ‘Expediente X’. Imagen de 20th Television.

1. No es (biológicamente) absurdo pensar que podríamos estar solos en el universo. Y de momento, no hay razones para pensar otra cosa.

«Es ______ pensar que estamos solos», arguyen algunos defensores del fenómeno ovni. He dejado un espacio en blanco porque los calificativos varían: hay quienes lo rellenan con «arrogante». Bueno, tal vez lo sea. Pero el hecho es que la existencia o no de otros planetas habitados no depende de nuestra arrogancia, así que no hay ninguna relación entre este juicio de valor concreto y el hecho de que realmente estemos o no solos. Dicho de otro modo: la arrogancia no implica necesariamente estar equivocado. Otra cuestión es cuando el hueco se rellena con la palabra «absurdo». Y no, no es absurdo.

Dado que aún no conocemos más vida que la de aquí, sobre esta cuestión escuchará usted a biólogos manteniendo posturas contrarias, todas solo opiniones/intuiciones/sospechas, todas respetables. Este biólogo que escribe, en concreto, sostiene el argumento de la inexistencia del Segundo Génesis. A saber: una vez que se ha disparado el proceso de la vida, todo lo demás viene rodado, sean cuales sean los rumbos evolutivos que se tomen. De ese primer paso es del que aún no sabemos nada, y por tanto ignoramos su probabilidad real. Pero algo sí sabemos: en la Tierra, en algo más de 4.500 millones de años, la aparición de la vida solo se ha producido UNA VEZ. Una sola y única vez en 4.500 millones de años (que sepamos hasta ahora).

Es decir: si, como defiende la hipótesis contraria, la vida emerge de manera casi automática allí donde se dan las condiciones, en 4.500 millones de años debería haberse producido lo que se conoce como (al menos) un Segundo Génesis, un segundo evento independiente de aparición de la vida en un planeta tan propicio para ella como la Tierra. En 2010 parecía que por fin lo habíamos encontrado, cuando una investigadora descubrió una bacteria en el lago Mono (California), a la que denominó GFAJ-1, que parecía emplear arsénico en su ADN donde todos los demás seres terrestres empleamos fósforo. Por desgracia, el hallazgo se cayó; se debía a un error experimental. Aquella bacteria era rara, pero era como nosotros.

Los defensores de la hipótesis de la vida omnipresente podrían argumentar que la selección natural favorecería solo un linaje de partida, eliminando los demás. Este argumento es razonable. Es más: es cierto que un linaje triunfante modifica la química terrestre de modo que se cierra el espectro de posibles soluciones biológicas. Pero esto sucede una vez que un linaje ha podido crecer y extenderse lo suficiente como para ejercer esa supremacía. En un momento inicial podrían haberse desarrollado diferentes linajes independientes, con distintas soluciones, sin competencia directa geográfica (ni química) entre ellos. Y alguno de ellos podría haber sobrevivido en forma de vida simple y altamente especializada, tal y como habría sido el caso de las bacterias extremófilas del lago Mono.

La vida en la Tierra apareció hace unos 4.000 millones de años. Si podemos asumir que tal vez pasaron como mínimo 1.000 millones de años hasta que el único génesis conocido se extendió (tal vez incluso 2.000, si tomamos como referencia la aparición del oxígeno en la atmósfera), hubo tiempo de sobra para que se produjeran fenómenos locales de evolución de distintos linajes. Si algún día se descubre un Segundo Génesis terrestre, las cosas cambiarán radicalmente. De momento, solo podemos decir que la aparición de la vida es un fenómeno extremadamente raro: no lo conocemos en otro lugar, y en la Tierra solo ha surgido una única vez.

2. Del «no estamos solos» al «están aquí» media un abismo que precisa la violación de varias leyes fundamentales de la física.

Supongamos la hipótesis más favorable de las anteriores: que, en efecto, no estamos solos, que la vida es omnipresente en el universo. Pero en este caso, y aunque existan por ahí miles o millones de civilizaciones, lo más probable es que jamás lleguemos a tener noticia de su existencia; el universo es apabullantemente inmenso, y las distancias son demasiado grandes incluso para comunicarnos, no digamos ya para llegar a estrecharnos la mano.

El «no estamos solos» no conduce inmediatamente a «por tanto, están aquí». Para salvar el abismo lógico que conduce hasta los ovnis deberían ser capaces además de violar varias (inviolables) leyes de la física, lo que los convierte no en alienígenas muy avanzados, sino en semidioses. Si creemos los relatos habituales de ovnis, sus naves flotan en el aire sin ejercer una propulsión vertical que las sostenga ahí; son capaces de inmensas aceleraciones instantáneas y de detenerse en seco en el aire, y todo ello sin la aparente presencia de ningún tipo de propulsor o la expulsión de un propelente.

Todo esto no es simplemente una proeza tecnológica, sino una imposibilidad física, ya que violaría la ley de conservación de la cantidad de movimiento (una consecuencia de la vieja ley de acción y reacción de Newton), además de escapar a la gravitación universal que es, pues eso, universal. Además, si realmente no utilizaran un propelente o combustible, los ovnis violarían la ley de la conservación de la energía. Por no hablar además del límite físico de la velocidad de la luz, si es que sus naves van y vienen de su planeta a la Tierra como quien coge el metro de Sol a Tirso de Molina.

3. La imagen del «platillo volante» fue un invento de la prensa.

Sintiéndolo mucho, lo cierto es que los «platillos volantes» fueron creados por un titular periodístico. Esta es la historia. Segunda Guerra Mundial: el cielo comienza a ser frecuentado por una gran cantidad de aeronaves, y empiezan a acumularse los informes de pilotos que observan extraños objetos; reciben el nombre de Foo Fighters, y las descripciones generalmente hablan de «bolas de fuego», es decir, objetos esféricos.

Resulta entonces que en 1947 un piloto privado llamado Kenneth Arnold ve una flotilla de raras naves en el cielo, y al contarlo a los periodistas no es demasiado concreto sobre su forma, pero sí sobre su movimiento: dice que se mueven a sacudidas, como si fueran «platillos saltando sobre el agua». El diario The Chicago Sun recoge esta descripción y se inventa un titular atractivo: «flying saucers«, o «platillos volantes». Y de repente, Estados Unidos se llena de avistamientos de naves con forma de platillo volante. En un mes, ya había informes en 40 estados. ¿Qué ocurrió? ¿Los alienígenas leyeron el Chicago Sun y les pareció buena idea cambiar el diseño de sus ovnis, de bolas a platillos?

4. ¿Por qué los ovnis llevan luces?

Parece una razón tonta, pero hay lógica. Veamos. ¿No habíamos quedado en que nos observan pero no quieren mostrarse? De otro modo, décadas atrás ya se habrían plantado en mitad de Times Square o del Mall de Washington. La teoría ovni, supongo, asume que nos observan secretamente y que los avistamientos son casuales, no deliberadamente provocados por los alienígenas.

Bien. Siendo así, si quieren esconderse, ¿por qué sus naves llevan luces? La mayoría de los avistamientos refieren elementos luminosos que se asemejan a los utilizados en nuestros aviones o helicópteros, y que no sirven para ver, sino para ser vistos y así evitar colisiones. En otros casos, el propio ovni es luminoso en su totalidad. Nuestras aeronaves, aunque seamos tecnológicamente primitivos, ofrecen la opción de apagar sus luces cuando operan en misiones secretas, e incluso hemos desarrollado sistemas para reducir el ruido de los helicópteros. ¿Es que los ovnis no llevan un interruptor?

5. ¿Dónde se esconden cuando no los estamos avistando?

De acuerdo, admitamos todo lo anterior. Hay vida en muchos otros planetas, vida inteligente, alienígenas muy avanzados capaces de construir naves que violan las leyes de la física. Nos vigilan en secreto sin que lo sepamos, aunque a veces conseguimos verlos. Y algún diseñador inepto ha colocado en sus naves luces que les resultan útiles cuando vuelan por su propio planeta, pero que por algún motivo no pueden apagarse cuando quieren vigilarnos en secreto.

Y cuando no los vemos, ¿dónde están? Si a lo largo de la historia los hemos visto decenas, cientos de miles de veces, ¿dónde tiene su base toda esta inmensa flota? ¿Dónde está el gran ufódromo? En otros tiempos se creía que podían refugiarse en la cara oculta de la Luna, o en Marte. Pero ya hemos llegado hasta más allá de Plutón y no hemos encontrado nada. Ni rastro. Ni siquiera un tapacubos caído. Salvo que puedan desmaterializarse a voluntad (y en tal caso, ir directamente a la última frase al pie), todas esas naves necesitarán infraestructuras, puertos, talleres, reparaciones, recambios y una gran cantidad de personal… ¿Dónde está todo eso? Salvo, claro está, que vayan y vuelvan cada vez de su planeta a través de puertas interdimensionales que les permitan viajar instantáneamente a través del universo. En cuyo caso volvemos al punto 2, porque esto es, por desgracia, físicamente imposible.

Como conclusión de todo lo anterior, a menudo suele rebatirse la existencia de los ovnis caso a caso, demostrando que los avistamientos corresponden a fenómenos naturales o que son simples fraudes. Pero esta aproximación nunca podrá cubrir todos los testimonios, por lo que siempre quedará un agujero, una duda. Por otra parte, muchos tratan de probar la existencia de los ovnis demostrando la conspiración destinada a mantenernos en la ignorancia («la verdad está ahí fuera»); algo que hasta hoy nadie ha logrado, a pesar de que muchos han dedicado sus vidas enteras a este empeño (y con razón: la prueba definitiva haría millonario a quien la consiguiera). Pero por encima de todo esto existe una realidad obstinada, y es que la existencia de los ovnis, tal como creemos conocerlos, es sencillamente una improbabilidad lógica. O sea: salvo que exista algo muy gordo sobre cómo funciona la naturaleza que se nos haya escapado hasta ahora, los ovnis pertenecen al terreno de la creencia en fenómenos sobrenaturales.

…Y si Hillary Clinton nos descubre otra cosa, también lo contaré aquí.

¿Quién teme al científico feroz? (Feliz Halloween)

Aldous Huxley hizo algo que a un servidor le gustaría hacer, si no fuera porque ya lo hizo Aldous Huxley: escribir dos novelas con el mismo planteamiento, una sociedad gobernada por la ciencia, pero con resultados contrapuestos. En la primera y más famosa, la distópica Un mundo feliz (1932), un régimen solapadamente tiránico empleaba la ciencia para subyugar y entontecer a la población. La segunda, La isla (1962), una obra de madurez, retrataba la utopía de una comunidad que se servía de la ciencia como instrumento de libertad y progreso.

El Doctor Nefario, el científico loco de 'Gru'. Imagen de Universal Pictures.

El Doctor Nefario, el científico loco de ‘Gru’. Imagen de Universal Pictures.

En el intervalo entre una y otra, a modo de prólogo a una edición posterior de Un mundo feliz, Huxley anticipó la idea que después plasmaría en La isla como una alternativa de escape para el Salvaje, el personaje central de la primera: la ciencia y la tecnología hechas al servicio del hombre, y no al contrario «como en la actualidad», escribía.

Este experimento literario de Huxley fue tan oportuno como visionario. La época en la que le tocó vivir, primeros dos tercios del siglo XX, fue la de la generalización de los grandes avances científicos y tecnológicos que transformaron radicalmente la vida común como nunca antes en un plazo tan breve de la historia: la electricidad, la mecanización de los hogares y las oficinas, el teléfono, el automóvil, el avión, la medicina moderna, la televisión, el cine, la comida rápida… Huxley juzgaba que aquella invasión de la sociedad por la ciencia y la tecnología no se estaba encaminando hacia el bien de la humanidad, y quiso dejar constancia de cómo veía las cosas y de cómo le gustaría verlas, ya que probablemente comprendía que la ciencia y la tecnología habían llegado al barrio no solo para quedarse, sino para crecer y multiplicarse.

Hoy la ciencia está más presente que nunca en la vida pública. Muchos de los asuntos que preocupan en la calle tienen una amplia vertiente científica o tecnológica, como demuestran ejemplos recientes. Decía Ernesto Guevara, si es que lo dijo, que un pueblo que no sabe leer ni escribir es fácil de engañar. La alfabetización aún pendiente es la científica; hoy un pueblo que no sabe ciencia es fácil de engañar, como también demuestran ejemplos recientes.

Quizá porque este protagonismo de la ciencia en los asuntos de interés es a veces demasiado subrepticio, casi clandestino, no llega a comprenderse bien la necesidad de que crezca en igual grado la presencia en funciones de responsabilidad de quienes pueden explicar y conducir estas materias, científicos, ingenieros, matemáticos. Persisten enormes reticencias hacia la participación de la ciencia en la toma de decisiones, por parte de quienes prefieren vivir en la ignorancia o, sencillamente, viven de ella.

Este artículo de hoy, víspera de la noche de Halloween, trata sobre el miedo. Pero sobre un miedo particular, el miedo a la ciencia. Ignoro si tiene un nombre formal porque no lo he encontrado en las listas de fobias descritas, pero es evidente que forma parte arraigada de nuestro ser: muchas de las grandes obras del género de terror se basan en explotar este temor del ser humano a lo que algún científico loco puede hacer para eliminarnos o esclavizarnos, desde Frankenstein hasta Gru. No hay malo de James Bond que no emplee a un científico, o lo sea él mismo, para alcanzar sus perversos objetivos. Mi hijo de 10 años, que empieza a hacer sus pinitos como juntaletras, ya escribe cuentos sobre científicos locos que crean horribles seres mutantes en laboratorios ultrasecretos.

Los sociólogos suelen apuntar que un signo de las sociedades menos desarrolladas es el temor a la ciencia como un agente desconocido y amenazador. Tenemos ejemplos de ello, como las revueltas en algunos países africanos contra las campañas de vacunación, o las agresiones sufridas por algunos médicos extranjeros durante la crisis del ébola. En los países desarrollados estos miedos son menos prevalentes, pero se sofistican al tiempo que se marginalizan hacia un fenómeno de frontera: el de las teorías de la conspiración.

Recientemente estuve en contacto con Sebastián Diéguez, un neuropsicólogo suizo de ascendencia española que trabaja en la Universidad de Friburgo. Diéguez lleva un enfoque investigador muy interesante; recientemente ha publicado un estudio en el que indaga en la mente de los conspiranoicos. A propósito de esto, me comentaba que las investigaciones de otros expertos revelan «un vínculo entre la creencia en teorías conspirativas y el rechazo de la ciencia».

Hay ejemplos muy conocidos; quizá el más popular sea el de las misiones lunares. Mi película de anoche fue Capricornio Uno, dirigida por Peter Hyams en 1977. Cuenta la historia de una misión a Marte que resulta inviable antes de ponerse en marcha. En lugar de cancelarla, el gobierno de EE. UU. decide seguir adelante, lanzar el cohete vacío sin tripulación y recluir a los astronautas en un remoto emplazamiento en el desierto, donde graban las escenas de Marte en un estudio de televisión. El plan era desviar la trayectoria de vuelta de la nave para que amerizara muy lejos de lo planeado, dando así tiempo para que un helicóptero llevara a los tripulantes hasta la cápsula. Pero surge un problema: durante la reentrada en la atmósfera, la nave se fríe debido a un fallo en el escudo térmico. El accidente solo deja una opción, eliminar a los astronautas para que no se descubra el montaje.

La ciencia es protagonista de otras muchas teorías de conspiración relacionadas con las vacunas, los cultivos transgénicos, el cambio climático o las farmacéuticas. Diéguez añadía: «También, si piensas en los principales casos de rechazo a la ciencia, como la creencia en el creacionismo, casi automáticamente requieren algún tipo de encubrimiento: la razón para que tantos expertos y biólogos acepten la teoría de la evolución TIENE QUE SER una conspiración, si realmente la teoría es tan obviamente falsa y fallida». El neuropsicólogo agregaba que durante su investigación se había encontrado con muchas trabas, porque los conspiranoicos tendían a pensar que él mismo formaba parte de una conspiración. «¡No es una población fácil de estudiar!», decía.

De propina, y sin otro motivo que festejar la noche más terrorífica del año, aquí les dejo un par de vídeos de los reyes del Horror Punk, que no son otros que los Misfits. Felices sustos.

La OMS, los medios y el público montan la feria de la carne

Parafraseando a Eslava Galán, esta es una historia de la carne que no va a gustar a nadie. El insólito circo de las salchichas, el beicon y el chuletón, que tal vez se convierta en un modelo para analizar en los cursos de periodismo de ciencia, es el resultado de una desafortunada concatenación de circunstancias en la que cada parte ha cumplido su obligada función, pero con graves defectos. Son estos defectos los que han inflado la carpa del circo de un modo que no sucedió por ejemplo en 1992, cuando el mismo organismo de la OMS incluyó la luz del Sol en el mismo Grupo I de carcinógenos al que ahora pertenece la carne procesada, ni en 2012, cuando se ratificó este dictamen. La función de este periodista de ciencia, seguro que también con sus defectos, es explicarlo. Y a ello voy.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

La Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) es la rama de la Organización Mundial de la Salud dedicada a promover la colaboración internacional en el progreso científico del conocimiento del cáncer. Una de sus funciones es mantener reuniones periódicas en las cuales se revisa y se estudia la bibliografía científica respecto a los factores de riesgo. En función de los resultados derivados de estas investigaciones, la IARC encaja dichos factores en una de cinco categorías, desde el Grupo 1, carcinógenos para humanos, hasta el Grupo 4 (el 2 tiene A y B), probablemente no carcinógeno para humanos.

Para empezar a situar las cosas en su contexto adecuado, comencemos con una aclaración. ¿Imaginan cuántas sustancias comprende el Grupo 4, el supuestamente inofensivo?

Una.

La caprolactama, un intermediario en la fabricación del náilon, es la única sustancia analizada sobre la cual la IARC ha valorado que probablemente no es cancerígena para los humanos.

Es importante también precisar que hoy no existe ninguna prueba científica adicional sobre la posible carcinogenicidad del consumo de carne que no existiera ayer. Simplemente la IARC ha hecho su trabajo, reunirse (en este caso en Lyon, Francia), presentar, discutir y votar. El material considerado comprendía más de 800 trabajos en los que se ha investigado la correlación entre el consumo de carnes y la aparición del cáncer, y que se han ido publicando a lo largo de décadas. Hoy no toca insistir en ese mantra repetido con frecuencia en este blog: correlación no implica causalidad. Siempre con este principio ineludible en mente, la revisión de 800 estudios es casi lo más que uno puede acercarse a encontrar un apoyo científico para una hipótesis epidemiológica.

Cuando la IARC resuelve que existen suficientes indicios científicos consistentes para clasificar una sustancia o factor como carcinogénico, por mínimo que sea el aumento de los cánceres asociado a ese elemento, tiene la obligación lógica de clasificarlo dentro del Grupo 1. En el caso de la carne procesada, y según el resumen publicado en la revista The Lancet Oncology, se detectó una asociación positiva entre el consumo y la aparición de cáncer colorrectal en 12 de 18 estudios, mientras que para la carne roja solo se encontró esta correlación en aproximadamente la mitad de los ensayos revisados. En la votación, una mayoría de los 22 miembros del Grupo de Trabajo decidió incluir la carne procesada en el Grupo 1, mientras que las pruebas relativas a la carne roja se consideraron insuficientemente concluyentes, por lo que se asignó al Grupo 2A.

Hasta aquí, nada que objetar. Pero a continuación vienen los problemas.

En primer lugar, la IARC emite una nota de prensa sin haber publicado aún la monografía en la que detallará todos los resultados. El resumen aparecido en The Lancet Oncology es claramente insuficiente, ya que solo incluye un comentario general sin presentar los datos, la metodología empleada y sus resultados. Por lo tanto, ninguno de los expertos consultados estos días por los medios puede juzgar por sí mismo los resultados epidemiológicos bajo la imprescindible premisa científica del rigor.

En segundo lugar, la nota de prensa, difundida tanto en la web de la OMS como en la de la IARC, y distribuida convenientemente en varios idiomas, es una completa aberración. Bajo un titular que no comunica absolutamente nada (El Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer evalúa el consumo de la carne roja y de la carne procesada / Monografías de la IARC evalúan el consumo de la carne roja y de la carne procesada), la sensación inevitable es que alguien buscaba un ascenso al incluir entre los primeros párrafos la siguiente frase:

Los expertos concluyeron que cada porción de 50 gramos de carne procesada consumida diariamente aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%.

Inevitablemente y de forma inmediata, los medios y la gente han echado cuentas: 50 gramos de carne al día, un 18% de riesgo de cáncer colorrectal. Por lo tanto, 100 gramos, un 36%. Y en consecuencia, si consumimos diariamente algo más de un cuarto de kilo de salchichas, tenemos una certeza absoluta del 100% de irnos al otro barrio a causa del cáncer.

Lo gritaría si esto fuera un videoblog, pero por desgracia ni siquiera puedo aumentar el tamaño de la tipografía.

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!!!

Un aumento del 18% sobre el riesgo de base, si este es ínfimo, es tan solo algo un poco mayor que ínfimo, ligeramente por encima del «multiplícate por cero» de Bart Simpson.

Pero para rematar el despropósito, la nota de la OMS añade las siguientes declaraciones:

“Para un individuo, el riesgo de desarrollar cáncer colorrectal por su consumo de carne procesada sigue siendo pequeño, pero este riesgo aumenta con la cantidad de carne consumida”, dijo el doctor Kurt Straif, Jefe del Programa de Monografías del CIIC.

“Estos hallazgos apoyan aún más las actuales recomendaciones de salud pública acerca de limitar el consumo de carne”, dijo el doctor Christopher Wild, director del CIIC. «Al mismo tiempo, la carne roja tiene un valor nutricional».

Las declaraciones literales eran en este caso perfectamente prescindibles, ya que no aportan nada de luz sobre el asunto; al contrario, tanto las palabras de Straif como las de Wild son un no, pero sí, sí, pero no.

Esta mañana, una representante española de la OMS prácticamente ha acusado a los medios de «quedarse solo con el titular». ¿Cuál titular? ¿El de la nota de prensa? Obviamente, no. Pero ante el desastroso comunicado, confuso, contradictorio y alarmista, ningún medio se ha sustraído a hacer lo mismo que estaban haciendo todos los demás: abrir sus páginas, pantallas o minutos con titulares a cuál más bestia: La OMS alerta de que las salchichas son cancerígenas, Las salchichas son tan cancerígenas como el tabaco… Los medios cargan con su cuota de responsabilidad, porque titulares como estos son sencillamente engañosos.

Lo dicen los propios expertos del IARC: el riesgo es muy bajo. El Grupo 1 es como la lista de artículos prohibidos en el equipaje de mano de los aviones. Esta lista prohíbe llevar encima tijeras y bombas nucleares (de hecho, la lista no menciona estas últimas, que yo sepa), pero equiparar el poder mortífero de ambas sería sencillamente una inconmensurable torpeza, cuando no una manipulación interesada.

Para ilustrar un poco más cuán diferentes son las salchichas y el tabaco en el potencial cancerígeno según la definición de la IARC, fijémonos en otros factores de riesgo también incluidos en el mismo Grupo 1 y de los que ningún medio ha dicho ni pío:

La radiación solar (mencionada más arriba).

La polución atmosférica (aclaración: esto significa respirar el aire de las ciudades, no poner la boca en un tubo de escape, que mataría más rápidamente).

Los anticonceptivos orales (la píldora).

Los pescados en salazón, como el bacalao.

El serrín.

La terapia de estrógenos en la menopausia.

Las camas de bronceado.

El tamoxifeno, un fármaco que, curiosamente, se emplea en los tratamientos contra el cáncer de mama y que figura en la lista de medicamentos esenciales de la propia OMS.

O la exposición ocupacional de los pintores, alquitranadores, zapateros y muchos otros profesionales de varias industrias.

Por último, en esta función circense no puede soslayarse la reacción del público. Si contáramos con una mayor cultura científica, tendríamos algo más de juicio mesurado y fundamentado en lugar de, como se ha hecho en Twitter y en los comentarios en los medios, sacar los tridentes y las antorchas contra la OMS, que primero nos trajo el ébola y ahora quiere quitarnos el beicon. La OMS se ha convertido en el blanco de un pimpampum injustificado: se criticó tanto su excesiva reacción ante la gripe A o el SARS como su falta de reacción en la crisis del ébola. El verdadero problema de la OMS es que su credibilidad se ve dañada no tanto por defectos de función, sino sobre todo de comunicación.

Añado un apunte para quienes ahora aprovechan el río revuelto con vistas a ensalzar las (algunas indudables) virtudes de la dieta mediterránea frente a la malignidad de la carne. Uno de los componentes responsables del riesgo cancerígeno de la carne es el nitrito, que reacciona con las aminas formando nitrosaminas, potentes carcinógenos. Pues bien, ¿adivinan cuál es la principal fuente de nitritos de nuestra dieta? No es la carne, sino los vegetales y la fruta, que aportan hasta el 80%. Y la formación de nitrosaminas a partir de los nitritos de la dieta ni siquiera tiene que deberse a la cocción, ya que la reacción se produce espontáneamente en el medio ácido del estómago. Y ¿qué hay del pescado?, se preguntarán. El proceso de cocinado del pescado produce, como el de la carne, aminas heterocíclicas (AHC), también carcinógenas. Aún más: el pescado contiene más AHC que el cerdo o las salchichas. Y cómo no, el pescado ahumado contiene hidrocarburos policíclicos, también cancerígenos.

¿Es que no se puede comer nada que no dé cáncer?, se preguntará alguien. En 2013 John Ioannidis, profesor de la Universidad de Stanford que hace unos años convulsionó el mundo de la ciencia al demostrar la falsedad de muchos estudios basados en correlaciones estadísticas, decidió elegir al azar 50 ingredientes comunes de un libro de cocina y revisar la literatura científica buscando su posible relación con el cáncer. Los resultados mostraron que 40 de los 50 ingredientes se habían relacionado de alguna manera con el cáncer, para bien o para mal; Ioannidis y sus colaboradores denunciaban la debilidad de los datos en la mayor parte de los casos, y una conclusión evidente era la obsesión de ciertos investigadores por encontrar vínculos cancerígenos que aseguran una publicación e incluso tal vez un titular en algún medio. Un editorial que acompañaba al estudio decía: «Parece, entonces, que según la literatura publicada casi todo lo que comemos está de hecho asociado al cáncer».

Y para terminar de poner todo esto en perspectiva, no puedo evitar citar un dato relativo a la referencia que pone el listón más alto del riesgo cancerígeno, el gran satán del cáncer: el tabaco. No cabe duda de que fumar es enormemente perjudicial y un importante factor de mortalidad. Pero incluso la incidencia del cáncer de pulmón entre los fumadores se sitúa, dependiendo de las diferentes estadísticas, como mucho en un 20%. En otras palabras, la realidad es esta:

La gran mayoría de los fumadores NO desarrollarán cáncer de pulmón.

Pues prepárense, y ya les aviso: en mayo del año que viene, el IARC se reunirá de nuevo, en esta ocasión para valorar el riesgo cancerígeno del café, el mate y otras bebidas calientes. Así que vayan bebiendo, ahora que aún pueden.

Shkreli, el ser inhumano, continúa siéndolo

El hecho de que hoy se celebre el Día Internacional del Cáncer de Mama me sirve como excusa para recordar el caso de Martin Shkreli –el especulador– y el Daraprim –su más reciente especulación–. Resumo: Shkreli adquirió los derechos de este medicamento contra la toxoplasmosis para seguidamente multiplicar su precio por más de 50, impidiendo así el acceso a tratamiento a millones de afectados por este parásito que se ceba sobre todo en los inmunodeprimidos, como los trasplantados o los enfermos de VIH.

Martin Shkreli. Imagen de su Twitter.

Martin Shkreli. Imagen de su Twitter.

Ambas historias no tienen absolutamente ninguna relación, salvo por una lejana asociación de ideas de un servidor: los llamados «Días D» están concebidos para atraer la atención pública general sobre ciertos asuntos que muchos sufren silenciosamente durante todos los demás días del año, de manera que se mantenga un cierto nivel de interés popular de cara a sostener el apoyo a estas causas en todos los frentes. Puede que algunos periodistas de ciencia, como este que suscribe, no seamos especialmente afectos a subirnos a ese carro informativo, porque para hacerlo hoy ya están los demás; cuando se trata de temas relacionados con la ciencia, como el cáncer, el alzhéimer o el cambio climático, nosotros nos ocupamos de ellos regularmente sin necesidad de círculos en el calendario.

En cambio, el caso de Shkreli es en cierta medida el opuesto: cuando rompió la ola informativa sobre su artera maniobra, el planeta entero pareció revolverse furioso contra el tipo que ha recibido el apodo de Pharma Bro. La ola crecía a tsunami mientras Shkreli se escondía en su madriguera, cerrando al público su cuenta de Twitter. Pero la de Shkreli corría el peligro de ser una de esas noticias cerilla: prende con gran aparato y fogonazo estentóreo para después apagarse, que nadie vuelva a acordarse de ello, que el individuo en cuestión regrese a su vida, a su (llamémosle) actividad y a su Twitter, pelillos a la mar y aquí no ha pasado nada. Y mientras, el Daraprim, a 750 pavos americanos la píldora.

Izquierda, radiografía tuiteada por Shkreli, presuntamente de su muñeca. Derecha, imagen de la web Medscape.

Izquierda, radiografía tuiteada por Shkreli, presuntamente de su muñeca. Derecha, imagen de la web Medscape.

A este que suscribe no le da la gana. Y lo único que puedo aportar contra ello es recordarlo aquí: tras el escándalo, Shkreli prometió que rectificaría la escalada del precio, pero no lo ha hecho. Es más: superado el shock inicial, se diría que el sujeto ha aprovechado el tsunami para surfear sobre su cresta, acrecentando su popularidad y apareciendo en todos los medios como lo que él no sabe que es, un perfecto imbécil con la madurez de un embrión de mosca del vinagre.

Esto último puede ser, y de hecho lo es, un juicio de valor. Pero juzguen ustedes: en septiembre, Shkreli anunció una donación de 2.700 dólares a la campaña del socialdemócrata Bernie Sanders para su candidatura a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata. La respuesta de Sanders fue de lo más brillante: en lugar de rechazar la contribución, lo que hizo fue donarla a su vez a una ONG de Washington que se dedica a atender a enfermos de VIH y a la comunidad LGBT. Shkreli publicó ayer en su Twitter que estaba tan furioso con Sanders que «pegaría un puñetazo a la pared», con una larga ristra de signos de admiracion. Poco después, el sujeto anunció que se había roto la muñeca y publicó una imagen de rayos X de su presunto miembro fracturado. Imagen que, según han descubierto algunos seguidores, es sospechosamente idéntica a otra que aparece en una web médica. ¿Es o no es?

El Nobel de Química se pone al día con los deberes atrasados

No puedo negarlo: a uno se le queda cierta cara de escalera de color cuando un premio Nobel distingue hallazgos que ya figuraban en los libros de texto en los remotos tiempos del siglo XX en que a uno aún le salían espinillas.

Imagen de la Fundación Nobel.

Imagen de la Fundación Nobel.

Como ya he reflejado aquí anteriormente, la apuesta de un servidor iba para Emmanuele Charpentier y Jennifer Doudna, autoras de la tecnología de edición genómica CRISPR/Cas-9, un sistema molecular descubierto en bacterias que sirve para corta-pegar fragmentos de ADN y que promete innumerables aplicaciones desde la investigación básica a las terapias avanzadas. Charpentier y Doudna han merecido ya varios premios, incluyendo el Princesa de Asturias de Investigación 2015, y figuraban también en la quiniela de Thomson Reuters como favoritas para el Nobel (quiniela que, por cierto, este año no ha dado una a derechas).

La tecnología CRISPR/Cas-9 es hasta ahora el mayor avance de este siglo en biología molecular. Tan nuevo que aún está dando sus primeros pasos, en los que surgen nuevas maneras de aplicarlo, variaciones y mejoras al sistema. Tan nuevo que existe una disputa sobre la patente entre los equipos de Doudna y Charpentier y el investigador de Harvard Feng Zhang, el primero que lo aplicó en células humanas y que, para esquivar el embrollo, ha introducido una nueva alternativa a Cas-9 llamada Cpf1.

El sistema CRISPR merecerá un Nobel, no cabe duda. En su día, lejano él. Porque es evidente que el comité de los premios suecos no se distingue precisamente por andar a la última. Sus miembros prefieren los hallazgos ya reposados y consolidados, que han demostrado su relevancia larga y sobradamente sin posibilidad alguna de refutación. Y es probable que la disputa sobre la patente también haya aconsejado esperar para poder valorar el hallago biotecnológico del siglo con un poco más de perspectiva. Y para saber a quién atribuírselo.

El problema es que en ocasiones el reconocimiento llega tan tarde que los galardones se convierten más bien en homenajes a toda una trayectoria de venerables investigadores ya retirados. O en otros casos parece que el comité concede premios escoba, dicho con todo el respeto, en el sentido de recoger los hallazgos que quedaron atrás y que en su día no fueron reconocidos. Es decir, ponerse al día con los deberes atrasados.

Este último es el caso del Nobel de Química de este año 2015. El sueco Tomas Lindahl (actualmente en el Instituto Francis Crick y Laboratorio Clare Hall de Hertfordshire, Reino Unido), el estadounidense Paul Modrich (Instituto Médico Howard Hugues y Universidad de Duke) y el turco Aziz Sancar (Universidad de Carolina del Norte, EE. UU.), premiados «por sus estudios de los mecanismos de reparación del ADN», aportaron los hallazgos merecedores del premio hace ya décadas, en los años 70 y 80 del pasado siglo.

Nada de lo cual resta importancia a los descubrimientos de los tres investigadores. Mientras escribo estas líneas, y ustedes las leen, millones de células de nuestros cuerpos están fotocopiando su ADN para preparar la división celular. Y vigilando este proceso están los mecanismos de reparación para asegurar que el original se mantenga en buen estado, que no se deteriore con defectos que lo dejarían inservible, y que la copia sea fiel al original para evitar las mutaciones que podrían provocarnos un cáncer.

Se trata de hermosos prodigios de la evolución que nos protegen, por ejemplo, de los daños de la luz solar ultravioleta o de los carcinógenos que entran en nuestros cuerpos a diario, y sin los cuales la vida sería imposible. La investigación sobre estos mecanismos prosigue hoy, con el objetivo de dominar su poder para devolver al redil a las células rebeldes del cáncer. Ya existe algún fármaco destinado no a potenciar, sino a inhibir un sistema de reparación para inducir el colapso total del ADN en las células cancerosas.

Eso sí: cuando lean por ahí algo parecido a «los hallazgos de estos investigadores permitirán curar tal o cual enfermedad», no contengan la respiración. Han pasado ya décadas desde los hallazgos de estos investigadores, y hasta ahora estos mecanismos de reparación no se han traducido en una vía mayoritaria para atacar dolencias como el cáncer. Y en lo que respecta a la capacidad de manipular el ADN a voluntad y casi con una precisión quirúrgica… ¿he mencionado ya el sistema CRISPR?

Los neutrinos reciben un Nobel… y otro, y otro, y otro

Esta mañana hemos conocido el fallo de la Real Academia Sueca de las Ciencias sobre el Nobel de Física 2015, que ha galardonado al canadiense Arthur B. McDonald y al japonés Takaaki Kajita «por el descubrimiento de las oscilaciones de los neutrinos, que muestran que los neutrinos tienen masa».

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

El de los neutrinos parece ser uno de los campos de la física que más resuena en los medios e interesa al público, y eso que algunos de los descubrimientos más esenciales sobre estas partículas aún están por venir.

Quien primero postuló su existencia fue Wolfgang Pauli, premiado con el Nobel; no por esta especulación teórica, sino por su famoso Principio de Exclusión. Hacia 1930 Pauli estudiaba la desintegración beta, un tipo de radiación emitida por ciertos isótopos favoritos de los bioquímicos como el carbono-14, el fósforo-32 o el tritio (hidrógeno-3). Mientras que la gorda radiación alfa, la del uranio o el plutonio, está compuesta por grandes núcleos atómicos que no atraviesan ni una hoja de papel, la radiación beta es más penetrante por sus partículas pequeñas, electrones o positrones, clásicamente llamados partículas beta.

A diferencia de la alfa, con la radiación beta ocurría algo extraño, y es que su espectro de energía es continuo, sin saltos; algo incongruente con el hecho de que un electrón tiene una energía discreta. Para explicar cómo se rellenaban esos huecos entre los saltos que deberían observarse, Pauli propuso la existencia de una partícula sin carga eléctrica y con masa muy pequeña. Inicialmente Pauli llamó a este factor «neutrón», pero el nombre fue asignado simultáneamente a una partícula mucho más pesada del núcleo atómico. Se atribuye al físico italiano Edoardo Amaldi el haber acuñado el término «neutrino» casi como una italianización humorística de un neutrón más pequeño, y fue Enrico Fermi quien comenzó a popularizar este nombre.

La demostración de la existencia del neutrino tuvo que esperar 26 años, hasta 1956. Y la distinción del hallazgo con un premio Nobel aún debió esperar 39 años más, hasta 1995. Por entonces uno de sus dos autores, Clyde Cowan, ya había fallecido, por lo que el galardón fue para el otro, Frederick Reines. Sin embargo, otro Nobel para los neutrinos ya se había adelantado en 1988. Aquel año Leon Lederman, Melvin Schwartz y Jack Steinbergen recibieron el galardón por la demostración en 1962 de que existía más de un tipo de neutrino. Al neutrino electrónico o electrón neutrino descubierto por Cowan y Reines, los tres premiados en 1988 habían añadido un segundo «sabor», el muón neutrino o neutrino muónico, que en el campo teórico antes de su demostración había recibido el también humorístico nombre de «neutretto«. El tercer sabor, el tauónico, no llegaría hasta 2000.

Los neutrinos quedaron así caracterizados como partículas sin carga que prácticamente no interactúan con las demás y que por lo tanto atraviesan cualquier materia, incluidos nosotros, sin sufrir alteración. Lo cual implica también que son muy difíciles de detectar. Según el Modelo Estándar de la física de partículas, los neutrinos no debían tener masa. Pero algo comenzó a levantar la sospecha de que no era así.

Buscando un tema interesante al que dedicarse, Raymond Davis Jr. construyó algunos de los primeros rudimentarios detectores de neutrinos con el fin de pescar esta esquiva partícula. En los años 60, Davis situó un tanque lleno de tetracloroetileno, el líquido de las tintorerías, en el fondo de una mina de Dakota. Con este experimento el físico logró por primera vez detectar neutrinos solares, algo que le valdría el Nobel en 2002 junto con el japonés Masatoshi Koshiba, el primero que detectó neutrinos cósmicos procedentes de una supernova desde el detector japonés Kamiokande; tercer Nobel para los neutrinos.

Sin embargo, el experimento de Davis dejó un problema pendiente: el número de neutrinos detectados era mucho menor del previsto según los modelos solares, algo que después corroboraron otros detectores. La incógnita quedaría pendiente de resolución durante décadas; pero entretanto, el italiano Bruno Pontecorvo elaboró una teoría que finalmente llegaría a explicar el misterio de los neutrinos desaparecidos.

El Observatorio de Neutrinos Sudbury, en Canadá. Imagen de Minfang Yeh, Ph.D.

El Observatorio de Neutrinos Sudbury, en Canadá. Imagen de Minfang Yeh, Ph.D.

Pontecorvo propuso que los neutrinos podían mutar, oscilar entre distintos sabores durante su viaje por el espacio. Esto explicaría que escaparan a los detectores capaces de pescar solo neutrinos electrónicos, pero al mismo tiempo requería que los neutrinos tuvieran masa, distinta para cada uno de los sabores; algo que no estaba contemplado en el Modelo Estándar. La oscilación de los neutrinos comenzó a ganar peso entre los físicos, pero no fue demostrada hasta finales de los 90 y comienzos de este siglo gracias a dos experimentos, el Sudbury en Canadá, liderado por Arthur B. McDonald, y el SuperKamiokande en Japón, dirigido por Takaaki Kajita. En particular, el primero era capaz de detectar todos los tipos de neutrinos. Con ello llegó la demostración de que los neutrinos poseen masa, aunque aún no se sabe cuánto. El hallazgo les ha valido hoy a ambos el Nobel, el cuarto para los neutrinos.

Hasta aquí, la información. Ahora, la opinión. Dejando aparte la aparente afición de la Real Academia Sueca de las Ciencias por premiar todo lo que sepa a neutrino, hay una clásica objeción al formato de los Nobel que se pone de manifiesto en este caso: el modelo del científico solitario y autosuficiente hace décadas que pasó a mejor vida. Con la finalización del Proyecto Genoma Humano a comienzos del presente siglo, muchas voces autorizadas se alzaron reclamando un Nobel para este logro. El problema era: ¿para quién?

Los premios suecos sostienen una fórmula de distinción individual que resulta obsoleta en la compleja ciencia actual, colaborativa y multidisciplinar. Al igual que el Genoma Humano, el Sudbury y el SuperKamiokande son experimentos complejos en los que probablemente han participado cientos de científicos. Recordemos la demostración del bosón de Higgs en el LHC; el Nobel fue para Higgs y Englert, sus teóricos; no habría habido manera de encajar al equipo del LHC en el formato de los premios. Si un equipo de científicos demostrara la evaporación de un microagujero negro creado experimentalmente, Stephen Hawking podría por fin recibir su Nobel. La teoría aún puede ser individual; la experimentación nunca lo es.

E incluso en este supuesto, pueden cometerse injusticias: tal vez Pontecorvo no haya podido recibir el Nobel como teórico de la oscilación de los neutrinos por la sencilla razón de que falleció en 1993. Pero en 2002 hubo un nombre fundamental que se quedó fuera de los premios: John Bahcall, colaborador de Davis y autor del sostén teórico en el que se basó el diseño experimental que llevó a la detección de los neutrinos solares.

Por no recordar los casos en los que un coautor esencial de un trabajo también ha sido excluido; un ejemplo es Rosalind Franklin, la investigadora que produjo los cristales sobre los que se estudió la estructura del ADN. Es cierto que Franklin ya había fallecido de cáncer cuando sus colegas Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio; pero cuando hace unos años la Academia Sueca publicó sus archivos, se descubrió que Franklin nunca llegó a estar nominada.